Había
amanecido lindo en mi pueblo, el sábado aquél en que se casaba m’hijo, el
menor. El sol tibio de abril, acariciaba manso las calles angostas, las casas
bajas. Se filtraba como con timidez entre las ramas ya casi secas de los
árboles, en la plaza principal. Asomando entre los cerros arrancaba reflejos
dorados del campanario de la iglesia y hacía brillar los botones del uniforme
del cabo, en la puerta de la comisaría. El día despertaba augurando felicidad.
Los
preparativos del casamiento habían llegado a su fin. ¡Gracias a Dios! Porque
hacía como seis meses que la patrona y mis gurisas no daban la ida por la
venida con los arreglos del eminente acontecimiento. Que los regalos, los
vestidos, el traje del muchacho, la iglesia, ¡la fiesta! Me he pasado firmando
boletas de crédito. Diga que en el pueblo todo el mundo me conoce y me da fiado
¡que si no! Pero era el gusto de mi mujer y era el primer hijo que se nos
casaba.
Pensar
que yo me casé con la madre de mis hijos por atrás de la iglesia. Digamos que
me la robé, entonces yo tenía dieciocho años y ella dieciséis. Después
formalizamos, cuando los mayorcitos iban a empezar la escuela. Pa´que tuvieran
mi apellido, sabe, como manda la ley. Por la iglesia no, nunca nos casamos. El
cura decía que estábamos en pecado, que pa´casarnos teníamos que confesarnos y
arrepentirnos. ¿Qué íbamos a confesar, si todo el pueblo sabía que vivíamos
juntos? ¿Y de qué nos íbamos a arrepentir, si habíamos sido felices? Dios nos
habrá perdonado ¡nos mandó siete hijos! Si vinieron como penitencia ¡pa´
nosotros fueron un regalo!
Siete
muchachos criamos: cinco gurisas y dos varones. El mayor y el menor
¡mire usted! Las dos puntas. Y el punterito chico rompió el cepo. Yo al
principio me opuse:
—¡No
señor, qué casorio ni casorio, es muy gurí, tiene tiempo, que viva
un poco primero! ¡Tiene tiempo!
Pero
no hubo caso, el amor es así, cuando prende, prende. Y la madre que lo apoyaba:
—No
es ningún gurí, ¿vos ya te olvidaste? Cuando nació el primero vos no habías
cumplido los diecinueve ¡igual que tu hijo ahora!
Y
¿qué iba hacer? ¡Que se case entonces! ¡Quiera Dios sea feliz como yo fui con
su madre. Pero ahora la cosa está fiera, no es como antes, nosotros no teníamos
nada, ni esperábamos más de lo que teníamos. En esta casa vivimos siempre. Aquí
nacieron todos mis hijos. Pero ahora ¡hasta televisión color quieren los
muchachos!
Bueno,
la cuestión era que el día del casamiento iba pasando, de tarde venía el juez a
casarlos en casa y de tardecita se casaban en la iglesia. Ya estaba todo
pronto, la casa llena de gente —yo no sé de dónde había salido tanto invitado—,
el juez en el comedor y los novios de la manito, de pie frente a él. ¡Cuando
sucedió la hecatombe!
Abriéndose
paso entre los invitados, una morena joven con dos negritos de la mano y uno en
los brazos ¡que eran una gloria! Paró el casamiento.
Dirigiéndose
al juez le dijo que el casamiento no se podía efectuar, porque el muchacho que
se casaba era el padre de esos tres gurises. Y ahí nomás se suspendió el
casamiento civil. Le juro que no me quiero ni acordar. Mire, entre los
desmayos, los gritos, los empujones, ¡fue un infierno aquello! La novia agarró
a sopapos al novio que parecía que no entendía nada de lo que estaba pasando.
El juez, yo y mi compadre, el Nacho, tratamos de calmar el relajo que se armó.
Lo conseguimos a medias. La novia llorando a mares, no quería saber de nada,
m´hijo o no sabía nomás lo que pasaba, o se había vuelto loco. Andaba como
perdido. Yo lo agarré de un brazo y lo enfrenté a la morena.
—¿Conocés
esta mujer? —le pregunté indignado.
—Yo
no la conozco, ni sé quién es —¡me dijo delante de ella! ¡Qué
indecencia, negar así a su propia mujer, a la madre de sus hijos! Sentí un
dolor en el pecho, comprobar en mi propio hijo esa falta de dignidad, negar
todos los principios que le enseñamos con la madre, yo…
—¿Quién
es este hombre? —dijo la morena.
—Cómo
quién es? ¡Es el padre de tus hijos! —le contesté.
—¿Qué
dice? ¡El padre de mis hijos es su hijo!
—¿A
sí? ¿Y éste quién entonces? ¿No es m´hijo?
En
medio de semejante lío, viene como del fondo de casa el Hugo, m´hijo mayor, que
andaba en la organización de la fiesta de esa noche, ve a la morena y le dice,
mientras toma en los brazos al niño que ella cargaba y acaricia a los otros
dos.
—¡Tina!
¿Qué hacés acá?
—Me
dijeron que te casabas…
—¿Yo?
—Me
dijeron…
Él
le dio un beso y le dijo:
—Zonza,
yo ya me casé contigo.
—Entonces
vos… —le dije al Hugo.
—Sí
papá, yo hace años que tengo mujer, que vivo con Tina. No sé, al principio no
dije nada, después el tiempo fue pasando, siempre esperando que se diera una
oportunidad, esas cosas ¿vio? Pero bueno, ahora ya lo sabe. Tina es mi mujer y
estos son sus nietos.
Hubo
que ir a buscar a la novia y a los padres para seguir con el casorio. El juez y
los invitados no se habían ido esperando para ver como terminaba
el lío. Al fin los muchachos se casaron por el juez y de tardecita
fuimos todos a la iglesia.
Mientras
el cura les hablaba a los novios yo, que era el padrino , miré para la primera
fila de bancos. Mi mujer con el negrito más chico en los brazos, lloraba,
pienso que sería por la emoción de la boda. Nunca le pregunté. Tina y el Hugo
con los dos negritos de la mano, sonreían felices y enamorados. Yo me puse a
pensar que a ellos habría que armarles casamiento y bautismos. Me gustó eso de
tener tres nietos de golpe. Clavado que el Hugo ya los habría hecho hinchas de
Peñarol! Si, otro casamiento en puerta.
Había amanecido lindo, en el pueblo, el sábado aquel de abril.
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