De un tirón firme en la chaura, dejó al trompo bailando sobre la cuadriculada
vereda gris. Permaneció un momento observando sus giros y balanceos, y luego se
arrodilló, arrimó su mano con el dorso hacia abajo hasta lograr que el trompo,
al girar, subiera entre los dedos y se durmiera bailando en la palma de
su mano. Entonces se puso de pie y levantó la mano a la altura de los ojos,
mostrando a los otros chiquilines que lo rodeaban, su pericia en el arte de
dominar aquel pequeño trozo cónico de madera que seguía bailando
frenéticamente ante su cara risueña.
Erguido como un rey ante sus súbditos mostrando su trofeo. Orgulloso como un
dios pagano, allí estaba de pie, con sus nueve años avasallantes, sus
pantalones cortos y la honda en el bolsillo de atrás; riéndose con su cara
toda, su boca de dientes pequeños, sus ojos verdosos y aquel mechón
de pelo rebelde que le caía sobre la frente. Era un capo entre los botijas del
barrio. El que remontaba más alto las cometas. El que mejor jugaba
al fútbol. Había que verlo pelear a la salida de la escuela, cuando cortaba en
el recreo con alguno de sexto. Era inteligente, pero muy diablo. Aquel
año, no terminó quinto. Un día que por segunda vez no llevó los deberes,
la maestra le dijo:
—Imbécil, y él le tiró con un tintero.
Lo expulsaron. Dijo la Sra. Directora que era un niño muy
díscolo. Que su comportamiento era un mal ejemplo para sus condiscípulos. Que
perdone señora, pero su chico necesita un colegio especial, donde lo
puedan reeducar. Que era un niño muy malo y usted no va a poder con su
vida. Adiós señora, y que Dios la ayude, lo va a necesitar.
La
mamá no le contestó, ella sabía que no era malo. Era bandido. Callejero. Pero
no era malo.
Se
fueron juntos de la escuela, callados, ella cada tanto suspiraba, él
la miraba a hurtadillas queriendo abrazarla y decirle cosas como:
—Mamá
te quiero mucho, no te pongas triste, yo, yo a veces no sé por qué me
porto mal, no sé, yo quisiera ser el mejor de la clase, el mejor del mundo para
que vos estés contenta, pero no sé qué me pasa mamá, de repente me entra como
una viaraza... ¿me vas a poner en un colegio especial? ¿Qué es un colegio
especial, mamá?
Todo eso hubiera querido decirle a la madre, pero caminaba callado con la moña
desatada y la cartera colgada al hombro. Cuando llegaron a la casa la
madre le acarició la cabeza y le dijo:
—Andá,
sacate el guardapolvo y lavate la cara y las manos que vamos a comer. Hice un
guiso con dedalitos y le puse choclos, como a vos te gusta, andá. Y él se
puso a llorar. La madre mientras ponía la mesa pensó en voz alta:
—¡Pobre
Sra. directora, sabrá mucho de alumnos, pero de hijos no sabe nada!
Al año siguiente la madre lo puso en la escuela de varones, porque la
escuela hay que terminarla, para no ser un burro, sabés. Hizo quinto y sexto.
Cuando estaba en sexto, una tarde lo llevaron preso. Estaba jugando al fútbol
en la calle con otros gurises, algún vecino rasqueta llamó a la policía y
vino un guardia civil en una moto con sidecar, lo encontró justo a él con
la pelota en la mano.
Cuando la madre se enteró y llegó a la comisaría ya lo habían pasado para
el asilo. Ella le preguntó al comisario si los milicos de esa comisaría no
tenían más nada que hacer, habiendo tantos ladrones sueltos, que
llevar preso a un menor que jugaba a la pelota frente a la puerta de su casa.
El comisario pasó por alto el comentario y le dijo que fuese a buscarlo al
asilo, que un policía la iba a acompañar. Ella desde su dignidad le dijo:
—No
se moleste, yo voy sola, no necesito acompañamiento.
El tranvía la dejó ante la puerta del edificio donde se leía: “Mi padre y mi
madre me arrojan de sí, la piedad cristiana me recoge aquí”. Habló con el
director y sin darle tiempo a solucionar el problema, salió nerviosa de su
oficina, cruzó un patio embaldosado, buscó al hijo con premura y cuando lo vio
lo tomó de un brazo y lo sacó en vilo.
—¡Manga
de energúmenos! murmuró al pasar, pero al llegar a la puerta de salida se dio
cuenta que el personal del asilo no tenía nada que ver y antes de salir
se disculpó ante el director:
—Disculpe,
estoy muy nerviosa.
—Vaya
señora, vaya, le dijo el director, y a él:
--Portate
bien.
Se
volvieron en el tranvía, la madre preocupada porque tenía que terminar un
vestido para el día siguiente y él abrazado a ella prometiéndole el oro y
el moro y antes de llegar, recostado a su hombro, se quedó dormido.
Una
tarde de ese verano, mientras le probaba una blusa a una clienta, él entró de
la calle por la puerta del fondo, llegó al comedor y le dijo a la madre:
Mamá, y cayó desmayado. Traía un brazo chorreando sangre y un hueso expuesto,
blanqueando hacia afuera. Se había caído jugando al fútbol en el campito y así
se vino agarrándose el brazo y perdiendo sangre por el camino.
Cuatro cuadras corrió la madre hasta el teléfono más próximo para pedir una
ambulancia. Esa noche lo operaron de urgencia. Lleva desde entonces una
cicatriz con forma de T, en su brazo izquierdo. Siguió jugando al fútbol por
todos los barrios de Montevideo y también en el interior. La madre
quería que estudiara, hay que prepararse para el futuro. Lo anotó en la
Escuela Industrial. Pero él era wing derecho.
—¡Qué
sacrificio Dios mío! ¿Qué voy a hacer con este muchacho? ¿Qué te va a dar
el fútbol me querés decir? ¡Te vas a morir de hambre, yo no voy a vivir para
siempre!
Una tarde paró un auto frente a la casa, golpearon a la puerta y un señor le
entregó a la madre una tarjeta con el escudo de Peñarol. Lo habían visto jugar
y lo esperaban para practicar el jueves de mañana. Ella no entendía ni quería
saber de cuadros de fútbol. Le bastaba con saber que debido a ello, el
hijo había estado preso, se había quebrado un brazo, y vaya a saber cuántas
cosas más que mejor que ella ignorara.
Cuando llegó el muchacho la madre le dio la tarjeta y le comunicó lo que había
dejado dicho el hombre. Que hiciera lo que a él le pareciera. El miró la
tarjeta amarilla y negra y dijo:
—¡Ta
loco! ¿A Peñarol voy a ir a practicar? ¡Ta loco! Y la tiró a
un costado. La madre no opinó. ¿Qué te va a dar el fútbol, qué te va a dar...?
De los cuatro hermanos eras el más arraigado al barrio, el más
madrero, el que tuvo siempre más amigos. Y el predilecto de mamá.
Sin
embargo un día fuimos todos a despedirte al aeropuerto. Un pájaro enorme
te llevó al otro lado del mundo. Aquí se quedaron tus Cancioneras de Gardel, y
las fotos de Atilio García. Y tu niñez y mi niñez, y tu adolescencia y mi
adolescencia, y nuestra casa en el viejo barrio. Y allí estás, rodeado de chiquilines,
con tus nueve años y el trompo de madera bailando en tu mano. Yo también estaba
con ellos. Y me sentía orgullosa de mi hermano. ¡Qué inteligente! Qué
hábil. Qué alto remontaba las cometas .Qué bien jugaba al fútbol.
¡Qué
lejos te fuiste un día...!
Y
hoy, que aquella niñez se ha perdido en el tiempo, que la juventud nos ha
dejado de lado y disfrutamos ambos la alegría de ser abuelos, recuerdo tu
primer pantalón largo y como tosías, cuando fumabas escondido tras los
transparentes del fondo
Hubiese
querido que envejeciéramos juntos. Pero sabés, la vida no logró separarnos, siempre
fuiste mi ídolo, mi compinche... mi hermano.
Ada Vega, año editado 1995 -
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