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miércoles, 11 de octubre de 2023

Campeón








Tenía veinte años, cuando entré a trabajar como empleada doméstica con cama, en la casa del matrimonio Lombardo – Giordano. Lo único que sabía entonces, era que el dueño de casa se llamaba Leonardo y trabajaba en un Banco y que su esposa se llamaba Anabel, y no se encontraba bien de salud. 
Yo tenía una pequeña pieza con baño, que daba al fondo de la casa, un terreno grande con algunos árboles frutales y mucho espacio para plantar. Mi trabajo consistía en ordenar y conservar, la casa limpia. De la cocina se encargaba Dolores, una morena que cocinaba muy bien, que venía temprano por la mañana, pasaba el día y se retiraba al anochecer. Anabel era una señora muy bonita y muy buena. Para ella todo estaba bien. En el día recorría la casa, pero el mayor tiempo lo pasaba en el living, con ventana a la calle y sillones amplios y cómodos, donde había, también, una biblioteca llena de libros.

A mí me sobraba el tiempo, nací y me crie en el campo, de modo que ese terreno sin plantas ni flores me parecía un desperdicio. Un día le dije al señor Leonardo si me permitía plantar algunas plantas con flores. Me dijo que sí y contrató un jardinero que preparó la tierra y trajo rosales, jazmines y alegrías, que él mismo plantó y me enseñó a cuidarlas. Entre la casa y el jardín había quedado un espacio grande como para un parral. Eso le dije al jardinero, que sin previo aviso, trajo dos parrales, los plantó y les hizo una armazón de alambre para que se extendieran. Yo estaba feliz. Y el jardinero también, pues el señor Leonardo lo contrató para que viniera periódicamente a controlar la plantación.
 La señora Anabel, que siempre siguió el trabajo, estaba encantada con la transformación del fondo de la casa. Pasó el tiempo las plantas crecieron, se llenaron de flores, se fueron agregando otras, al parral se le pusieron tutores y un verano se llenó de racimos de uvas. 

Debajo del parral, el dueño de casa hizo colocar baldosas, y trajo un juego de patio con mesa y sillones de madera. Allí venía feliz la señora Anabel, a cualquier hora del día, se sentaba bajo el parral y allí pasaba las horas.
En una oportunidad le dije al señor Leonardo que comprara un cachorro. Que había lugar de sobra para un perrito. Me dijo que no. Que nunca había tenido perro y que no quería tener uno. A mí me dio pena, me hubiera encantado tener un cachorrito. Y creo que a la señora Anabel, que cada día decaía más, también le hubiese gustado.
En esos días Dolores, la cocinera, que estuvo muchos años en la casa, se jubiló y se fue. Pasé yo a la cocina hasta que consiguieran otra cocinera. No sé si fue ante la negativa de tener el perro, que comencé a pensar que había pasado mucho tiempo en esa casa. Que ya era tiempo de vivir mi propia vida.

De pronto reconocí que el motivo de seguir allí era otro. Necesitaba estar cerca de Leonardo, de oírlo, de verlo todos los días. Sentí que me había enamorado del dueño de casa. Algo increíble, porque él nunca me dio a entender nada que se le pareciera. Los hechos se precipitaron, una noche, mientras dormía, falleció la señora Anabel. Me quedé sola en la casa porque el señor Leonardo se iba de mañana y cuando volvía de noche, ya había cenado.
Hacía tres años que Anabel había partido, cuando una tarde llegó el señor Leonardo del trabajo, como todos los días. Yo me encontraba en la cocina, lo oí llegar y me di vuelta para saludarlo. Él colgaba el abrigo en el perchero de la entrada. Me miró extrañado, como si no me conociera, como si me viera por primera vez. Luego reaccionó, cambió la mirada y se dirigió a su dormitorio.

 Desde ese día me esquivaba. Me di cuenta de que al volver de su trabajo, no quería encontrarse conmigo. De modo que decidí abandonar la casa y volver a mi pueblo. Preparé mis cosas con tiempo y esperé el momento preciso para comunicarle mi decisión. Comenzaba la primavera.
Y llegó el día. Me despedí de mis plantas, mis flores. Mi parral. Dejé la valija pronta sobre mi cama y me fui a la cocina para dejar la cena pronta. En eso estaba cuando llegó el señor Leonardo. Entró, se dirigió a la cocina, se detuvo a mi lado y me dijo sin preámbulo:
— Anita, ¿te casarías conmigo…?
— Si me compras un cachorro… Le contesté.

¡Es precioso!, de nombre le puse: ¡Campeón !


Ada Vega, año edición 2023.

Amor de hombre

 


¿En qué pensaba Magela tan llorosa, aquella noche de verano, tendida en la cama junto a su marido, mientras lo miraba dormir con la placidez de un santo? Cuántas noches de cuantos años habían pasado desde aquella primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años. Quién era ese hombre que dormía boca arriba, un brazo doblado sobre el pecho y las piernas ligeramente abiertas y estiradas. Con una cara de yo no fui, vistiendo apenas un calzoncillo de lino azul tan breve, que apenas lograba contener al pájaro de la lujuria causante de su desasosiego. Pájaro altanero, engañoso y cruel que, conociendo su desconsuelo, trataba de atisbarla, siempre curioso, desde la puerta apenas entreabierta de su escondrijo. Y ella no merecía ese oprobio.
¿Quién era ese hombre con quien hizo el amor hasta ayer? Con quien engendró sus hijos y compartió su vida, hacía más de veinte años. A quien amó con vehemencia, cada día y cada minuto de esos años. Y a quien estaba dispuesta a arrancar de su vida al enterarse de que ese hombre, que siempre creyó suyo, la engañaba con otra mujer. Lloraba, Magela, en silencio y sin consuelo, abrazada a la almohada.

Al verlo dormir con tanta beatitud, pensó cuantas veces la habría engañado y ella, en el limbo, ignorándolo como una tonta. Se sentía humillada. Burlada. No pudo dominar el ramalazo que la dominó. Su pecho se llenó de odio. Lo odiaría por el resto de su vida. Lo arrancaría de su corazón. Ya no existía para ella.

Volvió la cara llorosa, hacia ese hombre que dormía a su lado semidesnudo. ¡Por Dios! Y que guapo era. Qué bien se conservaba el desgraciado, ¡mal rayo lo parta! No representaba los años que cargaba encima. Conservaba el vientre plano y el cuerpo recio de cuando era un muchacho. Solo las canas recordaban los años que llevaba vividos. Pero las canas les sientan a todos los hombres y él no iba a ser la excepción, por cierto. Sintió el impulso de matarlo. Clavarle un puñal en el pecho. Pegarle un par de tiros. Ponerle los cuernos con el vecino de la otra cuadra que, según él, siempre la miraba.

Había dejado de llorar y seguía pensando en distintos tipos de venganzas con los ojos fijos en el cuerpo de su marido que dormía, ahora, con la boca abierta y despatarrado sobre la sábana de flores celestes. Le agradaba el cuerpo de su marido. Siempre le agradó. Era hermoso y deseable, maldito sea. Ese cuerpo que besara mil veces, apasionada, de la cabeza a los pies. Ese cuerpo que no tenía misterios para ella. Su pecho fuerte donde adoraba, después del amor, recostar la cabeza. Sus piernas firmes enredadas en las suyas en las noches de invierno. Sus manos que eran pájaros curiosos recorriéndola entera y su boca, su boca húmeda sobre su piel. ¡Santo Dios! ¿Por qué tenía ella que apartarlo de su vida? ¿Por qué tenía que dejar de amarlo y convertir su amor en odio, si fue él quien la ofendió?
Si ella era inocente de toda inocencia. Si jamás le había faltado ni con el pensamiento. ¡No era justo!

Ya esa noche ambos habían tratado el tema. Magela, atando cabos, había llegado a la conclusión de que su marido tenía una amante. Hilando fino, juntando datos, aparentemente sin importancia, como llegadas tarde a la vuelta del trabajo. Desganos u olvidos para el amor, en noches febriles en que ella estuvo impaciente y urgida de él. Pequeños detalles. Simples, tal vez. Que hubieran pasado desapercibidos en otra mujer que no fuese Magela: cuida estricta de su hogar y conocedora de su compañero hasta en sus pensamientos. Detalles que la fueron llevando hacia una realidad no esperada.

Eso le sucedió a Magela. Descubrió que su marido tenía una amante y se lo dijo.
—Óscar, sé que tienes otra mujer, le había dicho esa noche cuando terminaron de cenar.
—¿Qué dices? —le contestó él.

—Lo que oíste, y no me lo niegues que lo sé bien.
—¡Estás loca de remate! —trató de cortar él.
Empezaron un, ir y venir de preguntas sin mucho asidero y respuestas esquivas. Él le juró que no tenía, ni nunca había tenido una amante.
—Esta semana te acostaste con otra mujer —le insistió Magela.
— Eso no es tener una amante —le contestó Óscar, seguro de lo que decía.
---¿Cómo?
—¡Que no tengo ninguna amante!
—¡Pero te acostaste con otra!
— ¿Y qué tiene eso?
—¿Cómo qué tiene? ¡Me engañaste, te burlaste de mí!
—¡Por favor Magela, no dramatices! Tú eres mi mujer, yo te quiero a ti, eres la única mujer que tuve siempre. ¡Lo demás no tiene nada que ver! Son cosas que pasan. ¡Nada que ver!
Quiso tomarla por la cintura y besarla como la besaba siempre, pero ella estaba muy enojada, recogió los platos y se fue a la cocina. Y él se fue al dormitorio.

Ahora Magela lo mira dormir con la beatitud y la inocencia de un ángel bueno. Y no sabe qué hacer. Si pedirle que se vaya de la casa e iniciar el divorcio, irse ella a pasar mil penurias, con sus hijos, vaya a saber dónde, o aceptar que su marido la siguiera engañando cada dos por tres.
Entrada la madrugada la venció, el sueño se cubrió con la sábana de flores celestes mientras su marido, dormido profundamente, roncaba con entusiasmo como roncan los hombres justos, felices y satisfechos.

A la mañana siguiente, Óscar se levantó como siempre para ir al trabajo, tomó el café de pie en la cocina y antes de irse pasó por el dormitorio y le dijo a Magela: mamá, no te olvides que hoy Charito tiene hora para el dentista y que tienes que pagar el recibo de la luz porque hoy es el último día. Se inclinó, le dio un beso en la mejilla y le dijo: me voy que se me hace tarde, chau. Pórtate bien.

Para Óscar, la conversación de la noche anterior no había dejado ni rastro. Pero Magela estuvo días y días con la mente aturdida buscando una solución a su problema. Hasta que una tarde llegó de visita su madre: la abuela Ernestina. Mujer cabal, si las hay. De una sensatez y un dominio de las más difíciles situaciones, que pocas personas pueden esgrimir. Magela contó a su madre el momento que estaba viviendo y las posibles situaciones que estaba procesando a fin de separarse de su marido. Hasta de matarlo habló. Doña Ernestina la escuchó atentamente sin pronunciar palabra. Cuando su hija terminó de contar su peripecia le dijo muy calma:

 —Si yo hubiese matado a tu padre cuando, como tú, me enteré de que me engañaba, ustedes serían huérfanos y se hubiesen criado en un orfanato. Y hoy yo no tendría a tu padre a mi lado, que fue mi contención, mi compañero, quien sin dejar nunca de trabajar me ayudó a criarlos, a educarlos y mandarlos a estudiar, en años largos y difíciles.

Si yo, en lugar de matarlo, me hubiese ido abandonando la casa. Pregunto: ¿Dónde hubiese ido con tres niños chicos, sola, sin trabajo y sin dinero? ¿Qué familiar, qué amiga me hubiese ofrecido su casa para mí y mis hijos por tiempo indeterminado? ¿Crees que hubiese sido justa con ustedes al dejarlos sin padre y sin casa? Yo también entonces pensé muchas cosas. Yo también, como tú ahora, me sentí humillada, dolorida. Y no tuve a nadie que me aconsejara para bien ni para mal. Sin embargo, de lo que hice no me arrepentí nunca. Sabes, Magela, tú ahora no te das cuenta, tal vez pase mucho tiempo para que comprendas que lo que dice tu marido es cierto, lo que hizo no tiene importancia. Entiéndeme: no tiene para los hombres, la importancia que le damos las mujeres. No importa lo que oigas por ahí, no importa lo que te digan, tú no puedes poner en riesgo tu casa y tu familia. Tus hijos necesitan al padre y a la madre, y bien sabes que tu marido es un buen padre. Tu caso no es para una separación. Olvídate y sigue como si no hubiera pasado nada.

—Mamá, ¿me estás diciendo que lo perdone?
— Sí, si olvidar es perdonar, te digo que lo perdones.

¿En qué pensaba Magela, tendida en la cama después de hacer el amor, apoyada la cabeza en el pecho de su esposo, aquella noche de verano, mientras dormía con la beatitud de un santo en la paz de un monasterio?
Desnudo como Dios lo trajo al mundo. Ángel de pecado. Con la cabeza ladeada, las piernas apenas entreabiertas y estiradas, con un brazo a lo largo del cuerpo y el otro rodeando su espalda.

¿Cuántas noches de cuántos años habían pasado desde aquella primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años?

No sabe, Magela, cuantas noches de amor han pasado ni cuantas restan por venir, solo sabe que junto a su hombre, el padre de sus hijos, seguirá compartiendo lo bueno y lo malo que la vida le depare, solamente por amor, el resto que le quede por vivir.


Ada Vega, edición 2006 

Los tigres del Uruguay

 






Al principio las Sirenas, consideradas en los tiempos sin huellas, deidades de menor jerarquía, venían a descansar a la Bahía de Monte vide eu. Debido a desavenencias con Afrodita, un día abandonaron los mares de Grecia y en busca de una playa digna de sus divinidades encontraron esta ensenada en nuestras costas, y aquí comenzaron a reunirse. En aquel entonces las aguas de la bahía, verdes y cristalinas, llegaban mansas hasta las arenas tibias, que recibían sedientas la penetración milenaria del mar sobre la tierra virgen.
Las hijas de Nereo llegaban desde las profundidades de todos los mares. Siguiéndolas, fascinados, los marinos de barcos perdidos de antiguas civilizaciones, naufragaban y se hundían entre traicioneros arrecifes y ocultos bancos de arena, en fallidos intentos por alcanzarlas.
Cuando Apolo, fatigado de andar la ruta de los dioses, se perdía en el horizonte, y la fría palidez de Artemisa resplandecía en el firmamento con toda su belleza, emergían de las aguas ceñidas las sienes con diademas de oro, collares de perlas y pulseras de coral. Extendían sobre la arena sus colas escamadas que brillaban a la luz de la diosa con reflejos encantados y peinaban sus cabellos con peines de nácar.
Aguardaban pacientes a que el astro lunar presidiera el cenit, y entonaban sus cantos terribles y hechiceros, que se expandían sobre los mares hasta los más lejanos confines.
Entonces la Bahía era un cálido remanso, junto a una selva virgen rematada en un cerro agreste y vigilante.
Las Sirenas llegaban al anochecer. Ocultos entre el follaje, los tigres las observaban. Sanguinarios y feroces félidos, de mirada aguda y afilados colmillos, permanecían expectantes con los ojos fijos y las narices vibrantes, subyugados ante la visión de aquellas ninfas marinas ante quienes perdían su fiereza, doblegados como gatos, prudentes y sometidos.
Noche a noche se acercaban los tigres a observar a las Sirenas.

Un día, el pie de la criatura humana holló la tierra intocada y con ciega persistencia comenzó a bajar hacia la bahía. Se estremeció la selva, Se inquietaron los tigres. El mar se oscureció. Y ante la presencia del Hombre, las diosas comprendieron que habían perdido su refugio marino.
De las noches paganas en la Bahía de Monte Vide Eu, aún persisten los restos de barcos hundidos y las sombras gimientes de aquellos marinos en la eterna búsqueda de sus sirenas. Y está escrito en el agua, que una noche fatídica entonaron sus cantos de despedida, abandonaron la playa para siempre y se hundieron en las aguas del Río como mar, rumbo a los grandes océanos.
Y los tigres, las siguieron.

Ada Vega, edición 2000

Casamiento accidentado

     


"...Conquistarán nuestra tierra,con risa pura , los negros;
con risa que es solo risa, Dios les aguarda riendo;
magia de risa les cría, negra noche, Dios sin ceño...
Dichosos los que se ríen, que dormirán sin ensueños!"

Miguel de Unamuno a Nicolás Guillén - Madrid 1932

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Había amanecido lindo en mi pueblo, el sábado aquél en que se casaba m’hijo, el menor. El sol tibio de abril, acariciaba manso las calles angostas, las casas bajas. Se filtraba como con timidez entre las ramas de los árboles, ya casi secas, en la plaza principal. Asomando entre los cerros, arrancaba reflejos dorados del campanario de la iglesia y hacía brillar los botones del uniforme del cabo, en la puerta de la comisaría. El día despertaba augurando felicidad.

Los preparativos del casamiento habían llegado a su fin. ¡Gracias a Dios! Porque hacía como seis meses que la patrona y mis gurisas no daban la ida por la venida con los arreglos del eminente acontecimiento. Que los regalos, los vestidos, el traje del muchacho, la iglesia. ¡La fiesta! Me he pasado firmando boletas de crédito. Diga que en el pueblo todo el mundo me conoce y me da fiado, ¡que si no! Pero era el gusto de mi mujer y era el primer hijo que se nos casaba.

Pensar que yo me casé con la madre de mis hijos por atrás de la iglesia. Digamos que me la robé, entonces yo tenía dieciocho años y ella dieciséis. Después formalizamos, cuando los mayorcitos iban a empezar la escuela. Pa´que tuvieran mi apellido, sabe, como manda la ley. Por la iglesia no, nunca nos casamos. El cura decía que estábamos en pecado, que pa´casarnos teníamos que confesarnos y arrepentirnos. ¿Qué íbamos a confesar, si todo el pueblo sabía que vivíamos juntos? ¿Y de qué nos íbamos a arrepentir, si habíamos sido felices? Dios nos habrá perdonado ¡nos mandó siete hijos! Si vinieron como penitencia ¡pa´ nosotros fueron un regalo!

Siete muchachos criamos: cinco gurisas y dos varones. El  mayor y el menor ¡mire usted! Las dos puntas. Y el punterito chico rompió el cepo. Yo al principio me opuse:

—¡No señor, qué casorio ni casorio,  es muy gurí, tiene tiempo, que viva un poco primero! ¡Tiene tiempo!

Pero no hubo caso, el amor es así, cuando prende, prende. Y la madre que lo apoyaba:

—No es ningún gurí, ¿vos ya te olvidaste? Cuando nació el primero vos no habías cumplido los diecinueve ¡igual que tu hijo ahora!

Y ¿qué iba hacer? ¡Que se case entonces! ¡Quiera Dios sea feliz como yo fui con su madre. Pero ahora la cosa está fiera, no es como antes, nosotros no teníamos nada, ni esperábamos más de lo que teníamos. En esta casa vivimos siempre. Aquí nacieron todos mis hijos. Pero ahora ¡hasta televisión color quieren los muchachos!

Bueno, la cuestión era que el día del casamiento iba pasando, de tarde venía el juez a casarlos en casa y de tardecita se casaban en la iglesia. Ya estaba todo pronto, la casa llena de gente —yo no sé de dónde había salido tanto invitado—, el juez en el comedor y los novios de la manito, de pie frente a él. ¡Cuando sucedió la hecatombe!

Abriéndose paso entre los invitados, una morena joven con dos negritos de la mano y uno en los brazos ¡que eran una gloria! Paró el casamiento.

Dirigiéndose al juez le dijo que el casamiento no se podía efectuar, porque el muchacho que se casaba era el padre de esos tres gurises. Y ahí nomás se suspendió el casamiento civil. Le juro que no me quiero ni acordar. Mire, entre los desmayos, los gritos, los empujones, ¡fue un infierno aquello! La novia agarró a sopapos al novio que parecía que no entendía nada de lo que estaba pasando. El juez, yo y mi compadre, el Nacho, tratamos de calmar el relajo que se armó. Lo conseguimos a medias. La novia llorando a mares, no quería saber de nada, m´hijo o no sabía nomás lo que pasaba, o se había vuelto loco. Andaba como perdido. Yo lo agarré de un brazo y lo enfrenté a la morena.

—¿Conocés esta mujer? —le pregunté indignado.

—Yo no la conozco, ni sé quién es —¡me dijo delante de ella! ¡Qué indecencia, negar así a su propia mujer, a la madre de sus hijos! Sentí un dolor en el pecho, comprobar en mi propio hijo esa falta de dignidad, negar todos los principios que le enseñamos con la madre, yo…

—¿Quién es este hombre? —dijo la morena.

—Cómo quién es? ¡Es el padre de tus hijos! —le contesté.

—¿Qué dice? ¡El padre de mis hijos es su hijo!

—¿A sí? ¿Y éste quién entonces? ¿No es m´hijo?

En medio de semejante lío, viene como del fondo de casa el Hugo, m´hijo mayor, que andaba en la organización de la fiesta de esa noche, ve a la morena y le dice, mientras toma en los brazos al niño que ella cargaba y acaricia a los otros dos.

—¡Tina! ¿Qué hacés acá?

—Me dijeron que te casabas…

—¿Yo?

—Me dijeron…

Él le dio un beso y le dijo:

—Zonza, yo ya me casé contigo.

—Entonces vos… —le dije al Hugo.

—Sí papá, yo hace años que tengo mujer, que vivo con Tina. No sé, al principio no dije nada, después el tiempo fue pasando, siempre esperando que se diera una oportunidad, esas cosas ¿vio? Pero bueno, ahora ya lo sabe. Tina es mi mujer y estos son sus nietos.

Hubo que ir a buscar a la novia y a los padres para seguir con el casorio. El juez y los invitados no se habían ido esperando para ver como terminaba el  lío. Al fin los muchachos se casaron por el juez y de tardecita fuimos todos a la iglesia.

Mientras el cura les hablaba a los novios yo, que era el padrino , miré para la primera fila de bancos. Mi mujer con el negrito más chico en los brazos, lloraba, pienso que sería por la emoción de la boda. Nunca le pregunté. Tina y el Hugo con los dos negritos de la mano, sonreían felices y enamorados. Yo me puse a pensar que a ellos habría que armarles casamiento y bautismos. Me gustó eso de tener tres nietos de golpe. Clavado que el Hugo ya los habría hecho hinchas de Peñarol! Si, otro casamiento en puerta.

 Había amanecido lindo, en el pueblo, el sábado aquel  de abril.


Ada Vega, año edición 1995 

lunes, 9 de octubre de 2023

La Farolera

  

 


Había pasado su infancia en una casa de bajos, de un barrio montevideano. Un barrio suburbano de gente sencilla. De trabajo. Con veredas anchas y árboles cargados de gorriones barullentos, al norte de la capital.

Un barrio alejado de las playas que bordean la ciudad donde, por las tardecitas, los vecinos se sentaban a conversar en las veredas y las niñas hacían rondas y cantaban:

“La farolera tropezó y en la calle se cayó
y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...”

Saltaban a la cuerda :
“Al pasar la barca me dijo el barquero:
las niñas bonitas no pagan dinero.
Yo no soy bonita, ni lo quiero ser,
porque las niñas bonitas se echan a perder...”

Imitaban un baile de palacio con una canción que decía:
“Andelito andelito de oro, un sencillo y un marqués,
Que me ha dicho una señora que bellas hijas tenéis.”

y también decía:
“Téngala usted bien guardada.
-Bien guardada la tendré 

sentadita en silla de oro en los palacios del rey.”

Recordaba los años de escuela de túnica blanca y moña azul. Las tablas de multiplicar, las vocales y las consonantes. Son diecinueve los departamentos. El Éxodo del pueblo Oriental. Y, orientales la patria o la tumba. El primer libro de cuentos que leyó en primero: La Cenicienta y aquel primer poema del charrúa de los ojos azules: “El Uruguay y el Plata vivían su salvaje primavera...” 

Después el liceo. Desde el primer año, Francés y: fermez la bouche. Y también: Cuentos de la selva, Los albañiles de los tapes y Química y Física. Luego Inglés, open the door y: Bécquer; Machado, Charles Perrault; Orfeo y Eurídice;  (no existían los celulares, no se conocían las computadoras, recién comenzaban a llegar los primeros televisores: todo el mundo leía): Dickens, Mark Twain, Espínola, Verne, Morosoli, Quiroga, Arregui y más, muchos más. Y se terminó el liceo. Después taquigrafía y dactilografía y el empleo en las oficinas de un Comercio Mayorista.

Para Ana Clara se abriría otro mundo. Atrás quedarían las mañanas de la escuela, las tardes del liceo y su pasión por los libros. Piensa y no recuerda cuando ni por qué dejo de leer.

En su empleo del Comercio Mayorista conoció a Raúl. Un muchacho serio y muy tranquilo que estudiaba derecho. Se enamoraron en cuanto se vieron y se hicieron novios. Vivía, le dijo él, cerca de la costanera a una cuadra de la playa. Ana Clara conocía muy poco esa parte de la ciudad.

Una tarde fueron a caminar por la rambla. Acá es Trouville, le mostró Raúl. (Aún estaban las piletas donde se enseñaba a nadar). Y esta es Pocitos, le dijo al llegar a la playa. Ella quedó maravillada. Miró hacia el mar y hacia los edificios de apartamentos que se levantan sobre la rambla y dijo: quiero vivir ahí. El muchacho se rio ante la ocurrencia, seguro de que nunca podría pagar un apartamento en la rambla. Se casaron, al tiempo, realmente enamorados los dos. Alquilaron un apartamento en el Centro, cerca del empleo de ambos. Él se recibió de abogado y siguió trabajando en la empresa donde lo ascendieron con sueldo mejorado. Ana Clara seguía soñando con el departamento en la rambla.

Un día el dueño de la empresa comenzó a mirarla con un velado interés. Era un hombre mayor, casado, con hijos grandes. Ana Clara le pidió un departamento en la rambla y él le puso un departamento en el octavo piso de un edificio frente al mar.

“Sentadita en silla de oro en los palacios del rey” 
.

Ella juntó su ropa, abandonó a su marido y dejó el empleo del Comercio Mayorista. Al poco tiempo el dueño de la empresa se separó de su familia y se fue a vivir con ella. Y un día se casaron.

Ana Clara consiguió más, mucho más de lo que alimentó en sus sueños escondidos: joyas, cruceros por el mundo, automóvil, casa de verano en las playas del este.

Ahora se encuentra en la terraza de su departamento que da sobre la rambla. Acaba de llegar de una fiesta. Está hermosa con su vestido de fiesta ceñido al cuerpo. Deslumbran sus alhajas. Su esposo ha bajado un momento a guardar el auto y ella se ha quedado pensativa.

Es una apacible noche de verano. La rambla está concurrida de paseantes. El mar está sereno. Allá, a la derecha, como en una cuña metida en el mar, parpadea el faro de Punta Carretas.
La ciudad de Montevideo es hechicera. Hermosa y seductora descansa junto al Río de la Plata: su cómplice y amante.

Ana Clara recuerda su vida pasada. La casa en el viejo barrio al que nunca más volvió. “Yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque las niñas bonitas se echan a perder”. Las amigas de entonces y sus juegos en la vereda. La escuela lejana: “no ambiciono otra fortuna otra fortuna, ni reclamo más honor más honor que morir por mi bandera, la bandera bicolor” El liceo donde hizo amigos que no volvió a ver. Su entrada a las oficinas de la empresa mayorista. Recuerda a Raúl. Admite que no se portó bien con él. Raúl era muy bueno y la quería mucho. Ella también lo quiso mucho. Pero con él no hubiese tenido nunca todo lo que le dio su marido. Se pregunta qué habrá sido de su vida. Cuando lo dejó y abandonó el departamento que compartían, él se fue de la empresa. Ana Clara no preguntó. Nunca le interesó saber que fue de él.

“las niñas bonitas no pagan dinero...”


Arrecia el viento que viene del mar. Trae consigo un olor profundo de peces dormidos, de algas y caracolas. En las noches siempre refresca en la zona costera. Ana Clara se acerca al balcón y queda, por un momento, observando un barco iluminado que, a lo lejos, va perdiéndose en la oscuridad. Entonces saltó.

“La farolera tropezó y en la calle se cayó Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel”.
                       

Ada Vega,  año edición 2010. 

Al final del otoño

 







Era extraño que aquel rosal trepador, se cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y más extraño ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Pese a su apariencia de árbol débil tenía una raíz fuerte y sana, de modo que lo trasplantó contra el muro sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Sin embargo, aunque fue creciendo firme y arrogante no acababa de mostrar el más mínimo atisbo de florecer.

Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus hijas, no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la certeza de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió al final del otoño, cuando ya nadie espera que florezcan los rosales.

Aquella mañana de fines de junio mientras podaba y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Marcela, la directora de Casablanca, le había comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva compañera. Observó un momento al grupo que conversaba y alcanzó a divisar el rostro de la nueva.

Por un instante se sintió desconcertado. No podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo. Su vida había dejado muy atrás los años primeros y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo aquel de los verdes años. Regresó a una época casi olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia. Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos. Y se vio él, entonces estudiante, en la ardiente primavera de su vida.

La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril en los suburbios de la ciudad. Casas bajas con chimeneas, calles adoquinadas y faroles en las esquinas de ochavas. Barrio con olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas.

A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en la calle, pidiendo o robando. Cuando los padres lograban reunir algunos pesos compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los mandaban a pedir, a robar y no volver sin dinero.

Una de las niñas se llamaba Caterina. Era rubia, triste y sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando por la calle. Caterina le dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para protegerla. A veces se encontraban a la vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces ella lloraba con más ganas.

En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque lo intentó no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a la muchacha. De lo que en cambio estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche de lluvia.

Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación. Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la cual no podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo! Ya te vas a olvidar. Sacátela de la cabeza. Sos muy chico todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya vas a encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica de familia bien, como nosotros, de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te olvides de ese asunto! Sos muy chico para entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para casarse. ¿Entendés? Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto, ¿no? Y Leonidas no supo qué contestar

Caterina no tuvo tiempo de terminar la escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña, subía y bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los cinco años. Al principio pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a los que estaban comprando y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía corriendo. Tenía diez años cuando una noche, borrachos, los padres la vendieron a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la borrachera, lloraron los padres por lo que habían hecho. Al otro día la volvieron a vender.

Caterina, por primera vez, siente un poquito de felicidad. Les cuenta a sus padres que el joven Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó desaforada: ¡¿qué te dijo ese atorrante?! ¡¿Qué te va a llevar con él?
Insultó el padre como un demente:¡Decile a ese guacho que no se meta con nosotros si no quiere que le parta la cabeza de un fierrazo! Decile que digo yo, no más. ¡Guacho de mierda! Mal parido ¡V´ia tener que hablar con el padre pa´que lo ponga en vereda, al hijo de p&ta! ¿Te fijaste vos como se mete la gente en lo que no le importa? ¿No se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que mantener? Y nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan a pagar bien, te quiere llevar. Lo v´ia matar, mirá. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato!

Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña Caterina del barrio olvidado. La Caterina con doce años llorando por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella misma lo obligó una noche a renunciar. Leonidas la miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el viejo que era ahora, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que un día se irían a vivir juntos. Y él, por tercera vez, permaneció callado.

Las matas de cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para desarrollarse pueden las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Que si se multiplican por semillas, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las dañan y podar algunas de ellas.

Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca para el Adulto Mayor. Comenzó después de haberse jubilado, por el deseo de hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de las plantas fue algo que siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en su casa un muy cuidado jardín. Cuando se enteró que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones. Presentó referencias sobre su persona y fue aceptado de inmediato. Un par de años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de la soledad que lo esperaba cada tarde al volver a su hogar. De manera que un día decidió quedarse a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado, entrando a formar parte de aquella familia.

La vida para Leonidas no ha tenido demasiados altibajos. A veces, en las tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden. Examina, sopesa los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos no puede, no pudo nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía.

Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo camina unas cuadras más, para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó:

---¡Hijo de p&ta! ¿qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te v´ia matar!

Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién preguntar. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto por el Centro. Trabajando. Él no lo podía creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que verlo con sus propios ojos. La gente a veces se ensaña, inventa cosas.

Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir su presencia. Con la cabeza apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá poco a poco,perdiendo para siempre y hasta nunca, en ese submundo aberrante del que no puede, no podrá ya salir.

Donde deberá seguir, sin salvación posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que, aunque logre un día apartarse de esa vida, será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle. Recién entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de criarse y se hiciera un hombre. Ella ya era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más remedio que saltar.

Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos. Y decidió no volver a verla.

Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al IPA. Era entonces un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior, que había venido a estudiar a la capital. Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella que él, formalizaron el noviazgo. Marlene vivía en Montevideo en una casa para estudiantes con la idea de que, una vez recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto, a partir del noviazgo, la joven le propuso a Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento.

Él aceptó, pues era una forma de desprenderse del recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Pues en su pensamiento la veía niña, llorando por las calles del barrio, y otras veces hecha una mujer pintados los ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del Centro su belleza fugaz.

En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más volverían a encontrarse.

Una noche pasó por la esquina donde sabía que podía encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la calle. Entraron a un boliche esquinero alumbrado por una magra lamparilla que regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba con las palabras cruzadas de El Diario, el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media noche. En la radio: Magaldi el sentimental.

Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió.
—Bueno, Leonidas, hablá ¿qué querés decirme? Conseguiste trabajo. Me vas a llevar a vivir con vos. Cuanto ganás. Podrás bancarme. Sabés la guita que hago yo por noche. Vas a trabajar vos para mí. ¿O voy a trabajar yo para vos?
¡Hablá! ¿Qué querías decirme?

Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de aquella hermosa muchacha que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina que un día amó y que todavía le dolía. La buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar. Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo, intentando sobrevivir.

Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con preeminencia:
—Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por el café.
Le palmeó el hombro y lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado.
—Chau, pibe —le susurró casi con ternura maternal, al despedirse.
Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su cabello cayó sobre la espalda, como el telón de un trágico final. Se fue haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado largo.

Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez, no pudo hablar. No se animó. La joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber existido entre los dos. Y Leonidas supo esa noche que Caterina lo había marcado a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera.


Habían pasado ya varios días desde la llegada de la nueva a Casa del Parque. No dejó de llamar la atención de todos los residentes, lo pronto que se adaptó a la vida en la residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta un poco acostumbrarse a la convivencia con personas ajenas a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible, dejan su casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida. A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio. Deben hacer un esfuerzo, hasta que se conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora que desde el primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida.

Con Leonidas conversan asiduamente. Ella baja al jardín y se sienta en un banco a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida.

Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese barrio? Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa y a pasear por la rambla. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme.

Me casé de vestido blanco...con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda.
—¿Con quién se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda?
—Si, como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo. No me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido blanco...y un velo largo, muy largo... Después nos fuimos del barrio.

—¿Se mudaron del Parque Rodó?

—¿Del Parque Rodó?

—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó?

—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien.

—¿Y tuvieron hijos?

—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos tuvimos. De algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me olvido. Creo.

Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura habitando un mundo de personajes irreales que la hacen engañosamente feliz. Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien. Que ha perdido la memoria y que confunde las cosas y las personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había cobijado en su portal.

Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho que volvieran a encontrarse cuando las vidas de ambos, están ya al final del otoño.

No sabe, aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese gustado vivir. Y la cuenta como si realmente la hubiera vivido.

Ha conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue negada.

Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo jardinero, que escucha con atención sus relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto a un marido que la amó y fue su apoyo. Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente feliz.

—Estuve en España y en Francia. Estuve en París. En el Sena...

—¿Con su esposo, estuvo?

—¿Mi esposo...?

—¿No fue a París con su esposo?

—No sé... creo que sí...

—¿Y cómo es París?

—París... no sé.... no sé cómo es París...nunca fui a París...


Ada Vega, edición 2006 -

sábado, 7 de octubre de 2023

No vallas al cielo

 

 




Iban por la calle larga a los manotazos. Reían como dos necios mientras pateaban una maltrecha botella de plástico. Fumaban un porro a medias y cantaban: “...porque en el cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza y ni café. Porque en el cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca ni hojillas...” . Ajeno, el sol continuaba su lento vagar hacia el oeste, mientras las primeras sombras dibujaban un incierto atardecer. Con los vaqueros desflecados tajeados en las rodillas, y sendas camisetas negras que lucían sobre el pecho las caras enajenadas de alguna banda de metal, los dos muchachos recorrían las calles en busca de lo que pudiera acontecer.


 El Pelado y el Chifle eran dos hermanos nacidos en un barrio de “zona roja”. Ladrones sin prestigio, oportunistas natos, se encontraban, sin embargo, limpios ante la ley. Y aunque robaban desde que tenían memoria, carecían de antecede tes que los involucraran en delitos primarios, y sus drásticas consecuencias. Inconscientes por herencia directa, vivían la vida al mango. Despreocupados, sin importarles el presente ni el futuro, tomaban de la vida lo que la vida les ofrecía a su paso, y lo que no. Acérrimos desconocedores de todo límite, no entendieron nunca que lo ajeno es ajeno, que los derechos de unos terminan donde empiezan los derechos de los otros, y que existen leyes que se hicieron para cumplirlas. 
Repobres de la más lunga estirpe orillera, aprendieron de muy chiquitos, casi al largarse a caminar, que los dolores que les retorcían las tripas los causa el hambre, y los calma el mendigar primero y el robar después. Así, salían por las mañanas junto a la madre, con otro más pequeño en brazos, a extender las manitas sucias —los pelos revueltos y las caritas moquientas —, a cuanto transeúnte pasara a su lado; algunos presurosos, que sin mirarlos siquiera seguían de largo, otros que sin detenerse dejaban algunas monedas que la madre iba juntando para comprar el pan, primero, y si alcanzaba, la leche. Desayunaban una fruta que algún puestero les alcanzaba o los bizcochos de ayer de alguna panadería que encontraban al paso y recorrían la ciudad, un día y otro, para regresar al atardecer muertos de sueño y cansancio. 

Y de un saque, un día, se les fue la infancia. Sin reyes magos, sin escuela ni educación. Y la pujante adolescencia, al abrirse paso, los dio de narices con la globalización, el neoliberalismo y el “sálvese quien pueda”. Se enteraron de que para intentar conseguir trabajo es necesario poseer un brillante “curriculum vitae” que te permita, por lo menos, competir. Que si no sabés inglés no existís y si te quedaste en el Windows, estás muerto. Que los “canillas” y los lustrabotas pertenecen al pasado. Que las fábricas desaparecieron y la construcción es una utopía. ¿Y entonces...? 

Subieron el repecho hasta el almacén de don Flores y al iniciar la bajada lo vieron. El hombre venía remando por la calle empinada, parado en los pedales de su bicicleta. Sofocado. Los muchachos se miraron. Se abrieron para darle paso por entremedio de los dos. Al llegar junto a ellos lo tiraron al suelo, le robaron unos pocos pesos y se fueron calle abajo, montados los dos en la bicicleta, orgullosos por “la hazaña” que acababan de realizar. Aunque se hicieron apuestas, no llegamos a saber si fueron cinco, o diez, o tan solo tres, los minutos que corrieron, antes de que al primer automóvil que pasara por el almacén de don Flores, subiera el dueño de la bicicleta y alcanzara en un santiamén a los dos muchachos. 

Lo que siguió después se sabe: denuncia, policía, comisaría y juez. De ahí al Comcar y seis años por rapiña, fue solamente el principio. La luna asomada entre los barrotes, iluminaba la soga a cuyo extremo se balanceaba, inerte, el cuerpo del muchacho. El pabellón estaba en silencio. Los guardias nunca supieron. Mientras la noche, testigo, bostezaba su indiferencia sobre los altos muros, los presos, victimarios-víctimas, dormían sueños torturados. Solo, en la celda contigua, el hermano cantaba: “... porque en el Cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza ni café... Porque en el Cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca, ni hojillas...” 

Ada Vega, edición 1998