Tenía veinte años, cuando entré a trabajar como empleada doméstica con cama, en la casa del matrimonio Lombardo – Giordano. Lo único que sabía entonces, era que el dueño de casa se llamaba Leonardo y trabajaba en un Banco y que su esposa se llamaba Anabel, y no se encontraba bien de salud.
Yo tenía una pequeña pieza con baño, que daba al fondo de la casa, un terreno grande con algunos árboles frutales y mucho espacio para plantar. Mi trabajo consistía en ordenar y conservar, la casa limpia. De la cocina se encargaba Dolores, una morena que cocinaba muy bien, que venía temprano por la mañana, pasaba el día y se retiraba al anochecer. Anabel era una señora muy bonita y muy buena. Para ella todo estaba bien. En el día recorría la casa, pero el mayor tiempo lo pasaba en el living, con ventana a la calle y sillones amplios y cómodos, donde había, también, una biblioteca llena de libros.
A mí me sobraba el tiempo, nací y me crie en el campo, de modo que ese terreno sin plantas ni flores me parecía un desperdicio. Un día le dije al señor Leonardo si me permitía plantar algunas plantas con flores. Me dijo que sí y contrató un jardinero que preparó la tierra y trajo rosales, jazmines y alegrías, que él mismo plantó y me enseñó a cuidarlas. Entre la casa y el jardín había quedado un espacio grande como para un parral. Eso le dije al jardinero, que sin previo aviso, trajo dos parrales, los plantó y les hizo una armazón de alambre para que se extendieran. Yo estaba feliz. Y el jardinero también, pues el señor Leonardo lo contrató para que viniera periódicamente a controlar la plantación. La señora Anabel, que siempre siguió el trabajo, estaba encantada con la transformación del fondo de la casa. Pasó el tiempo las plantas crecieron, se llenaron de flores, se fueron agregando otras, al parral se le pusieron tutores y un verano se llenó de racimos de uvas.
Debajo del parral, el dueño de casa hizo colocar baldosas, y trajo un juego de patio con mesa y sillones de madera. Allí venía feliz la señora Anabel, a cualquier hora del día, se sentaba bajo el parral y allí pasaba las horas.
En una oportunidad le dije al señor Leonardo que comprara un cachorro. Que había lugar de sobra para un perrito. Me dijo que no. Que nunca había tenido perro y que no quería tener uno. A mí me dio pena, me hubiera encantado tener un cachorrito. Y creo que a la señora Anabel, que cada día decaía más, también le hubiese gustado.
En esos días Dolores, la cocinera, que estuvo muchos años en la casa, se jubiló y se fue. Pasé yo a la cocina hasta que consiguieran otra cocinera. No sé si fue ante la negativa de tener el perro, que comencé a pensar que había pasado mucho tiempo en esa casa. Que ya era tiempo de vivir mi propia vida.
De pronto reconocí que el motivo de seguir allí era otro. Necesitaba estar cerca de Leonardo, de oírlo, de verlo todos los días. Sentí que me había enamorado del dueño de casa. Algo increíble, porque él nunca me dio a entender nada que se le pareciera. Los hechos se precipitaron, una noche, mientras dormía, falleció la señora Anabel. Me quedé sola en la casa porque el señor Leonardo se iba de mañana y cuando volvía de noche, ya había cenado.
Hacía tres años que Anabel había partido, cuando una tarde llegó el señor Leonardo del trabajo, como todos los días. Yo me encontraba en la cocina, lo oí llegar y me di vuelta para saludarlo. Él colgaba el abrigo en el perchero de la entrada. Me miró extrañado, como si no me conociera, como si me viera por primera vez. Luego reaccionó, cambió la mirada y se dirigió a su dormitorio.
Desde ese día me esquivaba. Me di cuenta de que al volver de su trabajo, no quería encontrarse conmigo. De modo que decidí abandonar la casa y volver a mi pueblo. Preparé mis cosas con tiempo y esperé el momento preciso para comunicarle mi decisión. Comenzaba la primavera.
Y llegó el día. Me despedí de mis plantas, mis flores. Mi parral. Dejé la valija pronta sobre mi cama y me fui a la cocina para dejar la cena pronta. En eso estaba cuando llegó el señor Leonardo. Entró, se dirigió a la cocina, se detuvo a mi lado y me dijo sin preámbulo:
— Anita, ¿te casarías conmigo…?
— Si me compras un cachorro… Le contesté.
¡Es precioso!, de nombre le puse: ¡Campeón !
Ada Vega, año edición 2023.
Y llegó el día. Me despedí de mis plantas, mis flores. Mi parral. Dejé la valija pronta sobre mi cama y me fui a la cocina para dejar la cena pronta. En eso estaba cuando llegó el señor Leonardo. Entró, se dirigió a la cocina, se detuvo a mi lado y me dijo sin preámbulo:
— Anita, ¿te casarías conmigo…?
— Si me compras un cachorro… Le contesté.
¡Es precioso!, de nombre le puse: ¡Campeón !
Ada Vega, año edición 2023.
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