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sábado, 21 de febrero de 2015

En los tiempos del Zeppelin



                       
                                             I
     El 30  de julio de 1934  quedó  para siempre  impreso en mi  memoria.
Aquel  día  de invierno de cielo translúcido, sin nubes,  ni el viento que suele  azotar la ciudad de Montevideo,  vi  al  Graf Zeppelin  al regreso de Buenos Aires, sobrevolar mi  casa en la Villa del Cerro.
      Entonces la Villa era apenas un cerro agreste con algunas viviendas y comercios  sobre la calle Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros, frigoríficos  e industrias del ramo cárnico.
      Mi casa se encontraba en lo alto del Cerro. Sólo el faro cuya construcción en la cumbre había sido  dispuesta por la corona española, cien años atrás, y la fortaleza, construida por los portugueses, la superaban en altura.
      En 1834 el gobierno de la época otorgó el permiso para crear una población con el nombre de Villa Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los miles de inmigrantes que llegaban de Europa, adoptando  luego  el nombre de Villa del Cerro.
     Mi padre, que había sido peón en una estancia cimarrona del interior del país, se radicó en Montevideo cuando la estancia fue vendida a una familia  de Estados Unidos  con capitales en el Frigorífico Swift,  quienes a su vez le dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de  la Villa y se casó con una joven vecina descendiente de lituanos, quién luego sería mi madre.
                                                 II

      En el año del Zeppelin comencé la escuela. Crecí recorriendo el cerro. Fui un adolescente curioso, andariego y medio brujo. Puntual visitante de la fortaleza y testigo natural del crecimiento vertiginoso  de la ciudad- puerto, que se extendía a los pies del monte.
     Desde mi  atalaya observaba la entrada y salida de los barcos y lanchones al puerto  de Montevideo; la llegada de los troperos desde el interior del país arreando ganado para los frigoríficos; observaba el movimiento de camiones  en La Teja en los comienzos de la instalación de ANCAP y las chimeneas humeantes  de las distintas fábricas de toda aquella zona industrial.
      Solitario y hosco me crié entre los pájaros de los montes, la pasión de recorrer las playas y la costumbre de rezarle al sol. Incansable caminador bajaba hasta la costa y recorría la cadena de playas que se extendía interminable  hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba ocultos bajo un árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas, cuchillos herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera carcomida, con un cristo claveteado de plata de ley. 
     Recogía objetos que las olas dejaban sobre la arena, de  barcos naufragados del tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal; pedazos de tazas y  platos de loza pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
     Me  cautivaba en los atardeceres,  observar la entrada del astro rey en el mar,  y contemplar en las noches, de espalda sobre la gramilla, el paso  de  la luna y su séquito de estrellas.
     Criado en aquel otero cerril de animales montaraces y montes silvestres, conversaba con los animales del monte y también con los que se criaban en las chacras.
     Revolucionario y justiciero de alma, conocedor del destino de las aves de corral, solía reunir a las gallinas para disertar sobre el tema  de ir a parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de perder peso e intentar vuelos cortos,   a fin de volar un día como  las garzas y las cigüeñas que cada  primavera llegaban  por miles a empollar  en las riveras del Río de La Plata. Pero las gallinas fueron desde siempre  muy haraganas, de modo que me escuchaban sin interés  y se iban una tras otra pues se venía el atardecer y había que ir acomodándose en el palo del gallinero.
 Un día, Pedro,  un gallo viejo de la familia D’Amore que tenían una quinta detrás del Cerro,  cerca del Campo de Golf, me  dijo que no gastara pólvora en chimango y dejara a las gallinas vivir su vida. Que las pobres no habían nacido para volar —puntualizó—, que  ellas estaban conformes con su destino. No necesitaban emigrar pues todo lo que necesitaban  lo encontraban en el gallinero: dormían bajo techo, recibían  comida diaria sin necesidad de andar buscando por ahí,  se acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto  dejé la cátedra revolucionaria de lado y seguí haciendo nada, mientras recorría la costa y me bañaba en las aguas del río, entre las lisas  plateadas que  alegres y confiadas saltaban a mí  alrededor.
                                                        III

 Aquel día de julio, al descubrir en el cielo el dirigible alemán, lo primero que  se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi  padre, que había salido de la casa para ver el pasaje de la nave, quien gritó a tiempo que me detuviera,  pues podía dar en el blanco — dijo—, y  hacerle un boquete que lo desinflaría forzándolo a aterrizar  sobre el almácigo de cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo emparcharan, mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por cuánto tiempo deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los vecinos.
De todos modos yo estaba  empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del globo, no podía creer  que, como decía  mi padre, dentro de la nave hubiese gente  de paseo por el mundo. Por lo tanto quedé refunfuñando mientras el Zeppelin sobrevolaba la bahía y el puerto, para perderse  más allá del Centro de Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta  de Buenos Aires.
     Me quedó una ojeriza que nunca pude ocultar. Esperé por años volver a ver el dirigible pues,  si había venido una vez —le decía a mi padre— lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el  aeropuerto junto al Nacional de Regatas. Estaba convencido de que  el globo con forma de cañón, volvería un día brillando al sol como aquel   30 de julio.  
       Mi  espera fue en vano. El Graf Zeppelin, orgullo de la Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo entonces, seis años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los alemanes para utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
       El avistamiento del dirigible pautó en mí  el principio de una vida plagada de aventuras  sin salir de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo  para convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad cosmopolita, con una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
      El pasaje del Zeppelin, me dio a conocer la existencia de otro mundo más allá del Río de la Plata, más allá del  horizonte donde cada atardecer veía ocultarse el sol.
     En mis correrías de niño, la  curiosidad me  llevó a visitar las casas de los vecinos que poco apoco iban poblando las laderas de la villa.   Familias recién llegadas  que no hablaban como nosotros,  y se comunicaban con señas. Personas venidas de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar español y comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y costumbres fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que enriquecieron mi mente y le abrieron caminos a mi imaginación.
                                                     IV
         Un verano a la villa se mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y  tres niñas. El hombre usaba babuchas y zapatos con las puntas hacia arriba. Las niñas andaban de vestidos largos y pañoletas que les cubrían la cabeza. Al principio tuvieron problemas porque las más pequeñas debían ir a la escuela,  pero no con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la mañana se vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos largos y sus pañoletas.
     Cuando llegaron al barrio hice amistad con la familia y así me enteré que la hermana mayor había dejado un novio en Tabuk, que prometió venir a buscarla para formalizar el matrimonio. Los padres de la joven no estaban  de acuerdo y esperaban que los dos olvidaran aquel amor.
     Pasó el tiempo, y una de esas noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo y  reflujo de las olas, observé que volando sobre  el mar se acercaba  algo semejante a un pájaro enorme con las alas extendidas.   No era un pájaro, al aproximarse comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra aterrizó junto a la casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y capa con pedrerías, ayudó  a la hermana de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron bajo el cielo y  sobre el mar sin dejar rastro.
        Aunque me pareció extraño  no me  llamó la atención,  ya sabía que desde el cielo a parte de la lluvia, se podía  ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que pareciera.  Al otro día, pese a que los padres estaban desesperados buscando a la joven, no dí  información sobre lo que había visto. Un tiempo después, ya casada, la joven volvió a su casa del Cerro a ver a sus padres y contó cómo su prometido  había venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les costó creer,  pues si bien las alfombras mágicas eran conocidas surcando los cielos de Arabia, nunca supo nadie de que en Uruguay se usara esa modalidad  habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se  podía viajar sentado, sin que a uno lo despeinara el viento.

                                                      VI
 La cadena de playas que se extienden más allá del Cerro se encontraba en aquellos días  cerrada de montes enmarañados.  En esos montes a orillas de la playa, de la caza y de la pesca, vivía Athan un  viejo asceta  que según él mismo  contaba, llevaba tantos años vividos que había perdido la cuenta. Habitaba esos montes —decía—, desde antes  de la llegada de los españoles y antes de que los charrúa bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me había hecho amigo del viejo que entre idas y venidas  me  contaba  historias sorprendentes.
 Cierto atardecer, sentados en la arena, mientras  preparaba las redes que tiraba al anochecer,  me contó que en la época de las colonias, muchos  barcos cargados de monedas y oro del Perú, quedaron  atascados en los arrecifes y se hundieron, llevándose  con ellos sus tripulaciones. Me contó también que durante años,  en las noches de tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto los espíritus de viejos  marinos que, cargando  picos y palas, surgían del mar,  atravesaban la arena y se  internaban en los montes en busca de los tesoros que alguna vez enterraron. Llegaban  en noches sin luna y regresaban al mar,  antes de que el sol despuntara.

                                                VII

     Un diciembre, cinco años después del pasaje  del Graf Zeppelin, volví a ver la esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de Montevideo.
Fue en  los inicios de la segunda Guerra Mundial, cuando el acorazado alemán Graf Spee, se enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río de la Plata,
     El Graf  Spee, que había zarpado de Alemania  en agosto de 1929, llevaba hundidos  nueve barcos  mercantes  cuando se dirigió a  las cercanías del Río de la Plata para atacar a los barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron torpedos antes de alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se dirigió al puerto de Montevideo a fin de reparar los daños.
      El gobierno uruguayo le dio un plazo de 72 horas.  Mientras el Graf Spee era reparado, su capitán enterró a sus muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital Británico y los más  embarcaron en  el Tacoma, barco mercante alemán,  que  escoltó al "acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el límite internacional.  Allí, el Admiral  Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el Cerro de Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de explosivos.
      Durante 3 días, desde la fortaleza del Cerro, vi  arder a  quien fuera considerado el más moderno buque pesado de la Alemania Nazi.

                                                         VIII


      Poco tiempo después de la batalla del Río de la Plata, la familia D’Amore  vendió la quinta y se fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y sabio que me enseñó tantas cosas de la vida. Era  un gallo con una cresta grande y  roja, un manto de plumas doradas  sobre su plumaje colorado, y una cola de plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras,  que brillaban tornasoladas al sol.
     Cuando lo dejé de ver tendría 8 ó 9 años, no viven mucho más. Emitía un canto puro y potente.  Cantaba al amanecer, al mediodía, al atardecer y a media noche. Él iniciaba el canto en el Cerro al amanecer y al atardecer,  los  gallos de los alrededores le contestaban uno a uno, pero ninguno cantaba con su potencia y musicalidad.
      El gallinero de la quinta de los D’amore, tenía un techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí se subía a cantar. Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el gallinero y conversábamos bajo los árboles del monte.
      Siempre supe, que mucho de lo que me contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar historias, de todos modos era agradable escucharlo.
     Cuando empecé el liceo, mis compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a Pedro y me dijo que llevara hojillas y tabaco que  él me iba a enseñar. Así que un día llevé tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y tragar el humo,  le expliqué  que no sabía tragar el humo, opinó que tenía que aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
     Me llevó un tiempo aprender a tragar el humo,, mientras tanto le  pregunté un día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando joven, pero que había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le enronquecía el canto.

                                                        IX

     Cuando en el 45 terminó la guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes, los sirios, los lituanos, los armenios, los griegos , los italianos y los gallegos. Durante varios  días el Cerro se vistió de fiesta.  En esos día me enteré que la familia D’Amore, había vendido la chacra y se había mudado para Lezica. Fui corriendo a ver a Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni gallinas ni vi a Pedro nunca más.
     Por mucho tiempo desde mi casa escuché su canto cuatro veces al día, aunque  mi padre decía que el que cantaba sería otro gallo. Que era  imposible que en el Cerro, se pudiera escuchar  a un gallo cantando en Lezica. De modo que llegué a pensar que tal vez estuviera en los montes junto a la playa. Varias veces salí a buscarlo  y a pesar de que nunca lo encontré,  por mucho tiempo  su canto llegó a mis oídos.

                                                    X

Años después de avistamiento del Zeppelin, por las calles del Cerro conocí  al Dios Verde, un solitario predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo y apoyado en un cayado recorrió por años  todo el Uruguay predicando por la salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle Viacaba me encontré con el místico que disertaba con una Biblia en la mano. Después, ya anochecido, subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un antiguo cañón, que apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación del alma, de los pecados de los hombres,   de que, previo arrepentimiento, Dios perdona.  Y me aseguró también, que el Cerro de Montevideo,  es un volcán dormido.

                                                 XI

En los tiempos del Zeppelin, al norte del Cerro, donde en aquellos años existían grandes extensiones de campos y montes silvestres, se fueron construyendo chacras y casas de campo. En el año 1948, la hija de una de esas familias se casó en la Parroquia Santa María del Cerro, con un marino del Graf Spee.
      El día aquél de la batalla, cuando el capitán bajó a tierra a los heridos, dos hermanos se ocultaron y lograron perderse entre las calles de la Villa. Uno de ellos estaba herido, de modo que varios vecinos les prestaron ayuda, los albergaron hasta que el joven se  recuperó y  les consiguieron alojamiento con una  familia libanesa que tenía una chacra al norte de Cerro. Allí se quedaron, trabajaron y formaron sus familias los dos hermanos, y nunca se fueron de Uruguay. Por las laderas del Cerro, en estos días,  aún viven sus descendientes.
     Ochenta  años después del pasaje del Graf Zeppelin sobre Montevideo,   pienso que somos hijos de un país cosmopolita, bajo cuya bandera no todos nacimos, pero donde sobre el mismo suelo, somos todos hermanos.
     Ochenta años después, recostado a la Fortaleza, de espaldas a la Bahía y  a la Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el horizonte.      
Solo, en la cima del Cerro, mientras mi memoria arrea los recuerdos, pienso en mi padre y,  por si acaso, sigo  escudriñando el cielo.

Ada  Vega – 2014  -   El 30  de julio de 1934  quedó  para siempre  impreso en mi  memoria.
Aquel  día  de invierno de cielo translúcido, sin nubes,  ni el viento que suele  azotar la ciudad de Montevideo,  vi  al  Graf Zeppelin  al regreso de Buenos Aires, sobrevolar mi  casa en la Villa del Cerro.
      Entonces la Villa era apenas un cerro agreste con algunas viviendas y comercios  sobre la calle Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros, frigoríficos  e industrias del ramo cárnico.
      Mi casa se encontraba en lo alto del Cerro. Sólo el faro cuya construcción en la cumbre había sido  dispuesta por la corona española, cien años atrás, y la fortaleza, construida por los portugueses, la superaban en altura.
      En 1834 el gobierno de la época otorgó el permiso para crear una población con el nombre de Villa Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los miles de inmigrantes que llegaban de Europa, adoptando  luego  el nombre de Villa del Cerro.
     Mi padre, que había sido peón en una estancia cimarrona del interior del país, se radicó en Montevideo cuando la estancia fue vendida a una familia  de Estados Unidos  con capitales en el Frigorífico Swift,  quienes a su vez le dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de  la Villa y se casó con una joven vecina descendiente de lituanos, quién luego sería mi madre.
                                                 II

      En el año del Zeppelin comencé la escuela. Crecí recorriendo el cerro. Fui un adolescente curioso, andariego y medio brujo. Puntual visitante de la fortaleza y testigo natural del crecimiento vertiginoso  de la ciudad- puerto, que se extendía a los pies del monte.
     Desde mi  atalaya observaba la entrada y salida de los barcos y lanchones al puerto  de Montevideo; la llegada de los troperos desde el interior del país arreando ganado para los frigoríficos; observaba el movimiento de camiones  en La Teja en los comienzos de la instalación de ANCAP y las chimeneas humeantes  de las distintas fábricas de toda aquella zona industrial.
      Solitario y hosco me crié entre los pájaros de los montes, la pasión de recorrer las playas y la costumbre de rezarle al sol. Incansable caminador bajaba hasta la costa y recorría la cadena de playas que se extendía interminable  hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba ocultos bajo un árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas, cuchillos herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera carcomida, con un cristo claveteado de plata de ley. 
     Recogía objetos que las olas dejaban sobre la arena, de  barcos naufragados del tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal; pedazos de tazas y  platos de loza pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
     Me  cautivaba en los atardeceres,  observar la entrada del astro rey en el mar,  y contemplar en las noches, de espalda sobre la gramilla, el paso  de  la luna y su séquito de estrellas.
     Criado en aquel otero cerril de animales montaraces y montes silvestres, conversaba con los animales del monte y también con los que se criaban en las chacras.
     Revolucionario y justiciero de alma, conocedor del destino de las aves de corral, solía reunir a las gallinas para disertar sobre el tema  de ir a parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de perder peso e intentar vuelos cortos,   a fin de volar un día como  las garzas y las cigüeñas que cada  primavera llegaban  por miles a empollar  en las riveras del Río de La Plata. Pero las gallinas fueron desde siempre  muy haraganas, de modo que me escuchaban sin interés  y se iban una tras otra pues se venía el atardecer y había que ir acomodándose en el palo del gallinero.
 Un día, Pedro,  un gallo viejo de la familia D’Amore que tenían una quinta detrás del Cerro,  cerca del Campo de Golf, me  dijo que no gastara pólvora en chimango y dejara a las gallinas vivir su vida. Que las pobres no habían nacido para volar —puntualizó—, que  ellas estaban conformes con su destino. No necesitaban emigrar pues todo lo que necesitaban  lo encontraban en el gallinero: dormían bajo techo, recibían  comida diaria sin necesidad de andar buscando por ahí,  se acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto  dejé la cátedra revolucionaria de lado y seguí haciendo nada, mientras recorría la costa y me bañaba en las aguas del río, entre las lisas  plateadas que  alegres y confiadas saltaban a mí  alrededor.
                                                        III

 Aquel día de julio, al descubrir en el cielo el dirigible alemán, lo primero que  se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi  padre, que había salido de la casa para ver el pasaje de la nave, quien gritó a tiempo que me detuviera,  pues podía dar en el blanco — dijo—, y  hacerle un boquete que lo desinflaría forzándolo a aterrizar  sobre el almácigo de cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo emparcharan, mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por cuánto tiempo deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los vecinos.
De todos modos yo estaba  empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del globo, no podía creer  que, como decía  mi padre, dentro de la nave hubiese gente  de paseo por el mundo. Por lo tanto quedé refunfuñando mientras el Zeppelin sobrevolaba la bahía y el puerto, para perderse  más allá del Centro de Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta  de Buenos Aires.
     Me quedó una ojeriza que nunca pude ocultar. Esperé por años volver a ver el dirigible pues,  si había venido una vez —le decía a mi padre— lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el  aeropuerto junto al Nacional de Regatas. Estaba convencido de que  el globo con forma de cañón, volvería un día brillando al sol como aquel   30 de julio.  
       Mi  espera fue en vano. El Graf Zeppelin, orgullo de la Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo entonces, seis años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los alemanes para utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
       El avistamiento del dirigible pautó en mí  el principio de una vida plagada de aventuras  sin salir de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo  para convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad cosmopolita, con una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
      El pasaje del Zeppelin, me dio a conocer la existencia de otro mundo más allá del Río de la Plata, más allá del  horizonte donde cada atardecer veía ocultarse el sol.
     En mis correrías de niño, la  curiosidad me  llevó a visitar las casas de los vecinos que poco apoco iban poblando las laderas de la villa.   Familias recién llegadas  que no hablaban como nosotros,  y se comunicaban con señas. Personas venidas de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar español y comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y costumbres fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que enriquecieron mi mente y le abrieron caminos a mi imaginación.
                                                     IV
         Un verano a la villa se mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y  tres niñas. El hombre usaba babuchas y zapatos con las puntas hacia arriba. Las niñas andaban de vestidos largos y pañoletas que les cubrían la cabeza. Al principio tuvieron problemas porque las más pequeñas debían ir a la escuela,  pero no con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la mañana se vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos largos y sus pañoletas.
     Cuando llegaron al barrio hice amistad con la familia y así me enteré que la hermana mayor había dejado un novio en Tabuk, que prometió venir a buscarla para formalizar el matrimonio. Los padres de la joven no estaban  de acuerdo y esperaban que los dos olvidaran aquel amor.
     Pasó el tiempo, y una de esas noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo y  reflujo de las olas, observé que volando sobre  el mar se acercaba  algo semejante a un pájaro enorme con las alas extendidas.   No era un pájaro, al aproximarse comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra aterrizó junto a la casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y capa con pedrerías, ayudó  a la hermana de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron bajo el cielo y  sobre el mar sin dejar rastro.
        Aunque me pareció extraño  no me  llamó la atención,  ya sabía que desde el cielo a parte de la lluvia, se podía  ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que pareciera.  Al otro día, pese a que los padres estaban desesperados buscando a la joven, no dí  información sobre lo que había visto. Un tiempo después, ya casada, la joven volvió a su casa del Cerro a ver a sus padres y contó cómo su prometido  había venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les costó creer,  pues si bien las alfombras mágicas eran conocidas surcando los cielos de Arabia, nunca supo nadie de que en Uruguay se usara esa modalidad  habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se  podía viajar sentado, sin que a uno lo despeinara el viento.

                                                      VI
 La cadena de playas que se extienden más allá del Cerro se encontraba en aquellos días  cerrada de montes enmarañados.  En esos montes a orillas de la playa, de la caza y de la pesca, vivía Athan un  viejo asceta  que según él mismo  contaba, llevaba tantos años vividos que había perdido la cuenta. Habitaba esos montes —decía—, desde antes  de la llegada de los españoles y antes de que los charrúa bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me había hecho amigo del viejo que entre idas y venidas  me  contaba  historias sorprendentes.
 Cierto atardecer, sentados en la arena, mientras  preparaba las redes que tiraba al anochecer,  me contó que en la época de las colonias, muchos  barcos cargados de monedas y oro del Perú, quedaron  atascados en los arrecifes y se hundieron, llevándose  con ellos sus tripulaciones. Me contó también que durante años,  en las noches de tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto los espíritus de viejos  marinos que, cargando  picos y palas, surgían del mar,  atravesaban la arena y se  internaban en los montes en busca de los tesoros que alguna vez enterraron. Llegaban  en noches sin luna y regresaban al mar,  antes de que el sol despuntara.

                                                VII

     Un diciembre, cinco años después del pasaje  del Graf Zeppelin, volví a ver la esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de Montevideo.
Fue en  los inicios de la segunda Guerra Mundial, cuando el acorazado alemán Graf Speese enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río de la Plata,
     El Graf  Spee, que había zarpado de Alemania  en agosto de 1929, llevaba hundidos  nueve barcos  mercantes  cuando se dirigió a  las cercanías del Río de la Plata para atacar a los barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron torpedos antes de alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se dirigió al puerto de Montevideo a fin de reparar los daños.
      El gobierno uruguayo le dio un plazo de 72 horas.  Mientras el Graf Spee era reparado, su capitán enterró a sus muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital Británico y los más  embarcaron en  el Tacoma, barco mercante alemán,  que  escoltó al "acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el límite internacional.  Allí, el Admiral  Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el Cerro de Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de explosivos.
      Durante 3 días, desde la fortaleza del Cerro, vi  arder a  quien fuera considerado el más moderno buque pesado de la Alemania Nazi.

                                                         VIII


      Poco tiempo después de la batalla del Río de la Plata, la familia D’Amore  vendió la quinta y se fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y sabio que me enseñó tantas cosas de la vida. Era  un gallo con una cresta grande y  roja, un manto de plumas doradas  sobre su plumaje colorado, y una cola de plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras,  que brillaban tornasoladas al sol.
     Cuando lo dejé de ver tendría 8 ó 9 años, no viven mucho más. Emitía un canto puro y potente.  Cantaba al amanecer, al mediodía, al atardecer y a media noche. Él iniciaba el canto en el Cerro al amanecer y al atardecer,  los  gallos de los alrededores le contestaban uno a uno, pero ninguno cantaba con su potencia y musicalidad.
      El gallinero de la quinta de los D’amore, tenía un techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí se subía a cantar. Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el gallinero y conversábamos bajo los árboles del monte.
      Siempre supe, que mucho de lo que me contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar historias, de todos modos era agradable escucharlo.
     Cuando empecé el liceo, mis compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a Pedro y me dijo que llevara hojillas y tabaco que  él me iba a enseñar. Así que un día llevé tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y tragar el humo,  le expliqué  que no sabía tragar el humo, opinó que tenía que aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
     Me llevó un tiempo aprender a tragar el humo,, mientras tanto le  pregunté un día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando joven, pero que había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le enronquecía el canto.

                                                        IX

     Cuando en el 45 terminó la guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes, los sirios, los lituanos, los armenios, los griegos , los italianos y los gallegos. Durante varios  días el Cerro se vistió de fiesta.  En esos día me enteré que la familia D’Amore, había vendido la chacra y se había mudado para Lezica. Fui corriendo a ver a Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni gallinas ni vi a Pedro nunca más.
     Por mucho tiempo desde mi casa escuché su canto cuatro veces al día, aunque  mi padre decía que el que cantaba sería otro gallo. Que era  imposible que en el Cerro, se pudiera escuchar  a un gallo cantando en Lezica. De modo que llegué a pensar que tal vez estuviera en los montes junto a la playa. Varias veces salí a buscarlo  y a pesar de que nunca lo encontré,  por mucho tiempo  su canto llegó a mis oídos.

                                                    X

Años después de avistamiento del Zeppelin, por las calles del Cerro conocí  al Dios Verde, un solitario predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo y apoyado en un cayado recorrió por años  todo el Uruguay predicando por la salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle Viacaba me encontré con el místico que disertaba con una Biblia en la mano. Después, ya anochecido, subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un antiguo cañón, que apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación del alma, de los pecados de los hombres,   de que, previo arrepentimiento, Dios perdona.  Y me aseguró también, que el Cerro de Montevideo,  es un volcán dormido.

                                                 XI

En los tiempos del Zeppelin, al norte del Cerro, donde en aquellos años existían grandes extensiones de campos y montes silvestres, se fueron construyendo chacras y casas de campo. En el año 1948, la hija de una de esas familias se casó en la Parroquia Santa María del Cerro, con un marino del Graf Spee.
      El día aquél de la batalla, cuando el capitán bajó a tierra a los heridos, dos hermanos se ocultaron y lograron perderse entre las calles de la Villa. Uno de ellos estaba herido, de modo que varios vecinos les prestaron ayuda, los albergaron hasta que el joven se  recuperó y  les consiguieron alojamiento con una  familia libanesa que tenía una chacra al norte de Cerro. Allí se quedaron, trabajaron y formaron sus familias los dos hermanos, y nunca se fueron de Uruguay. Por las laderas del Cerro, en estos días,  aún viven sus descendientes.
     Ochenta  años después del pasaje del Graf Zeppelin sobre Montevideo,   pienso que somos hijos de un país cosmopolita, bajo cuya bandera no todos nacimos, pero donde sobre el mismo suelo, somos todos hermanos.
     Ochenta años después, recostado a la Fortaleza, de espaldas a la Bahía y  a la Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el horizonte.      

Solo, en la cima del Cerro, mientras mi memoria arrea los recuerdos, pienso en mi padre y,  por si acaso, sigo  escudriñando el cielo.

domingo, 15 de febrero de 2015

El que primero se olvida

            
    María  Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones.  Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes y ella llegó una tarde como obsequio del buen  Dios.                                                   María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido  y por ende a sus hijos.  Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestidito a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusitas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.
 Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por  haber comido una manzana  del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero  hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede,  por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida.
            Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues sólo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas  era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.
 De todo estaba enterada así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó  casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el  terror hizo presa de su pobre alma.
             El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron.  Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que se fijó la fecha  para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella  le servía a él.
                La madre del novio opinó que los recién casados deberían  vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su  casa una chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban.  Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita.  Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
               La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y  cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al  comprobar que no era tan  bravo el león como se lo habían pintado. A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer.
    María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor. Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven  juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
    Cansado de la situación el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en  el pueblo una casa para alquilar. Encontró una  a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.
       Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada.  Y  a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y  que por nombre me puso Germán.  Igual que mi padre.
Cuando terminó de contarme esta historia,  mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida.


Ada Vega - 2004 

lunes, 9 de febrero de 2015

Los pumas del Arequita




            Hace muchos años en la sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones.  Y un día,  ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.
 Por aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un ranchito de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía,  un caballo pampa y un  montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.
 Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo a primera luz o a la caída de la tarde armaba tabaco y mateaba bajo el ombú, ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de donde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito.
Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo  lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.
Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros,  mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El  indio mientras  daba vuelta  el  amargo le dijo:
 —Una  hembra de puma, será.      La yara se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se retiraba ofendida:
—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho  quedó pensando  que la yara era muy ignorante.
Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.
De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían  entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba   algún puma por el lugar.
Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
 —Vi un puma —le dijo.
 —Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yara.
 —Vi un puma  —le repitió él.  
  —Es una mujer —le insistió ella.
 —¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
  La yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre:
 —En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del  amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
        
    —¿Y qué mal les hace un puma?
    —Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar  de cachorros.
   —¡Ojalá!
   —Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!
   Una noche, mientras  meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera  —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo,  ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes.
 El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros,  yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.
  Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la  muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yara que le dijo: 
   —La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
  —¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.
  —Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
 El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance  del indio con la extraña muchacha. Una mañana al despertarse se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.
  —No la busques más  —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer cuando el sol declinaba y volvía del valle, de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro.
No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó  el calor de  la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su  compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre  y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.
         El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera  sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma.

         Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan  de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.

viernes, 6 de febrero de 2015

Primer actor de reparto



Ese año, una primavera anticipada se anunciaba en  los jardines y en los árboles de las veredas. Los niños llenaban las plazas y  el viento de septiembre elevaba las cometas madrugadoras que coleaban bajo el sol.
Delia en su casa trataba de controlar la preocupación que hacía unos días la atormentaba,  debido a la salud de su esposo que, al parecer,  se iba deteriorando día a día. Hacía un tiempo que Julián no se sentía bien. Se le notaba en la cara y en el genio. Él había sido siempre un muchacho dispuesto,  de buen carácter. Sin embargo, últimamente se lo veía molesto, nervioso, distanciado de su familia y sus afectos. No se sentía bien. Él mismo lo decía. Que estaba enfermo, le repetía a su mujer. Que no iba a vivir mucho tiempo más. Y se iba como apagando.
                                                                                                                                              —Tienes que ver un médico —le decía Delia—, tú  no puedes diagnosticarte. Si sigues inventándote dolores y malestares vas a enfermarte de verdad.
Delia trataba de minimizar la postura de su marido ante una eventual enfermedad, a fin de que el hombre no se preocupara más de lo que estaba.
De todas maneras él insistía:
 —Yo me conozco, si te digo que no me siento bien por algo te lo digo, el médico no va a saber más que yo. A mí se me terminó el tiempo. ¡Ya vas a ver!
Y la pobre sufría, callada, tratando de ocultar su angustia.
—Pide que te adelanten la licencia y vete unos días al campo a ver a tus hermanos. Descansa, estás muy estresado.
 Estaba convencida de que el malestar de Julián era debido al cansancio, al excesivo trabajo, a sentirse presionado ante la responsabilidad de la casa, de los hijos ¡de ella misma! Su marido se exigía demasiado.
Una mañana cuando Julián salía para el trabajo creyó verlo de mal color. Se acercó a la ventana y lo vio marchar encorvado, con la cabeza baja. Mordía las lágrimas mientras preparaba el desayuno de los niños que iban a la escuela. El más pequeño dormía en la cuna.
Cuando los hijos se fueron pudo aflojarse. Se sentó en un banco de la cocina con los codos apoyados en la mesa, ocultó la cara con sus manos y lloró. Lloró de dolor y de miedo. Lloró por él y por ella. Y por primera vez desde que se conocieron, percibió el impacto de una amenaza golpeando la tranquilidad del hogar. Una amenaza velada que iba tomando cuerpo, al pasar  los días, como una sombra fatídica. Trató de sobreponerse,  secó sus lágrimas y permaneció sentada, sin fuerzas ni voluntad para ponerse de pie y continuar con las tareas de todos los días.
La enfermedad de Julián la encontró  desprevenida.  Hasta ese momento.
Nunca había  pensado que él o ella pudieran enfermarse de gravedad. Voló su imaginación y se vio sola  con sus hijos. Pensó que el mundo se le caería encima, que sin su marido no podría vivir. De todos modos decidió no dejarse vencer por la inquietud. Tenía el deber de ser fuerte. Su marido la necesitaba y ella no lo defraudaría. Más tranquila comenzó a ordenar la casa, mientras recordaba el día que se conocieron. Fue en tiempos de estudiantes. Delia dejó de estudiar para casarse. Julián  eligió una carrera corta  y consiguió trabajo en un laboratorio. Después vinieron los hijos. A medida que Julián progresaba, Delia se dedicaba por entero a su familia. La vida  para ellos transcurría dichosa, sin que ninguna sombra la oscureciera. Hasta el día que Julián comenzó a sentirse mal. Entonces todo cambió.
La primavera venía adelantada. Tal vez fueron esos días tibios y luminosos que lo convencieron a pedir licencia en su trabajo, para pasar unos días en el campo. Como bien decía su esposa, el descanso y el aire puro, posiblemente, mejorarían su salud. Lejos de la ciudad y del trabajo, en la quietud del campo encontraría la paz y la tranquilidad que su cuerpo  y su  espíritu necesitaban
Trata de no fumar mucho, mi amor. Y de nosotros no te preocupes que vamos a estar bien —mintió para no preocuparlo.
Le preparó una mochila con todo lo que necesitaría: ropa de frío y de lluvia (estaba anunciado mal tiempo). Se fue entrada la tarde, cuando el sol se extinguía. Besó a los niños  y la abrazó, sin mucho calor.
Delia quedó con sus hijos en la puerta de calle. El más pequeño en sus brazos, el varón abrazado a sus piernas, la niña más grande, apretada a su costado.
Lo vieron alejarse encorvado, la cabeza gacha, arrastrando la mochila.
Se levantó un viento frío, ¿o a Delia le pareció?

El hombre siguió caminando. Dobló en la primera esquina. Enderezó la espalda, levantó la cabeza, echó la mochila al hombro y se fue, calle arriba, del brazo de otra mujer.
Ada Vega, 2015

miércoles, 28 de enero de 2015

La puerta del sol



  
        Domingo por la tarde.  Paseo sola por el centro de Madrid. Bordeo hacia el sur el barrio Recoletos y observo sus monumentos, antiguos palacios, plazas y comercios y no tardo en tener la convicción de que, como dicen, Madrid es una de las  ciudades más hermosas de Europa.
        A la altura de La Puerta del Sol, siento que comienza a atardecer en Madrid. Los cafés, piano bar, restaurantes y puestos de flores circundan la plaza de la media luna que se encuentra a esta hora abarrotada de visitantes. Desde hace unos años, cada vez que camino estas veredas, me detengo ante sus comercios,  observo sus cafés y entonces dejo que a través de los recuerdos,  llegue a  mi memoria la imagen de aquel viejo bar  de la recova del Palacio Salvo de Montevideo con el mismo nombre: La Puerta del Sol.
       Cuando ya la noche se ha extendido, abandono la plaza y camino por la peatonal de la calle Arenal, hasta conseguir un taxi que me  lleve hasta mi casa en Carabanchel. El hombre del volante va silbando un vals que me trae recuerdos. Lo conozco, conozco esa música. Quiero recordar el nombre. Si cantara en lugar de silbar la letra me lo diría. Pero el hombre silba, silba muy bajo. El taxista debe ser uruguayo o argentino. Los españoles no tienen por costumbre silbar una canción y los emigrantes no son tan afines a nuestra música.
   —Por acá está bien  —le digo al llegar al barrio de Buenavista.
   —Se va diciembre con mucho frío — comenta él mientras le pago.
       —¡Feliz año!  —me grita antes de arrancar.
 Es uruguayo. Le sonrío y le agradezco con la mano desde la vereda. Me deja en la puerta de mi casa. ¡Flor de lino! Flor de lino era el vals que silbaba: “Deshojaba noches esperando en vano que le diera un beso, pero yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo. Flor de lino que raro destino, truncaba un camino de linos en flor…”
 Es cierto —me digo— se vino el invierno.
                                                              II 
         Entro al edificio  de apartamentos y subo al quinto piso. El apartamento está oscuro y frío. Enciendo la calefacción y también todas las lámparas. Es una vieja costumbre. De noche necesito la compañía de las lámparas encendidas.
Mientras tanto, en Montevideo es verano. La rambla, las playas, el Centro, la noche. Las noches de verano, los cines, los teatros, los cafés. La Puerta el Sol. Y yo. Yo esperándote siempre en la misma mesa, junto a la ventana, para verte llegar y tomar juntos un café.  Después me acompañabas,  salíamos  abrazados hasta la parada del ómnibus. Yo me iba y tú te quedabas.
    Por entonces estaba empleada  en las oficinas de la compañía marítima Dodero. Salía a las 17 y 30 y todos los días iba al bar a esperarte. El mozo me conocía, se llamaba Julio y trataba siempre de reservarme la mesa. Él siguió nuestro romance hasta el final. La primera vez que volví  a Montevideo pasé para ver si lo veía, pero me dijeron que se había ido. Unos años después, el bar ya no existía. Nos conocimos en la calle, caminando por la vereda. Una tarde nos cruzamos, me miraste, te miré. Diste vuelta.  Te puedo acompañar, me dijiste. Durante mucho tiempo me acompañaste y te acompañé. Tuvimos sueños, pero a muy largo plazo. El tiempo corría y yo no lograba dominar mi impaciencia. Tú no me entendías. Yo quería vivir contigo, dormir juntos. No quise esperar más. Y una tarde, ansiosa por vivir, aunque te amaba, te dejé. Sentía que contigo, los años se me iban. Se me iban.
                                                       III
          Es temprano para irme a dormir, querría comer algo antes. Juanita debe haber dejado alguna tarta preparada. Comeré un trozo con un té caliente. Mañana haré lo posible por comunicarme con Carmen, quiero saber si al fin, este año, podremos pasar juntas la Navidad. Este apartamento es muy grande para mi sola. Cuando la abuela murió le dije a mamá que viniese a vivir conmigo. Nunca quiso venir. Nunca quiso dejar aquella vieja casa.
                                                                 IV
       En aquellos años  vivía con mi madre y mi abuela en una casa con puerta de roble a la calle,  cancel de dos hojas y patio con claraboya. Una casa antigua que mi padre  le comprara a mi madre después de diez años de casados, y que nos dejó al morir, cuando yo aún iba a la escuela. Una casa que de pronto un día comenzó a ahogarme. Me deprimía llegar a mi casa y encontrar a mi madre de delantal, en pantuflas, con el cabello apenas prendido con ondulines, terminando la cena mientras ponía la mesa para ella y para mí. Cantando.  Mi madre cantaba todo el día. Reía. Todas las noches tenía algo para contarme. Era feliz. Yo no entendía como podía ser tan feliz. Siempre encerrada en aquella casa antigua con mi abuela en silla de ruedas y la mente perdida en ninguna parte. No nos conocía. Creía que yo era su hija y que mamá era su hermana. Mi madre le daba de comer en la boca, pero ella nunca quería comer. Mi madre le hablaba y le hablaba y le metía cucharadas en la boca de unos ensopados con verduras y carne picada  porque no quería masticar.  Dos por tres se enojaba y escupía la comida. Y mamá con una santa paciencia limpiaba lo que la abuela ensuciaba y volvía a darle de comer. Le hacía flanes de crema porque a la abuela le gustaban y era la única manera de hacerle tomar leche. ¿Cómo podía mi madre ser feliz? Yo no estaba nunca, y cuando llegaba a la noche, venía siempre de mal humor  y terminaba peleando con ella y me iba a dormir sin darle un beso a la abuela.
                                                            V
  El apartamento es grande y cómodo. Lo compró Luis cuando nació Carmen. Antes vivíamos en uno de dos ambientes en el barrio El Viso, en Chamartín, pero resultaba chico para criar un bebé. A Luis lo conocí en la oficina donde trabajábamos. Tenía un cargo importante. Era mayor que yo y estaba enamorado de mí. Me lo dijo varias veces, pero yo estaba de novia y muy enamorada de Pablo. Un día recibió una propuesta de trabajo muy interesante y decidió aceptar. Era en España.
 En aquel momento me dijo de venirme con él  a Madrid, pero no le contesté. A los seis meses fue a buscarme. Un año después, casada y con mi hija recién nacida, volví a Montevideo a ver a mi madre y a mi abuela. A Pablo no lo volví a ver. El día que decidí dejar con él se lo dije sin rodeos. Mi tiempo se había agotado. Que siguiera él por su camino que yo seguiría por  el mío. Ya estaba decidida, no volvería atrás. Luis me amó de verdad, fue un buen esposo y un buen padre. Fueron más de treinta años juntos, hasta que falleció hace cinco años. 

Parece absurdo,  pero cuando el pasado me asalta recuerdo a Pablo y me veo siempre esperándolo, sentada en la mesa  de La Puerta del Sol, aquel bar que existió una vez, hace muchos años en la esquina señorial del Palacio Salvo, en el corazón de Montevideo.
Ada Vega - 2009

jueves, 22 de enero de 2015

Fue un Carnaval



    Yo siempre quise ser cantor. En eso tuvo algo que ver la maestra de cuarto grado de la escuela José Pedro Bellán. Ella decía que yo cantaba muy bien. Y me lo creí. ¡Lo decía la maestra! A partir de ahí tuve la seguridad de que mi futuro lo encontraría en el canto. Por aquella época estaban de moda, entre otros, Angelillo, Ortiz Tirado y Alberto Echagüe. Desterré a Angelillo porque no me llegaba al corazón y Ortiz Tirado porque no me daban los pulmones. Me quedé con Echagüe por simpatía y porque el tango siempre me tiró.

De todos modos el Carnaval puso lo suyo. Teníamos en mi barrio dos tablados: el Se hizo y el Aurora, muy cerca uno de otro. Cada noche el camino entre los dos se alfombraba de papelitos y serpentinas. La gente se paseaba de un escenario al otro y aquello era un corso donde nosotros, entre presentación y retirada, dragoneábamos a las chiquilinas que venían con la madre, el padre, el hermanito y la silla. ¡Carnavales de mi barrio! Me emociona el recordarlos, tal vez porque coincidieron con momentos muy importantes de mi vida.

Por aquellos años yo trabajaba en la Ferrosmalt y paraba en el Bar de Vida. El viaducto no existía y Agraciada y Castro era una esquina clásica. Un carnaval descubrí que María Inés había crecido, convirtiéndose en una preciosa jovencita. Usaba el cabello recogido atado con un lazo sobre la nuca, y apenas se pintaba los labios. Con María Inés éramos vecinos. La conocía de toda la vida, pero nunca me había dado cuenta de lo linda que era. Me enamoré de ella aquel carnaval.

Ese febrero fuimos novios de ojito. Por ella me gasté el sueldo de una quincena en papelitos. Y empecé a soñar con su amor. Ese amor que nos hace sentir más buenos, más justos, más sabios. María Inés venía al tablado con dos primas, y una tía que las vigilaba como un carcelero. Daban un par de vueltas, se quedaban un ratito y se iban. Por mirarla sólo a ella, una noche casi me pierdo la actuación de los Humoristas del Betún, con el inolvidable Peloche Píriz y el Colorado Lemos. Recuerdo que no había terminado de bajar el conjunto del tablado cuando vi que María Inés se iba. Esa noche no la seguí hasta verla entrar a su casa como hacía siempre. Estaba anunciado Luis Alberto Fleitas que, sin él saberlo, era mi ídolo y mi maestro. Yo observaba con mucha atención a aquel morocho flaco de traje azul, que cada noche, al llegar al tablado, cantaba poniendo el alma:

“Barrios uruguayos, barrios de mi vida

hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción.

Barrios uruguayos lindos barrios nuestros

siempre van prendidos a mi corazón.”

Como ya les dije, yo quería ser cantor. Nadie me alentó. Ni me desanimó. Yo no me oía...por lo tanto ensayaba en mi casa frente al espejo ovalado del ropero de mi madre, donde me veía de cuerpo entero. Y con una escoba de micrófono cantaba a voz en cuello imitando al maestro: “el Cerro, La Teja, el Prado y la Unión...” Sólo me faltaba la oportunidad, que se podía dar en cualquier momento; ¿o no?. Yo esperaba tranquilo, no tenía gran apuro. Mientras tanto ayudaba a armar cocinas en la fábrica de Nuevo París.

Aquel Carnaval pasó. María Inés, de uniforme azul y sombrerito negro, pasaba por mi casa con dos o tres amigas hacia el Colegio San José de la Providencia, de las Hermanas Capuchinas de Belvedere. Para poder verla andaba a las corridas haciendo esquives con los horarios de mi trabajo.

Una tarde muy fría, a mediados del invierno, la vi ir hacia Agraciada con el hermanito. Era mi oportunidad. La alcancé justo cuando entraba a la Poupée.

-¿Puedo hablar con usted?

-No, no. Ahora no puedo.

-¿Y cuando?

-El domingo, cuando salga de Misa.

Creí que al domingo lo habían borrado del almanaque. No llegaba nunca. Pero al fin llegó. Cuando salió de la iglesia me acerqué. Venía con dos amigas que se adelantaron y me miraron con una sonrisa burlona. A mí se me olvidó lo que pensaba decirle, y eso que había estado casi una semana estudiándome el libreto. Así que traté de tomarle una mano que ella retiró y, sin más preámbulo, le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí, y ahí nomás volvieron las amigas y me tuve que apartar.

Todavía no me había recuperado del efecto causado por su contestación, cuando volví a oír que me decía:

-Hoy voy al Cine Alcázar, a la matinée.

Ahí me agrandé. Llegué a mi casa y le grité a mi madre:

-¡Mamá! ¿Falta mucho para los tallarines? ¡Apúrese que me voy al cine!

Pasamos la matinée de la mano y en un intervalo me batió la justa:

-Tenés que hablar con mi papá.

-Bueno. -dije yo. (Uy, Dio, pensé)

Les diré que María Inés era hija de un señor que tenía un par de joyerías en el Centro, campos en el campo, una casa con zaguán y cancel. Y auto. Qué cosa extraña, ¿no?, lo que es la juventud en todos los tiempos: ¡no me amilané! Y el jueves de esa misma semana, con mi trajecito azul recién llegado de la tintorería, a las 19 y 30 en punto, me presenté en la casa de mi novia a pedirle su mano al padre.

Cuando estuve frente a él, que me miraba desde su altura como si yo fuese un pigmeo, le dije que amaba a su hija y le pedí permiso para visitarla. El buen señor captó que yo tenía buenas intenciones y me preguntó la edad.

-18 años.

-¿Trabaja?

-En la Ferrosmalt.

Y ahí fue cuando metí la pata. Me pareció poca casa ser obrero de una fábrica. Quise darme importancia para que el don viera que su hija tenía un pretendiente con futuro, y le dije:

-Pero yo canto. Soy cantor y en cualquier momento...

No me dejó terminar mi exposición, que venía bárbara. Levantó la voz:

-¿Cantor? Y ¿qué canta?

-Tangos.

El señor se puso rojo. Se desprendió el cuello de la camisa y me señaló la puerta.

-Cuando desista de esa idea vuelva. ¡Yo no crié a mi hija para que se me case con un cantorcito de tangos!

Como era joven pero no necesariamente estúpido, desistí en ese mismo momento. Renuncié a mi sueño de cantor, arreglé el embrollo como pude y empecé a visitar jueves y domingos a la dueña de mi corazón. Tenía veintiún años recién cumplidos cuando, de pie en el altar, vi entrar a María Inés vestida de novia del brazo de su padre, en la Parroquia del Paso Molino. Nos casamos un sábado de Carnaval.

Pasaron muchos años. Ya no tenemos tablado en el barrio. De nuestro matrimonio nacieron tres varones que ya son hombres. Para mí, María Inés está más linda que antes. Pero algunas veces, mirando hacía atrás, al recordar aquellos carnavales me pregunto si habré elegido bien al sacrificar mi destino de cantor, si no hubiese sido preferible... Martín me vuelve a la realidad:

-Dale, abuelo, ¿qué estás haciendo? ¿Me vas a llevar o no a la placita?

(No, claro que no me equivoqué) Sí, campeón. ¡Vamos, vamos a la placita!

“Barrios uruguayos, barrios de mi vida

Hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción

Barrios uruguayos, lindos barrios nuestros

siempre van prendidos a mi corazón”.

Ada Vega,  1999 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

sábado, 17 de enero de 2015

Amor virtual



Se llamaba Anton Sargyán. Era un armenio alto, moreno y desgarbado que siendo un niño logró huir con sus padres del Imperio Otomano y llegar a Uruguay, después de peregrinar por el mundo, huyendo del genocidio armenio de 1923.
 En aquel tiempo después de navegar más de cuarenta días en un barco de carga, la familia desembarcó en Montevideo y se alojó en una casa de inquilinato en la Ciudad Vieja para luego establecerse en el barrio del Buceo. Allí aprendió hablar en español  fue a una escuela del estado y en el liceo se enamoró de Alejandrina, una chica descendiente de turcos cuyos abuelos llegaron a Uruguay  a fines del siglo XIX.
 Los chicos se conocieron se enamoraron y vivieron un amor de juventud, sincero y pleno. Hasta que las familias de ambos se enteraron.
A los dos les prohibieron ese amor, pero para Anton no existían prohibiciones posibles. El joven amaba a Alejandrina y estaba resuelto a continuar con ese amor pese a las prohibiciones de ambas familias. De modo que siguieron viéndose  a escondidas hasta que los padres de  Alejandrina decidieron irse del país.
Fue entonces que Anton ideó un plan audaz para impedir esa mudanza.

La novela de Anton Sargyán avanzaba con interés cuando un día Anton adquirió vida propia, no necesitó más de mí, se fue de mi imaginación y mientras yo escribía en la computadora,  la historia de amor de Anton y Alejandrina comenzó a hablarme borrando mis frases e insertando las suyas:   
—Necesito hablar contigo. No quiero seguir siendo el personaje de esta historia. No estoy enamorado de Alejandrina. Es a ti a quién amo. Quiero ser parte de tu vida. Sé que puedo hacerte feliz. Sácame de la historia  y llévame contigo.
Al principio pensé que todo era una broma del equipo de Google. No obstante envié mensajes explicando lo que sucedía, que nunca  contestaron.
La  novela iba avanzando fluida,  yo estaba entusiasmada en como se iban dando los hechos, no tenía intenciones de abandonarla. Anton por días no se comunicaba,  entonces yo adelantaba la historia pues creía que se había terminado la odisea,  pero al rato volvía con sus frases de amor cada vez más audaces.
Pensé que podría ser alguno de los webmaster de los sitios donde yo participaba, algún contacto de la página de Facebook, hasta que al final desistí de seguir averiguando porque pensé que creerían que  estaba volviéndome  loca.
Mientras tanto Anton no cejaba en su intento de conmoverme, de llamar mi atención hacia su persona inexistente. Entonces decidí seguirle el juego. Le dije que estaba casada, que ya tenía un hombre a mi lado a quien amaba. Me contestó que a él no le importaba que estuviese casada. Que el mundo que me rodeaba no existía para él. No conocía este mundo ni quería conocerlo. Estaba apasionado conmigo  —decía—, conocía mi alma y quería habitar en mí.
 Le contesté, siguiendo el juego, que no lo conocía, no sabía quién era, qué se proponía, ni qué era eso de habitar en mi.
 Me contestó que si lo liberaba y le permitía entrar en mi mente estaríamos unidos para siempre. Que no necesitaría más  a mi esposo ni a mis amigos ni a nadie, pues él colmaría todos mis deseos más íntimos, todos mis deseo humanos. Todos mis deseos.
Además me dijo que yo lo conocía, que lo había creado paso a paso, no era entonces un desconocido. Soy el hombre que creaste. Un hombre. Llévame contigo —imploró—  si no lo haces mátame en tu historia, de lo contrario mientras escribas estaré comunicándome.
En ese momento decidí abandonar la novela. Dejarla con otros cuentos sin final que fueron acumulándose mientras fui escritora. Pero él  no sólo leía lo que yo escribía en la computadora, también leía mi mente y se apresuró a decirme:
—No intentes abandonar la novela porque me dejarás penando en ella hasta el final de los tiempos. ¡Por favor, si no me dejas habitarte, mátame!
Nunca tuve el valor de matarlo. Abandoné sin terminar la historia de amor de Anton y Alejandrina y la guardé en el fondo de un cajón de mi escritorio junto a cuentos que nunca puse fin.
 Algunas noches entrada la madrugada cuando la inspiración se niega, recuerdo aquel amor virtual que sólo pidió habitar en mí y que  dejé encerrado en un cuento inacabado.
Muchas noches entrada la madrugada cuando el cansancio me vence, entre mis libros y mis recuerdos, suelo escuchar desde el fondo de un cajón de mi escritorio, el llanto aciago y pertinaz, de un hombre que implora.
Ada Vega - 2013

jueves, 8 de enero de 2015

La casa



—Me voy  —dijo—, y se fue.
 Sin un beso, sin abrazo, sin siquiera una caricia. Un hasta luego. Un adiós.
Y me quedé sola en aquella habitación. Sola. Pensé si al salir se acordaría de  pagar la casa. Terminé de vestirme, descolgué el abrigo del perchero, tomé la cartera y pedí un taxi. Tres minutos,  dijeron. Llegó en dos.
 Subí al taxi, la Piaf cantaba aquel Himno al Amor, de cuando éramos jóvenes, estudiantes, la universidad era un castillo y el otoño caía en hojas secas sobre la ciudad. Entonces el  amor era Dios,  una panacea y el único motivo de vivir.
 Parecía una burla, una incongruencia: “mientras el amor inunde mis mañanas —decía la Piaf— mientras mi cuerpo se estremezca bajo tus manos poco me importan los problemas, mi amor, porque tú  me amas”.
El conductor me observaba por el  espejo retrovisor.
—Qué pasa, le pregunté.
—¿Está sola?
—¿No me ve?
—Creí que había que levantar a alguien.
—Hace tiempo que no levanto a nadie.
—Mm..., contestó, no se enoje, no crea  que es la primera mujer que dejan abandonada por estas latitudes.
—No me diga.
—Le estoy diciendo. Una vez llevé una muchacha que se peleó con el novio y el tipo se fue y la dejó sola.
—¿Y?
—Y nada, él dejó la casa paga y en ese mueble antiguo  que está a la entrada, vio, junto a la lámpara, le dejó el dinero para el taxi.
—¡Qué delicadeza!
—Sí. Otra vez a una señora mayor la dejó el compañero que se fue sin pagar y ella tuvo que dejar la cédula de identidad y la alianza de matrimonio para poder retirarse. A mí me pagó con un dinero que tenía para la feria.
—¿Cómo sabe usted que era el dinero para la feria?
—Porque era de mañana,  día de feria,  y ella andaba con un bolso de hacer mandados.
—Usted tiene mucha imaginación.
—Imaginación no, hace veinte años que manejo un taxi.
—¡Oh! En ese momento recién me di cuenta que no me preguntó a dónde iba, ni yo le avisé. Como no tenía apuro lo dejé seguir y además, por extraña coincidencia mientras conversaba, había tomado el camino que llevaba hacia mi casa.  
—Una vez llevé de ahí a una muchacha rubia muy bonita. Subió al taxi  nerviosa me dio la dirección de su casa y me pidió que la esperara para llevarla al aeropuerto. Mientras tanto me contó que había matado al hombre que estaba con ella.
—¿Y usted?
—Y yo acá, sentado manejando. No sabía qué hacer. Pensé detener el taxi y pedirle que se bajara,  puesto que en mi vida  lo   menos que necesitaba  en ese momento era un problema nuevo. La miré por el espejo y me dio lástima. Era muy joven y estaba llorando.
—¿Y cómo lo mató?
—Eso le pregunté yo, ¿cómo lo mató? Le dije.
—Le pegué cuatro tiros, contestó llorando.
—¡Pobre chica, lloraba  arrepentida!
—Eso también le dije. ¿Está arrepentida?
—No, se apresuró a decirme.
—¿Y por qué llora entonces?
—Porque en el apuro por salir de la habitación, dejé el reloj y los anillos sobre la mesa de luz. ¡Qué rabia!
—¿Y el revólver? le pregunté. Abrió la cartera y sacó el arma.
—Lo  tengo acá, dijo y me apuntó.
—¿Qué hace?, apunte para otro lado, le grité.
—No tiene más balas, contestó,  mientras lo guardaba.
Estaba tan interesante la conversación que no me di cuenta que había detenido el taxi. Pero yo quería saber más: por qué tantos tiros, quién  era el hombre,  qué clase de relación tenían. Qué pasó después, si la llevó al aeropuerto.
Y el taxista seguía contando: el hombre que mató era el novio, hacía tres años que llevaban una  relación, lo mató porque se enteró que era casado y tenía tres hijos. Le pegó cuatro tiros porque eran los que tenía el arma. No, no la llevó al aeropuerto, la joven le dijo que no lo quería comprometer más, que tomaría un coche cualquiera  que pasara libre. Nunca más la vio ni  supo de ella.
—Llegamos, me dijo.
—Yo no vivo acá, vivo dos cuadras  más adelante.
—Su compañero  dijo que la dejara acá.
—¿Cómo?
—Cuando pagó la casa  dejó la dirección y el dinero para el viaje.
—¡Qué delicadeza!
—Sí, parece  un buen tipo.
Mientras me bajaba y saludaba al conductor, en la radio del taxi Charles Aznavour y La Bohème. Y aquel amor de locos. De los veinte años del pintor pobre y la modelo, viviendo del aire en el Montmarte parisino de cuando “Paris era una fiesta”.
 ¡Cómo se repite el amor! Quién no vivió un amor a los veinte años  y creyó que era para siempre. Sin embargo el camino que andaban juntos, un día se dividió en dos y ambos se perdieron por distintas veredas. Luego pasaron veinte, treinta años, y un día, porque sí,  recuerdan aquel amor apasionado  de la juventud que los hizo enfrentar al mundo, por defender lo que estaba destinado a  morir. Y volvieron al lugar del amor en busca de no saben  qué. Y no encontraron nada. Nada. Porque ya no había nada más. Ni las lilas cayendo sobre las ventanas  del atelier, ni el amor de locos, ni la juventud. La juventud…¡la bohemia! "La juventus es una flor, y al fin murió"
—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin un abrazo. Sin un adiós. 

Ada Vega - 2014

viernes, 2 de enero de 2015

La inalterable ruta de los Reyes Magos.


     Creo que a estas alturas los Reyes Magos están un poco desprestigiados. Por equivocarse tanto, digo, por no poner más atención en donde dejan los juguetes. Ellos saben bien que todos los niños esperan regalos, sin embargo parece que eligieran los barrios y las casas por donde pasar. Y así dejan en su trayecto tantos y tantos hogares sin visitar. Barrios enteros donde miles de niños se durmieron de madrugada esperando a los camellos que no llegaron y despertaron por la mañana, acongojados, sin comprender por qué otra vez los Reyes se olvidaron de ellos. Esos mismos Reyes que lograron la inmortalidad por llevarle ofrendas a un niño que nació pobre, tan pobre que vino al mundo en un establo.

Dicen que guiados por una estrella, llegaron desde sus lejanos reinos hasta Belén, la noche del 5 de enero, de hace más de 2000 años, y ese niño que dormía en un pesebre los hizo reyes magos, para toda la eternidad. Por eso cada 5 de enero recorren las casas de todos los niños de la Tierra, ricos y pobres, negros y blancos para dejarles un regalo a cada uno. Esa es su misión.

Aunque a veces creo que han empezado a cansarse de tanto viajar, porque si bien es cierto que trabajan sólo una vez al año, eso de andar hace más de 2000 años cargando bolsas de juguetes para todos los niños del mundo, debe ser un trabajo agobiante. Se han aburguesado. Marcaron una ruta determinada y no se apartan de ella. Y es sabido que en la ruta de los reyes, los pobres quedan al margen. Siempre quedan al margen. Si hace más de 2000 años bajó Dios a la Tierra para ver si podía arreglar el entuerto, y no pudo, ¿qué se van a hacer problema los Reyes? Dígame. Parece que allá arriba no tienen la solución. Tal vez tengamos nosotros que resolver este perjuicio, exigiéndoles a los Señores Reyes igualdad para todos los niños.

En fin, esto no es nuevo, cuando yo era niña sucedía lo mismo. Por mi casa pasaban, pero según decía mi madre ya venían de vuelta. La nuestra, decía, era una de las últimas casas por donde tenían que llegar, por eso nos dejaban lo último que les quedaba. Yo le preguntaba entonces a mi madre por qué un año no hacían el recorrido al revés. Ella me contestaba que esas, eran cosas de Dios. Y ya sabemos que a Dios uno no le puede andar pidiendo explicaciones. Por lo tanto nos conformábamos con lo que nos habían dejado. Porque eso sí, a conformarnos, los pobres, aprendemos de chiquitos.

Me acuerdo que un año yo quería una muñeca con la cabeza de loza. Y mi hermano la pelota de cuero. Como hacía años que se la pedía a los Reyes sin resultado, decidió hacer una carta. Hojas de cuaderno no le habían sobrado. En el papel del almacén no se podía escribir, porque era de estraza y el lápiz no se veía bien, así que fuimos al cuarto donde mamá cosía y buscamos entre las telas que traían las clientas para hacerse los vestidos, alguna envuelta en papel blanco. Encontramos una que decía “CASA SOLER” estaba un poco arrugada, pero del revés estaba bastante bien.. Mi madre al vernos revolver entre sus cosas nos preguntó en qué andábamos, mi hermano le dijo que precisaba un papel para hacer una carta para los Reyes. Mamá nos miró, dejó de coser en la máquina, recortó con la tijera un pedazo de papel con forma de hoja, la planchó con la plancha que siempre tenía a su lado y se la dio a mi hermano.

La carta le quedó preciosa. Con la letra bien parejita. Le puso: “Señores Reyes Magos, yo quiero una pelota de cuero. Vivo en Pedro Giralt 4016.” La dirección se la puso con lápiz de tinta que mojaba en la lengua, para que se viera más y no se fueran a equivocar y la dejaran en la casa de al lado. La lengua le quedó violeta, pero la carta quedó hermosa. Yo le dije que de paso pidiera la muñeca para mí, pero él me dijo que la carta ya estaba pronta y que él era un varón y no iba a andar pidiendo una muñeca, aunque fuera para una hermana. Así que la firmó, le hizo una rúbrica de poeta, y yo les pedí mi muñeca de boca no más.

Esa Noche de Reyes mi hermano dobló la carta en cuatro y la puso bajo la almohada, porque las cartas para los Reyes en esa época se ponían bajo la almohada. Cuando a la mañana siguiente se despertó, en lugar de la pelota, los Reyes le habían dejado un guardapolvo y la moña para la escuela, la cartera, que los varones colgaban al hombro y El Mundo Tal Cual Es. El pobre rezongó un poco y le dijo a mi madre: ¡Yo no sé porqué me dejaron todo esto para la escuela, si total usted cuando empezaran las clases me lo iba a comprar!

Ese día mi hermano rompió relaciones con los Reyes Magos y decidió no volver a pedirles nunca más la pelota de cuero. Se la empezó a pedir a mamá que, asumiendo el compromiso, vaya a saber que dejó de pagar o de comprar para que mi hermano se despertara un mes antes de empezar las clases, con la flamante pelota durmiendo sobre su almohada.

Y a mí me dejaron la muñeca. Una muñeca linda, linda, vestida de Dama antigua con capelina y todo, que yo amé como se puede amar, cuando se tienen cinco años y una muñeca de loza. Que me duró quince días. Una amiga jugando, me la rompió sin querer. Nunca pude olvidarme del dolor que sentí al ver mi muñeca rota. No me animaba a levantarla del suelo. Al fin la tomé en mis brazos y fui corriendo a llevársela a mi madre. Lloré tanto que me dolía el pecho, mi madre me sentó en la falda y trató de consolarme diciendo que le iba a hacer una cabeza de trapo bien linda. Yo no quería que se la hiciera, ¿cómo iba a tener un vestido tan lindo y una capelina, una muñeca con cabeza de trapo?

Pero mi mamá se la hizo y le quedó bastante bien. Le puso unos ojos grandotes con dos botones negros, una boca roja como un pimpollo y con lana negra le hizo dos trenzas. Parecía una gaucha vestida de Dama Antigua. Mi mamá la bautizó con sal y agua de la canilla y yo la llamé Nené, y para festejar el bautismo invitamos a mis amigas y mamá nos sirvió chocolate con galletitas María. Y desde ese día Nené y yo fuimos inseparables. Con el tiempo perdió la capelina y se le estropeó el vestido, pero mamá le hizo varios conjuntos, que yo le cambiaba según la ocasión.

Un par de años después le pedí a los Reyes un Malcriado, un bebe de celuloide vestido de marinero que había visto en un bazar. Los Reyes ese año me dejaron ropa y zapatos. Debe haber sido porque la carta no me quedó muy bien. La hice apurada en una hoja de doble raya que arranqué del cuaderno de caligrafía. De todos modos el caso fue que nunca, mi hermano y yo, logramos entendernos con los benditos Reyes Magos. Tuvieron que pasar veinte años para que al fin Dios me mandara una muñeca, y otros años más para la llegada del Malcriado, prodigios de amor, con quienes estrené mis dotes de mamá de verdad en este difícil juego de vivir.

Y en eso estamos. Por eso y porque nunca debemos dejar de soñar, hay que esperar y tener fe. Tal vez un día podamos, entre todos, alterar la ruta de los Reyes Magos.

AdaVega - 1996