I
Ada Vega –
2014 - El 30 de julio de 1934 quedó para siempre impreso en mi memoria.
El 30 de julio de 1934 quedó
para siempre impreso en mi memoria.
Aquel día de invierno de cielo translúcido, sin
nubes, ni el viento que suele azotar la ciudad de Montevideo, vi
al Graf Zeppelin al regreso de Buenos Aires, sobrevolar mi casa en la Villa del Cerro.
Entonces la Villa era apenas un cerro
agreste con algunas viviendas y comercios
sobre la calle Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros,
frigoríficos e industrias del ramo
cárnico.
Mi casa se encontraba en lo alto del
Cerro. Sólo el faro cuya construcción en la cumbre había sido dispuesta por la corona española, cien años atrás, y la fortaleza,
construida por los portugueses, la superaban en altura.
En 1834 el gobierno de la
época otorgó el permiso para crear una población con el nombre de Villa
Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los miles de inmigrantes que llegaban de
Europa, adoptando luego el nombre de Villa del Cerro.
Mi padre, que había sido peón en
una estancia cimarrona del interior del país, se radicó en Montevideo cuando la
estancia fue vendida a una familia de
Estados Unidos con capitales en el
Frigorífico Swift, quienes a su vez le
dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de la
Villa y se casó con una joven vecina descendiente de
lituanos, quién luego sería mi madre.
II
En el año del Zeppelin
comencé la escuela. Crecí recorriendo el cerro. Fui un adolescente curioso, andariego
y medio brujo. Puntual visitante de la fortaleza y testigo natural del
crecimiento vertiginoso de la ciudad-
puerto, que se extendía a los pies del monte.
Desde mi atalaya observaba la entrada y salida de los
barcos y lanchones al puerto de
Montevideo; la llegada de los troperos desde el interior del país arreando ganado
para los frigoríficos; observaba el movimiento de camiones en La
Teja en los comienzos de la instalación de ANCAP y las
chimeneas humeantes de las distintas
fábricas de toda aquella zona industrial.
Solitario y hosco me crié entre los
pájaros de los montes, la pasión de recorrer las playas y la costumbre de
rezarle al sol. Incansable caminador bajaba hasta la costa y recorría la cadena
de playas que se extendía interminable hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba
ocultos bajo un árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas,
cuchillos herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera
carcomida, con un cristo claveteado de plata de ley.
Recogía objetos que las olas
dejaban sobre la arena, de barcos
naufragados del tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal;
pedazos de tazas y platos de loza
pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
Me cautivaba en los atardeceres, observar la entrada del astro rey en el mar, y contemplar en las noches, de espalda sobre la
gramilla, el paso de la luna y su séquito de estrellas.
Criado en aquel otero cerril
de animales montaraces y montes silvestres, conversaba con los animales del
monte y también con los que se criaban en las chacras.
Revolucionario y justiciero de
alma, conocedor del destino de las aves de corral, solía reunir a las gallinas
para disertar sobre el tema de ir a
parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el
día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de
perder peso e intentar vuelos cortos, a
fin de volar un día como las garzas y
las cigüeñas que cada primavera llegaban
por miles a empollar en las riveras del Río de La Plata. Pero las
gallinas fueron desde siempre muy
haraganas, de modo que me escuchaban sin interés y se iban una tras otra pues se venía el atardecer
y había que ir acomodándose en el palo del gallinero.
Un día, Pedro, un gallo viejo de la familia D’Amore que
tenían una quinta detrás del Cerro,
cerca del Campo de Golf, me dijo
que no gastara pólvora en chimango y dejara a las gallinas vivir su vida. Que
las pobres no habían nacido para volar —puntualizó—, que ellas estaban conformes con su destino. No
necesitaban emigrar pues todo lo que necesitaban lo encontraban en el gallinero: dormían bajo
techo, recibían comida diaria sin
necesidad de andar buscando por ahí, se
acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto dejé la cátedra revolucionaria de lado y
seguí haciendo nada, mientras recorría la costa y me bañaba en las aguas del
río, entre las lisas plateadas que alegres y confiadas saltaban a mí alrededor.
III
Aquel día de julio, al descubrir
en el cielo el dirigible alemán, lo primero que
se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi padre, que había salido de la casa para ver
el pasaje de la nave, quien gritó a tiempo que me detuviera, pues podía dar en el blanco — dijo—, y hacerle un boquete que lo desinflaría
forzándolo a aterrizar sobre el almácigo
de cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo
emparcharan, mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por
cuánto tiempo deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los
vecinos.
De todos modos yo estaba
empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del globo,
no podía creer que, como decía mi padre, dentro de la nave hubiese gente de paseo por el mundo. Por lo tanto quedé
refunfuñando mientras el Zeppelin sobrevolaba la bahía y el puerto, para
perderse más allá del Centro de
Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta de Buenos Aires.
Me quedó una ojeriza que nunca
pude ocultar. Esperé por años volver a ver el dirigible pues, si había venido una vez —le decía a mi padre—
lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que
atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el aeropuerto junto al Nacional de Regatas.
Estaba convencido de que el globo con
forma de cañón, volvería un día brillando al sol como aquel 30 de julio.
Mi espera fue en vano. El Graf
Zeppelin, orgullo de la
Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo entonces, seis
años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los alemanes para
utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
El avistamiento del
dirigible pautó en mí el principio de
una vida plagada de aventuras sin salir
de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo
para convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad
cosmopolita, con una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
El pasaje del Zeppelin, me dio a conocer la
existencia de otro mundo más allá del Río de la Plata , más allá del horizonte donde cada atardecer veía ocultarse
el sol.
En mis correrías de niño,
la curiosidad me llevó a visitar las casas de los vecinos que
poco apoco iban poblando las laderas de la villa. Familias recién llegadas que no hablaban como nosotros, y se comunicaban con señas. Personas venidas
de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar español y
comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y costumbres
fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que enriquecieron mi mente
y le abrieron caminos a mi imaginación.
IV
Un verano a la villa se
mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y tres niñas. El hombre usaba babuchas y
zapatos con las puntas hacia arriba. Las niñas andaban de vestidos largos y pañoletas
que les cubrían la cabeza. Al principio tuvieron problemas porque las más
pequeñas debían ir a la escuela, pero no
con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la mañana se
vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos largos y
sus pañoletas.
Cuando llegaron al barrio hice
amistad con la familia y así me enteré que la hermana mayor había dejado un
novio en Tabuk, que prometió venir a buscarla para formalizar el matrimonio.
Los padres de la joven no estaban de
acuerdo y esperaban que los dos olvidaran aquel amor.
Pasó el tiempo, y una de esas
noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo y reflujo de las olas, observé que volando
sobre el mar se acercaba algo semejante a un pájaro enorme con las
alas extendidas. No era un pájaro, al
aproximarse comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra
aterrizó junto a la casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y
capa con pedrerías, ayudó a la hermana
de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron bajo el cielo
y sobre el mar sin dejar rastro.
Aunque me pareció extraño no me
llamó la atención, ya sabía que
desde el cielo a parte de la lluvia, se podía
ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que
pareciera. Al otro día, pese a que los
padres estaban desesperados buscando a la joven, no dí información sobre lo que había visto. Un
tiempo después, ya casada, la joven volvió a su casa del Cerro a ver a sus
padres y contó cómo su prometido había
venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les
costó creer, pues si bien las alfombras
mágicas eran conocidas surcando los cielos de Arabia, nunca supo nadie de que
en Uruguay se usara esa modalidad
habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se podía viajar sentado, sin que a uno lo
despeinara el viento.
VI
La cadena de playas que se
extienden más allá del Cerro se encontraba en aquellos días cerrada de montes enmarañados. En esos montes a orillas de la playa, de la
caza y de la pesca, vivía Athan un viejo
asceta que según él mismo contaba, llevaba tantos años vividos que
había perdido la cuenta. Habitaba esos montes —decía—, desde antes de la llegada de los españoles y antes de que
los charrúa bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me había
hecho amigo del viejo que entre idas y venidas
me contaba historias sorprendentes.
Cierto atardecer, sentados en la arena,
mientras preparaba las redes que tiraba
al anochecer, me contó que en la época
de las colonias, muchos barcos cargados
de monedas y oro del Perú, quedaron
atascados en los arrecifes y se hundieron, llevándose con ellos sus tripulaciones. Me contó también
que durante años, en las noches de
tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto los espíritus
de viejos marinos que, cargando picos y palas, surgían del mar, atravesaban la arena y se internaban en los montes en busca de los
tesoros que alguna vez enterraron. Llegaban
en noches sin luna y regresaban al mar,
antes de que el sol despuntara.
VII
Un diciembre, cinco años después del
pasaje del Graf Zeppelin, volví a ver la
esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de
Montevideo.
Fue en los inicios de la segunda Guerra Mundial,
cuando el acorazado alemán Graf Spee, se
enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río de la Plata ,
El Graf
Spee, que había zarpado de Alemania
en agosto de 1929, llevaba hundidos
nueve barcos mercantes cuando se dirigió a las cercanías del Río de la Plata para atacar a los
barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron
torpedos antes de alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se
dirigió al puerto de Montevideo a fin de reparar los daños.
El gobierno uruguayo le dio
un plazo de 72 horas. Mientras el Graf
Spee era reparado, su capitán enterró a sus
muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital
Británico y los más embarcaron en el Tacoma, barco mercante alemán, que
escoltó al "acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el
límite internacional. Allí, el Admiral Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el
Cerro de Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de
explosivos.
Durante 3 días, desde la
fortaleza del Cerro, vi arder a quien fuera considerado el más moderno
buque pesado de la Alemania Nazi.
VIII
Poco tiempo después de
la batalla del Río de la Plata ,
la familia D’Amore vendió la quinta y se
fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y sabio que me enseñó tantas
cosas de la vida. Era un gallo con una
cresta grande y roja, un manto de plumas
doradas sobre su plumaje colorado, y una
cola de plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras, que brillaban tornasoladas al sol.
Cuando lo dejé de ver tendría 8 ó 9 años, no viven mucho más. Emitía un
canto puro y potente. Cantaba al
amanecer, al mediodía, al atardecer y a media noche. Él iniciaba el canto en el
Cerro al amanecer y al atardecer, los gallos de los alrededores le contestaban uno a
uno, pero ninguno cantaba con su potencia y musicalidad.
El gallinero de la quinta de
los D’amore, tenía un techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí
se subía a cantar. Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el
gallinero y conversábamos bajo los árboles del monte.
Siempre supe, que mucho de lo
que me contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar
historias, de todos modos era agradable escucharlo.
Cuando empecé el liceo, mis
compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y
además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a
Pedro y me dijo que llevara hojillas y tabaco que él me iba a enseñar. Así que un día llevé
tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y tragar
el humo, le expliqué que no sabía tragar el humo, opinó que tenía
que aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
Me llevó un tiempo aprender a
tragar el humo,, mientras tanto le
pregunté un día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando
joven, pero que había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le
enronquecía el canto.
IX
Cuando en el 45 terminó la
guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes, los sirios, los lituanos,
los armenios, los griegos , los italianos y los gallegos. Durante varios días el Cerro se vistió de fiesta. En esos día me enteré que la familia D’Amore,
había vendido la chacra y se había mudado para Lezica. Fui corriendo a ver a
Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni gallinas ni vi a Pedro nunca
más.
Por mucho tiempo desde mi casa
escuché su canto cuatro veces al día, aunque mi padre decía que el que cantaba sería otro
gallo. Que era imposible que en el
Cerro, se pudiera escuchar a un gallo
cantando en Lezica. De modo que llegué a pensar que tal vez estuviera en los
montes junto a la playa. Varias veces salí a buscarlo y a pesar de que nunca lo encontré, por mucho tiempo su canto llegó a mis oídos.
X
Años después de avistamiento del Zeppelin, por las calles del Cerro
conocí al Dios Verde, un solitario
predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo y apoyado en un cayado
recorrió por años todo el Uruguay
predicando por la salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle
Viacaba me encontré con el místico que disertaba con una Biblia en la mano.
Después, ya anochecido, subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un
antiguo cañón, que apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación
del alma, de los pecados de los hombres,
de que, previo arrepentimiento,
Dios perdona. Y me aseguró también, que
el Cerro de Montevideo, es un volcán
dormido.
XI
En los tiempos del Zeppelin, al norte del Cerro, donde en aquellos años
existían grandes extensiones de campos y montes silvestres, se fueron
construyendo chacras y casas de campo. En el año 1948, la hija de una de esas
familias se casó en la Parroquia Santa
María del Cerro, con un marino del Graf Spee.
El día aquél de la batalla,
cuando el capitán bajó a tierra a los heridos, dos hermanos se ocultaron y
lograron perderse entre las calles de la Villa. Uno de ellos estaba herido, de modo que
varios vecinos les prestaron ayuda, los albergaron hasta que el joven se recuperó y
les consiguieron alojamiento con una
familia libanesa que tenía una chacra al norte de Cerro. Allí se
quedaron, trabajaron y formaron sus familias los dos hermanos, y nunca se
fueron de Uruguay. Por las laderas del Cerro, en estos días, aún viven sus descendientes.
Ochenta años después del pasaje del Graf Zeppelin
sobre Montevideo, pienso que somos
hijos de un país cosmopolita, bajo cuya bandera no todos nacimos, pero donde
sobre el mismo suelo, somos todos hermanos.
Ochenta años después,
recostado a la Fortaleza ,
de espaldas a la Bahía
y a la Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el
horizonte.
Solo, en la cima del Cerro, mientras mi memoria arrea los recuerdos,
pienso en mi padre y, por si acaso, sigo escudriñando el cielo.
Aquel día de invierno de cielo translúcido, sin nubes, ni el viento que suele azotar la ciudad de Montevideo, vi al Graf Zeppelin al regreso de Buenos Aires, sobrevolar mi casa en la Villa del Cerro.
Entonces la Villa era apenas un cerro agreste con algunas viviendas y comercios sobre la calle Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros, frigoríficos e industrias del ramo cárnico.
Mi casa se encontraba en lo alto del Cerro. Sólo el faro cuya construcción en la cumbre había sido dispuesta por la corona española, cien años atrás, y la fortaleza, construida por los portugueses, la superaban en altura.
En 1834 el gobierno de la época otorgó el permiso para crear una población con el nombre de Villa Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los miles de inmigrantes que llegaban de Europa, adoptando luego el nombre de Villa del Cerro.
Mi padre, que había sido peón en una estancia cimarrona del interior del país, se radicó en Montevideo cuando la estancia fue vendida a una familia de Estados Unidos con capitales en el Frigorífico Swift, quienes a su vez le dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de la Villa y se casó con una joven vecina descendiente de lituanos, quién luego sería mi madre.
II
En el año del Zeppelin comencé la escuela. Crecí recorriendo el cerro. Fui un adolescente curioso, andariego y medio brujo. Puntual visitante de la fortaleza y testigo natural del crecimiento vertiginoso de la ciudad- puerto, que se extendía a los pies del monte.
Desde mi atalaya observaba la entrada y salida de los barcos y lanchones al puerto de Montevideo; la llegada de los troperos desde el interior del país arreando ganado para los frigoríficos; observaba el movimiento de camiones en La Teja en los comienzos de la instalación de ANCAP y las chimeneas humeantes de las distintas fábricas de toda aquella zona industrial.
Solitario y hosco me crié entre los pájaros de los montes, la pasión de recorrer las playas y la costumbre de rezarle al sol. Incansable caminador bajaba hasta la costa y recorría la cadena de playas que se extendía interminable hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba ocultos bajo un árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas, cuchillos herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera carcomida, con un cristo claveteado de plata de ley.
Recogía objetos que las olas dejaban sobre la arena, de barcos naufragados del tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal; pedazos de tazas y platos de loza pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
Me cautivaba en los atardeceres, observar la entrada del astro rey en el mar, y contemplar en las noches, de espalda sobre la gramilla, el paso de la luna y su séquito de estrellas.
Criado en aquel otero cerril de animales montaraces y montes silvestres, conversaba con los animales del monte y también con los que se criaban en las chacras.
Revolucionario y justiciero de alma, conocedor del destino de las aves de corral, solía reunir a las gallinas para disertar sobre el tema de ir a parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de perder peso e intentar vuelos cortos, a fin de volar un día como las garzas y las cigüeñas que cada primavera llegaban por miles a empollar en las riveras del Río de La Plata. Pero las gallinas fueron desde siempre muy haraganas, de modo que me escuchaban sin interés y se iban una tras otra pues se venía el atardecer y había que ir acomodándose en el palo del gallinero.
Un día, Pedro, un gallo viejo de la familia D’Amore que tenían una quinta detrás del Cerro, cerca del Campo de Golf, me dijo que no gastara pólvora en chimango y dejara a las gallinas vivir su vida. Que las pobres no habían nacido para volar —puntualizó—, que ellas estaban conformes con su destino. No necesitaban emigrar pues todo lo que necesitaban lo encontraban en el gallinero: dormían bajo techo, recibían comida diaria sin necesidad de andar buscando por ahí, se acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto dejé la cátedra revolucionaria de lado y seguí haciendo nada, mientras recorría la costa y me bañaba en las aguas del río, entre las lisas plateadas que alegres y confiadas saltaban a mí alrededor.
III
Aquel día de julio, al descubrir en el cielo el dirigible alemán, lo primero que se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi padre, que había salido de la casa para ver el pasaje de la nave, quien gritó a tiempo que me detuviera, pues podía dar en el blanco — dijo—, y hacerle un boquete que lo desinflaría forzándolo a aterrizar sobre el almácigo de cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo emparcharan, mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por cuánto tiempo deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los vecinos.
De todos modos yo estaba empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del globo, no podía creer que, como decía mi padre, dentro de la nave hubiese gente de paseo por el mundo. Por lo tanto quedé refunfuñando mientras el Zeppelin sobrevolaba la bahía y el puerto, para perderse más allá del Centro de Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta de Buenos Aires.
Me quedó una ojeriza que nunca pude ocultar. Esperé por años volver a ver el dirigible pues, si había venido una vez —le decía a mi padre— lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el aeropuerto junto al Nacional de Regatas. Estaba convencido de que el globo con forma de cañón, volvería un día brillando al sol como aquel 30 de julio.
Mi espera fue en vano. El Graf Zeppelin, orgullo de la Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo entonces, seis años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los alemanes para utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
El avistamiento del dirigible pautó en mí el principio de una vida plagada de aventuras sin salir de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo para convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad cosmopolita, con una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
El pasaje del Zeppelin, me dio a conocer la existencia de otro mundo más allá del Río de la Plata , más allá del horizonte donde cada atardecer veía ocultarse el sol.
En mis correrías de niño, la curiosidad me llevó a visitar las casas de los vecinos que poco apoco iban poblando las laderas de la villa. Familias recién llegadas que no hablaban como nosotros, y se comunicaban con señas. Personas venidas de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar español y comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y costumbres fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que enriquecieron mi mente y le abrieron caminos a mi imaginación.
IV
Un verano a la villa se mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y tres niñas. El hombre usaba babuchas y zapatos con las puntas hacia arriba. Las niñas andaban de vestidos largos y pañoletas que les cubrían la cabeza. Al principio tuvieron problemas porque las más pequeñas debían ir a la escuela, pero no con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la mañana se vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos largos y sus pañoletas.
Cuando llegaron al barrio hice amistad con la familia y así me enteré que la hermana mayor había dejado un novio en Tabuk, que prometió venir a buscarla para formalizar el matrimonio. Los padres de la joven no estaban de acuerdo y esperaban que los dos olvidaran aquel amor.
Pasó el tiempo, y una de esas noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo y reflujo de las olas, observé que volando sobre el mar se acercaba algo semejante a un pájaro enorme con las alas extendidas. No era un pájaro, al aproximarse comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra aterrizó junto a la casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y capa con pedrerías, ayudó a la hermana de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron bajo el cielo y sobre el mar sin dejar rastro.
Aunque me pareció extraño no me llamó la atención, ya sabía que desde el cielo a parte de la lluvia, se podía ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que pareciera. Al otro día, pese a que los padres estaban desesperados buscando a la joven, no dí información sobre lo que había visto. Un tiempo después, ya casada, la joven volvió a su casa del Cerro a ver a sus padres y contó cómo su prometido había venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les costó creer, pues si bien las alfombras mágicas eran conocidas surcando los cielos de Arabia, nunca supo nadie de que en Uruguay se usara esa modalidad habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se podía viajar sentado, sin que a uno lo despeinara el viento.
VI
La cadena de playas que se extienden más allá del Cerro se encontraba en aquellos días cerrada de montes enmarañados. En esos montes a orillas de la playa, de la caza y de la pesca, vivía Athan un viejo asceta que según él mismo contaba, llevaba tantos años vividos que había perdido la cuenta. Habitaba esos montes —decía—, desde antes de la llegada de los españoles y antes de que los charrúa bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me había hecho amigo del viejo que entre idas y venidas me contaba historias sorprendentes.
Cierto atardecer, sentados en la arena, mientras preparaba las redes que tiraba al anochecer, me contó que en la época de las colonias, muchos barcos cargados de monedas y oro del Perú, quedaron atascados en los arrecifes y se hundieron, llevándose con ellos sus tripulaciones. Me contó también que durante años, en las noches de tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto los espíritus de viejos marinos que, cargando picos y palas, surgían del mar, atravesaban la arena y se internaban en los montes en busca de los tesoros que alguna vez enterraron. Llegaban en noches sin luna y regresaban al mar, antes de que el sol despuntara.
VII
Un diciembre, cinco años después del pasaje del Graf Zeppelin, volví a ver la esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de Montevideo.
Fue en los inicios de la segunda Guerra Mundial, cuando el acorazado alemán Graf Spee, se enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río de la Plata ,
El Graf Spee, que había zarpado de Alemania en agosto de 1929, llevaba hundidos nueve barcos mercantes cuando se dirigió a las cercanías del Río de la Plata para atacar a los barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron torpedos antes de alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se dirigió al puerto de Montevideo a fin de reparar los daños.
El gobierno uruguayo le dio un plazo de 72 horas. Mientras el Graf Spee era reparado, su capitán enterró a sus muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital Británico y los más embarcaron en el Tacoma, barco mercante alemán, que escoltó al "acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el límite internacional. Allí, el Admiral Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el Cerro de Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de explosivos.
Durante 3 días, desde la fortaleza del Cerro, vi arder a quien fuera considerado el más moderno buque pesado de la Alemania Nazi.
VIII
Poco tiempo después de la batalla del Río de la Plata , la familia D’Amore vendió la quinta y se fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y sabio que me enseñó tantas cosas de la vida. Era un gallo con una cresta grande y roja, un manto de plumas doradas sobre su plumaje colorado, y una cola de plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras, que brillaban tornasoladas al sol.
Cuando lo dejé de ver tendría 8 ó 9 años, no viven mucho más. Emitía un canto puro y potente. Cantaba al amanecer, al mediodía, al atardecer y a media noche. Él iniciaba el canto en el Cerro al amanecer y al atardecer, los gallos de los alrededores le contestaban uno a uno, pero ninguno cantaba con su potencia y musicalidad.
El gallinero de la quinta de los D’amore, tenía un techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí se subía a cantar. Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el gallinero y conversábamos bajo los árboles del monte.
Siempre supe, que mucho de lo que me contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar historias, de todos modos era agradable escucharlo.
Cuando empecé el liceo, mis compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a Pedro y me dijo que llevara hojillas y tabaco que él me iba a enseñar. Así que un día llevé tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y tragar el humo, le expliqué que no sabía tragar el humo, opinó que tenía que aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
Me llevó un tiempo aprender a tragar el humo,, mientras tanto le pregunté un día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando joven, pero que había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le enronquecía el canto.
IX
Cuando en el 45 terminó la guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes, los sirios, los lituanos, los armenios, los griegos , los italianos y los gallegos. Durante varios días el Cerro se vistió de fiesta. En esos día me enteré que la familia D’Amore, había vendido la chacra y se había mudado para Lezica. Fui corriendo a ver a Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni gallinas ni vi a Pedro nunca más.
Por mucho tiempo desde mi casa escuché su canto cuatro veces al día, aunque mi padre decía que el que cantaba sería otro gallo. Que era imposible que en el Cerro, se pudiera escuchar a un gallo cantando en Lezica. De modo que llegué a pensar que tal vez estuviera en los montes junto a la playa. Varias veces salí a buscarlo y a pesar de que nunca lo encontré, por mucho tiempo su canto llegó a mis oídos.
X
Años después de avistamiento del Zeppelin, por las calles del Cerro conocí al Dios Verde, un solitario predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo y apoyado en un cayado recorrió por años todo el Uruguay predicando por la salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle Viacaba me encontré con el místico que disertaba con una Biblia en la mano. Después, ya anochecido, subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un antiguo cañón, que apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación del alma, de los pecados de los hombres, de que, previo arrepentimiento, Dios perdona. Y me aseguró también, que el Cerro de Montevideo, es un volcán dormido.
XI
En los tiempos del Zeppelin, al norte del Cerro, donde en aquellos años existían grandes extensiones de campos y montes silvestres, se fueron construyendo chacras y casas de campo. En el año 1948, la hija de una de esas familias se casó en la Parroquia Santa María del Cerro, con un marino del Graf Spee.
El día aquél de la batalla, cuando el capitán bajó a tierra a los heridos, dos hermanos se ocultaron y lograron perderse entre las calles de la Villa. Uno de ellos estaba herido, de modo que varios vecinos les prestaron ayuda, los albergaron hasta que el joven se recuperó y les consiguieron alojamiento con una familia libanesa que tenía una chacra al norte de Cerro. Allí se quedaron, trabajaron y formaron sus familias los dos hermanos, y nunca se fueron de Uruguay. Por las laderas del Cerro, en estos días, aún viven sus descendientes.
Ochenta años después del pasaje del Graf Zeppelin sobre Montevideo, pienso que somos hijos de un país cosmopolita, bajo cuya bandera no todos nacimos, pero donde sobre el mismo suelo, somos todos hermanos.
Ochenta años después, recostado a la Fortaleza , de espaldas a la Bahía y a la Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el horizonte.
Solo, en la cima del Cerro, mientras mi memoria arrea los recuerdos, pienso en mi padre y, por si acaso, sigo escudriñando el cielo.
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