Domingo por la tarde. Paseo sola por el centro de Madrid. Bordeo
hacia el sur el barrio Recoletos y observo sus monumentos, antiguos palacios,
plazas y comercios y no tardo en tener la convicción de que, como dicen, Madrid
es una de las ciudades más hermosas de Europa.
A
la altura de La Puerta
del Sol, siento que comienza a atardecer en Madrid. Los cafés, piano bar,
restaurantes y puestos de flores circundan la plaza de la media luna que se
encuentra a esta hora abarrotada de visitantes. Desde hace unos años, cada vez
que camino estas veredas, me detengo ante sus comercios, observo sus cafés y entonces dejo que a
través de los recuerdos, llegue a mi memoria la imagen de
aquel viejo bar de la recova del Palacio Salvo de Montevideo con el
mismo nombre: La Puerta
del Sol.
Cuando
ya la noche se ha extendido, abandono la plaza y camino por la peatonal de la
calle Arenal, hasta conseguir un taxi que me
lleve hasta mi casa en Carabanchel. El hombre del volante va silbando un
vals que me trae recuerdos. Lo conozco, conozco esa música. Quiero recordar el
nombre. Si cantara en lugar de silbar la letra me lo diría. Pero el hombre silba,
silba muy bajo. El taxista debe ser uruguayo o argentino. Los españoles no
tienen por costumbre silbar una canción y los emigrantes no son tan afines a
nuestra música.
—Por acá está bien —le digo al llegar al barrio de Buenavista.
—Se va diciembre con mucho frío — comenta él
mientras le pago.
—¡Feliz año! —me grita antes de arrancar.
Es uruguayo. Le sonrío y le agradezco con la
mano desde la vereda. Me deja en la puerta de mi casa. ¡Flor de lino! Flor de
lino era el vals que silbaba: “Deshojaba noches esperando en vano que le diera
un beso, pero yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo. Flor de lino
que raro destino, truncaba un camino de linos en flor…”
Es
cierto —me digo— se vino el invierno.
II
Entro al edificio de apartamentos
y subo al quinto piso. El apartamento está oscuro y frío. Enciendo la
calefacción y también todas las lámparas. Es una vieja costumbre. De noche
necesito la compañía de las lámparas encendidas.
Mientras
tanto, en Montevideo es verano. La rambla, las playas, el Centro, la noche. Las
noches de verano, los cines, los teatros, los cafés. La Puerta el Sol. Y yo. Yo
esperándote siempre en la misma mesa, junto a la ventana, para verte llegar y
tomar juntos un café. Después me acompañabas, salíamos
abrazados hasta la parada del ómnibus. Yo me iba y tú te quedabas.
Por
entonces estaba empleada en las oficinas de la compañía
marítima Dodero. Salía a las 17 y 30 y todos los días iba al bar a esperarte.
El mozo me conocía, se llamaba Julio y trataba siempre de reservarme la mesa. Él
siguió nuestro romance hasta el final. La primera vez que
volví a Montevideo pasé para ver si lo veía, pero me dijeron que se
había ido. Unos años después, el bar ya no existía. Nos conocimos en la calle,
caminando por la vereda. Una tarde nos cruzamos, me miraste, te miré. Diste
vuelta. Te puedo acompañar, me dijiste. Durante mucho tiempo me
acompañaste y te acompañé. Tuvimos sueños, pero a muy largo plazo. El tiempo
corría y yo no lograba dominar mi impaciencia. Tú no me entendías. Yo quería
vivir contigo, dormir juntos. No quise esperar más. Y una tarde, ansiosa por
vivir, aunque te amaba, te dejé. Sentía que contigo, los años se me iban. Se me
iban.
III
Es temprano para irme a dormir, querría comer
algo antes. Juanita debe haber dejado alguna tarta preparada. Comeré un trozo
con un té caliente. Mañana haré lo posible por comunicarme con Carmen, quiero
saber si al fin, este año, podremos pasar juntas la Navidad. Este
apartamento es muy grande para mi sola. Cuando la abuela murió le dije a mamá
que viniese a vivir conmigo. Nunca quiso venir. Nunca quiso dejar aquella vieja
casa.
IV
En
aquellos años vivía con mi madre y mi abuela en una casa con puerta
de roble a la calle, cancel de dos hojas y patio con claraboya. Una
casa antigua que mi padre le comprara a mi madre después de diez
años de casados, y que nos dejó al morir, cuando yo aún iba a la escuela. Una
casa que de pronto un día comenzó a ahogarme. Me deprimía llegar a mi casa y
encontrar a mi madre de delantal, en pantuflas, con el cabello apenas prendido
con ondulines, terminando la cena mientras ponía la mesa para ella y para mí.
Cantando. Mi madre cantaba todo el día.
Reía. Todas las noches tenía algo para contarme. Era feliz. Yo no entendía como
podía ser tan feliz. Siempre encerrada en aquella casa antigua con mi abuela en
silla de ruedas y la mente perdida en ninguna parte. No nos conocía. Creía que
yo era su hija y que mamá era su hermana. Mi madre le daba de comer en la boca,
pero ella nunca quería comer. Mi madre le hablaba y le hablaba y le metía
cucharadas en la boca de unos ensopados con verduras y carne
picada porque no quería masticar.
Dos por tres se enojaba y escupía la comida. Y mamá con una santa
paciencia limpiaba lo que la abuela ensuciaba y volvía a darle de comer. Le
hacía flanes de crema porque a la abuela le gustaban y era la única manera de
hacerle tomar leche. ¿Cómo podía mi madre ser feliz? Yo no estaba nunca, y
cuando llegaba a la noche, venía siempre de mal humor y terminaba
peleando con ella y me iba a dormir sin darle un beso a la abuela.
V
El
apartamento es grande y cómodo. Lo compró Luis cuando nació Carmen. Antes
vivíamos en uno de dos ambientes en el barrio El Viso, en Chamartín, pero
resultaba chico para criar un bebé. A Luis lo conocí en la oficina donde
trabajábamos. Tenía un cargo importante. Era mayor que yo y estaba enamorado de
mí. Me lo dijo varias veces, pero yo estaba de novia y muy enamorada de Pablo.
Un día recibió una propuesta de trabajo muy interesante y decidió aceptar.
Era en España.
En aquel momento me dijo de venirme con
él a Madrid, pero no le contesté. A los seis meses fue a buscarme.
Un año después, casada y con mi hija recién nacida, volví a Montevideo a ver a
mi madre y a mi abuela. A Pablo no lo volví a ver. El día que decidí dejar con
él se lo dije sin rodeos. Mi tiempo se había agotado. Que siguiera él por su
camino que yo seguiría por el mío. Ya
estaba decidida, no volvería atrás. Luis me amó de verdad, fue un buen esposo y
un buen padre. Fueron más de treinta años juntos, hasta que falleció hace cinco
años.
Parece
absurdo, pero cuando el pasado me asalta recuerdo a Pablo y me veo
siempre esperándolo, sentada en la mesa de La Puerta del Sol, aquel bar
que existió una vez, hace muchos años en la esquina señorial del Palacio Salvo,
en el corazón de Montevideo.
Ada Vega - 2009
Ada Vega - 2009
Un gusto visitarte.Muy interesante.
ResponderEliminarMe gusto el cuento ,tan real como mis sue~os.
ResponderEliminarGracias, Darwin, preciosas tus fotos de la República Dominicana! ¡Abrazo!.
ResponderEliminarGracias Anahí por tu lectura y comunicación, abrazo!
ResponderEliminarLas escrituras que dan mucho ,esas son las tuyas ,me encantan y comparto si.
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