Ese año, una primavera anticipada se anunciaba en los jardines y en los árboles de las veredas.
Los niños llenaban las plazas y el
viento de septiembre elevaba las cometas madrugadoras que coleaban bajo el sol.
Delia en su casa trataba de controlar la preocupación que hacía unos días
la atormentaba, debido a la salud de su
esposo que, al parecer, se iba
deteriorando día a día. Hacía un tiempo que Julián no se sentía bien. Se le
notaba en la cara y en el genio. Él había sido siempre un muchacho
dispuesto, de buen carácter. Sin
embargo, últimamente se lo veía molesto, nervioso, distanciado de su familia y
sus afectos. No se sentía bien. Él mismo lo decía. Que estaba enfermo, le
repetía a su mujer. Que no iba a vivir mucho tiempo más. Y se iba como apagando.
—Tienes que ver un médico —le decía Delia—, tú no puedes diagnosticarte. Si sigues inventándote
dolores y malestares vas a enfermarte de verdad.
Delia trataba de minimizar la postura de su marido ante una eventual
enfermedad, a fin de que el hombre no se preocupara más de lo que estaba.
De todas maneras él insistía:
—Yo me conozco, si te digo que no
me siento bien por algo te lo digo, el médico no va a saber más que yo. A mí se
me terminó el tiempo. ¡Ya vas a ver!
Y la pobre sufría, callada, tratando de ocultar su angustia.
—Pide que te adelanten la licencia y vete unos días al campo a ver a tus
hermanos. Descansa, estás muy estresado.
Estaba convencida de que el
malestar de Julián era debido al cansancio, al excesivo trabajo, a sentirse
presionado ante la responsabilidad de la casa, de los hijos ¡de ella misma! Su
marido se exigía demasiado.
Una mañana cuando Julián salía para el trabajo creyó verlo de mal color.
Se acercó a la ventana y lo vio marchar encorvado, con la cabeza baja. Mordía
las lágrimas mientras preparaba el desayuno de los niños que iban a la escuela.
El más pequeño dormía en la cuna.
Cuando los hijos se fueron pudo aflojarse. Se sentó en un banco de la
cocina con los codos apoyados en la mesa, ocultó la cara con sus manos y lloró.
Lloró de dolor y de miedo. Lloró por él y por ella. Y por primera vez desde que
se conocieron, percibió el impacto de una amenaza golpeando la tranquilidad del
hogar. Una amenaza velada que iba tomando cuerpo, al pasar los días, como una sombra fatídica. Trató de
sobreponerse, secó sus lágrimas y
permaneció sentada, sin fuerzas ni voluntad para ponerse de pie y continuar con
las tareas de todos los días.
La enfermedad de Julián la encontró
desprevenida. Hasta ese momento.
Nunca había pensado que él o ella
pudieran enfermarse de gravedad. Voló su imaginación y se vio sola con sus hijos. Pensó que el mundo se le
caería encima, que sin su marido no podría vivir. De todos modos decidió no
dejarse vencer por la inquietud. Tenía el deber de ser fuerte. Su marido la
necesitaba y ella no lo defraudaría. Más tranquila comenzó a ordenar la casa,
mientras recordaba el día que se conocieron. Fue en tiempos de estudiantes.
Delia dejó de estudiar para casarse. Julián
eligió una carrera corta y
consiguió trabajo en un laboratorio. Después vinieron los hijos. A medida que
Julián progresaba, Delia se dedicaba por entero a su familia. La vida para ellos transcurría dichosa, sin que
ninguna sombra la oscureciera. Hasta el día que Julián comenzó a sentirse mal.
Entonces todo cambió.
La primavera venía adelantada. Tal vez fueron esos días tibios y luminosos
que lo convencieron a pedir licencia en su trabajo, para pasar unos días en el
campo. Como bien decía su esposa, el descanso y el aire puro, posiblemente,
mejorarían su salud. Lejos de la ciudad y del trabajo, en la quietud del campo
encontraría la paz y la tranquilidad que su cuerpo y su
espíritu necesitaban
Trata de no fumar mucho, mi amor. Y de nosotros no te preocupes que vamos
a estar bien —mintió para no preocuparlo.
Le preparó una mochila con todo lo que necesitaría: ropa de frío y de
lluvia (estaba anunciado mal tiempo). Se fue entrada la tarde, cuando el sol se
extinguía. Besó a los niños y la abrazó, sin
mucho calor.
Delia quedó con sus hijos en la puerta de calle. El más pequeño en sus
brazos, el varón abrazado a sus piernas, la niña más grande, apretada a su
costado.
Lo vieron alejarse encorvado, la cabeza gacha, arrastrando la mochila.
Se levantó un viento frío, ¿o a Delia le pareció?
El hombre siguió caminando. Dobló en la primera esquina. Enderezó la
espalda, levantó la cabeza, echó la mochila al hombro y se fue, calle arriba, del
brazo de otra mujer.
Ada Vega, 2015
Ada Vega, 2015
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