viernes, 5 de agosto de 2016
miércoles, 3 de agosto de 2016
Encadenada
Eunice y Jaime crecieron juntos en Montevideo en una calle hermosa que baja hacia el mar, entre el Cementerio del Buceo y
Vivían en la misma cuadra, en un barrio por entonces más despoblado, de casas arboladas y grandes jardines. Las familias de ambos eran numerosas y amigas, y los niños acostumbraban a jugar juntos todo el día. Desde que aprendió a caminar Jaime vivió prendido a las faldas de Eunice. Y para la niña no comenzaba el día, hasta no verlo atravesar el portón de la entrada de su casa.
Cuando nació Eunice, cada una de las abuelas le regaló una cadena de plata con una medalla. Una de ellas, con la imagen de Jesús mostrando su Sagrado Corazón y la otra con la imagen de la Inmaculada , de pie sobre una nube, en su Asunción a los cielos en cuerpo y alma.
Nunca, mientras se amaron, las quitó Eunice de su cuello.
La infancia la pasaron juntos correteando con los perros, trepando a los árboles, bajando a la playa. Fueron juntos a la escuela y en la adolescencia, perdieron juntos la virginidad. Se amaron desde entonces bajo el sol y bajo la luna y no existió para ellos otro universo que el de sus miradas ávidas. El amor los había unido el mismo día en que nacieron. Estaban, por lo tanto, destinados el uno al otro. Así lo aceptaron siempre los amigos y las familias de los dos.
Sin embargo un día Jaime se compró una moto, se adosó una mochila y se fue a recorrer el mundo. Y Eunice, deshecha en lágrimas, se compró una botella de un vino rojo y dulce y se emborrachó decidida a dejarse morir ese mismo día, si fuese posible.
Entre tanto Jaime cruzaba a la Argentina , de la Argentina al Paraguay, del Paraguay a Bolivia, y en Bolivia se internó en Brasil y en el Mato Groso estuvo perdido cinco años. Reapareció en Venezuela, cruzó a Colombia y de allí a Panamá y a la América Central. Le costó dejar al gran México a su espalda, pero llegando a Matamoros, sobre el Golfo de México, cruzó el Río Grande y entró en los EE.UU.
Hacía diez años que andaba viajando. Atravesar los EE.UU. para entrar a Canadá le llevó cinco años más. Vivió dos años en Montreal y después de visitar Toronto decidió volver al Uruguay.
Entre la ida y la venida habían pasado algo más de veinte años del día en que aquel motoquero se fue a recorrer el mundo, cuando llegó una noche en una cuatro por cuatro a una mansión de José Ignacio, en Punta del Este, donde unos amigos brasileños ofrecían una recepción.
Mientras tanto Eunice, después de emborracharse con aquel vino dulce y rojo y llorar amargamente durante días y días, decidió seguir viviendo porque al fin entendió que tras la tormenta siempre el sol vuelve a salir. Terminó sus estudios y un día conoció a un joven contador que vivía por la playa de los Ingleses, que se enamoró de ella y le propuso matrimonio.
Jaime hacía diez años que se había ido. Nunca escribió, ni nadie supo de su vida. No tenía por qué seguir esperando. Lo más seguro era pensar que se habría casado mientras andaba de turista por esos caminos de Dios. De manera que, pese a no poder olvidar aquel amor juvenil, aceptó al contador que resultó un hombre de fortuna y un verano se casó dispuesta a ser feliz.
Eunice conservaba en su cuello las dos cadenas con las medallas que le regalaran las abuelas el día que nació. Nunca se las quitó, porque a Jaime le excitaba el roce de las medallas sobre su rostro y sobre su pecho cada vez que se amaban. Se las quitó, sin embargo, la misma noche de su boda pues a su marido, según le dijo, el roce de las medallas y su tintineo lo desconcentraban.
La noche que Jaime llegó a la fiesta de José Ignacio se encontraba Eunice, que había concurrido con su marido, conversando con una amiga en uno de los salones. Jaime la vio en cuanto entró. Se dirigió a ella y sin preámbulo le preguntó:
—Qué pasó con las cadenas y las medallas de plata.
Al reconocerlo, Eunice quedó pensando que aquel hombre que la interpelaba no era el Jaime de su niñez, ni el de su amor primero, ni el que un día la abandonó. Aquel hombre era un extraño. De todos modos, sintió que su corazón se regocijaba.
—A mi esposo lo desconcentran —le contestó.
Esa noche no tuvieron oportunidad de reanudar la conversación. Sólo supo Jaime que ella estaba casada, tenía dos hijos y era feliz. Ella supo de él que continuaba soltero y sin hijos. Cuando volvió, Eunice puso la casa patas arriba buscando las benditas cadenas, hasta que al fin dio con ellas. A la mañana siguiente su marido la encontró preparando el desayuno con las cadenas al cuello.
—Y esas cadenas —le preguntó. —Son mías —le dijo ella. —¡Pero son viejas! —se quejó el hombre. —Sí, pero volvieron a estar de moda —contestó y cambió de tema. Los dos volvieron a encontrarse, un medio día, en una comida campestre. Jaime, como la vez del reencuentro, la vio al entrar. Eunice lucía sobre su pecho las cadenas de plata. Fue hacia ella la tomó de una mano y la llevó a un aparte.
—Necesito hablar contigo —le dijo. Caminaron hasta la cuatro por cuatro, subieron y desaparecieron por la ruta. En el cuarto de un hotel reiniciaron aquel amor de la niñez, la pasión de adolescentes. El amor interrumpido de los veinte años. Jaime volvió sentir sobre su cara y sobre su pecho el roce de las cadenas de plata, el tintinear de las medallas que siempre lo excitaron. Él había vuelto y ella estaba allí. Todo volvería a ser como fue desde un principio. Eunice había sido solamente suya. Ahora volvería a serlo. Siempre supieron ambos que habían nacido el uno para el otro.
Eunice vuelve feliz a la fiesta. Se ha quitado las cadenas del cuello y las a arrojado por la ventanilla de la cuatro por cuatro. Ha borrado, por fin, de su mente y de su corazón el recuerdo de aquel amor primero. Este Jaime con quien estuvo no es aquel Jaime de los veinte años que un día la dejó para ir a recorrer el mundo. Lo que acaba de vivir es un mal dibujo de un pasado que ya no existe y que, equivocada, guardaba todavía en un rincón del corazón. La vida en su trascurrir todo lo altera. Y la memoria no es tan fiel como creemos.
Sentado al extremo del salón, de charla con amigos está su esposo. Eunice se acerca y sienta a su lado. El hombre le pasa un brazo por los hombros y mientras la atrae hacia sí, le pregunta: —No tenías puestas las cadenas cuando vinimos.
—Sí —le contesta ella—, pero me las quité porque ya pasaron de moda.
—Estás segura de que pasaron de moda. ¿Nunca más te veré encadenada?
—Muy segura —afirma ella. —¡Nunca más!
martes, 2 de agosto de 2016
El embrujo de Maracaná
En
el año 1948 Brasil dio inicio a la construcción del que sería, por lo
majestuoso de su arquitectura, el estadio más grande y moderno del mundo. Con
capacidad para doscientas mil personas, el coloso debía estar pronto para el
inicio de la Copa Mundial de Fútbol de 1950. La obra llevó un año, once meses y
veintisiete días y se inauguró el 24 de junio de 1950, un día antes de comenzar
la competencia. Su denominación actual es: Estadio Jornalista Mário Fhilo.
De todos modos fue y será siempre conocido
como estadio Maracaná, por estar enclavado en el barrio Maracaná de Río de
Janeiro. Estadio místico donde lo humano se une a lo sagrado y se manifiesta en
los hechos sobrenaturales que acontecen entre sus paredes
El pueblo futbolero de América del Sur, piensa que se necesita algo más que buen juego para ganar en el estadio de Maracaná. La magia, lo esotérico, el culto del más allá y la superstición han rodeado al coloso de un halo encantado, donde habitan sombras, duendes y aparecidos. Todo surgió a partir el emblemático 16 de julio de 1950, cuando, por la final de la Copa Mundial de Fútbol, se enfrentaron en el campo los equipos de Brasil y Uruguay. Desde entonces incontables historias han corrido de boca en boca bajo el Cristo del Corcovado, cada vez que invocando a espíritus errantes se ha intentado conocer el por qué, cuál fue la causa, el motivo, el castigo de aquel resultado adverso que sumiera a un país entero en la tristeza y al cuida palos en el oprobio, hasta el final de sus días.
Sólo Barbosa supo siempre cuál fue la causa, qué o quién desvió el balón de sus manos esa tarde. Nadie nunca se lo preguntó. Fue más sencillo erigirlo en chivo expiatorio, por el tremendo error de no haber podido atajar un gol.
El pueblo futbolero de América del Sur, piensa que se necesita algo más que buen juego para ganar en el estadio de Maracaná. La magia, lo esotérico, el culto del más allá y la superstición han rodeado al coloso de un halo encantado, donde habitan sombras, duendes y aparecidos. Todo surgió a partir el emblemático 16 de julio de 1950, cuando, por la final de la Copa Mundial de Fútbol, se enfrentaron en el campo los equipos de Brasil y Uruguay. Desde entonces incontables historias han corrido de boca en boca bajo el Cristo del Corcovado, cada vez que invocando a espíritus errantes se ha intentado conocer el por qué, cuál fue la causa, el motivo, el castigo de aquel resultado adverso que sumiera a un país entero en la tristeza y al cuida palos en el oprobio, hasta el final de sus días.
Sólo Barbosa supo siempre cuál fue la causa, qué o quién desvió el balón de sus manos esa tarde. Nadie nunca se lo preguntó. Fue más sencillo erigirlo en chivo expiatorio, por el tremendo error de no haber podido atajar un gol.
Sin embargo, en los
terreiros de Bahía, durante mucho tiempo
los caboclos de las siete líneas de umbanda repitieron por doquier que lo sucedido
aquella tarde en Maracaná fue obra del Espíritu Santo con la venia de Oxalá.
Durante los dos años que llevó la arquitectura del monumental, muchos curiosos se acercaron a observar la magnitud de la obra y sus avances. Entre ellos, los obreros solían ver a una joven bahiana recorrer sus galerías, pasadizos y corredores. Como también visitar los grandes espacios donde se instalaron bares, restoranes y ascensores, temiendo, más de una vez, que la joven se perdiera entre el complejo laberinto de su estructura. La bahiana llegó a conocer el corazón del recinto tanto como los mismos hombres que realizaron la obra. De todos modos, no alcanzó a ver la fastuosidad del Estadio terminado. Murió unos días antes de su finalización. Pese a esa realidad , conocida por todos, aquellos obreros siempre afirmaron que la joven bahiana habitaba el estadio y seguía, como en vida, recorriendo sus instalaciones. También en nuestros días comentan los cariocas que han visto a la bahiana de turbante y vestido blanco recorrer descalza los interiores, las tribunas, los palcos, y los arcos del coloso de cemento.
Aquel año, cuando se da comienzo a la construcción del estadio, Barbosa era considerado el mejor arquero que tuvo en su historia el Vasco da Gama y el número uno de los porteros del Mundial. Tenía 26 años, simpatía, un físico privilegiado y un porvenir en extremo auspicioso. Los hombres lo admiraban como deportista y las mujeres lo amaban y lo acosaban. A nadie le llamó la atención, entonces, que en su camino se cruzara Yanira, una bahiana bellísima que enamorada de él, a la distancia, había llegado de Bahía con el sólo propósito de conocerlo.
Yanira era una Bahiana Mae de Santo de un terreiro umbandista de la línea blanca cuya guía u Oriyhá era Yemanyá, diosa que reina en el mar, dadora de abundancia, protectora de las familias y pescadores y máxima Oriyhá del panteón africano con raíces en Nigeria. Antes de dejar Bahía Yanira había realizado en su terreiro una ceremonia en honor a la Mae Yemanyá, donde con toque de atabaques acostada en el suelo boca abajo y con los brazos estirados en cruz, hizo un pedido a la diosa y prometió dos ofrendas: una, si la Diosa del Mar le cumplía el pedido y otra si no se lo cumplía.
Barbosa vivía en esos días el punto más alto de su carrera deportiva. Acumulaba éxitos, dinero y halagos. Todo el mundo ansiaba su amistad, desde los componentes de su parcialidad, hasta políticos e intelectuales de su país. Se había convertido en el número uno entre los arqueros más calificados del mundo. De continuo su foto aparecía en homenajes, fiestas y banquetes o exhibiendo su físico a bordo de un yate siempre rodeado de mujeres hermosas.
Mientras tanto Yanira había logrado acercarse al círculo donde se movía el guardameta.
Durante los dos años que llevó la arquitectura del monumental, muchos curiosos se acercaron a observar la magnitud de la obra y sus avances. Entre ellos, los obreros solían ver a una joven bahiana recorrer sus galerías, pasadizos y corredores. Como también visitar los grandes espacios donde se instalaron bares, restoranes y ascensores, temiendo, más de una vez, que la joven se perdiera entre el complejo laberinto de su estructura. La bahiana llegó a conocer el corazón del recinto tanto como los mismos hombres que realizaron la obra. De todos modos, no alcanzó a ver la fastuosidad del Estadio terminado. Murió unos días antes de su finalización. Pese a esa realidad , conocida por todos, aquellos obreros siempre afirmaron que la joven bahiana habitaba el estadio y seguía, como en vida, recorriendo sus instalaciones. También en nuestros días comentan los cariocas que han visto a la bahiana de turbante y vestido blanco recorrer descalza los interiores, las tribunas, los palcos, y los arcos del coloso de cemento.
Aquel año, cuando se da comienzo a la construcción del estadio, Barbosa era considerado el mejor arquero que tuvo en su historia el Vasco da Gama y el número uno de los porteros del Mundial. Tenía 26 años, simpatía, un físico privilegiado y un porvenir en extremo auspicioso. Los hombres lo admiraban como deportista y las mujeres lo amaban y lo acosaban. A nadie le llamó la atención, entonces, que en su camino se cruzara Yanira, una bahiana bellísima que enamorada de él, a la distancia, había llegado de Bahía con el sólo propósito de conocerlo.
Yanira era una Bahiana Mae de Santo de un terreiro umbandista de la línea blanca cuya guía u Oriyhá era Yemanyá, diosa que reina en el mar, dadora de abundancia, protectora de las familias y pescadores y máxima Oriyhá del panteón africano con raíces en Nigeria. Antes de dejar Bahía Yanira había realizado en su terreiro una ceremonia en honor a la Mae Yemanyá, donde con toque de atabaques acostada en el suelo boca abajo y con los brazos estirados en cruz, hizo un pedido a la diosa y prometió dos ofrendas: una, si la Diosa del Mar le cumplía el pedido y otra si no se lo cumplía.
Barbosa vivía en esos días el punto más alto de su carrera deportiva. Acumulaba éxitos, dinero y halagos. Todo el mundo ansiaba su amistad, desde los componentes de su parcialidad, hasta políticos e intelectuales de su país. Se había convertido en el número uno entre los arqueros más calificados del mundo. De continuo su foto aparecía en homenajes, fiestas y banquetes o exhibiendo su físico a bordo de un yate siempre rodeado de mujeres hermosas.
Mientras tanto Yanira había logrado acercarse al círculo donde se movía el guardameta.
Un empujoncito más y
la primera parte de su objetivo estaría cumplida.
Durante una recepción
en el barrio Copacabana de la ciudad de
Rio de Janeiro, famoso por su bohemia, fue al fin presentada al ídolo. Esa
noche, colmado su objetivo, la bahiana no se separó ni un instante del famoso
portero. Y fue para él, durante dos años, como para el preso su condena.
Barbosa fue siempre asediado por las mujeres. Mujeres dispuestas a todo por estar cerca suyo. Él, sin embargo, no formalizaba compromisos serios con ninguna. Continuaba casado con Clotilde, con quien se casara a los diecinueve años y siempre trató de mantenerse fiel a su pareja.
La bahiana, enamorada, no hizo otra cosa durante esos años que idear nuevas artimañas con el fin de llegar a convencerlo de abandonar a su esposa para irse a vivir con ella. Detalle que a Barbosa ni en sueños se le había ocurrido y debido a lo cual, unos días antes de la final del Campeonato que se avecinaba, decidió hablar seriamente con Yanira para decirle que no esperara de él más que una simple amistad. Porque entre ellos —le dijo—, nunca sucedería nada más. Que, por favor, volviera Bahía y se olvidara de él.
Para la bahiana fue aquel, el golpe de gracia. Pese a todos sus rezos, peticiones y promesas, Yemanyá no había aceptado su pedido. Se fue sin decir una palabra. Sin despedirse de él ni de nadie. Volvió a su hotel, se vistió con su vestido blanco de Bahiana Mae de Santo y bajó a la playa de Copacabana a cumplir su segunda promesa.
Atardecía cuando entró al agua. Quienes la vieron pensaron que entraba a dejar una ofrenda a la Diosa del mar. Cuando dejaron de verla, cuando su cuerpo se perdió entre las olas del océano se dieron cuenta que la ofrendada, era ella misma. Muchos días después unos pescadores encontraron el cuerpo de Yanira, enredado entre unas algas, a varias millas de las costas de Brasil.
El 16 de julio de 1950 fue el día elegido para la gran final. Brasil era el favorito indiscutible, de modo que el equipo brasileño entró al campo acariciando la Copa. Un empate bastaría para constituirse en campeones del mundo por primera vez.
Todo Brasil estaba pronto para la gran fiesta. Comenzó el partido y con el primer gol de Brasil estalló el estadio. Doscientas mil gargantas rugieron el gol atronando el aire de Maracaná. El equipo uruguayo no se veía entre aquella enormidad de gente que ovacionaba al rival. Entonces Obdulio Varela cruzó la cancha, puso la pelota bajo el brazo y se dirigió al centro del campo a hablar con el juez.
Barbosa fue siempre asediado por las mujeres. Mujeres dispuestas a todo por estar cerca suyo. Él, sin embargo, no formalizaba compromisos serios con ninguna. Continuaba casado con Clotilde, con quien se casara a los diecinueve años y siempre trató de mantenerse fiel a su pareja.
La bahiana, enamorada, no hizo otra cosa durante esos años que idear nuevas artimañas con el fin de llegar a convencerlo de abandonar a su esposa para irse a vivir con ella. Detalle que a Barbosa ni en sueños se le había ocurrido y debido a lo cual, unos días antes de la final del Campeonato que se avecinaba, decidió hablar seriamente con Yanira para decirle que no esperara de él más que una simple amistad. Porque entre ellos —le dijo—, nunca sucedería nada más. Que, por favor, volviera Bahía y se olvidara de él.
Para la bahiana fue aquel, el golpe de gracia. Pese a todos sus rezos, peticiones y promesas, Yemanyá no había aceptado su pedido. Se fue sin decir una palabra. Sin despedirse de él ni de nadie. Volvió a su hotel, se vistió con su vestido blanco de Bahiana Mae de Santo y bajó a la playa de Copacabana a cumplir su segunda promesa.
Atardecía cuando entró al agua. Quienes la vieron pensaron que entraba a dejar una ofrenda a la Diosa del mar. Cuando dejaron de verla, cuando su cuerpo se perdió entre las olas del océano se dieron cuenta que la ofrendada, era ella misma. Muchos días después unos pescadores encontraron el cuerpo de Yanira, enredado entre unas algas, a varias millas de las costas de Brasil.
El 16 de julio de 1950 fue el día elegido para la gran final. Brasil era el favorito indiscutible, de modo que el equipo brasileño entró al campo acariciando la Copa. Un empate bastaría para constituirse en campeones del mundo por primera vez.
Todo Brasil estaba pronto para la gran fiesta. Comenzó el partido y con el primer gol de Brasil estalló el estadio. Doscientas mil gargantas rugieron el gol atronando el aire de Maracaná. El equipo uruguayo no se veía entre aquella enormidad de gente que ovacionaba al rival. Entonces Obdulio Varela cruzó la cancha, puso la pelota bajo el brazo y se dirigió al centro del campo a hablar con el juez.
—¿Qué pasa? —preguntaba
la gente.
—¿Qué reclaman, si no
hay nada que reclamar?
Y un viento helado recorrió las tribunas y
atravesó la cancha hasta el área norte.
—¿Qué le dice al juez
si el juez no le entiende, si el juez sólo habla inglés?. —Los de afuera son de
palo —dijo el capitán de los celestes—, no miren para arriba, el partido se
juega acá abajo.
Caía el sol cuando empataron. Y un miedo inesperado y rotundo se fue instalando en las tribunas. Doscientas mil almas presintieron el final y a duras penas lograron sobreponerse para seguir alentando al favorito.
Barbosa en los tres palos mantenía la calma. Seguro como siempre. Firme en su puesto. Se adelantó dos pasos cuando vio venir a Ghiggia con aquel disparo desde la punta derecha y entre el balón y él, la ráfaga de una figura blanca que se cruzaba. Se estiró todo lo que pudo y alcanzó a arañar la pelota que llegaba envenenada como si alguien, al pasar, la hubiera desviado con la mano.
Caía el sol cuando empataron. Y un miedo inesperado y rotundo se fue instalando en las tribunas. Doscientas mil almas presintieron el final y a duras penas lograron sobreponerse para seguir alentando al favorito.
Barbosa en los tres palos mantenía la calma. Seguro como siempre. Firme en su puesto. Se adelantó dos pasos cuando vio venir a Ghiggia con aquel disparo desde la punta derecha y entre el balón y él, la ráfaga de una figura blanca que se cruzaba. Se estiró todo lo que pudo y alcanzó a arañar la pelota que llegaba envenenada como si alguien, al pasar, la hubiera desviado con la mano.
Y creyó que la había mandado al córner.
El mutismo lapidario
del Coloso le hizo volver la cabeza para mirar.
Allí, con los ojos
fijos en él, recostada a la red estaba Yanira, la Bahiana Mae de Santo, con el
balón a sus pies.
Ada Vega -
Los pumas del Arequita
Hace muchos años en la sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones. Y un día, ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.
Por aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un ranchito de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía, un caballo pampa y un montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.
Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo a primera luz o a la caída de la tarde armaba tabaco y mateaba bajo el ombú, ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de donde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito.
Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.
Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros, mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El indio mientras daba vuelta el amargo le dijo: —una hembra de puma, será. La yara se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se retiraba ofendida: —si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho quedó pensando que la yara era muy ignorante.
Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.
De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba algún puma por el lugar.
Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
—Vi un puma —le dijo.
—Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yara.
—Vi un puma —le repitió él.
—Es una mujer —le insistió ella.
—¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
La yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre: —En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
—¿Y qué mal les hace un puma?
—Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y pronto se van a llenar los cerros de cachorros.
—¡Ojalá!
—Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!
Una noche, mientras meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo, ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes.
El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros, yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.
Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yara que le dijo:
—La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
—¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.
—Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance del indio con la extraña muchacha. Una mañana al despertarse se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.
—No la busques más —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer cuando el sol declinaba y volvía del valle, de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro.
No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó el calor de la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.
El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma.
Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.
Ada Vega, 1999
Ada Vega, 1999
domingo, 31 de julio de 2016
Amor de hombre
¿En qué pensaba Magela, tan llorosa, aquella noche de verano
tendida en la cama junto a su marido, mientras lo miraba dormir con la
placidez de un santo? Cuántas noches de cuantos años habían pasado
desde aquella primera, sublime,
inolvidable noche de bodas de sus veinte años. Quién era ese hombre que dormía boca arriba, un brazo
doblado sobre el pecho y las piernas ligeramente abiertas y estiradas. Con una cara de yo no fui, vistiendo apenas un calzoncillo de lino azul tan breve,
que apenas lograba contener al pájaro de la lujuria causante de su
desasosiego. Pájaro altanero, engañoso y cruel que, conociendo su desconsuelo, trataba de atisbarla, siempre curioso, desde
la puerta apenas entreabierta de su escondrijo.
Y ella no merecía ese
oprobio.
.
¿Quién era ese hombre
con quién hizo el amor hasta ayer? Con quién engendró sus hijos y compartió su vida, hacía más de veinte años. A quien amó con
vehemencia, cada día y cada minuto de esos años. Y a
quien estaba dispuesta a arrancar de su vida al enterarse que ese hombre, que siempre creyó suyo, la engañaba con otra mujer.
Lloraba, Magela, en
silencio y sin consuelo abrazada a la almohada.
Al verlo dormir con tanta beatitud pensó cuantas veces la habría engañado y
ella, en el limbo, ignorándolo como una
tonta. Se sentía humillada. Burlada. No
pudo dominar el ramalazo que la dominó.
Su pecho se llenó de odio. Lo odiaría
por el resto de su vida. Lo arrancaría de su corazón. Ya no existía para ella.
Volvió la cara llorosa
hacia ese hombre que dormía a su lado
semidesnudo. ¡Por Dios! Y que guapo era.
Qué bien se conservaba el desgraciado, ¡mal
rayo lo parta! No representaba los años que cargaba encima. Conservaba
el vientre plano y el cuerpo recio de cuando era un muchacho. Sólo las canas
recordaban los años que llevaba vividos.
Pero las canas les sientan a todos los hombres y él no iba a ser la excepción,
por cierto. Sintió el impulso de
matarlo. Clavarle un puñal en el pecho.
Pegarle un par de tiros. Ponerle los cuernos con el vecino de la otra cuadra
que, según él, siempre la miraba.
Había dejado de llorar
y seguía pensando en distintos tipos de venganzas con los ojos fijos en el
cuerpo de su marido que dormía, ahora, con la boca abierta y despatarrado sobre
la sábana de flores celestes. Le agradaba el cuerpo de su marido. Siempre le
agradó. Era hermoso y deseable, maldito sea.
Ese cuerpo que besara mil veces, apasionada, de la cabeza a los pies.
Ese cuerpo que no tenía misterios para ella. Su pecho fuerte donde adoraba,
después del amor, recostar la cabeza.
Sus piernas firmes enredadas en las suyas en las noches de invierno. Sus manos
que eran pájaros curiosos recorriéndola entera y su boca, su boca húmeda sobre
su piel.
¡Santo Dios! ¿Por qué tenía ella que apartarlo de su vida?
¿Por qué tenía que dejar de amarlo y convertir su amor en odio, si fue él quien
la ofendió?
Si ella era inocente de toda inocencia. Si jamás le había
faltado ni con el pensamiento. ¡No era
justo!
Ya esa noche ambos habían tratado el tema. Magela, atando
cabos, había llegado a la conclusión de que su marido tenía una amante. Hilando
fino, juntando datos, aparentemente sin importancia, como llegadas tarde a la
vuelta del trabajo. Desganos u olvidos para el amor, en noches febriles
en que ella estuvo impaciente y urgida de él. Pequeños detalles. Simples, tal
vez. Que hubieran pasado desapercibidos
en otra mujer que no fuese Magela: cuida estricta de su hogar y conocedora de
su compañero hasta en sus pensamientos. Detalles que la fueron llevando hacia una realidad no esperada.
Eso le sucedió a Magela. Descubrió que su marido tenía una
amante y se lo dijo.
—Oscar, vos tenés otra mujer, le había dicho esa noche cuando
terminaron de cenar.
—¿Qué decís? —le
contestó él. —Lo que oíste, y no me lo
niegues que lo sé bien.
—¡Estás loca de remate! —trató de cortar él.
Empezaron un ping pong de preguntas sin mucho asidero y
respuestas esquivas. El le juró que no
tenía, ni nunca había tenido una
amante.
—Esta semana vos te acostaste con otra mujer —le insistió
Magela.
— Eso no es tener una amante —le contestó Oscar, seguro de lo
que decía.
---¿Qué decís?
---¿Qué decís?
—¡Que no tengo ninguna
amante!
—¡Pero te acostaste con otra!
— ¿Y qué tiene eso?
—¿Cómo que tiene? ¡Me engañaste, te burlaste de mí!
—¡Por favor Magela, no dramatices! vos sos mi mujer, yo te
quiero a vos, vos sos la única mujer que
tuve siempre. ¡Lo demás no tiene nada que ver! Son cosas que pasan. ¡Nada que
ver!
Quiso tomarla por la cintura y besarla como la besaba siempre,
pero ella estaba muy enojada, recogió los platos y se fue a la cocina. Y él se
fue al dormitorio.
Ahora Magela lo mira
dormir con la beatitud y la inocencia de un ángel bueno. Y no sabe qué hacer.
Si pedirle que se vaya de la casa e iniciar el divorcio, irse ella a
pasar mil penurias, con sus
hijos, vaya a saber dónde, o aceptar que su marido la siguiera engañando cada dos por tres.
Entrada la madrugada la venció el sueño se cubrió con la
sábana de flores celestes mientras su marido, dormido profundamente, roncaba
con entusiasmo como roncan los hombres justos,
felices y satisfechos.
A la mañana siguiente Oscar se levantó como siempre para ir
al trabajo, tomó el café de pie en la
cocina y antes de irse pasó por el dormitorio y le dijo a Magela: mamá, no te
olvides que hoy Charito tiene hora para el dentista y que tenés que pagar el
recibo de la luz porque hoy es el último día. Se inclinó le dio un beso en la
mejilla y le dijo: me voy que se me hace tarde, chau. Portate bien.
Para Oscar, la conversación
de la noche anterior no había dejado ni rastro. Pero Magela estuvo días y días
con la mente aturdida buscando una solución a su problema. Hasta que una tarde
llegó de visita su madre: la abuela Ernestina. Mujer cabal, si las hay. De una
sensatez y un dominio de las más difíciles situaciones, que pocas personas
pueden esgrimir. Magela contó a su madre el momento que estaba viviendo y las
posibles situaciones que estaba
procesando a fin de separarse de su marido. Hasta de matarlo habló. Doña
Ernestina la escuchó atentamente sin pronunciar palabra. Cuando su hija terminó
de contar su peripecia le dijo muy calma: —Si yo hubiese matado a tu padre
cuando, como vos, me enteré que me engañaba ustedes serían huérfanos y se
hubiesen criado en un orfanato. Y hoy yo no tendría a tu padre a mi lado que
fue mi contención, mi compañero, quien sin dejar nunca de trabajar me ayudó a
criarlos, a educarlos y mandarlos a estudiar, en años largos y
difíciles.
Si yo, en lugar de matarlo, me hubiese ido abandonando la casa.
Pregunto: ¿dónde hubiese ido con tres niños chicos, sola, sin trabajo y sin
dinero? ¿Qué familiar, qué amiga me hubiese ofrecido su casa para mí y mis
hijos por tiempo indeterminado? ¿Crees
que hubiese sido justa con ustedes al dejarlos sin padre y sin casa? Yo también
entonces pensé muchas cosas. Yo también, como vos ahora, me sentí humillada,
dolorida. Y no tuve a nadie que me aconsejara para bien ni para mal. Sin
embargo, de lo que hice no me arrepentí nunca. Sabés, Magela, vos ahora no te
das cuenta, tal vez pase mucho tiempo para que comprendas que lo que dice tu
marido es cierto: lo que hizo no tiene importancia. Entendeme, no tiene para
los hombres, la importancia que le damos las mujeres. No importa lo que oigas por ahí, no importa
lo que te digan, vos no podés poner en riesgo tu casa y tu familia. Tus hijos
necesitan al padre y a la madre, y vos sabés bien que tu marido es un buen
padre. Tu caso no es para una separación. Haceme caso, olvidate y seguí como
si no hubiera pasado nada.
—Mamá, ¿vos me estás diciendo que lo perdone?
— Sí, si olvidar es perdonar, te digo que lo perdones.
¿En qué pensaba Magela tendida en la cama después de hacer el
amor, apoyada la cabeza en el pecho de su esposo, aquella noche de verano?
Mientras su esposo
dormía con la beatitud de un santo en la paz de un monasterio. Desnudo como
Dios lo trajo al mundo. Ángel de pecado.
Con la cabeza ladeada, las piernas
apenas entreabiertas y estiradas, con un brazo a lo largo del cuerpo y
el otro rodeando su espalda.
¿Cuántas noches de cuántos años habían pasado desde aquella
primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años?
No sabe, Magela, cuantas noches de amor han pasado ni
cuantas restan por venir, sólo sabe que junto a su hombre, el padre de
sus hijos, seguirá compartiendo lo bueno y lo malo que la vida le depare,
solamente por amor, el resto que le quede por vivir.
Ada Vega, 2006 - viernes, 29 de julio de 2016
Un árbol junto a la medianera
Tenía azules los ojos. Y entre sus largas y arqueadas
pestañas yo sentía reptar su mirada azul, desde mis pies hasta mi cabeza,
deteniéndose a trechos. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos a la orilla de un pueblo esteño,
cerca del mar. Mi casa era un caserón antiguo, del tiempo de la colonia, de habitaciones
amplias y patios embaldosados. Con jardín
al frente y hacia el fondo, una quinta con frutales. A ambos lados de la casa
una pared de piedra que hacía de medianera, nos separaba de la casa de los
vecinos. El resto de la quinta lo rodeaba un tejido de alambre cubierto de
enredaderas.
Uno de los vecinos era don Juan Iriarte, un hombre que había quedado viudo muy joven,
con tres niños, empleado del Municipio. La casa y los niños se hallaban al
cuidado de la abuela y una tía, por parte de madre, que fueron a vivir con
ellos ha pedido de don Juan, cuando faltó la dueña de casa.
En los días de esta historia yo tenía dieciocho años y un novio alto y moreno que trabajaba en el
ferrocarril, que hacía el recorrido diario del pueblo a la capital. Se llamaba
Enrique y venía a verme los sábados pues era el día que descansaba. Enrique era
honesto y trabajador. Nos amábamos y pensábamos casarnos.
Mi padre y mis hermanos trabajaban en el pueblo y mi madre y yo nos entendíamos con los
quehaceres de la casa ayudadas por Corina, una señora mayor que se dedicaba
principalmente a la cocina y que vivió toda su vida con nosotros. Yo era la encargada
de lavar la ropa de la familia. Tarea que realizaba en el fondo de casa, en un
viejo piletón, una o dos veces por semana.
Cierto día, la mirada azul del mayor de los hijos de don Juan
empezó a inquietarme. Comencé por intuir
que algo no estaba bien en el fondo de mi casa. Como si una entidad desconocida estuviese, ex profeso, acompañándome. Hasta que lo vi subido a un
árbol junto a la medianera. Era un niño que sentado en una rama me miraba muy
serio, entrecerrando los ojos como si la
luz del sol le molestara.
Pese a comprobar que
la ingenua mirada de aquel niño sentado en una rama no merecía mi inquietud, no
alcanzó a tranquilizarme lo suficiente. Traté por lo tanto de restarle
importancia. Sin embargo al pasar los días no lograba dejar de preocuparme su obstinada presencia pues,
por más que fuera un niño, me molestaba sentirme observada. De modo que me dediqué a pensar
que algún día se aburriría y dejaría de vigilarme.
Pasaron los meses. Por temporadas lo ignoraba, trataba de
olvidarme de aquel muchachito subido al
árbol con sus ojos fijos en mí. Un día hablando con mi madre de los hijos de
don Juan, me dijo que el mayor estaba por cumplir catorce años. ¿Catorce años?,
dije, creí que tendría diez. —Los años pasan para todos, dijo mi madre. —La mamá
ya hace ocho años que falleció y el mayorcito hace tiempo que va al liceo.
Desde el día que vi a Fernando por primera vez encima del
árbol, habían pasado algo más de dos años. Nunca lo comenté con nadie. A pesar
de que alguna vez lo increpé duramente: ¡Qué mirás tarado!, le decía con rabia,
¿no tenés otra cosa que hacer que subirte a un árbol para ver qué hacen tus
vecinos? Nunca me contestó ni cambió de actitud, de todos modos su fingida
apatía lograba sacarme de quicio y alterar mis nervios.
Finalmente llegó el día en que su presencia dejó de
preocuparme. Cuando salía a lavar la ropa ya sabía yo que él estaba allí.
Algunas veces dejaba mi tarea y lo miraba fijo. Él me sostenía la mirada,
siempre serio. Yo me reía de él y volvía a mi trabajo. Hasta que una tarde pasó
algo extraño: había dejado la pileta y con las manos en la cintura enfrenté,
burlándome, como lo había hecho otras veces, su mirada azul. Entonces sus ojos
relampaguearon y me pareció que su cuerpo entero se crispaba. Aparté mis ojos
de los suyos y no volví a enfrentarlo. Sentí que el corazón me golpeaba con fuerza y comprendí que aquella mirada
azul, no era ya la mirada de un niño.
Ese verano cumplí veinte años y fijamos con Enrique la fecha
para nuestro casamiento. Yo había estado siempre enamorada de él, sin embargo,
aquella próxima fecha no me hacía feliz,
como debiera. Un sábado al atardecer salimos juntos al fondo, para poner al
abrigo unas macetas con almácigos, pues amenazaba lluvia.
Cuando volvíamos Enrique me arrimó a la medianera de enfrente
a la de don Juan y comenzó a besarme y acariciar mi cuerpo. Mientras lo
abrazaba levanté la cabeza y vi a Fernando que nos observaba desde su casa. Arreglé mi ropa nerviosamente y me
aparté de Enrique que, sin saber qué pasaba, siguiendo mi mirada vio al
muchachito en el árbol.
—¿Qué hace ese botija ahí arriba?, me preguntó. —No sé, le contesté, él vive en esa casa. —¿Y qué hace arriba del árbol? –—No sé. ¿Qué
otra cosa podía decirle, si ni yo misma
sabía que diablos hacía el chiquilín ahí arriba? Salí caminando para entrar en
la casa seguida por Enrique que continuaba hablándome, enojado: — ¡Habría que
hablar con el padre, no puede ser que el muchacho se suba a un árbol para mirar
para acá! ¡Está mal de la cabeza!
—¡Es un chico! —le
dije para calmarlo un poco—, son cosas de chiquilín.
—¡Es que no es un chiquilín,
es un muchacho grande! —me contestó—, ¡es un hombre!
¡Un hombre! —pensé—, y mi mente fue hacia él, hacia aquellos
ojos azules que, sin poder evitarlo, habían comenzado a obsesionarme. A
perseguirme en los días y en las noches de mi desconcierto. Un desconcierto que
crecía en mí, ajeno a mi voluntad,
creando un desbarajuste en mis sentimientos. No podía entender por qué me
preocupaba ese chico varios años menor que yo, que sólo me miraba.
Al día siguiente salí al fondo de casa con la ropa para
lavar. No miré para la casa de al lado. No sé si el vigía se encontraba en su
puesto. Enjuagué la ropa y fui a tenderla en las cuerdas que se encontraban al
fondo de la quinta. Me encontraba tendiendo una sábana cuando oí unos pasos
detrás de mí. Al darme vuelta me encontré de frente con Fernando que, sin decir
una palabra, me tomó con energía de la cintura, me atrajo hacia él y me besó
con furia. Sus ojos de hundieron en los míos y sentí su hombría estremecerse
sobre la cruz de mis piernas.
—No te cases con
Enrique —me dijo—, espérame dos años.
—Dos años, para qué —le pregunté.
—Porque en dos años cumplo dieciocho, estaré trabajando
y podremos vivir juntos.
—Pero Fernando, tienes
apenas dieciséis años, y yo tengo veinte...yo...no es esperarte, ¡esto no puede
ser!
—No siempre voy a tener dieciséis años, un día voy a tener
veinte y vos vas a tener veinticuatro y un día voy a tener treinta y vos vas a
tener treintaicuatro ¿cuál es el
problema?
—Después no sé, pero
ahora es una locura, yo no puedo... ¡me estoy por casar!
—Vos no te podés casar
con Enrique porque ahora me tenés a mí. ¿Dudás de que yo sea un hombre?
—No, no dudo, es que yo no... Vos estás confundido, no te das
cuenta, ¡estás confundido! Pero, por
favor, ahora vuelve a tu casa, no quiero que alguien te encuentre aquí, ¡por
favor!
—Me voy, pero esta noche quiero verte, te espero a las nueve.
—No, no me esperes —le dije—,
porque no voy a venir.
—Vas venir —me
contestó.
Pasé el resto del día
nerviosa, preocupada, asustada. Feliz. Era consciente de que aquella
situación no era correcta. Pero no podía
dejar de pensar en lo sucedido esa mañana. No había, siquiera, intentado
resistirme. Dejé que me abrazara y me besara, y sentí placer. Hubiera querido
seguir en sus brazos. ¿Qué significaba eso? Abrigaba sentimientos
desencontrados. En mi cabeza reconocía que no era honesto lo sucedido, pero en
mi pecho deseaba volver a vivirlo. No
sabía como escapar de la situación que se me había planteado, y a la vez
rechazaba la idea de escapar. De lo que no dudaba era que aquello no tendría
buen fin. Que si alguien se enterase, sería un terrible escándalo. Para mi
familia y para la de él. Entendía que para Fernando era una aventura propia de
su edad. Pero yo era mayor, era quien tenía que poner fin a esa alocada
situación antes de que pasara a mayores.
Decidí por lo tanto no salir esa noche a verlo y conseguir, cuando fuese a lavar la ropa, que mamá o Corina me acompañaran.
La firme decisión de no concurrir a la cita de las nueve de
la noche se fue debilitando en el correr de las horas. A las nueve en punto en
lo único que pensaba era en encontrarme con Fernando en el cobijo de la quinta.
La noche estaba cálida y estrellada. La
luna en menguante se asomaba apenas, entre los árboles. Salí por la puerta de
la cocina, sin encender la luz, como una sombra.
Estaba esperándome. Me condujo de la mano hasta la parte más
umbría de la quinta. Me besó una y mil veces. Y me hizo el amor como si todo el
tiempo que estuvo observándome desde su casa, hubiese estado juntando deseo y
coraje. Y yo lo dejé entrar en mí,
deseando su abrazo, como si nunca me hubiesen amado o como si fuese esa la
última vez.
Después pasaron cosas. No muchas. Cuando Fernando cumplió
dieciocho años nos vinimos a vivir a la capital. Cada tanto volvemos al pueblo
a ver a mis padres y a mi suegro. Mis
hermanos se casaron y se quedaron a vivir por allá. La abuela de Fernando murió
hace unos años y el padre se casó con la tía que vino a cuidarlos cuando eran
chicos.
Enrique vive en
Estados Unidos. La quinta de mi padre está abandonada. El viejo piletón aún se
encuentra allí. Cuando voy a la casa
entro a la quinta hasta la parte más umbría que fue refugio de nuestro
amor secreto. Allí vuelvo a ver a aquel chico de dieciséis años empeñado en
demostrarme que era todo un hombre. Aquel chico de la mirada azul que por su
cuenta decidió un día trocar mi destino, trepado a un árbol junto a la
medianera.
domingo, 24 de julio de 2016
El último taita
Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al
cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho
pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, el pelo renegrido y lacio, peinado
a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. Dueño de todas las
inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años:
mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de
Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de
transparentes. Tenía un perro parecido a él negro, musculoso y zambo, a quien
le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin; tal vez porque siempre se
jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que
pasó sobre Montevideo. Y el nombre se le había grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De
fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando
vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para
besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie,
era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando
su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.
Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de
su puñal. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡Quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por
qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos por qué,
entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil
compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas,
mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo
desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba
sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna
pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca,
demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda,
aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas
esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se
desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba
Rosa.
Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de La Teja.
Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos
puntiagudos de su cuerpo se suavizaron.
De modo que un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y
como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador. Un muchacho del barrio,
de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue
el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en
el puñal del taita.
Pero ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil, ya que
todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa: el último que se
entera, es el que se tiene que enterar de último. Rosa pudo haberse ido antes,
como las otras, sin protocolo, pero quiso hablar con el hombre contarle ella lo
que pasaba, explicarle.
Esa noche trató, de la mejor manera, de explicar la situación.
El hombre escuchó. Tal vez no pudo entender
pues, sin decir una palabra, salió de la casilla para dirigirse a la casa del
muchacho.
La luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa
se escondió tras una nube cuando el taita, en plena calle, vio al joven que
venía a su encuentro. Decidido a jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara
limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante
él, mirándolo directamente a los ojos.
Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al guapo.
Soltó el mango del puñal, sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese
momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que
había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo. No volvió a la casilla ni a su Rosa.
Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino.
Tal vez no oyó, o no quiso oír, al
ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo, aullara su largo y macabro silbido.
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