Apostada sobre el anaquel de
la armería, la Luger
observaba al hombre que acababa de entrar. De pie a cabeza. De la cabeza a los
pies, lo observaba. El hombre se dirigió al encargado de ventas. Pidió ver
rifles para caza mayor. Para caza de jabalíes, especificó. Bien dispuesto el
vendedor se dirigió hacia una vitrina reservada, de donde retiró dos rifles
excepcionales. Tomó uno de ellos con mira telescópica y culata estilo Europeo,
lo apoyó sobre el amplio mostrador y sin soltarlo de sus manos le fue
explicando.
—Este es un
rifle excelente para todo tipo de cacería ya sea de batida, montería, espera y
hasta de rececho. Es un Steyr – Mannlicher Classic, con culata de cerrojo en madera de nogal seleccionada.
Lo dejó en las manos del hombre para
que le tomara el peso y lo observara al detalle. El cliente colocó el rifle
bajo su brazo derecho, dejó que su mano acariciara el gatillo con el dedo
mayor apoyado apenas en la cola del
disparador, mientras su mano izquierda recorría lentamente el caño desde la
recámara hasta la boca de fuego. Lo tomó luego con sus dos manos, lo observó de
ambos lados, apoyó la culata en el hombro, la cara al costado y elevó el cuerpo
del arma hasta dejar la mira a la altura de sus ojos, como un experto cazador.
Luego, casi morosamente, lo devolvió.
Anhelaba el
calor de sus manos sobre su cuerpo frío, cobijándola en la ternura de una caricia. Pero estaba allí, en aquel estante alejado
del mostrador, sin posibilidad de acercarse ni llamarle la atención. Sólo su
mente, el alma acaso. El espíritu de la Luger con su poder diabólico. Si él se fijara en
ella. Bastaría con que la mirara una sola vez y ese hombre sería suyo, y ella
de él, en cuerpo y alma, hasta el final de los días.
El vendedor dejó a un lado el rifle y
tomó el segundo mientras le explicaba: —Este es también un excelente rifle para
caza mayor especialmente para caza de jabalí.
Es un Rémington semiautomático modelo 750 de cerrojo, con mira
telescópica y calibre 35 whelen.
Fíjese —continuó diciendo—, que tiene
la culata moldeada con una carrillera elevada para un rápido alineamiento del
ojo con el visor. Ideal para los cazadores que buscan tiros rápidos y seguros.
Igual que con el rifle anterior, el
cazador examinó minuciosamente el Rémington que le alcanzaba el vendedor. Apoyó
luego la culata en el hombro y al levantarlo para alinear su ojo con la mira
telescópica lo distrajo, por un segundo,
un brillo intenso y fugaz surgido sobre uno de los anaqueles a un costado del
mostrador. Bajó el rifle y quedó atento al punto exacto donde le pareció ver
una chispa de luz. Victoriosa, desde el
anaquel, la Luger
lo seguía observando. Aquel hombre ya era suyo. Su espíritu siniestro había logrado entrar en la mente del cazador.
El segundo
rifle, el Rémington semiautomático fue el preferido. El precio le pareció
aceptable pidió que se lo enviaran y pagó con un cheque. Antes de retirarse,
intrigado, intentó descubrir qué exhibía
el estante donde le pareció ver una luz. De modo que consultó al
vendedor quien lo acompañó solícito.
—Son armas
cortas —le indicó mientras las recorría con la vista— revólveres,
pistolas antiguas. Algunas originales.
—Esa es un
Luger alemana —se interesó el comprador,
al reconocer el arma.
—Sí, está aquí
hace unos días —afirmó el vendedor—, perteneció a una familia alemana. El dueño
murió y los deudos quieren deshacerse de
ella. Es una Luger Parabellium 9mm, original —y agregó—, la pistola
semiautomática más célebre de todos los tiempos. Los dueños no quieren
promoción —continuó diciendo—, desean que se venda sin dar demasiada
información sobre ella. Si fuese posible
a algún comprador que no le interese su pasado bélico.
Tomó entonces
el arma en sus manos y se la pasó al
cazador mientras le explicaba su estructura y funcionamiento. Le comentó que
el 9mm
Luger, o la Parabellum 9mm,
era un cartucho para pistolas de
uso militar creado en 1902 por el ingeniero austríaco Georg Luger.
—Actualmente
—agregó—, es el calibre adoptado por la OTAN , y por varios ejércitos
del mundo. Y, además, usada también
como arma deportiva, se la considera muy adecuada para
cierta cacería menor y en algunos casos especiales, para caza mayor de montaña.
El cazador
escuchaba las referencias del vendedor sin apartar la vista de la Luger que tenía en sus
manos. Nunca le habían interesado las armas cortas, no entendía entonces por
qué sentía una especie de atracción por esa pistola de tan mala fama. Sin
aclarar demasiado sus ideas decidió devolvérsela al empleado que lo atendía, a
fin de que volviera a colocarla en su lugar. Sin embargo, en el preciso momento
de entregarla, cambió de parecer y
resolvió llevársela consigo. Firmó un
nuevo cheque y pidió que no se la enviaran a su casa con el
rifle pues —según explicó—, él mismo la llevaría.
Un empleado
colocó la Luger
en su canana y luego en un estuche de cuero. Después de envolverlo con mucho
cuidado, como si fuese una joya de gran valor, se lo entregó al cazador.
Si bien, esa
tarde, la venta se había realizado sin tropiezos para la armería que se
deshacía con rapidez del arma, como esperaban sus anteriores dueños; no sucedió lo mismo con el cazador que subió
al auto y en una acción imprevista abrió el estuche, retiró la pistola, la colocó
junto a su pecho en el bolsillo interior de su chaqueta y resuelto, hundió a fondo el acelerador. Después
de hacer 200 Km
sin detenerse, desde la ciudad hasta su casa de campo, Adriano Sabatini llegó a
punto para la cena donde lo esperaban su esposa y sus hijos.
La familia
Sabatini era dueña de una estancia ganadera herencia de Edmundo Sabatini, padre
de Adriano, quien, aunque llegó de Italia a mediados del siglo XX con la idea
de comprar tierras para sembradío; una vez establecido decidió consultar con
sus vecinos linderos, quienes le informaron que era éste un país netamente
ganadero, debido a la buena pastura y al agua abundante de sus ríos y arroyos.
Por lo tanto, el recién llegado, decidió cambiar su visión y dedicarse a la
empresa ganadera. Al principio organizó una estancia tradicional o cimarrona
que luego, ante los avances científicos
y tecnológicos, se convirtió en una moderna estancia ganadera.
La propiedad
constaba de extensas zonas de pastoreo como también de espesos montes cerriles,
cruzados de arroyos, donde se albergaban
feroces familias de jabalíes que diezman constantemente las majadas.
Fue debido a dichos cerdos salvajes, y a algún
puma que dos por tres se avistaba por los cerros, que Adriano, desde niño, se
había formado cazador.
Esa noche,
después de su regreso de la ciudad y antes de cenar con su familia, Adriano
dejó oculta en un cajón de su escritorio la pistola Luger que comprara en la armería. No habló de ella.
No la mencionó. Sí, comentó del rifle y avisó
que lo enviarían en breve.
De todos modos, esa misma noche antes de
retirarse a su dormitorio entró a su
oficina y se detuvo un momento con la
Luger en sus manos, acariciándola, mimándola como si hubiese
nacido entre ambos el hechizo de un amor prohibido.
Los días y los
meses se fueron sucediendo y Adriano fue
poco a poco apartándose de su mujer. Rechazándola sin llegar, él mismo, a
entender el real motivo de su actitud. En los últimos tiempos solía permanecer
largas horas encerrado solo en su
oficina.
Nina, la esposa de Adriano, percibió el
alejamiento de su marido mucho antes de que él mismo se percatara. Trató en varias
oportunidades de hablar con él, pero
Adriano estaba obnubilado. Rehuía hablar del tema con su mujer. Nina
entendió que la causa del alejamiento de
Adriano debía de encontrarse en su oficina, pues era allí donde, cada día,
pasaba más tiempo. De modo que, en la
primera oportunidad que se le presentó, se dirigió a la oficina de su esposo.
Lo primero que hizo, una vez que estuvo dentro, fue abrir el cajón del
escritorio. Y encontró la pistola. No
dejó de llamarle la atención encontrar allí un arma. Una pistola tan antigua
—pensó—Tan vieja. Tan fea. Usada, parecía. La dejó a un costado casi con
desprecio. Nina no buscaba un fierro viejo. Nina buscaba algo distinto, fino,
delicado, perfumado tal vez. Algo que le hablara de otra mujer. Sólo por ese
motivo —creía—, su marido dejaría de amarla. Ella le había dado tres hijos, lo había amado y lo
amaba todavía. Si había llegado el fin de aquel amor necesitaba conocer a su rival. Saber quién era la otra,
como era, por quién la estaba dejando. Saber
si era más joven, más inteligente,
más hermosa.
—Y esta pistola ordinaria molestando —se
dijo—, y desdeñosa la tiró al fondo del
cajón.
En los días que
siguieron Adriano no modificó ni un ápice su modo de vida, la situación ya
establecida con su pareja se tornaba cada momento más tensa y él no intentaba
una solución. Permanente, en su conciencia, la imagen de la Luger le hablaba sin voz y
sin palabras. Ordenaba, decidía por él,
su vida y su futuro.
Poco a poco
abandonó el trabajo en el campo y últimamente
había delegado en el administrador de la hacienda todo lo concerniente a
su heredad, a su patrimonio. Se había despojado de sus bienes y pertenencias
que no eran sólo suyos, sino de su esposa y de sus hijos, para que el
administrador se encargara de manejarlos. Fue así perdiendo interés en todo lo
que lo rodeaba. Enfocadas las cosas de
esa manera Nina pensó intervenir por última vez. Una tarde en que Adriano se
encontraba encerrado en su oficina, Nina entró decidida a poner punto final a
la historia.
Adriano se
encontraba sentado. Sostenía en sus manos aquella vieja pistola que encontrara
ella una tarde en un cajón de su escritorio.
La sostenía no
como se toma un arma para limpiarla o
cometer suicidio. La sostenía como…con afecto. Casi… ¿con amor...? Adriano le hablaba muy
despacio, muy lento. ¿Qué le decía su marido a aquel pedazo de fierro
viejo? Intuía que, el hombre, se estaba
volviendo loco. No sabía que ya había enloquecido del todo. Decidida se acercó
al escritorio.
—Adriano, qué haces con esa arma en
la mano. Te haz vuelto loco —le gritó enojada. Y trató de quitársela de entre
las manos. Pero él no se lo permitió. — No la toques —le gritó. Y la apretó junto a su pecho.
—Adriano, haz perdido la razón, te haz
enamorado de una pistola vieja y arruinada —le dijo más calmada.
—No es una pistola vieja ni
arruinada. Es una Luger, legítima. De
colección. Y es mía y me necesita.
—Ella te necesita. Hazme caso: si
no quieres perder tu casa y tu familia apártate
de esa pistola diabólica que te está volviendo loco. Reacciona, por favor. Desde cuándo las armas tienen sentimientos.
No te das cuenta que está maldita. Que la han convertido en un instrumento de
Satanás, vaya a saber cuándo y por qué.
Tienes que tirarla al mar para que se entierre en la arena y nadie la
vuelva a encontrar.
—Nina, tú no entiendes, no puedo separarme de ella porque la necesito y ella me necesita a mí. No puedo.
La esposa de
Adriano no quiso esperar más y esa misma tarde se fue con los niños para la
capital y decidió que lo único que podía hacer era pedir el divorcio. Volvió a
los pocos días a buscar sus pertenencias
y la de los chicos y cargó todo en la camioneta. Antes de partir se dirigió a la oficina de Adriano. No había
nadie. Abrió el cajón y tomó el arma: —No te vas a salir con la tuya pedazo de
fierro viejo —le dijo a la Luger — voy a llevarte conmigo y voy a tirarte al fondo del mar.
La noche vistió de luto la arena y el
agua del río. Sólo el rumor de las olas al morir una tras otra, junto a la orilla. Sobre la rambla los
automóviles, con sus luces encendidas, se cruzaban, en un ir y venir de
vértigo, ajenos al submundo que habita en cada ciudad. Inmutables anónimos de los dramas que, por las noches, acechan en cada
esquina, en cada rincón.
El hombre abandonó su escondrijo.
Caminó a tumbos sobre la arena húmeda.
Subió por la primera escalera de la playa hacia las luces que, como
luciérnagas salvajes, cruzaban impiadosas ante sus ojos alucinados. Qué buscaba
el hombre. Hacia donde iba. Intentó cruzar
la calzada y un auto lo atropelló. Su cuerpo, boca arriba, quedó tirado
sobre la banquina. Los coches que pasaban
no se detuvieron. El hombre que lo atropelló viajaba solo. Descendió del
auto y fue hacia el que estaba caído para comprobar que ya no necesitaba
auxilio.
Observó que sobre el pecho del hombre la
chaqueta desgarrada dejaba ver el cuerpo de un arma de fuego. Se detuvo un
momento a observarla. Parece una Luger —se dijo. La tomó en sus manos y comenzó a examinarla sin
pestañar. —Es una Luger Parabellum, de colección. Qué hacía este vagabundo con una Luger de
colección —se preguntó extrañado. Sin perder tiempo la colocó en el bolsillo
superior de su chaqueta deportiva,
volvió subir al auto y hundió a fondo el acelerador.
Mientras la Luger , arrebujada junto al pecho del hombre, se
encaminaba, maligna y victoriosa, hacia un nuevo destino.
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