Al enfrentarnos ni me miró. Si no le hablo y lo
tomo de un brazo ni se hubiese enterado. Se sorprendió cuando detuve su paso y
lo saludé.
—Qué hacés Bebe —le dije. Él también me reconoció.
—Hola, Tito. Se quedó mirándome.
—Qué bien que estás —me dijo y me reí.
—Bien viejo —le contesté.
Lo invité a tomar algo y fuimos conversando hasta el Chez Piñeiro.
—Qué hacés Bebe —le dije. Él también me reconoció.
—Hola, Tito. Se quedó mirándome.
—Qué bien que estás —me dijo y me reí.
—Bien viejo —le contesté.
Lo invité a tomar algo y fuimos conversando hasta el Chez Piñeiro.
Con
el Bebe nos criamos en Punta Carretas, cuando en Punta Carretas había potreros,
era considerado un barrio marginal y a mis primos de Pocitos no los dejaban
venir a jugar a mi casa porque vivíamos frente a la penitenciaría. El Bebe
tiene unos años más que yo. Me acuerdo que corrían los años cuarenta, el mundo
estaba en guerra y él se vestía como un dandy. Y yo, con mis largos
recién estrenados, le envidiaba la pinta, la carpeta y aquel andar de rango que
tenía al caminar. Entonces era un botija apurado por llegar a los veinte, para
ser como él. De todos modos me fallaron
los cálculos: la noche, y el misterio que encierra su bohemia, nunca la
alcancé a vivir. Me casé a los veinte,
antes de Maracaná, a las diez de la noche ya estaba roncando. Entraba a las
seis de la mañana a la fábrica de vidrios que estaba en la calle Asamblea,
entre El Buceo y Malvín. Iba en chiva a laburar. Mi mujer me acompañaba hasta la puerta redonda la panza, esperando el primer hijo. Y
un día, sin darme cuenta, entre pañales y sonajeros, me olvidé de mis sueños de
compadrito. Mi vida tomó otro rumbo y aunque seguimos viviendo en el mismo
barrio, con el Bebe, nos vemos muy de
tanto en tanto.
Ese
día en el Chez Piñeiro me habló de su soledad. No le quedaba familia, no
tenía amigos. Se quejó de que el barrio
ya no era el mismo. De no entender el
cambio tan abrupto —según él—, que había tenido la vida en Montevideo. De no
encajar en ninguna parte —decía. Extrañaba la vida que vivió en su juventud. Se
encontraba perdido. No comprendía a los jóvenes. No soportaba a los viejos. Me
di cuenta entonces, que en el intento de recuperar la vida que se fue, estaba
dejando su propia existencia. De tanta queja que le oí ese día, pensé si no
estaría volviéndose loco. De modo que traté de poner un parate a sus quejas y a su mal humor. Comprendí que
el Bebe se había quedado en el tiempo, seguía viviendo en el pasado, en el
arrabal de su juventud. Así que apuré mi copa y la cátedra de boliche, ese día,
la encaré yo.
—Y bueno
Bebe —comencé diciendo—, la historia es así. La vida, a la corta o a la
larga, se cobra. Ya no tenés veinte abriles. El arrabal malevo, se fue. Ya no
existe. Se fue el arrabal que hablaba de amor, el arrabal amargo, el barrio arrabalero
y la luna de arrabal. Me extraña tu desconcierto Y no me vengas con que no te
avivaste, que tiempo tuviste de sobra. ¿Que los años se fueron sin darte cuenta? Y a mí también se me fueron. Quién te dijo que los años iban hacer una
gambeta para esperarte. La vida es una
ráfaga que llega, pasa y al final te
lleva. Aunque a su paso, si demostrás interés, te va enseñando a vivir. Con
paciencia, sabés, y mano dura ¡eso sí!
casi siempre con mano dura. Si pusiste un poco de atención, lo que
aprendiste en esos años no se te borra nunca más. Es un catecismo. Con ese único
diploma tenés que salir a lucharla. Y no es fácil, si lo sabré yo. Cuando a los
veinte años te llevás el mundo por delante, las minas se te regalan, los amigos
te sobran y pensás que sos un
crack, se cruza una gurisa que te mira
despectiva sobre el hombro y que es, justo, en la que vos te emperrás. Antes de
los veintidós ya estás casado y esperando el primer hijo. Ahí se terminó la farra. De ahí en adelante la vida te empieza a
exigir cada día más. Si tuviste la suerte de encontrar una buena compañera, vas
en bondi para triyar el largo viaje de los cincuenta años que te esperan. Pero
la suerte, fijate vos, no siempre cae boca arriba. Por eso a la vida hay que
saberla manejar. Tenemos la obligación
de administrarla bien si esperamos, al
final, contar con algún respiro. En sus idas y venidas la vida nos empuja, nos
arrastra, nos vapulea. Y en medio de esa vorágine debemos edificar nuestro
propio destino. O por lo menos intentarlo. La vida es un compromiso que no nos
queda otra que aceptar.Y vos, Bebe, la viviste tranqui, qué querés inventar
ahora. Entiendo que estás solo, abatido, amargado, pero a vos se te olvidó
sembrar, tenés que reconocerlo. Creíste que los veinte abriles no se iban a
terminar nunca. Barajaste la vida con los comodines a favor y, claro, se te dio
siempre la buena. Por miedo a perder nunca arriesgaste. Te supiste ganador y a tu manera lo fuiste. Yo me acuerdo,
cuando vivía tu vieja, verte gastar la vereda de tu casa hasta el boliche.
Quedarte en la esquina las horas largas “por si pasa la de ayer”, o a la espera
de algún datero antes de arrancar para los burros. Así se te fue la vida: entre
dados, naipes y tungos. Campaneando a las pibas, pero sin comprometerte. Fuiste
un maestro de la jerga rea. Timbero de ley, le escapaste siempre a la cana y
eso que en más de una ocasión, después de una timba brava, te supiste batir a
cuchillo con más de un perdedor. Eras un ídolo. La muchachada del boliche
aquel, te admiraba. Siempre de pinta. Los zapatos relucientes, la camisa
remangada impecable; la corbata floja sobre el cuello desprendido, el Borsalino
en la nuca y el cigarrillo recién encendido. Sí, fuiste un ganador. Cosechaste
amores, ilusiones, desencuentros, en los corazones de las muchachas fabriqueras
que veían en vos al galán inalcanzable. Superhéroe que sólo recibió sin dar ni
prometer nada. Te conformó siempre el amor al paso. Jamás dejaste un seven
eleven por una cita, ni perdiste una tarde maroñense, por un clásico en el
Centenario. Y fuiste buen bailarín. Vaya si lo fuiste.Te floreaste en las
pistas cuando a Montevideo venían los monstruos aquellos de Buenos Aires: las
orquestas famosas, los cantores de la Época de Oro del tango. Nochero viejo: te
tomaste la vida de un trago, se te piantó el chamuyo y te quedaste sin letra. Y
hoy te asombra encontrarte solo.
Extrañado, recién te das cuenta que el barrio malevo no existe. Que las novias
no esperan en los zaguanes. Que ya no hay zaguanes. Que los tranvías dejaron de
rechinar y que la juventud, aquella, se fue.
Mientras vos barajabas, rompías boletos, abrazabas el sabó; tus amigos
se casaban, formaban una familia. Vos te distrajiste, perdiste el tren. Te
quedaste en la estación. Se durmieron en tus manos las cuarenta del mazo; se
mancaron los burros al doblar el codo en la pista de tu vida; los huesitos te
echaron barraca. Se ensombreció tu vida en la noche larga de los años y no
sabés qué hacer. De tanta mujer que pasó por tu vida, ninguna te sirvió para
hacer patria. Y recién te desayunás que los guapos, los malevos y la luna de
arrabal, ya fueron. Que los conventillos, las calles empedradas, los buzones
esquineros y los carreros de clavel en la oreja, siguen vivos sólo en el
corazón de los que somos del treinta.
Hoy, los nietos de tus amigos de ayer cantan en inglés, estudian chino y escriben
en windows. Si te oyen cantar un tango te miran con lástima. A ellos, que
escuchan su música en MP3, cómo les vas
a hablar de la victrola Sondor donde, por los años cuarenta, escuchábamos embobados los tangos de
Arolas. No podés. Estamos transitando el
siglo XXI, entedés. Sí, ya sé que te cuesta entender. Pero aclarame una cosa, donde
estuviste todo este tiempo. En qué arrabal, perdido del ayer, te quedaste
dormido. Cómo dejaste que la vida te pasara por encima sin, siquiera, despertarte. Y me decís que estás sólo, abatido, amargado…
¡andá…!
Hola, Ada. A solicitud tuya, tu blog ha sido agregado a nuestro listado de Blogs de Mayores.
ResponderEliminarBienvenida y gracias por tu paciencia.
Un fuerte abrazo.
-EVP, Administrador de Blogueros Mayores.
¡Gracias!! Abrazo.Ada
ResponderEliminar