-Don Alberto Aquino era un tipo de pocas pulgas. Genioso y mal arreado
como he conocido pocos. Tenía el pelo entrecano de tordillo viejo, pero
conservaba el cuerpo duro y fornido de sus años mozos. Nunca le gustó andar averiguando la vida de otros, y de la
suya no era dado a hablar. No hacía liga con los gurises que peloteaban frente
a su casa y más de una vez les tajeó la pelota que caía en su jardín destrozando algún almácigo o alguna rosa temprana. Peleaba por las mañanas con
el diariero porque venía muy tarde, y con el panadero que ataba la jardinera
al árbol de su vereda y el caballo dejaba de estiércol la calle a la miseria.
Discutía en el almacén y protestaba en la feria. Con razón o sin ella, vivía
enojado.
El asunto era quejarse, rezongar. Si tenía un
genio del diablo después que enviudó, fue peor. Quedó solo, con un par de
gatos barcinos, y unas batarazas en el fondo. Nunca tuvo perro. Vivía en una
casa, pegada a la del Cacho Forlán, una casa que había comprado con su mujer
cuando la ley Serrato. No sé si usted se acuerda.
-Más o
menos.
- Más o
menos no, se acuerda o no se acuerda.
-No me
acuerdo.
-Eran unas
casas que se vendían a pagar a largo plazo.
-No, digo
que de lo que no me acuerdo, es del Cacho Forlán.
-¡Cómo no
se va a acordar! Era el electricista que le hacía arreglos a todo el barrio.
-Ah, un
flaco que era guinchero del puerto.
- El mismo,
las dos casas las compraron por la ley Serrato.
- De esa
ley no me acuerdo.
-Lo instruyo:
era una ley muy buena que sacó Serrato, un ingeniero que fue presidente de la
República entre el 23 y el 27, y por la cual uno se podía comprar una casa y
pagarla en treinta años.
-¿Y qué?,
ahora también con el Banco Hipotecario...
-Cállese.
No me hable del Banco Hipotecario. Un día que tenga tiempo, le voy a contar lo
que me pasó a mí con el Banco Hipotecario.
-Está bien
don, ¿y qué fue de don Alberto Aquino? blancazo el hombre ¿no?
-Mire,
sinceramente no sé. Tal vez. Nunca supe de su filiación política.
-¿Y qué fue
lo que le pasó al hombre?
-Como le
iba diciendo, la casa de don Alberto era esa que tiene el sauce al frente,
pegado a la de Giménez.
-Ah, si si.
-Bueno,
resulta que el hombre tenía un tallercito de relojería y allí, entre sus gatos,
sus plantas y sus gallinas, mataba el tiempo rumiando solo todo el día. Pero
vea usted que a eso de las nueve de la noche, como algo preestablecido,
cerraba el negocito, armaba un cigarro y cruzaba al boliche del gallego Paco.
Otro tipo si lo hubo, callado como una tumba. Amargado y triste, vivía por no
morirse. Obligado. Había llegado a Montevideo muy joven, recién casado, acá lo
esperaban unos parientes que le habían conseguido una casa donde vivir y
trabajo. Y mire usted lo que es el
destino, al mes de llegar se le muere la mujer.
No quiso volver a España un día se compró
el boliche de la esquina y allí pasó el resto de su vida, solo, sin poder ni
querer olvidar. Y así hablaba lo estrictamente necesario escuchando a los
parroquianos como un confesor, quienes a pesar de su parquedad le tenían
sincero aprecio. Yo creo que la soledad los hizo unirse y hacerse amigos. El
asunto era que a las nueve de la noche el gallego Paco servía dos cafés con coñac, dejaba al Carlitos de mozo en el mostrador, y se llevaba los
cafés a una de las mesas junto a la ventana. Allí llegaba don Alberto
fumando manso y se sentaban los dos.
-¿Y
hablaban?
-No mucho.
Pero hablaban, sí. A veces del tiempo, del fútbol o de la guerra en Europa. Y
entre un cafecito y otro, se contaban la vida. Y finalmente creo que las nueve
de la noche era para ellos dos, la hora más importante del día.
-Vivían al
cuete.
-No crea,
vivieron intensamente la soledad y el dolor.
-Pero
vivieron pa’dentro.
-Así somos los seres humanos. Unos viven pa’dentro, como
usted dice y otros pa’ fuera. La vida nos va tallando a fuerza de golpes y a
según como la enfrentamos es como se nos va formando el carácter. Algunas veces
sacamos coraje de donde no hay, pero otras veces nos chicotea tanto, que nos apabulla
y nos achica, y se nos van hasta las ganas de seguir tirando, ¿nunca le pasó?
-Más bien.
-¿Ha visto?
Y estos dos seres humanos eran así, vivían pa’ dentro. Hasta que se
encontraron. Porque vea usted que la amistad, cuando es sincera, es un bálsamo
muy difícil de encontrar en estos tiempos. Y una noche, mire lo que sucedió.
Serían las diez y media de la noche, llovía agua que Dios manda, como si no
hubiese llovido nunca. Don Alberto no atinaba a irse del boliche, esperando a
que amainara. Así que en cuanto escampó el aguacero, se apresuró a cruzar hacia
su casa. En eso, un camión que pasaba, atropelló a un perro que quedó tirado
junto al viejo.
Don Alberto se acercó al animal que estaba
golpeado, pero vivo. Como pudo lo arrastró y se lo llevó a su casa. Era un
perro medio viejo, pero cuidado. Pensó que andaría perdido o escapado. Vaya a
saber. El golpe había sido en la parte de atrás, estaba como descaderado. El
pobre animal no se podía parar. El viejo lo cuidó días y días. Preguntó, no
mucho ni muy fuerte, si alguien lo conocía. Nadie lo reclamó. Así que lo llamó
Nerón y desde entonces don Alberto tuvo perro. Con el tiempo y los cuidados,
Nerón volvió a caminar. Torcido, medio arrastrando las patas de atrás, pero
andaba contento y pegado, día y noche, a su nuevo dueño. Como agradecido, vea
usted.
-Como el
perro no hay.
-Usted lo
ha dicho. Desde entonces, fíjese, que
noche a noche, llegaban al boliche del Paco don Alberto y su perro.
Allí, bajo la mesa de los amigos, se echaba el animal a dormitar. A eso de las
diez y media se desperezaba estirándose, y se iba con su dueño.Y en la casa que
compartían, mientras las sombras se desparramaban por las habitaciones, el
bicho dormía echado junto a la cama del
viejo.
Por mucho tiempo los vimos juntos en las ruedas
de boliche del gallego Paco, entre bohemios, filósofos y nostálgicos. Una noche
se hicieron las nueve, las nueve y media y como no venían, don Paco mandó al
Carlitos a ver que le pasaba a don Alberto. Un alboroto de dientes y ladridos
no le permitió al muchacho ingresar a la casa. Entonces cruzó don Paco. El
perro se le acercó gimiendo y acompañó al gallego hasta donde don Alberto,
tendido en su cama, dormía su último sueño.
Con Nerón se quedaron los muchachos del taller
mecánico. Pero a las nueve de la noche lo veíamos entrar al boliche. Allí,
mientras don Paco se tomaba un café, él se echaba a sus pies bajo la mesa y
esperaba. A eso de las diez y media, arrancaba para el taller. Yo creo que don
Alberto la noche esa, antes de morir, le recomendó al perro que acompañara al
gallego. Para que no estuviera tan solo, digo yo. ¡Bicho inteligente el perro!
- Y fiel.
- Y fiel...
“Cuanto más conozco a los hombres...
- Más
quiero a los perros.”
- ¡Eso
mismo! ¿Nos tomamos la penúltima?
-¿Y quién
soy yo pa’ decir que no?
- ¡Chacho,
otra vueltita, y serví acá al amigo!
-¿Y al
final, qué fue del Cacho Forlán…?
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