Era extraño que aquel rosal trepador se
cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y menos ese
rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Lo había recogido de
entre las ramas desechadas de una poda, que un vecino dejara en la calle
para que el camión de la intendencia se las llevara. Pese a la apariencia de
ser un árbol débil, tenía una raíz fuerte y sana. De manera que lo trasplantó
contra el muro, sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Tardó en
desarrollarse. Hasta que un otoño comenzó a crecer abrazado a la pared.
Sus ramas se alargaron firmes sobre las guías de hilos. De todos modos, a
pesar de que fue creciendo robusto, nunca dio señales de florecer.
Leonidas no entendía por qué el bendito
rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso,
siempre tuvo la certeza de que una primavera, a fuerza de paciencia
y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en
primavera. Sucedió en el mes de junio, cuando ya nadie espera que
florezcan los rosales.
Aquella mañana de fines de junio mientras carpía y retiraba maleza de
los canteros, Leonidas escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo
su trabajo para mirar hacia el patio exterior que daba al jardín. Recordó
entonces que Cristina, la directora de Casablanca, le había comentado que
ese día ingresaba a la residencial una nueva compañera. Permaneció
un momento observando el grupo que conversaba y alcanzó a divisar el rostro de
la nueva. Por un instante se sintió desconcertado. No podía ser ella. Tal
vez la vista comenzaba a traicionarlo. Había dejado muy atrás los
años jóvenes y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo
lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo aquel de los
verdes años. Regresó a una época casi olvidada. Volvió a recorrer los
patios de la vieja casa donde pasó la infancia. Regresaron a su memoria
sus padres y hermanos. Y se vio él, entonces estudiante, en
la ardiente primavera de su
vida.
La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril, en los suburbios
de la ciudad. Casas bajas con calles adoquinadas y faroles en las
esquinas de ochavas. Barrio con olor a madreselvas y cielos, infinitos, de
lunas blancas.
A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir.
Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La formaba una pareja
con varios hijos que andaban todo el día en la calle pidiendo, o robando.
Cuando los padres lograban reunir
algunos pesos compraban alcohol, se embriagaban, se insultaban, se castigaban
entre ellos y castigaban a los hijos. Por las mañanas los mandaban a
pedir, a robar y no volver sin dinero.
Una de las niñas se llamaba Caterina. Era
rubia y triste. Llevaba cumplidos los
doce años y andaba siempre llorando por la calle.
Caterina le dolía en el corazón a
Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para protegerla. A veces se
encontraban a la vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que
no llorara. Que cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos.
Entonces ella lloraba con más ganas.
En aquellos
días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque lo intentó no llegó nunca a
definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a la
muchacha. De lo que en cambio estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo de
protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la
asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de
alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor
compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche
de lluvia.
Los padres
comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin deseos de
comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación. Indagó. Quiso
saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que dio Leonidas.
No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la cual no
podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía.
¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente
lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no
vuelvas ni a mencionarlo! Ya te vas a olvidar. Sos muy chico
todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya encontrarás, cuando
termines los estudios, una chica de buena familia de quien enamorarte. ¡Te
pido por favor que te olvides de ese asunto! Sos muy chico para
entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para casarse.
¿Entendés? Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas. ¡Vamos,
Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto!
Y
Leonidas no supo qué contestar
Caterina no tuvo tiempo de terminar
la escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros
pasos, a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña,
subía y bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los seis años.
Al principio pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la
calle aprendió a robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o
tres juntos, ellos entorpecían a las personas que se
encontraban dentro y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que
podía y salía corriendo. Tenía diez años cuando una noche los
padres, alcoholizados, la vendieron a un fulano por cincuenta pesos.
Después, cuando se les pasó la embriaguez, lloraron por lo que habían
hecho. Al otro día la volvieron a vender.
Caterina, por
primera vez, siente un atisbo de felicidad. Les cuenta a sus padres que
el joven Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre
gritó desaforada: ¡¿qué te dijo ese atorrante?! ¡¿Qué te va a llevar con
él?!
Insultó
el padre como un demente: ¡la puta madre que lo parió! ¡Decile a ese guacho que
no se meta con nosotros si no quiere que le parta la cabeza de un
fierrazo! Decile que digo yo, no más. ¡Guacho de mierda! Mal parido
¡Viá tener que hablar con el padre pa´que lo ponga en vereda, al
hijo de puta! Te fijaste vos como se mete la gente en lo que no le importa. No
se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que mantener. Y nosotros. Tu
madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan a pagar
bien, te quiere llevar. Mirá, ¡si me dan ganas de salir ahora y cagarlo
a patadas! Desgraciado. Guacho hijo de mil putas. Lo viá matar,
mirá. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato!
Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía
dudas. La pequeña Caterina del barrio olvidado. La Caterina con
doce años que lloraba por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella
misma, una noche, lo obligó a renunciar.
Leonidas la
miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos
años! Cómo podía reconocer en ese anciano, a aquel adolescente que una vez le
dijo que la amaba y que un día se irían a vivir juntos.
Y él,
por tercera vez, permaneció callado.
Las matas de
cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos
trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo
floreciendo en el jardín de Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue
haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que, según la luz que necesitan
para desarrollarse, pueden dividirse en:
plantas de solana y plantas de umbría. Si se multiplican por semillas, división
de matas, por gajos, acodos, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego.
Que es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las
dañan y podar algunas de ellas.
Leonidas hace
ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca
para el Adulto Mayor. Comenzó después de haberse jubilado, por el deseo de
hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de
las plantas fue algo que siempre le atrajo. Así que al enterarse que la
residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones. Un par de
años después, cuando falleció su esposa, comprendió que la soledad era quien lo
aguardaba cada tarde al volver a su casa. De manera que un día decidió
quedarse a vivir en la residencial, donde se sintió realmente
acompañado.
La vida para
Leonidas no ha tenido demasiados altibajos. A veces, en las tardecitas,
se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden.
Examina los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos no
puede, no pudo nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado
desde siempre y lo hiere todavía.
Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve de estudiar camina unas
cuadras más, para pasar por su casa. El padre lo vio un día y le gritó: ¡Hijo
de puta! ¿qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te
viámatar!
Pasó mucho
tiempo sin verla y pensó que podría estar enferma. Después supo que no. Alguien
dijo que la habían visto por el Centro. Caminando. Él no podía creerlo.
Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que verlo con
sus propios ojos. A veces la gente se ensaña, inventa cosas.
Una noche la
vio salir de su casa. La encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía
de dieciocho. No dudó en seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se
paró en una esquina con otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un
hombre, habló dos palabras y se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin
verlo. Con la cabeza apenas inclinada, presa todavía de un poco de
vergüenza. Vergüenza que irá, poco a poco, perdiendo para siempre y hasta nunca
en ese submundo aberrante del que no puede, no podrá ya salir. Evadirse. Donde
deberá seguir, sin salvación posible, arrojada allí como en una pesadilla.
Convencida de que, aunque logre un día apartarse de esa vida, será ya
hasta el fin y para todos: una mujer de la calle.
Recién
entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no
podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara
de criarse y se hiciera un hombre. Ella ya era una mujer. Los tiempos de
ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa. Pero a ella la
vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más remedio que saltar.
Volvió al
barrio con una herida que le lastimaba el pecho. Por mucho tiempo se
culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos
dos, tenía marcados caminos opuestos.
Y
decidió no volver a verla.
Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al Instituto de Profesores
Artigas. Era, entonces, un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y
filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica que había venido a estudiar al
I.P.A. desde la ciudad de Salto. Compañeros de estudios, se hicieron primero
amigos y luego, más enamorada ella que él, formalizaron el noviazgo.
Marlene vivía en Montevideo en una casa para estudiantes con
la idea de que, una vez recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto,
a partir del noviazgo, la joven le propuso a Leonidas, irse a vivir con
ella a su departamento. Él aceptó, pues era una forma de desprenderse del
recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Recuerdo que, pese a todo,
no trató nunca de arrancar definitivamente de su pensamiento. Pues, cada tanto
la veía niña llorando por las calles del barrio y otras veces hecha una
mujer pintados los ojos y la boca, vendiendo su juventud por las esquinas del Centro.
En esos años
más de una vez la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una
noche, sin embargo, conversaron. Estaba terminando el profesorado, ese verano
se casaba con Marlene y se iban a vivir al litoral. Sabía dónde encontrarla. Se
fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles
estiraban sombras sobre las veredas grises. El país arrastraba sinsabores. Poca
gente y poca plata en la calle. Entraron a un boliche alumbrado por una magra
lamparilla que regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se
empeñaba con las palabras cruzadas de El Diario, el patrón, sentado
frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media noche. En la
radio: Magaldi el sentimental.
Se sentaron
al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a
hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió.
—Bueno,
Leonidas, hablá ¿qué querés decirme? Conseguiste trabajo. Me
vas a llevar a vivir con vos. Cuanto ganás. Podrás bancarme. Sabés la guita que
hago yo por noche. Vas a trabajar vos para mí. ¿O voy a trabajar yo para vos? ¡Hablá! ¿Qué querías decirme?
Volvió
a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a
través de aquella hermosa muchacha que lo miraba desafiante, a la frágil
Caterina que un día amó y que todavía le dolía. La buscó detrás de
los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña.
Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por
vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a
buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar. Avergonzado de estar allí. De
haberla buscado. Si él ya había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar
a la muchacha que estaba, tan solo, intentando sobrevivir.
Ella tomó el
bolso, se puso de pie y dijo con preeminencia:
—Viví
tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. Olvidate. No quiero volver
a verte... gracias por el café.
Le
palmeó el hombro y lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado.
—Chau, pibe —le susurró con ternura maternal al despedirse.
Colgó su
bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su cabello cayó como un telón
sobre la espalda. Se fue haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles.
Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado largo.
Leonidas
quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en
cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que
él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Y comenzó ella a jugar. Cada
pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la
conversación. Y él, por segunda vez, no pudo hablar. No se animó. La
joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se
retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber
existido entre los dos.
Y
Leonidas supo esa noche que Caterina lo había marcado a fuego y que esa
marca la llevaría mientras viviera.
Habían pasado ya varios
días desde la llegada de la nueva a Casablanca. No dejó de llamar la
atención de todos los residentes, lo pronto que se adaptó a la vida en la
residencial. No era común. Por lo general a las señoras les cuesta un poco
acostumbrarse a la convivencia con personas ajenas a su entorno familiar.
Extrañan y es comprensible, dejan su
casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su
vida.
A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio.
Deben hacer un esfuerzo hasta que se conozcan, luego la camaradería surge
sola. De modo que esta señora que desde el primer día de su ingreso se sintió
como en su casa, les ha llamado gratamente la atención a todos.
Ha
entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y
feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese vivido tan bien. Tan
acompañada. Tan protegida.
Con
Leonidas conversan asiduamente. Ella baja al jardín y se sienta a
conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su
vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos.
En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida.
—Nací, dice,
en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese
barrio? Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En
otoño íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf.
¿Conoce el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa y a pasear por
la rambla. Por la rambla, sí. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi
mamá y mi papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy
trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque
Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al
liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le
gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de
salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme.
Me casé
de vestido blanco...con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en
las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las
rositas del muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas,
gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda, muy linda, de blanco me casé, de
blanco...
—¿Con quién
se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda?
—Si, cómo no
me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi
único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo no me acuerdo bien.
Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido blanco...y un
velo largo, muy largo...y flores, llevaba flores en las manos. Rosas. Rosas
llevaba... después nos fuimos del barrio.
—¿Se mudaron
del Parque Rodó?
—¿Del Parque
Rodó?
—¿No me dijo
que vivía por el Parque Rodó?
-—Ah, sí,
creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien.
—¿Y tuvieron
hijos?
—¿Hijos? Sí,
creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos
tuvimos. De algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no.
De otras no me olvido. Creo.
Mientras
cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No
sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura
habitando un mundo de personajes irreales que la hacen engañosamente
feliz.
Cristina le
ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien. Que ha
perdido la memoria y que confunde las cosas y las personas. También
le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se
hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Cristina, la había sacado de
la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había
cobijado en su portal.
Leonidas comprende
que el destino ha hecho que volvieran a encontrarse cuando las vidas de
ambos, están ya al final del otoño.
No
sabe, aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no
supieron el uno del otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la
vida que le hubiese gustado vivir. Y la cuenta como si realmente la
hubiera vivido.
Ha
conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha
inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo
el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante
toda su vida le fue negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a
este viejo jardinero, que escucha con atención sus relatos, sobre su
niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le
contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su
juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto
a un marido que la amó y fue su apoyo. Le contará una
historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un hermoso cuento de
Hadas en el que será, al fin, inmensamente feliz.
—Estuve en España y en Francia. Estuve en París. En el Sena...
—¿Con su esposo, estuvo?
—Mi esposo.
—¿No fue a París con su esposo?
—No sé, creo que sí.
—Y cómo es París.
—¿París? No sé. No sé cómo es París. Nunca fui a París...
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