Se llamaba Anton Sargyán. Era un armenio alto, moreno y desgarbado que siendo
un niño logró huir con sus padres del Imperio Otomano y llegar a Uruguay,
después de peregrinar por el mundo, huyendo del genocidio armenio de 1923.
En aquel tiempo después de navegar
más de cuarenta días en un barco de carga, la familia desembarcó en Montevideo
y se alojó en una casa de inquilinato en la Ciudad Vieja para
luego establecerse en el barrio del Buceo. Allí aprendió hablar en español fue a una escuela del estado y en el liceo se
enamoró de Alejandrina, una chica descendiente de turcos cuyos abuelos llegaron
a Uruguay a fines del siglo XIX.
Los chicos se conocieron se
enamoraron y vivieron un amor de juventud, sincero y pleno. Hasta que las
familias de ambos se enteraron.
A los dos les prohibieron ese amor, pero para Anton no existían
prohibiciones posibles. El joven amaba a Alejandrina y estaba resuelto a
continuar con ese amor pese a las prohibiciones de ambas familias. De modo que
siguieron viéndose a escondidas hasta
que los padres de Alejandrina decidieron
irse del país.
Fue entonces que Anton ideó un plan audaz para impedir esa mudanza.
La novela de Anton Sargyán avanzaba con interés cuando un día Anton
adquirió vida propia, no necesitó más de mí, se fue de mi imaginación y
mientras yo escribía en la computadora, la historia de amor de Anton y Alejandrina
comenzó a hablarme borrando mis frases e insertando las suyas:
—Necesito hablar contigo. No quiero seguir siendo el personaje de esta
historia. No estoy enamorado de Alejandrina. Es a ti a quién amo. Quiero ser
parte de tu vida. Sé que puedo hacerte feliz. Sácame de la historia y llévame contigo.
Al principio pensé que todo era una broma del equipo de Google. No
obstante envié mensajes explicando lo que sucedía, que nunca contestaron.
La novela iba avanzando fluida, yo estaba entusiasmada en como se iban dando
los hechos, no tenía intenciones de abandonarla. Anton por días no se
comunicaba, entonces yo adelantaba la
historia pues creía que se había terminado la odisea, pero al rato volvía con sus frases de amor
cada vez más audaces.
Pensé que podría ser alguno de los webmaster de los sitios donde yo participaba,
algún contacto de la página de Facebook, hasta que al final desistí de seguir
averiguando porque pensé que creerían que estaba volviéndome loca.
Mientras tanto Anton no cejaba en su intento de conmoverme, de llamar mi
atención hacia su persona inexistente. Entonces decidí seguirle el juego. Le
dije que estaba casada, que ya tenía un hombre a mi lado a quien amaba. Me
contestó que a él no le importaba que estuviese casada. Que el mundo que me
rodeaba no existía para él. No conocía este mundo ni quería conocerlo. Estaba
apasionado conmigo —decía—, conocía mi
alma y quería habitar en mí.
Le contesté, siguiendo el juego, que
no lo conocía, no sabía quién era, qué se proponía, ni qué era eso de habitar
en mi.
Me contestó que si lo liberaba y
le permitía entrar en mi mente estaríamos unidos para siempre. Que no necesitaría
más a mi esposo ni a mis amigos ni a
nadie, pues él colmaría todos mis deseos más íntimos, todos mis deseo humanos. Todos
mis deseos.
Además me dijo que yo lo conocía, que lo había creado paso a paso, no era
entonces un desconocido. Soy el hombre que creaste. Un hombre. Llévame contigo
—imploró— si no lo haces mátame en tu
historia, de lo contrario mientras escribas estaré comunicándome.
En ese momento decidí abandonar la novela. Dejarla con otros cuentos sin
final que fueron acumulándose mientras fui escritora. Pero él no sólo leía lo que yo escribía en la
computadora, también leía mi mente y se apresuró a decirme:
—No intentes abandonar la novela porque me dejarás penando en ella hasta
el final de los tiempos. ¡Por favor, si no me dejas habitarte, mátame!
Nunca tuve el valor de matarlo. Abandoné sin terminar la historia de amor
de Anton y Alejandrina y la guardé en el fondo de un cajón de mi escritorio
junto a cuentos que nunca puse fin.
Algunas noches entrada la
madrugada cuando la inspiración se niega, recuerdo aquel amor virtual que sólo pidió habitar en mí y que dejé
encerrado en un cuento inacabado.
Muchas noches entrada la madrugada cuando el cansancio me vence, entre
mis libros y mis recuerdos, suelo escuchar desde el fondo de un cajón de mi
escritorio el llanto aciago y pertinaz, de un hombre que implora.
Comentario por Laura López
ResponderEliminarGuau, pero que hermoso escribes!! Tu blog va directo a mis favoritos, que alegría haberte descubierto amiga! Sacaré ratitos para leerlo , que contenta me voy de tu relato :)
Gracias por tu lectura, Laura, me alegro que te haya gustado.
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