Ese domingo había amanecido
espléndido. Casi de verano. Por la mañana habíamos salimos con Jorge para
la feria del Parque Rodó. En esa feria se vende mucha ropa y él quería
comprarse un jean bueno, lindo, barato y que le quedara como de medida.
Fuimos caminando por Bulevar Artigas. A las 11
de la mañana el sol caía impiadoso. Al pasar bajo el puente de la calle
Sarmiento, sentado en la verja de ladrillos, encontramos a un hombre viejo
tocando el violín. Vestía pobremente, pero prolijo: llevaba puesta una camisa
blanca con rayas grises remangada hasta el codo que dejaba ver, en el brazo que
sostenía el instrumento, una Z y una serie de números tatuados. En el suelo
junto a él había una caja de lata, colocada allí, supuse, para recibir alguna
moneda.
Al acercarnos
oí ejecutar de su violín, con claro virtuosismo, las Zardas de Monti. Detuve
mis pasos y le pregunté al violinista si era judío. Me miró con sus ojos
menguados y me dijo que no. Soy gitano, agregó, nacido en Granada. Le
pedí permiso y me senté a su lado, quise saber qué hacía en Uruguay un
violinista gitano nacido en Granada —mi marido se molestó y me hacía señas como
diciendo: y a vos qué te importa. Disimulé y miré para otro lado.
El violinista me miró entre sorprendido y
desconfiado, después quedó con la mirada fija en la calle como buscando la
punta de un recuerdo escondido, para tironear de él. Quedé un momento a la
espera. Entonces comenzó a hablar con una voz cascada en un español extraño.
Mi marido también se sentó.
—Llegué a este mundo en Granada, provincia de Andalucía, una tarde de invierno
en que lloraba el cielo, del año 1925 de Nuestro Señor, en el
barrio gitano de las cuevas del Sacromonte. Allí pasé mi vida toda.
Porque después ya no viví.
—Del Sacromonte —pregunté.
—El Sacromonte es el barrio más gitano de Granada —me contestó—, en
sus cuevas habita la esencia del flamenco que algunos calé llaman el
Duende, porque erotiza el baile y el cante hondo. Se encuentra en lo alto de un
monte y hay que subir a él por veredas pedregosas. Tiene calles estrechas y
casas cavadas en la roca.
Quedó un momento en
silencio que yo aproveché.
—Por qué se llama Sacromonte —quise saber.
—Porque se dice que en tiempos de los musulmanes había sido un cementerio —continuó
diciendo—, las cuevas fueron construidas por los judíos y musulmanes que fueron
expulsados en el siglo XVI, hacia los barrios marginales, a los que más tarde
se les unieron los gitanos.
El sacromontecino hablaba con los ojos
entrecerrados, como visualizando cada cosa que iba diciendo. Por momentos
callaba y quedaba como extraviado, como si su espíritu lo hubiese abandonado
para volver a su España, a Granada, a las cuevas de aquel barrio cavado
en la roca.
De pronto volvía y con un dejo melancólico me hablaba de la Alhambra , construida en
lo alto de una colina —decía.
Yo lo escuchaba encantada y trataba de no interrumpirlo porque me
fascinaba su voz, su modo de hablar como un maestro, como un sabio que me
enseñaba rasgos de la historia que yo desconocía. Él, por momentos, se
entusiasmaba al recordar cada detalle de aquellas historias de su tierra lejana
que, con su voz y su memoria, parecía revivir.
—Desde el
Sacromonte se puede ver la
Alhambra —decía como si la estuviera visualizando—, uno de
los palacios más hermosos construido por los musulmanes hace más de quinientos
años a orillas del río Darro, frente a los barrios del Albaicín y de la Alcazaba. Tiene en
el centro del palacio, el Patio de los Leones, con una fuente central de mármol
blanco que sostienen doce leones que manan agua por la boca y que, según dicen
algunos nazaríes, representan los doce toros de la fuente que Salomón mandó
hacer en su palacio, y otros opinan que pueden también representar las doce
tribus de Israel sosteniendo el Mar de Judea.
Me contó que los gitanos habían sido
discriminados en España a partir de 1499 por los Reyes Católicos Fernando e
Isabel y por la
Inquisición española, en nombre de la Iglesia , que buscaba entre
los gitanos no conversos, a brujas hechiceras que realizaban maleficios en
reuniones nocturnas con el diablo, para quemarlas en la hoguera. Nunca
fue cierto —me aseguró—, los gitanos no pactamos con el diablo. Los poderes
sobrenaturales de los gitanos ya los traemos al nacer. Son dones otorgados por
el Dios de todos los hombres. De todos modos, aún hoy —afirmó—, seguimos siendo
discriminados en todo el mundo.
Después de un
silencio que usó, tal vez, para ordenar sus recuerdos continuó con voz profunda
y emocionada. —En mi barrio del Sacromonte me casé a los dieciocho años con una
gitana de dieciséis, linda como el sol de mayo. Teníamos dos hijos pequeños,
una niña y un varón, cuando un día los nazis irrumpieron en una fiesta gitana,
quemaron, robaron y destrozaron todo y se llevaron en camiones a las mujeres y
a los niños por un lado y a los hombres por otro, dejando un tendal de muertos.
Al oír este relato tan atroz le pedí que no siguiera
contando, que le hacía daño, le dije. Él me miró y me contestó: —los
muertos, no sufren. Hace años que no vivo. Y continuó. —A los músicos de
la fiesta nos llevaron aparte, juntos con los instrumentos. La última vez que
vi a mi mujer y a mis hijos fue cuando, a empujones y a golpes, los
subieron a un camión. Tal vez tocaba el violín, mientras cenaban los generales
de la S.S .,
cuando eran conducidos a la cámara de gas. Cuando terminó la guerra y los
aliados nos liberaron volví a España y a Granada, pero no encontré a mi familia
ni a mis amigos.
Durante muchos años vagué con mi violín por los países de Europa, hasta que un
día decidí venir a América con una familia que conocí en Rumania. En
América recorrí casi todos los países, llegué hasta el sur de EE.UU. pero de
allí me volví. Viví largos años en Argentina. Hace un tiempo vine a Uruguay, he
recorrido todo el interior. Me siento muy bien aquí. Hay mucha paz. Por ahora
pienso quedarme.
Le
pregunté por qué su español era tan extraño. Me contó que los gitanos tienen
sus leyes y su idioma Romaní, para todos los gitanos del mundo. En todos los
países europeos los gitanos se comunican en el mismo idioma. Pero en España y
Portugal no lo hablan bien. Tal vez mezcle un poco los dos idiomas —me
dijo.
Aunque no lo hubiese dicho los números en su brazo
hablaban de la guerra y los Campos de Concentración de manera que le pregunté
qué significaba la Z
junto a los números tatuados en su brazo, algo que yo nunca había visto antes.
Me contestó que la Z
significa Zíngaro, gitano en alemán. Estuvimos hablando mucho rato, él se
encontraba trabajando cuando llegué y lo interrumpí. Le pregunté entonces si el
próximo domingo volvería, me aseguró que si. Quedaron a la espera muchas
incógnitas.
Durante esa semana fui anotando en mi agenda cada
pregunta que le haría. Cada consulta. Cada duda. Volví con mi esposo al domingo
siguiente provista de la agenda y un pequeño grabador, pero no estaba. Lo
busqué en los alrededores, pero no encontré al gitano del violín. Durante
varios domingos me acerqué al puente Sarmiento con la esperanza de encontrarlo.
Nunca volví a verlo por allí. No le pregunté el nombre. Ni me dijo donde vivía.
Si no fuese porque mi esposo fue testigo, hasta creería que lo soñé. Que sólo
fue una ilusión. Un sortilegio.
De todos modos,
lo sigo buscando. Algún día en alguna feria de barrio volveré a escuchar su
violín y aquellas Zardas de Monti. Entonces reanudaremos la conversación. Sé
que volveré a encontrarlo por alguna callecita romántica, escondida, perfumada
de jazmines, de este nuestro entrañable Montevideo.
Ada Vega - http://adavega1936.blogspot.com/
ResponderEliminarSos unica,me transportas con cada uno de tus relatos a la escena de los mismos.Que don tenes,que Dios te lo conserve para el bien de todos tus seguidores.Un beso y como siempre (literariamente)rendida a tus pies.
¡GRACIAS, Charo, como siempre un abrazo grande de Montevideo a Barcelona!!
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