En pagos de Maldonado, como quien va para
La gente del pago es mañera
de pasar de día por ese lugar. Le tiene recelo a la cruz. Tal vez porque a
través de los años muchas historias se han contado sobre quien yace o a quien
recuerdan esos palos crucificados. Historias de amores truncos, de muertos y
aparecidos, de luces malas y espíritus andariegos. Pero han de saber quienes
narran, que sólo existe una historia verdadera. Se la contó a mi padre un
descendiente de indios charrúas, una noche después de unas pencas, mientras
churrasqueaban en descampado.
Arriba, la noche se había
cerrado como un poncho negro sobre el campo. Abajo, las brasas eran rubíes
desperdigados al calor del fueguito. Cuando el indio empezó a contar la luna,
sabedora de la historia, se fue escondiendo despacito detrás de los cerros. Las
almas en pena pararon rodeo para escuchar al indio. El viento en las cuchillas
se fue aquietando, y sólo se oía el silencio cargado de preguntas y de porqués.
Después, la luna brilló hacia el este, el viento chifló con bronca y mi padre
guardó por años la historia que hoy me contó.
Habíamos salido temprano.
Andábamos a caballo, al paso, de recorrida por el vallecito junto a la
Sierra de
las Ánimas. El sol de la mañana de enero empezó a picar. El alazán de mi
padre tironeó para el arroyo, y nos detuvimos para que los animales bebieran. A
un costado del arroyo junto a unos talas, había una cruz. Papá, ¿es ésta la
cruz de la
Serrana ? pregunté bajándome del caballo. Sí,
m´hija. Déjela tranquila, no la moleste, me contestó. Me detuve junto a ella con
intención de limpiarla de maleza y descubrí que no había allí ninguna mala
hierba; sólo los cardos de flores azules, le habían hecho un resguardo para que
nadie se le acercara. Protegiéndola. Sobre su cimera blanqueaban los panaderos.
Nos volvimos en silencio y al llegar a las casas puso a calentar el agua para
el mate, armó un cigarro, nos sentamos en unos bancos de cuero crudo junto a la
puerta de la cocina y con la vista perdida en las serranías, mi
padre se puso a contar.
Me dijo que siendo
muchacho anduvo un tiempo de monteador por Mariscala y las costas del Aceguá,
que por allá conoció al indio Goyo Umpiérrez. Joven como él, versado y
guitarrero. Animoso para el trabajo y conocedor de rumbos, de quien se hizo
amigo, saliendo en yunta más de una vez en comparsa de esquiladores por el
centro y sur del país.
En una ocasión haciendo
noche en Puntas de Pan de Azúcar, salió a relucir la mentada Cruz de la
Serrana y
las distintas historias que de ella se contaban.
Fue entonces que el Goyo le contó a mi padre la verdadera
historia. Según supo el indio de sus mayores por 1860, llegaron a nuestro país
varias familias de ricos hacendados europeos con intención de invertir en
campos y ganado. Colonos que en su mayoría se establecieron sobre el litoral.
Una familia vasca compuesta de un matrimonio y una hija de dieciséis años,
enamorada del lugar, se instaló en el valle que descansa junto a la
Sierra de
las Ánimas. Parece ser que la hija del matrimonio era muy hermosa, belleza
comentada entre los lugareños que al nombrarla la apodaron: la
Serrana. Afirman que
tenía la tez muy blanca, el cabello largo y oscuro y grandes ojos grises.
La casa de los vascos era
una construcción fuerte de paredes de piedra, techos de tejas y
ventanas enrejadas. Casi a los límites del campo cruzaba un arroyito de agua
clara que bajaba de los cerros bordeado de juncos, pajas bravas y espinillos.
Con playitas de arena blanca y cuajado de cantos rodados, donde la familia en
las tardes de verano solía bajar a pescar y bañarse permaneciendo allí
hasta el atardecer.
Por aquellos días, entre las
cuchillas verdes y azules, vivía a monte una tribu de indios charrúas, ocultos
como intrusos en su propia tierra. Diezmados en Salsipuedes sólo unos pocos
recorrían los campos, aún sin alambrar, en busca de caza para su sustento. Una
tarde un joven indio que andaba de cacería, al seguir el curso del arroyito, se
acercó a la familia que se encontraba a sus orillas. Sólo la joven lo vio
acercarse. Al indio lo turbó la belleza de la
Serrana. Se cruzaron
sus miradas y el indio desapareció.
La joven no comentó su
presencia pues sus padres, que eran profundamente católicos, tenían a los
indígenas por herejes, sintiendo por ellos desconfianza y temor, no
permitiéndoles el más mínimo trato. A la joven europea la impresionó el indio
oriental y tal vez por curiosidad ansiaba volver a verlo. Por eso en las
tardes, sin que sus padres supieran, se llegaba sola hasta el arroyito con la
secreta esperanza de encontrarlo otra vez. También el charrúa bajaba de
las sierras sólo para ver a la
Serrana , permaneciendo oculto entre los
árboles. Así una tarde y otra y otra, llegaba la
Serrana a
la playita y se sentaba a esperar.
Una tarde decidió
salir en su busca y comenzó a recorrer el arroyo. El indio, que la observaba,
al verla ir hacia él quedó sorprendido y permaneció muy quieto. El encuentro de
los dos fue natural. Ese día la niña blanca y el indio se
enamoraron. Con ese amor que no sabe de tiempo, edades ni razas. Así cada
día, en las pesadas horas de la siesta, llegaba la joven a encontrarse
con su enamorado indio, ocultando aquel amor que les había nacido sin
querer. Todo ese verano se vieron a escondidas.
Una tarde de otoño con un
tibio sol acariciando las hojas doradas, caminaban los dos enamorados a la vera
del arroyo. En la mano morena del indio oriental se cobijaba la blanca manita
de la niña vasca. Caminaban un mundo de luz y felicidad. De pronto el sol de
oscureció. En la orilla opuesta, atónito, los observaba el padre de la joven.
Vaya a saber qué sentimiento
perverso nubló su mente, cegó su raciocinio y permitió que un ramalazo de odio
convirtiera en mármol su corazón, para que sin mediar palabra, ciego de
ira, desenfundara el arma que llevaba en su cintura y de un balazo
abriera una boca en el pecho del indio, por donde, hacia las remotas praderas
indígenas, se le fue la vida.
El grito desgarrador de la
Serrana retumbó
en ecos por la
Sierra de
las Ánimas, alertando a la tribu, que presagiaba el final. Horrorizada la joven
corrió a su casa y se encerró en su habitación. Esa noche mientras todos
dormían fue hasta los galpones, descolgó una coyunda y llegó hasta el arroyo.
Sólo en lo alto una luna blanca la acompañaba. Buscó al indio que había caído a
sus pies, sin encontrarlo. Ya la tribu al caer la tarde se lo había llevado
monte adentro. Y allí, donde cayó herido de muerte, la
Serrana se
ahorcó.
Contó Goyo que al
encontrarla su padre al otro día, la enterró allí mismo y con sus manos hizo
una cruz. Al poco tiempo vendieron los animales, abandonaron la casa y se
volvieron a Europa. Y la cruz quedó y permanecerá para siempre, mientras ande
el Amor de paso por la tierra. Como símbolo quizá, de nuestras propias
raíces. Mezcla de sangre europea tenaz y emprendedora y la de nuestros
indígenas, rebeldes y libertarios. De todos modos la
Serrana y
el indio cumplieron su destino y estuvieron al fin, juntos para siempre.
El cigarro se había apagado
entre los dedos de mi padre que retornó su mirada de la lejanía. Los pollos
picoteaban en el ante patio, el perro se desperezó y volvió a dormirse.
Mi madre nos llamaba para almorzar.
Esta es la historia que una noche
el indio Goyo Umpiérrez le contó a mi padre, que hoy mi padre me contara
a mí, y que yo les cuento a ustedes. Desde entonces dicen los lugareños, que
por las noches han visto a la
Serrana vestida
de blanco como una novia, con su largo cabello suelto, y sus asombrados ojos
grises, recorriendo la
Sierra de
las Animas en busca de su amado indio. Llamándolo con la voz del viento que se
filtra entre los cerros como un desgarrado lamento. Vaga sola por las noches
sin que nadie conteste a su llamado; sólo el aullido lejano de un lobo que
nunca han visto acompaña a la
Serrana en
su vagar. Es por eso que la gente del pago es mañera de pasar de día por
la cruz de la
Serrana.
Y de noche por la
Sierra de
las Ánimas, ¡ni Dios pasa...!
Ada Vega, 2004
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