La muerte
anda siempre jodiendo por mi barrio. Te hace zancadillas y te asusta todo el
tiempo. Al principio, cuando el barrio empezó a formarse, se paseaba de
vez en cuando haciéndose la disimulada, dragoneándo a la gente con ojos de
víbora, esperando, esperando. Pero eso era antes, cuando le quedaba un poco de
vergüenza. Ahora se florea ¡con un descaro! Como si fuese una reina. Se
disfraza de frío, de hambre, de droga o de sida. A veces llega en una bala o en
un cuchillo. Fastidiosa como una novia, te sigue, te vigila, te espera.
Tropezás con ella a cada rato. Hasta que al final te acostumbrás, y ya no te
importa.
La muerte convive con nosotros. Pasa rasando por las
veredas de tierra, se mete en las casas de bloques desparejos y ventanas
ciegas, vichando, buscando siempre donde arañar y llevarse a viejos resignados
al despojo o a gurises pasados de hambre. Rueda por las calles y se para en las
esquinas con los guachos que fuman pasta o inhalan disolventes de las
bolsitas de plástico. Recorre y aguarda las madrugadas, cuando se reúnen las
pesadas para salir de choreo. Y espera la vuelta, la llegada de las bandas, las
broncas, los repartos, y algún ajuste de cuentas.
La muerte anda siempre jodiendo por mi barrio. Cuando
mataron al Rubito, el segundo de los hijos del flaco Arnoldo él no hizo nada.
No podía tampoco. No cabía. Lo mataron los de la banda del Toño. Dicen que fue
el Carlitos. El Rubito tenía aguante y era duro, cargaba el fierro a la
izquierda. De compadre no más, ¡si no era zurdo! El corte lo llevaba a la
derecha. Pero al corte ni llegó. Yo creo que se demoró, la zurda es más lenta.
Si hubiese tenido el fierro a la derecha no lo hubiesen madrugado. ¡Estoy
casi seguro!
Con el Arnaldo conversamos la otra tarde, yo creo que tiene
razón. Estaba fumando recostado en la puerta de su casa, yo pasé y me quedé un
rato con él. Mirá —me dijo— el Rubito estaba jugado. Ya había tenido varios
encontronazos con el Carlitos, se llevaban mal desde que eran gurises chicos.
En la escuela tuvieron que separarlos en clase más de una vez, porque se
agarraban a trompadas a cada rato. Yo pensé que con el tiempo cambiarían, que
aunque nunca llegasen a ser amigos, al menos se ignoraran; muchachos criados
juntos en el mismo barrio, conociéndose las familias como nos conocemos, ¡qué
sé yo! Nunca creí que la bronca que se tenían llegara tan lejos. Los dos
andaban acelerados. Entre ellos siempre había algo que aclarar, siempre había
algún desbarajuste.
No sé esta vez por qué habrá sido. No quise preguntar.
Tampoco le dije nada a la policía. Yo sé bien que fue el Carlitos, pero si
nadie vio nada, nadie vio y yo tampoco vi. Los asuntos de acá tenemos que
arreglarlos acá, en el barrio. Entre nosotros sabés. Los de afuera son de
afuera y no entienden que nosotros nos manejamos con otros códigos. Los milicos
sí lo saben, por eso con ellos hay que cuidarse más, si es posible. Voy a
esperar un poco, con el tiempo tal vez hable con el Carlitos. Por saber no más.
¡Una lástima! Un muchacho tan joven, veinte años había cumplido no hacía ni un
mes, fijate vos. Pero era muy violento, tenía un carácter del demonio, la merca
los termina enloqueciendo, pero andá a decírselo, una vez que se meten con esa
mierda no salen más. El comisario me lo dijo, la última vez que estuvo preso:
primero sáquelo de la droga don, si puede, si no, en poco tiempo lo tenemos acá
de vuelta y no va a ser tan fácil que se lo lleve. El Rubito estaba jugado.
Todo eso me dijo la otra tarde. Pobre Arnoldo, tan buen
tipo y todo lo que le ha pasado. Ahora sí se metió a hablar, por el Juan, el
hijo mayor. Lo mató un milico. El Juan no tenía banda. Andaba solo. Había caído
varias veces por rapiña y lo habían soltado. Dicen que una noche, el milico que
vive frente al baldío, se encontró con él y le pasó un dato para un afane. A
medias era. El Juan tenía que entrar a una casa y él quedaba afuera de campana.
Parece que el botón no era trigo limpio, y les había hecho no sé que
mejicaneada a los milicos de la otra seccional, que lo tenían en la mira.
Justo esa noche, o a propósito vaya a saber, uno de esos
milicos los ve a los dos frente a la casa en actitud sospechosa, les da el
alto, les pide identificación, reconoce al milico socio del Juan y le pega un
tiro. De paso y para no dejar testigos, también mata al muchacho. Él dijo que
fue en defensa propia, pero el Juan estaba desarmado. Nunca usó armas. No
tenía. El Arnoldo anduvo averiguando, pero todo quedó quieto. Los milicos
taparon todo y ni en los diarios salió. En la comisaría le dijeron que se
dejara de preguntar cómo y quién fue que le mató al hijo, porque él sabía muy
bien que el Juan andaba en el choreo. Que un día iba a caer mal y cayó, que qué
iba a hacer. Que mejor se fuera para su casa a cuidar a los otros botijas chicos
que le quedaban, y se dejara de andar molestando, o lo pasaban al calabozo por
desacato a la autoridad. Así no más le dijeron. No le dieron mucho para elegir,
por lo que no tuvo más remedio que meter violín en bolsa y venirse para el
barrio con los hijos chicos.
El Arnaldo hace años que está solo. La mujer se le fue
cansada de pasar hambre. Era una linda mujer. Ahora anda yirando.
Un día se puso el único vestido que tenía, se soltó el
pelo, se pintó los labios de rojo y se fue del barrio con sus zapatos chuecos y
una cartera vieja. Se fue con la idea de volver y comprar comida. Dicen que esa
madrugada contó la plata que había hecho, desayunó como nunca en un boliche y
se fue a dormir a una pensión. En la tarde se compró una tanga y un corpiño
colorado, medias negras y un perfume. Esa noche redobló la guita. Después de
desayunar recorrió vidrieras, se compró zapatos y un vestido nuevo, tiró la
cartera vieja y se colgó al hombro una flamante cartera de charol. Y no volvió
más. ¡Qué querés! Desde entonces el hombre está solo con los hijos, a veces
hace alguna changa con la pandilla, pero como hay poco laburo les compró a los
morenos del pasaje un carro con un matungo que todavía tira, de madrugada
sale y más o menos se revuelve. Y bueno, como estaba contando, esa tarde cuando
volvió de la comisaría, empezó a dar las vueltas para enterrar al Juan. La
mujer que ayuda al cura en la iglesia donde dan de comer, le dio una mano
bárbara. Consiguió que la
Intendencia se hiciera cargo de los dos entierros. Lo
acompañaron al cementerio y cuando se despidieron el cura le dejó dobladito en
la mano un billete de quinientos pesos. Para el hombre era una fortuna. Alguno le reprochó al cura la donación. Que mire, darle plata para
que se la gaste en vino. Nunca falta un real pa´ yerba, ya se sabe. Pero
cuando llegó del cementerio, el Arnaldo fue a la carnicería y compró un
asado con chorizos, del almacén llevó leche, azúcar, fideos, arroz, querosén,
un pedazo grande de dulce de membrillo y pan. Una fiesta se hicieron los
botijas. Hasta caramelos les llevó. Y él se compró un litro de vino, sí. ¿Y
qué? ¿Usted el asado no lo acompaña con vino? Eso le contestó el
cura al que le reprochó su buena acción. Un pingazo el cura. Al final el
entierro terminó en una fiesta porque en mi barrio, cuando hay una oportunidad
de festejo, no se puede dejar pasar, y tener comida en la mesa es más que
motivo. Cuando se festeja comiendo la alegría llena la casa y echa a la muerte
a la calle. Y la muerte se va sin resentimiento en busca de otra vereda,
de otra esquina donde quedar a la espera. Ella no tiene apuro, no tiene otra
cosa que hacer, te puede esperar una vida. Pero eso sí, mientras tanto, por si
las moscas:
¡la muerte anda siempre jodiendo por mi barrio!
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