Encerrado en un mutismo terco no derrochaba plata que
no tenía, ni palabras que sí tenía, pero que ahorraba como un avaro por si
algún día tenía que echar mano y decirlas todas a la vez. Que el que guarda
siempre tiene y para echar el resto en un apuro, se debe contar primero con un
resto. Las palabras para el Negro Contreras eran para leer y guardar, no para
andar desparramándolas por ahí sin ton ni son. Por ese motivo al pasar saludaba
inclinando la cabeza, agradecía en el boliche levantando la copa y se despedía
al retirarse tocándose la frente, cuasi un saludo militar.
A los hombres, dispuestos siempre a comentar sobre fútbol,
política o mujeres, esa posición tan arbitraria no les caía muy bien. Alegaban
que para conocer verdaderamente a un ser humano, no hay cómo oírlo hablar. Que
la gente muy callada, decían, era de desconfiar y que los “mata callando” nunca
fueron de fiar. Eso decían. De todos modos, aunque le buscaban la boca lo único
que conseguían del Negro Contreras era un amago de sonrisa. Opinaban algunos
que era un “pecho de lata” que al principiar una conversación por no ponerse a
discutir soserías, le decía al contrario: —Será cómo usted dice. Y ahí quedaba
la cosa. Que no fueron pocas las veces que por no hablar se vio envuelto en
problemas.
En Rivera y Larrañaga, donde ahora está La Pasiva, estaba en aquel tiempo el Bar Carlitos, de José y Amador. El boliche tenía
un mozo llamado Ramón y un pizzero que vivía en el Cerro. Era el boliche del
barrio y los que parábamos allí éramos todos conocidos. Una noche estábamos con el Dante Scaramo y el Carlitos Acosta tomando una cerveza, cuando un forastero
que había caído de paso, expuso con puntos y comas, el detalle de una
Martingala segurísima para ganar en la ruleta.
Según explicaba, sólo se necesitaba tener conducta. Era
cuestión de ir todos los días al Casino y hacer la diaria. Trabajo astillero,
decía. Según explicaba el forastero, el asunto consistía en apostar en primer y
segunda en chance y cubrir ocho números a pleno en el paño de la tercera docena,
dejando libres solamente cuatro números y el cero. —¡Una fija!, afirmaba
sobrándose. Se gana poco, pero se gana siempre…o casi. El bar estaba a full, los parroquianos
escuchaban con gran atención mientras el hombre daba datos sobre lo que se
podía ganar apostando tanto y cuanto.
A un costado del mostrador, tranquilo, el Negro Contreras
tomaba su caña. Miraba de vez en cuando al expositor sin demostrar ningún
interés en la charla. Ajeno. Al forastero le molestó la actitud del Negro que
rozaba su ego. Interpretó su silencio como reprobatorio de lo que estaba
exponiendo, por lo que medio ofendido se le acercó y haciéndose el canchero le
dijo que era un contrera.
Con otro personaje hubiese tenido problema, pero el Negro
lo miró ni frío ni caliente, levantó la copa, la saboreó hasta el fondo, la
dejó sobre el mármol y —¡Soy un Contreras!, le dijo, pagó y se fue. Al conversa
lo descolocó, lo dejó bramando. Diga que los habitúes le aseguraron que
efectivamente, el Negro era un Contreras.
Yo lo conocía de vista, pero me simpatizaba. Lo oí hablar
por primera vez cuando los festejos de los quinientos años el Descubrimiento.
En el barrio se estaba preparando una gran fiesta.
—Cosa de locos, festejar, dijo. Y agregó: —Si Colón en lugar de desembarcar en Las Antillas hubiese desembarcado acá, los indígenas se lo hubiesen comido y otra sería la historia. Pero ni Colón sabía que el sur existe y los del norte siempre nos han jodido.
A los organizadores del evento los dejó con la boca abierta y pensando que tal vez no estaba muy errado. Cuando quisieron reaccionar, él daba vuelta la esquina, camino a su casa.
—Cosa de locos, festejar, dijo. Y agregó: —Si Colón en lugar de desembarcar en Las Antillas hubiese desembarcado acá, los indígenas se lo hubiesen comido y otra sería la historia. Pero ni Colón sabía que el sur existe y los del norte siempre nos han jodido.
A los organizadores del evento los dejó con la boca abierta y pensando que tal vez no estaba muy errado. Cuando quisieron reaccionar, él daba vuelta la esquina, camino a su casa.
Los vecinos del barrio decían que era un tipo raro. Yo
creo, más bien, que era un tipo inteligente. La política nunca llegó a
preocuparlo. Ni los blancos ni los colorados, ni éstos ni aquéllos, que
según decía era los mismos perros con distintos collares. Que el que tiene
siempre va a tener y el que no tiene, no tiene y punto, suban o bajen del
gobierno los blancos o los colorados y esto ni Dios lo arregla, que ya alguien
lo dijo una vez:“Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios
protege a los malos cuando son más que los buenos”, y entonces para qué,
decía, ¡si ni Dios!
El Negro Contreras nunca trató de convencer a nadie
sobre un tema u otro. Solía escuchar en silencio lo que los demás comentaban,
guardándose la opinión que le merecía. Tenía, eso sí, la pasión del fútbol,
pero tanto iba al Paladino a ver a Progreso como al Franzini a Defensor. Le
alegraban los triunfos de Peñarol y los de Nacional.
Los manyas no lo querían de hincha y a los
bolsilludos los desubicaba.
Una noche lluviosa de invierno venía en un taxi. Sentado
atrás para no tener que hablar con el hombre de volante. El taxista, que no
conocía el barrio, entró por una calle flechada en contra. El Negro,
calculamos, pudo haber avisado con tiempo. También calculamos que por no
hablar… el Fiat se dio de frente con un semi-remolque que iba para el Puerto.
El taxista la sacó barata, pero el Negro Contreras se fue
sin decir ni ¡ay!! Ya lo expliqué antes:, el Negro Contreras era un tipo de poca prosa.
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