Después que murió
mi padre, los sábados al cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran
todos nuestros paseos de fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos
años. Cuando enterró a mi padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca,
se vistió de negro de pie a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de
criar cuatro gurises, en un Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas
cuatro años que conmigo en la panza, mi padre y mis tres hermanos, había
llegado desde su Solís natal con la esperanza de encontrar en la gran ciudad un
mejor futuro para todos. La suerte le dio la espalda. Papá murió en un
accidente de trabajo y ella se quedó sin hombre hasta el fin de sus días. Creo
que desde entonces prevalecieron sus obligaciones sobre sus escasas
distracciones y nunca llegué a saber si visitar a la abuela los domingos,
formaba parte de unas o de otras.
La casa de la abuela
estaba en una calle interna del Prado. Tenía un jardín al frente con plátanos y
palmeras, mantenido por don Martín, un viejo jardinero que cuidaba con
dedicación rosales, dalias y jazmines. No era una casa muy grande, tampoco
lujosa. De líneas más bien severas, lo único que resaltaba era el pórtico con sus
cuatro columnas de granito blanco. Hacia ese pórtico se abría una pesada puerta
de roble oscuro, con un llamador en forma de aro. A ambos lados de la puerta,
cuatro ventanas alargadas y enrejadas dejaban ver, tras los postigos siempre
entornados, blancas cortinas de encaje hecho a mano. Bordeaba la casa una verja
de hierro muy alta, con un portón de dos hojas cerrado por dentro con un
candado. A pesar de ser una hermosa casa, a nosotros nos sobrecogía su
austeridad. No nos gustaba ir, pero los domingos era obligatoria la visita a la
abuela, para nosotros y para nuestros tíos y primos. Ese día mamá nos vestía
con nuestras mejores galas, nos recitaba mil recomendaciones de buen
comportamiento y a las tres de la tarde de cada domingo, estábamos junto al portón
de la casa del Prado. Nelly, con las manos cruzadas sobre la falda, se miraba
la punta de los zapatos; Walter ausente, con un libro bajo el brazo; Venus sacudiendo
la reja o dándole de patadas al portón;
y yo, de la mano de mamá.
—Buenas tardes doña Paulina.
—Buenas tardes don Martín.
—Este viejo trabaja hasta los domingos...
—¡Cállense la boca! –mamá nos reboleaba los ojos, tras
lo cual hacíamos nuestra
entrada triunfal en la casa de la abuela.
Cuando entrábamos a la casona, después de
la puerta cancel de vidrios tallados, quedábamos en la sala principal que era
muy amplia. La pared frente a la entrada la sustituía un enorme vitral con una
puerta de cada lado. Representaba una escena de la campiña italiana; con mucho
cielo, árboles y hermosos niños rubios acompañados de perros blancos con
hocicos finos, precioso pelaje y largas colas jugando sobre un verde prado. Ese
paisaje me maravillaba.
Una vez pregunté qué lugar era ese, donde
había tanta belleza. Me dijeron: Italia.
Por años creí que Italia era algo así como el Paraíso. Después supe que
no, que allá también hay niños pobres y cuzcos callejeros. Pero eso lo supe
mucho después. La sala donde nos reuníamos los domingos tenía una mesa muy
larga con doce sillas, un aparador y un cristalero enorme. Un juego de sala con
sillones esterillados, almohadones rojos y varias mesitas distribuidas por los
rincones.
Sobre el piso de madera lustrado, alfombras
y camineros, y a un costado, junto a una de las ventanas: el piano. Un piano
negro y recto con su banqueta giratoria, donde mis tías solían sentarse a tocar
llenando el aire con los acordes de Mantelito blanco, El pañuelito, o Desde el
alma, o alguna de mis primas que empezaba a aporrearlo, le demostraba a la
abuela su habilidad para ejecutar a
la pobre Para Elisa. Mi madre no tocaba el piano. Gracias a Dios fue más
práctica y aprendió a coser. No sé que hubiésemos hecho cuando murió papá si
ella, en lugar de confeccionar prendas para
todo el barrio, nos hubiera tocado el piano. Nosotros tampoco estudiamos. Según
mi madre, para defendernos en la vida, teníamos otras cosas que aprender antes
que las fusas y las corcheas.
El vitral separaba la sala de entrada de un
gran patio con claraboya y baldosas blancas y negras hacia donde desembocaban
los dormitorios, un par de salitas y el baño principal, que era tan grande como
toda nuestra casa de la Teja.
El techo y las paredes estaban revestidos de baldosas blancas
con flores multicolores en relieve. Y lo que me parece estar viendo todavía y
aún me asombra, era la bañera. Una bañera redonda, apoyada en cuatro patas de
león, de porcelana blanca y brillante donde uno podía, graciosamente,
desnucarse.
Siguiendo este patio había otro de
baldosas rojas y hacia un costado la cocina, otro baño chico, despensa y alguna
otra pieza más, para al fin llegar al fondo lleno de frutales, grandes
macetones con plantas y un hermoso juego de patio en hierro, pintado de blanco.
Y a la sombra, junto a su cucha, el Centella. Un perro frisón, feo como el
Diablo, que se paseaba mostrando los dientes. Perro maldito al que no se podía
mirar fijo, pues gruñía levantando el hocico y acercándose agazapado, dejaba
ver sus terribles colmillos. Teníamos que ir al fondo acompañados de la tía
Marina, una tía solterona que vivía con la abuela, de lo contrario abstenerse,
so pena de terminar comidos por el mastín. Pero como en todo hay excepciones, nunca
supimos cómo, ni por qué, el bicho simpatizaba con Venus. Jugaba con mi hermano
como un cachorro, le lamía las manos, le movía la cola y corría con él por el
fondo. La tía Marina decía que mi hermano era como San Francisco de Asís, que
tenía poder sobre las bestias. A lo que la abuela respondía: ¡Bah, bah, bah! No
sé si dudaba de San Francisco, o del poder de mi hermano. Ella opinaba
socarronamente, que tal vez los dos (mi hermano y el perro) habían venido del
mismo planeta. A mi madre esto no le hacía gracia.
Al entrar a la sala, Walter buscaba un lugar
tranquilo y se sentaba a leer olvidándose del mundo y su mascarada. Nelly
conversaba con mis primas más grandes, vaya a saber de qué, cuchicheando y
tapándose la boca con la mano mientras reían. Venus se sacudía los abrazos
recibidos, de un manotazo se limpiaba los besos y se iba al fondo a jugar con el
perro. Y yo me aburría toda la tarde, sin saber qué hacer, sentada junto a mi
madre. A las cuatro se servía la
merienda. En esto participaba toda la familia. Mamá llevaba una rosca con pasas
y nueces que le quedaba riquísima y mis tías, torta de manzanas y de chocolate.
Mientras, circulaba el mate dulce para las señoras y el amargo para los
caballeros que por lo general cebaba mi tío Juan. A los niños nos daban
chocolate en unas tacitas muy lindas con dibujitos chinos: para nuestro gusto
demasiado chicas. Pasada la merienda los primeros en irnos éramos nosotros
porque Venus venía del fondo, se paraba en la puerta y decía:
—Y má, ¿cuándo nos vamos? Y
al poco rato volvía a insistir.
—Má,
¿nos vamos a quedar pa’siempre acá?
Entonces mamá al ver que la abuela ya no
toleraba más a ese muchacho mal educado,
se ponía de pie y se despedía. Nosotros, de inmediato, nos alineábamos junto a
ella. Nos volvían a besar y salíamos. Walter adelante, Nelly después, Venus pateando
todo lo que encontraba y yo de la mano de mamá. Habíamos cumplido con la visita
de los domingos y volvíamos felices a nuestra casa de La Teja.
Cuando falleció la abuela la tía Marina
volvió al campo y dejamos de ir a la casona, poniéndole fin a la Odisea de los domingos en
el Prado. Papá nos dejó demasiado pronto y los cuatro junto a mamá crecimos y
nos casamos en La Teja.
Después , la vida nos condujo por distintos senderos y abandonamos
el viejo barrio.
Obstinados, fueron pasaron los años. Y un
día, de paseo con mis nietos por el barrio del Prado, pasé por la casona de la
abuela. Me detuve un momento. No era la
misma: estaba abandonada. Sin jardín, sin rosales, ni dalias. Una maraña de
plantas y yuyos lo cubría todo. Las ventanas estaban rotas y las columnas
grises y cubiertas de musgo. ¿Qué había pasado con la casa? ¿por qué estaba
abandonada? No quise saber, no me interesó despertar fantasmas. Recordé el
pasado y por un instante volví a ver aquellos cuatro niños de la mano de mamá,
junto al portón de la antigua reja, a las tres de la tarde...
-—Buenas tardes don
Martín.
-—Buenas tardes doña
Paulina.
-—Este viejo trabaja hasta los
domingos.
-—¡Callate la boca, no seas atrevida!
...siempre en domingo.
Ada Vega 1998
Soy Uruguayo y debo reconocer que no soy un lector pasiente que me aburro con fácilmente pero estos cuentos de mi compatriota realmente me atraparon no se nada de literatura pero me gustaron mucho
ResponderEliminarGracias, Gerardo! Hermoso tu comentario, atrapar a alguien que no acostumbra a leer no es fácil. Espero que me sigas leyendo. Abrazo.
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