Ramón Bustamante se llamaba, el
hombre. Y aunque siempre fue enemigo de
llevar apodos pues, según decía, su nombre de pila y su apellido eran
suficiente garantía de su persona, a la sordina, en el barrio le decían Matarife porque de joven había sido
friyero del Nacional
y, desde entonces, andaba siempre calzado con un naife, largo y fino,
que daba chucho sólo de verlo. Vivía en la Villa del Cerro, frente a la Plaza de los
Inmigrantes, en una casa de dos patios y
fondo con madreselvas que, en años de bonanza, sus padres levantaron. En esa casa había nacido cincuenta y tantos
años atrás. De esa casa se fue un día engrillado y al volver, diez años
después, con el alma en jirones y
sin apremio alguno de enfrentarse otra
vez a la vida, la encontró vacía.
En esa época
lo conocí yo. Todas las
tardecitas arrancaba, caminando, cruzaba
el puente sobre el Pantanoso y se venía para La Teja a leer El Diario y a tomar copas en El 126,,
un café que hacía de largador del 126 de CUTSA, cuando el recorrido era Aduana
– Pantanoso. Pantanoso -. Aduana, ubicado en la esquina de Camambú y la
avenida Carlos María Ramírez. El
Matarife era un tipo flaco y alto, parco
en el decir y lerdo en el andar. Tenía el pelo negro, que ya blanqueaba, largo
y lacio cayéndole sobre los hombros y los ojos oscuros de mirada penetrante y
fría. Lo recuerdo de lengue y gacho gris, de traje negro a rayas con pantalón
bombilla y saco largo y entallado, de sus tiempos de tahura. Opinaban, los que la sabían lunga, que hombres de su laya
iban quedando pocos.
De su vida y sus hazañas hubo mucha
chamuyina. Que fue tallador de fuste, temido entre los martingaleros, y
respetado en el ambiente gurda del escolazo, de aquel orgulloso Montevideo de
los años cincuenta. Entrador con las mujeres, escabiador sin límite y
pendenciero supo, sin embargo, mantener
la yuta a respetable distancia
hasta el nefasto día aquel en que le
fallaron todas las predicciones. De las
historias que de él se han contado sólo sé, con propiedad, la que todo el
barrio repetía y que lo llevó a cumplir una sentencia, de diez años, en el
penal de Punta Carretas de donde había salido
libre, después de purgar su culpa con la sociedad, precisamente, en
esos días.
Hacía poco tiempo que yo frecuentaba
El 126, pues tenía recién cumplidos los dieciocho años, cuando el Matarife,
después de la cana, volvió al café. Algunos parroquianos lo recordaban y se
acercaron a saludarlo. Entró al bar con paso cansino, se acercó al mostrador y pidió una caña. Al
reconocerlo el dueño le tendió una mano amistosa por encima del mármol y le
dijo: —¿Cómo anda eso Ramón? Él le contestó con su voz pausada: —Acá andamos,
patrón, en estas pocas, no más. —Ésta va
por la casa, le dijo el bolichero. —Se agradece, —contestó el hombre levantando
apenas la copa. Mientras conversaban lo
miré a la cara y la mueca que dibujó su boca me pareció una sonrisa. Era un
hombre que imponía. Hasta ese momento no
sabía quién era. De todos modos, junto al murmullo que, al entrar, se levantó entre los parroquianos oí clarito
aquel cuchicheo que lo señalaba como: el Matarife. Recién entonces supe que era
cierta la historia que, durante años, oí contar a mis vecinos de La
Teja. El Matarife existía y estaba
allí, de pie, tomando una caña con el
patrón.
Desde esa tarde, todas las tardes, bajaba
desde el Cerro y se quedaba hasta muy entrada la noche acodado al
mostrador. Con el faso apretado entre
los labios, a un costado de la boca, y la copa semivacía. Con la mirada
extraviada. Cavilando. Que diez años es mucho tiempo de estar a la sombra. Y poco tiempo para olvidar.
Algunas tardes se quedaba afuera, recostado en la ventana que daba sobre Carlos
María Ramírez, mirando pasar los ómnibus que iban para el Cerro, mientras el sol
se hundía lentamente en las aguas del Río de la Plata , detrás de la Fortaleza , y la luna, cómplice de fierro de la rantería
bohemia, subía despacio hasta el cenit.
A partir de su vuelta la gente del barrio resucitó la historia, de amor y de
muerte, que el hombre protagonizara. Volvieron los comentarios y se agregaron a
la historia hechos nuevos que muchos no conocíamos.
Cuando Ramón Bustamante vino al barrio, por primera vez, era un facha
leonero laburante, de día, del Frigorífico Nacional y trashumante, en la
noche, entre copas y escolazo. Lo trajo de recalada, la Carmencita , una piba
que conoció una noche en un baile del club Colón, que vivía por la calle
Laureles, y trabajaba en La Mundial , una textil muy
famosa que existía, por aquellos años, en Nuevo Paris. La Carmen era una rubita de
ojos celestes, única hija de un matrimonio italiano que había llegado al país
en la década del treinta. El tano,
apenas llegó al barrio, abrió un almacén
y se hizo una casita económica, de aquellas que se hicieron en el país bajo la ley
Serrato. Y allí vivió toda su vida con su familia. Dicen que dicen, los que llevan un registro en la
memoria, que el Matarife se había agarrado con la piba una metida de
mi flor. La seguía a sol y a sombra y, por ella, empezó a parar en el boliche
sólo para estar cerca de su casa. Según cuentan los veteranos que la
conocieron, la Carmencita era una
gurisa muy bonita y diquera, detalle que al hombre lo ponía como loco, porque siempre
andaba algún moscón zumbándole alrededor.
De manera que, cuando ya no pudo bancar más la situación de vivir lejos
de la muchacha, alquiló una casa y se casó con ella. Al principio el
matrimonio marchaba como una seda. Desde el pique se supo que existía entre los
dos terrible metejón por lo que no se intuía, en las inmediaciones, nada que
pudiese alterar la paz y la armonía de la pareja. Sin embargo, no demoró mucho
en estallar la primera trifulca, entrambos, causada por los celos de Ramón que
comenzaron a poner nerviosa a su compañera.
Desde entonces, el matrimonio fue
barranca abajo. De entrada, no más, decidió que no fuera más a trabajar a la
fábrica para tenerla quieta en la casa. Y aunque él no la atendía de día, por
su laburo en el frigorífico, ni de noche, por sus actividades de nochero
empedernido lograron, a duras penas, por un tiempo mantenerse unidos.
Fue un curda canero que una noche
le batió la justa en un boliche del Centro. Le dijo entre caña y caña, que era
muy noche p’andar tan lejos del barrio. Le tocó el orgullo al Matarife que le contestó de prepo: —¿Qué
andás queriendo decir? —Que el que tiene tienda que la atienda —se atrevió el tipo. El Matarife lo agarró de la solapa y al
curda se le aclaró la mente. —Seguí hablando, ¿qué tenés que decirme? —le
increpó con rudeza. Y el ortiba le tiró a la cara lo que las mentas
batían. Que hacía un tiempo andaba un
moreno joven, estibador de oficio y diestro cuchillero, rondando a la percanta —le dijo. —¿Y qué más?—lo obligó el
ofendido. —Hasta ahí te sé decir. Lo
demás es cosa tuya. Y el Matarife, hecho
una fiera, empezó a cuidar el nido. Un día salió para el frigorífico y al poco rato pegó la vuelta. Se
quedó, de botón, vigilando desde la esquina. El dolor y la furia le nublaron
los ojos, cuando vio al moreno salir de su casa. Apuró el paso y le pegó el grito al gavilán
que al verlo manoteó su faca. El moreno, que era guapo y no conocía el
achique, no esquivó el encuentro. Trató
de enfrentar al rival que lo madrugó, sin darle tiempo a nada. El Matarife de
un hachazo se cobró la ofensa. Difunto quedó el moreno enfriándose en la
vereda. A la malvada no quiso verla. Se volvió a la casita del Cerro, frente a la plaza de Los Inmigrantes,
a despedirse de los viejos por si no los volvía a ver en esta vida. De allí se
lo llevó la yuta. Diez años le costó la hombrada. La mina desapareció esa misma
tarde. Por algún tiempo nadie supo de ella. Después, alguien dijo que estaba
viviendo en el campo con unos tíos. Una
tarde, unos meses después, regresó a la casa de sus padres con un niño en los brazos. Con ellos se quedó a vivir,
crió a su hijo y cuidó a sus padres hasta que murieron. Cuentan los vecinos que
se la veía muy poco. No volvió a casarse, ni se le conoció, jamás, hombre alguno. Y, aunque parezca extraño,
nunca se enteró el Matarife del hijo que tuvo la Carmen. Pues , a pesar
de que todo el barrio lo sabía, nadie se atrevió a pasarle el dato. Al correr
el tiempo otras vivencias dejaron el hecho dormido en el pasado. Hasta que una
noche, siete años después de su vuelta, mientras conversaba con el patrón en el mostrador,
llegó al bar un muchacho muy joven, alto y flaco. De pelo negro, largo y lacio, cayéndole sobre
los hombros y de extraños ojos claros que no iban con su traza. Se paró al
entrar y preguntó alto y fuerte para que todos oyeran: —¿Quién es el
Matarife?—preguntó. Ramón se dio vuelta despacio mientras contestaba: —Yo soy.
¿Quién lo busca? Quedaron mirándose de frente. —¡Ramón Bustamante, lo busca! —le
contestó el muchacho. En el boliche no volaba una mosca, esperando los
parroquianos la reacción del hombre. Toda la bravura del tahura que fue, se
hizo añicos ante la presencia de aquel hombre joven que traía en sus ojos, los ojos de la mujer
que amó tanto y cuyo recuerdo aún lo
perseguía. El muchacho continuó: —Mi madre
antes de morir me pidió que lo buscara para que supiera, nada más, que tenía un
hijo. Ella murió ayer. Vine a cumplir con la promesa. Dio media vuelta y se fue
sin esperar respuesta.
Ni una sola palabra acertó a decir el
Matarife. Era indudable que todo el pasado volvía a golpearlo con aquel muchacho que había venido a gritarle su
paternidad. Un par de conocidos se acercaron a tomar con él en el mostrador.
A partir de esa noche lo comenzamos a
ver nervioso, confundido. Conversaba con uno, con otro. Indagaba, quería saber
más. Varios días estuvo Ramón hablando de aquel joven que decía ser su hijo. Le
apenó la muerte de la que fuera su esposa, sin embargo, en el café nos dimos
cuenta que enterarse de la existencia del
hijo le había aligerado el corazón.
Una tarde lo encontramos más callado
que nunca, abstraído en sus pensamientos. En el bar respetamos su silencio. La
noche se había ido a baraja cuando pagó y salió caminando hacia la calle
Laureles. Se detuvo frente a la casa de Carmencita. De entre los postigos de la
ventana se filtraba, tenue, una luz.
Alguien, al pasar, lo vio golpear la puerta de calle y esperar allí, confiado,
el dictamen que, por segunda vez, le
decretaba el destino.
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