La
ventana del primer piso de la casa de enfrente tenía, en invierno, los
postigos siempre abiertos. Detrás de los cristales, entre las cortinas de hilo,
una niña rubia nos miraba jugar. A veces, en verano, la abrían totalmente.
Entonces la niña apoyaba sus brazos cruzados sobre el marco de la ventana y sus
ojos claros recorrían la calle angosta. Sirena se llamaba. Como las sirenas de
los cuentos marineros. La casa de Sirena tenía dos pisos, un jardín muy grande,
un muro de ladrillos y un portón de hierro con candado.
Los niños del barrio nos reuníamos por las tardes a jugar.
Los varones en la calle, las niñas en la vereda. Era aquel un barrio muy
tranquilo por donde rara vez pasaba un auto. En aquel tiempo vivía con mi madre
y mi hermano Carlos, en una casa de tres piezas y un fondo con parral.
De tanto ver a la niña que nos miraba desde su ventana, una
tarde le pregunté a mi madre por qué Sirena no bajaba a jugar en la vereda. Mi
madre me explicó que ella no jugaba con los niños del barrio. No entendí porqué
no quería jugar con nosotras si éramos todos vecinos y vivíamos en la misma
calle y se lo comenté a mi madre, que agregó:
—Tal vez los padres no le permitan bajar a jugar
porque son una familia bien, y no se dan con los vecinos del barrio.
—¿Qué es una familia bien, mamá?
—Una familia que tiene mucho dinero.
—¿Nosotros tenemos mucho dinero?
—No, mi amor, nosotros no tenemos dinero.
—¿No somos una familia bien ?—mi madre sonrió:
—Somos una familia bien, sin dinero.
Recuerdo que quedé pensando que sería muy triste tener
mucho dinero. Y aquellos niños fuimos creciendo. Los años se precipitaron. De
los cinco años de pronto llegué a los ocho; tenía diez años cumplidos cuando
una tarde observé a mi hermano que miraba fijo la ventana de la casa de
enfrente y a Sirena que le sonreía. A partir de ahí, muchas veces los vi
intercambiar miradas y sonrisas. Un día mi hermano, que ya había cumplido los
catorce años y estaba en el liceo, decidió cruzar a la casa de la familia bien
a conocer a la joven Sirena y se lo dijo a mi madre.
— ¡Hijo, cómo vas a ir a esa casa si no tenemos relación!
Si apenas nos saludamos.
—No importa —le contestó decidido—, yo quiero conocer
a Sirena.
—Querido, no te van a recibir —insistió.
De todos modos ese fin de semana mi hermano se acicaló un
poco más que de costumbre, le dio un beso a mamá —que quedó angustiada—, cruzó
la calle y por primera vez golpeó las manos frente al portón de la casa de
enfrente. Una morena gritó desde una ventana.
—Qué desea.
—Hablar con la señora de la casa.
—Para qué —quiso saber la morena.
—Quiero conocer a Sirena.
La morena no contestó. Lo miró de arriba a abajo y
entrecerró la ventana. Mi hermano permaneció incólume. Al poco rato volvió la
morena, abrió el portón y lo condujo a una salita donde se encontraba la mamá
de la joven. La señora le tendió la mano. Quiso saber como se llamaba.
—Carlos —le dijo.
—Donde vivís, Carlos —le preguntó.
—Vivo enfrente, soy el hijo de la modista.
—Y por qué querés conocer a Sirena.
—Porque la veo siempre asomada a la ventana y quiero hablar
con ella.
La señora, después de un momento, le pidió que la
acompañara. Subieron una escalera, llamaron a una puerta y entraron. En una
habitación llena de libros, muñecas, y osos de peluche, se encontraba Sirena.
Se conocieron al fin.
—¡Es linda mamá! Linda, linda. ¡No sabés cuánto! Tiene el
pelo rubio y largo, muy largo, y los ojos claros como tus ojos, mamá. Y una
risa grande y unas manos blancas y suavecitas. La mamá me dijo que los sábados
de tarde puedo ir a verla. ¡Cuando termine de estudiar y me reciba, voy a
casarme con ella…! Mi madre lloró esa tarde abrazada a mi hermano, que a los
catorce años había decidido que hacer con su futuro.
—No llores, mamá. Está todo bien. Yo la quiero y ella
también me quiere, ¿entendés, mamá?
—Hijo, pero ella…
—No importa mamá, no importa.
Mamá entendía, cómo no iba a entender. Los años al pasar,
la vida que se empeña siempre en mostrarnos todo lo bueno, todo lo malo,
tendrían la última palabra. Mientras tanto mi hermano estaba de novio con
la hija de la familia bien, aquella niña rubia que asomada a la ventana nos
miraba jugar.
Pasaron seis años y una tarde de abril, se casaron en
la parroquia del barrio. Todos los vecinos estaban allí.
Cuando sonaron los primeros acordes de la Marcha Nupcial y
se abrieron las puertas de la iglesia, entró Carlos con Sirena vestida de
novia en los brazos. Atravesó la nave principal y la bajó frente al altar
mayor. La sostuvo todo el tiempo, mientras el sacerdote los unía en matrimonio.
Después, volvió a salir con ella en los brazos.
Las amigas, en una ronda, habían rodeado el auto que los
esperaba.
Antes de partir, Sirena arrojó al aire su ramo de
novia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario