La tía Pilar vivía a unas cuadras de mi casa. En una casa oscura, antigua
y romántica; con paredes muy altas y techos de bovedilla. Tenía diez
habitaciones, varias salitas diseminadas entre ellas, un comedor enorme con
balcones cargados de plantas con flores que daban al jardín y un sótano de gran tamaño, donde habitaban los
espíritus de los familiares muertos, que olía a un sahumerio dulce y picante
que revolvía el estómago, alteraba la cabeza y hacía correr por las venas
voraces sensaciones prohibidas. El sótano tenía una puerta de doble hoja que permanecía arrimada y sin llave donde
sólo, cada tanto, entraba la abuela. Era ella la encargada de dejar en ese territorio
místico algún mueble fuera de uso, juguetes de alguien que creció, cartas
viejas, documentos vencidos. Espejos.
A pesar de que los niños teníamos la entrada prohibida, mi hermana Ester
vivía fascinada por aquella puerta entreabierta la cual intentó, mil veces,
cruzar arrastrándome a mí y por la cual estoy segura, logró, en aquellos días, pasar más de una vez.
Como dije, era una casa antigua y romántica. Con aquel romanticismo
escondido en los patios con glicinas, hacia donde abrían sus ventanas la
mayoría de las habitaciones. Patios con aljibes, azulejos asturianos y
bebederos con cabezas de león. Rodeaban la casona viejos jardines franceses,
con canteros delineados, donde florecía la más variada selección de rosas,
aterciopeladas dalias y las pequeñas violetas escondidas siempre bajo el verde
intenso de sus hojas.
En esa casa de fines del siglo
XIX, habían vivido mis abuelos y criado a sus hijos. Pilar era una de las hijas
menores. Nunca se casó. Cuando murieron mis abuelos a pesar de que mamá le
pidió que viniese a vivir con nosotros, ella prefirió quedarse sola en aquel caserón.
También dije que la casa de los abuelos era oscura. Varias de sus
habitaciones tenían ventanas hacia los patios interiores dónde no llegaba el sol. Además, los árboles
del jardín eran muy frondosos y sus ramas le robaban la luz del día.
Esto no alcanzó a preocupar a la
tía Pilar que nunca hizo buenas migas con la solana, ella prefería la penumbra,
por eso entornaba los postigos de las ventanas como temiendo que entrara la luz
y la cegara.
Mi hermana Ester y yo íbamos casi a diario a ver a la tía. Mamá nos
mandaba con pan casero, un bollón de
dulce o pasteles dulces. Cada vez que cocinaba algo especial le llevábamos a la
tía. Al llegar nos quedábamos junto al portón
de la vereda y la llamábamos a gritos: ¡tíaaa...! El portón tenía un
candado y cuando nos oía desde la casa, venía sonriendo a recibirnos. Era
bonita la tía Pilar. Tenía breve la cintura, las piernas largas y los pies
pequeños. La piel de nácar, los ojos como la miel y peinaba su cabello oscuro
en un moño trenzado sobre la nuca. Con su vestido de pana azul, de manga larga
y cuellito de encaje blanco, sentada en su salita junto al ventanal, semejaba
una pintura barroca del siglo XVII.
Cuando entrábamos a la casa nos sentábamos en la sala donde ella bordaba.
Usaba sobre su falda un redondo bastidor de pie y sobre él sus delicadas manos
entretejían los hilos formando preciosos dibujos.
En una de las paredes de la sala había
un espejo muy grande con el marco
dorado, formado de flores y hojas en relieve
—que según mi madre nunca había
visto antes, ni sabía cuándo ni quién lo había puesto allí—, en el que veíamos a la tía reflejada sobre su
bastidor. Nosotras, sentadas frente a ella, tomábamos guindado casero en unas
copitas de cristal tallado y comíamos
unas galletitas que la tía sacaba de una caja cuadrada que estaba sobre el
piano. Un piano recto, color borra de vino, que nunca supimos si tenía teclas o
no, pues jamás lo vimos abierto.
Mi madre nos contó una vez que Pilar había tenido una hermana gemela
llamada Analí que había muerto a los diecisiete años, y que la tía nunca logró reponerse de esa pérdida. Contaba
mi madre, que las gemelas se adoraban, que tocaban el piano a cuatro manos y
que Analí escribía versos.
En aquellos años las jóvenes
comenzaban a preparar su ajuar, aún antes de tener novio. Según decía, a Pilar
le encantaba bordar de manera que para que su hermana gemela escribiera sus
poemas, ella bordaba el ajuar de las dos.
La muerte inesperada de Analí enlutó y llenó de congoja a toda la
familia. Principalmente a Pilar que sintió que la hermana gemela se llevaba con
ella la mitad de su ser. Sin embargo, a pesar de que desde entonces vivió
recluida, sin salir más allá de los límites del
jardín, conservó siempre el carácter afable y nunca descuidó su persona.
Una tarde, con mi hermana Ester, fuimos a llevarle un bollón de dulce de
ciruelas, que mi madre había preparado. Mamá había estado un rato antes; parece
que al irse el candado no quedó bien cerrado y, al encontrarlo abierto, entramos
sin llamar. Atravesamos el jardín y, al acercarnos a la puerta de entrada,
oímos voces. Extrañadas miramos por el ventanal entreabierto: la tía Pilar,
sentada ante su bastidor bordaba como siempre. El espejo reflejaba su imagen.
¡No! No era su imagen. Aquella Pilar no bordaba, leía poemas de un libro que
sostenía entre sus manos. Pilar, mientras bordaba, la escuchaba sonriendo...
Nos volvimos con el bollón de dulce. Desconcertadas. Mamá no nos quiso
creer cuando se lo contamos con lujo de detalles. Asumió que éramos unas
aparateras que nos imaginábamos cosas. Que vivíamos en la luna, nos dijo medio
enojada, que no servíamos ni para hacer un mandado. Que, aunque hubiésemos
encontrado el portón abierto deberíamos haber llamado igual. Y que, en resumidas
cuentas, no habíamos visto lo que creímos ver. Tanto énfasis puso mi madre en
convencernos de que estábamos equivocadas, que al pasar el tiempo llegamos a
creer que en realidad, como ella decía,
no vimos lo que vimos. Pasaron los años, nosotras crecimos y, un día, la tía
Pilar murió. Nosotras la acompañamos hasta el final.
Después del entierro, pasados unos días, volvimos a la casa de los
abuelos con mamá. No me gustó ir. Al abrir el portón sentí como si un gran
desamparo saliera a nuestro encuentro. Tanta soledad y silencio. No sé por qué,
sentí que entrar en aquella casa era como una profanación. Mamá entró con gran
serenidad, Ester y yo la seguimos. En la pared de la salita donde antes había
un espejo, se encontraba un cuadro con el marco dorado formado de flores y
hojas en relieve. En él, semejando una antigua postal, las dos gemelas con sus
vestidos de pana azul y cuellitos de encaje blanco. Una bordando, la otra
leyendo. Las dos sonriendo.
Mi madre no conocía la existencia de ese cuadro, jamás lo había visto. No
encontró una explicación razonable, y si la encontró evitó comentarla. Ordenó
algunas cosas, trancó puertas y ventanas y, sin mencionar el cuadro de las
gemelas, nos fuimos.
La casona permaneció cerrada mucho tiempo, de todos modos, los vecinos
comenzaron a murmurar. Decían que se oían ruidos en la vieja casa, risas, voces
y el sonido de un piano. En mi casa no le ponían atención a esas murmuraciones,
sin embargo mi hermana Ester decidió, un buen día, ponerse a investigar —creo que ella sabía de qué se
trataba—. Mamá guardaba los dos rosarios de cuando las gemelas hicieron su
primera comunión. Dos rosarios de cuentas blancas que mi hermana encontró
revolviendo entre antiguos recuerdos.
Todas las acciones que emprendía
mi hermana Ester, las hacía conmigo. Hacíamos los mandados, estudiábamos,
íbamos a pasear y al cine, siempre las dos juntas. A pesar de que éramos muy
distintas. Ester era muy movediza, muy curiosa, muy lanzada. Por el contrario
yo, soy sumamente tranquila, no soy curiosa, no pregunto. No me gusta
arriesgar. De todos modos, en todo lo que ella hacía me involucraba. Yo la
seguía por costumbre o porque ya estaba establecido, quizá desde antes de
nacer, que fuese así. Una tarde, con el sol todavía alto, me puso un rosario de
collar, se colocó ella el otro y me dijo muy seria: vení. Y salimos las dos,
rumbo a la casa de la tía Pilar. Mi hermana caminaba muy decidida, yo la seguía
sin muchas ganas dos o tres pasos más atrás. Llegamos a la casa, abrimos el
portón —que chirrió como quejándose—, y atravesamos el jardín. Ester abrió la
puerta y entramos. Se acercó al ventanal y, casi con violencia, abrió de un
golpe los postigos. Un rayo de sol, como un puñal, rasgó la oscuridad de la
habitación clavándose, con atrevida arrogancia, en el cuadro de las gemelas. La
luz inundó el recinto. Mi hermana frente a las gemelas, con una firmeza que no
le conocía, más que hablar les ordenaba: ¡Bueno, Pilar, Analí, es suficiente!
Ha llegado la hora. Deben irse, esta casa ya no les pertenece. Abandonen el mundo
terreno. Asustan a los vecinos. ¡Les ordeno en el nombre de Dios que se vayan!
Dejó los dos rosarios sobre el piano, cerró el ventanal y nos fuimos. Yo
no sé si las gemelas la escucharon, lo que sí sé es que cuando al mes volvimos,
los ruidos y los murmullos habían cesado. Todo estaba en calma, los rosarios
habían desaparecido de encima del piano y en la pared, impasible, brillaba el
antiguo espejo.
Esto que cuento sucedió hace ya muchos años. Mis padres
fallecieron y también mi hermana Ester. Me he quedado sola. Por eso vine a
vivir a la casa de los abuelos. Hice limpiar el jardín y dejé en el sótano,
muebles que ya no volverán a usarse, juguetes de niños que crecieron, cartas
viejas, documentos vencidos...
Todo está como antes. He retomado en el bastidor los bordados
que al morir dejó sin terminar la tía Pilar. Estoy bien, soy feliz, no estoy
sola.
Ester, mi hermana gemela, me acompaña desde el espejo.
Ada Vega,2005
Ada Vega,2005
Me resulta muy bien contado, amiga. Estupendo!
ResponderEliminarAbrazos
Gracias José, abrazo!
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