Al principio las Sirenas consideradas en los tiempos sin huellas,
deidades de menor jerarquía, venían a descansar a la Bahía de Monte vide eu.
Debido a desavenencias con Afrodita, un día
abandonaron los mares de Grecia y en busca de una playa digna de sus
divinidades encontraron esta ensenada en nuestras costas, y aquí comenzaron a
reunirse. En aquel entonces las aguas de la bahía, verdes y cristalinas,
llegaban mansas hasta las arenas tibias que recibían sedientas la penetración
milenaria del mar sobre la tierra virgen.
Las hijas de Nereo llegaban desde las profundidades de todos los mares.
Siguiéndolas, fascinados, los marinos de barcos perdidos de antiguas
civilizaciones, naufragaban y se hundían entre traicioneros arrecifes y ocultos
bancos de arena, en fallidos intentos por alcanzarlas.
Cuando Apolo, fatigado de andar la ruta de los dioses, se perdía en el
horizonte, y la fría palidez de Artemisa resplandecía en el firmamento con toda
su belleza, emergían de las aguas ceñidas las sienes con diademas de oro,
collares de perlas y pulseras de coral. Extendían sobre la arena sus colas
escamadas que brillaban a la luz de la diosa con reflejos encantados y peinaban
sus cabellos con peines de nácar.
Aguardaban pacientes a que el astro lunar presidiera el cenit, y
entonaban sus cantos terribles y hechiceros, que se expandían sobre los mares
hasta los más lejanos confines.
Entonces la Bahía
era un cálido remanso, junto a una selva virgen rematada en un cerro agreste y
vigilante.
Las Sirenas llegaban al anochecer. Ocultos entre el follaje, los tigres
las observaban. Sanguinarios y feroces félidos, de mirada aguda y afilados
colmillos, permanecían expectantes con los ojos fijos y las narices vibrantes,
subyugados ante la visión de aquellas ninfas marinas ante quienes perdían su
fiereza, doblegados como gatos, prudentes y sometidos.
Noche a noche se acercaban los tigres a observar a las Sirenas.
Un día, el pie de la criatura humana holló la tierra intocada y con ciega
persistencia comenzó a bajar hacia la bahía. Se estremeció la selva, Se
inquietaron los tigres. El mar se oscureció. Y ante la presencia del Hombre,
las diosas comprendieron que habían perdido su refugio marino. De las noches
paganas en la Bahía
de Monte Vide Eu, aún persisten los restos de barcos hundidos y las sombras
gimientes de aquellos marinos en la eterna búsqueda de sus sirenas. Y está
escrito en el agua que una noche fatídica entonaron sus cantos de
despedida, abandonaron la playa para siempre y se hundieron en las aguas del
Río como mar rumbo a los grandes océanos. Y los tigres, las siguieron.
Ada Vega, 2000
Ada Vega, 2000
De mucho gusto, amiga. Qué bien!
ResponderEliminarGracias, José, abrazo desde Uruguay!!
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