Los cangrejos,
barridos por el agua, se escabullían entre las grietas. Algunos peces pequeños,
arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre los intersticios
hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los rescatase y los
devolviera al mar. El océano comenzó a rugir ensordecedor. Las olas, al golpear
contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en millones de
gotas que caían sobre nosotros con fuerza,
como una lluvia granizada de invierno.
Estar allí, de pie, sobre las rocas, impresiona. Asusta. Reconoce
uno la pequeñez del ser humano frente
a la fuerza devastadora del océano.
De pronto apareció el
sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse. Andrés dijo que era
hora de almorzar, de modo que volvimos
sobre nuestros pasos, pasamos junto a
las barcas de los pescadores donde algunos de ellos trabajaban con las redes, y otros calafateaban o ajustaban los motores. Las barcas anaranjadas,
alineadas sobre la arena, brillaban al sol recién aparecido.
A fin de llegar a un
almacén donde comprábamos comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos
que atravesar por una serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían
sus trabajos realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar.
Todos los veranos compraba algo para mí, y algo para regalar. Las compras las
hacía por lo general en los últimos días antes de volver a casa.
Ese medio día pasamos
por allí. Andrés se había adelantado un poco y
me detuve a curiosear en uno de los puestos. Entre las distintas
artesanías que se exhibían, me llamó la atención un collar
de caracoles. Eran seis caracoles nacarados de distintas formas, pero de igual tamaño
unidos a una cadena de plata.
En medio de los seis
lucía, engarzado, un caracol negro con reflejos iridiscentes, bellísimo. No
comenté nada, pero decidí volver por él después del almuerzo para estrenarlo, esa misma noche, en una cena especial que teníamos programada
con Andrés.
Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró, refrescó
mucho y a media tarde comenzó a llover.
Decidí entonces ir por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para
quedarnos en la cabaña. Andrés encendió la estufa y salió a comprar una botella de vino, agregó también un postre de
frutas, según dijo, para endulzar la
medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos
una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella y allí nos quedamos el resto de la tarde y
toda la noche, borrachos de vino y de amor, festejando nuestros primeros cinco
años de casados.
Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario. Desde
antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero ese año
lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y no pude
estrenar aquella noche y que, cuando al
día siguiente fui por él, ya no estaba. Lo habían vendido.
Aquel collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve, un
día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis
días.
El vínculo amoroso que me unía a Andrés, comenzó cuando
éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos
casamos no bien recibió el título. Nuestra relación fue estable. Sin notorios
altibajos. Andrés demostró siempre ser
un hombre mesurado, tranquilo. Compramos la casa cuando entendió que
estábamos en condiciones de comprarla; de adquirir una deuda muy importante que
pagamos en diez largos años. Le llevó quince meses buscar la zona y elegir la
casa que quería. Y otros quince reformarla. Llevábamos seis años de casados
cuando nació nuestro primer hijo, porque yo decidí un día no esperar más. A los
ocho años de casados nació el segundo
varón y a los diez años nació Camila.
Nuestros amigos eran amigos de muchos años, casi todos matrimonios. Solíamos
reunirnos a comer y comentar sobre nuestras vidas. Ayudarnos, si era necesario.
Conocíamos, como propia, la vida de cada uno de
nosotros. Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés.
Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita. Fue siempre muy
confidente conmigo. Tenía un amante llamado Atilio con quién mantuvo una
relación de varios años. Ella se había enamorado, pero el hombre estaba casado y aunque no habló jamás de separarse de su mujer
siempre pensó que la amaba. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba todas las
peripecias de su amor prohibido. Al
principio la aconsejaba era una relación que no le servía, le decía. Pero ella
estaba muy enamorada y no aceptaba consejos.
Corrieron los años y
para mí la situación de Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo normal. Cómo
manejó ella la realidad en su casa, no sé. No me lo imagino. De eso no
hablábamos. Ni yo le pregunté más de lo que ella me contaba. Cuando Camila iba
a cumplir los quince años, me encontré con Micaela en la casa de una amiga
común y aproveché para comentarle del cumpleaños y que tenía la tarjeta para
enviarle. Me contó, en un aparte, que había dejado del todo con Atilio. Que le
devolvió unas pertenencias, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló.
—Un collar —le pregunté. —Sí, —me contestó—
un collar que me trajo hace años
al volver de unas vacaciones. No me acordaba si me contó o si se lo vi alguna vez. Micaela tenía mucha bisutería que
cambiaba constantemente. No recordaba ese collar. Le comenté
que me alegraba su decisión. Que
había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la segunda de nadie y le recordé que la esperaba a ella y a su
marido para los quince de Camila.
Esos días previos a la fiesta anduve muy
complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el cumpleaños de
una vez para poder descansar.
El mismo día de la fiesta buscando en casa una engrapadora,
entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes
de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La había visto más
de una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guardaba planos y proyectos y,
semioculto, al fondo de un estante,
encontré un estuche azul. Nunca lo había visto. Hacía pocos días había estado
ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin siquiera
imaginarme lo que podría encontrar.
Encontré un puñal que
me desgarró el pecho, encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar
de los siete caracoles que un verano de amor y vino, deseé tanto y nunca tuve.
Ada Vega, edición 2004
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