En el año 1919 Thomas Mann escribió una novela que
tituló “Amo y Perro”. La novela consta de cinco capítulos donde, en una prosa
romántica, el escritor se dedica casi con exclusividad a hablar de su perro. Yo
era una joven estudiante cuando leí este relato y recuerdo que no dejó de
llamarme la atención que alguien pudiese escribir más de dos páginas hablando
de un perro. Pues, aparte de comentar cómo era su tamaño, el color de su pelo,
la raza, su condición de cachorro o adulto, si era obediente o no, ¿qué otra
cosa —pensaba entonces— se puede decir
de un perro? Tal vez que es una grata compañía, que nos provoca ternura.
Exaltar su nobleza y lealtad.
De todos modos,
para todo este relato, sólo nos bastaría una carilla. Sin embargo Mann dejó
impresas en dicha narración más de cien
páginas.
Muchas lluvias han caído desde aquellos días en que
fui estudiante. Los años agazapados, se fueron dejando huellas. Se acaba de
morir una perra que fue mi amiga y
compañera durante doce años. La he llorado no por ella, que ya no sufre
su reuma ni su ceguera. La he llorado por mí. Porque no la tengo y la extraño.
Porque he quedado sola y no sé qué voy a
hacer sin ella echada a mis pies, mientras escribo, o estirada junto a mi cama. Tendré que aprender a vivir en completa
soledad, pues no deseo más compañía de perros ni gatos. Estoy harta de llorar y
enterrar mascotas y no sé cuánto más me
quedará por vivir, ni qué pueda ser de ellos si me voy y los dejo solos. Por
ese motivo, al recordar a Thomas Mann en aquella novela que escribió hace casi
un siglo, he decidido contar cómo llegaron a mí y cómo me abandonaron los
perros que amé y me amaron, en estos porfiados
años que llevo vividos.
II
Cuando abrí los ojos por primera vez ya en mi casa había un perro. Un
cachorro Fox Terrier que Antonia y Casio, unos amigos de mis padres, les
obsequiaran en esos días de mi nacimiento. Mi madre le puso Terry y crecimos juntos. Terry fue mi primer
juguete, mi primer amigo. Mi recuerdo más lejano. Era un perro pequeño, de pelo
corto, manchado en blanco y negro. Rabón. Con los ojos marrones, brillantes e
inquietos. Un perro fuerte, veloz, inteligente. Ratonero de oficio. Lo
recuerdo, a partir de mis tres años, apretado junto a mi pecho, mientras mi
madre me decía que no lo fastidiara tanto que podía morderme. Nunca me mordió,
a pesar de haber sido un perro genioso y obstinado. No le gustaban las caricias
ni que lo tuvieran en brazos. Él era “muy perro”: no soportaba las zalamerías
de la gente.
En
aquellos días vivíamos en el barrio del Prado, sobre la calle Lucas Obes, en
una casa quinta de paredes de piedra y techo de tejas azules que había sido de
mis abuelos maternos. Mi madre era una mujer muy hermosa, dueña de un carácter
afable y conciliador. Era quien realizaba los quehaceres de la casa
ayudada por Benigna, una señora, encargada de la cocina que
vivía con nosotros. Fuimos en los últimos años más que madre e
hija amigas, a pesar de no haber sido todo
lo sinceras que debimos la una con la otra. Nos quedaron muchos detalles sin
aclarar y aunque éramos conscientes de ello nunca permitimos que los
mismos llegaran a perturbarnos.
A mi
padre lo recuerdo como un hombre apuesto, dinámico y benévolo que a pesar de trabajar mucho y estar poco en
casa, fue siempre un buen esposo y un padre protector. Durante cinco años fui
única hija. Después nacieron Bernarda y Carolina con quienes, a pesar de la diferencia
de edad, tuvimos siempre una buena relación. Mientras crecieron y estudiaron
vivieron rodeadas de amigas y amigos que iban y venían por la casa entre voces
y risas que perdimos cuando se casaron y se fueron.
Durante mi niñez, todas las
tardes, mi madre me llevaba a pasear por el Prado. Allí nos
encontrábamos con Antonia y Casio. Los tres paseaban por la rosaleda, mientras
yo jugaba con Terry. Mantenían extensas y animadas conversaciones, pues tenían
mucho en común: Casio era escultor y mi madre que había sido modelo de una
escuela de pintores fue también, en una oportunidad, modelo suya. Sus charlas,
por lo tanto, giraban sobre exposiciones y pinturas. Mi padre estaba exento de
esas conversaciones. Era en aquellos días un fuerte comerciante de plaza y no transaba mucho con el arte, opinando que
éste era una vacuidad, algo que no merecía su atención ocupada en pagos,
transacciones y recaudos.
Una tarde cuando volvíamos del Prado
tuve la impresión de que Casio, al despedirse, retenía demasiado tiempo la mano de mi madre entre las
suyas.
III
El
tiempo siguió su curso. En ese andar, también llegaron los años de túnica blanca y moña azul. Había
cumplido los seis años y esperaba llena de ansiedad el primer día de clase. No
lo supe entonces. No me di cuenta. Pero en esos días comencé a separarme de mi
amigo Terry. Entusiasmada con mi cartera nueva, los lápices de colores, la
cartuchera con dibujos, lo fui apartando sin querer de mi lado. Él, que me
seguía a todas partes, que dormía a los pies de mi cama, no me acompañó en mi primer día de escuela. Nunca me acompañó a la
escuela. Se quedaba solo toda la tarde, sentado a la entrada del jardín,
aguardando mi regreso. Cuando llegaba saltaba a mi alrededor, daba pequeñas
corridas, ladraba, como hablándome. Quería jugar conmigo, pero yo venía
cansada, no tenía deseos de jugar. Terry comenzó a ponerse triste. Mi madre se
dio cuenta y me decía que jugara un poco con él. Que el pobre me extrañaba. Yo
nunca lo rechacé, pero los libros y los
cuadernos me fueron apartando de Terry que dejó de esperarme, al volver de la
escuela, sentado a la entrada del jardín.
Había
terminado sexto grado cuando ese verano mi perro Terry, el amigo leal que me
acompañara desde mi nacimiento, murió mientras dormía a los pies de mi cama.
Aquel fox terrier de mi infancia no pudo acompañarme
en mi adolescencia. Cuando lo llamé y no se movió ni levantó la cabeza
comprendí que se había ido. Lo levanté del suelo, donde yacía, y lo mantuve en
mis brazos mientras él me miraba con sus
ojitos turbios. Él me había entregado su fidelidad y yo, en cierto modo, lo había
traicionado. Lo había dejado a un lado de mi vida. Lloré tanto con él en mis
brazos que sentía oprimido el pecho y apretada la garganta. Mi padre me lo
quitó y lo llevó a la quinta para enterrarlo y yo me abracé a mi madre que
lloró conmigo, la pérdida del primer perro que me acompañó en la vida.
Atravesé mi luto con un arraigado sentimiento de culpa. Desde entonces
cada vez que me acuerdo de Terry, siento el dolor de no haber sido más buena
con él. Con aquel pequeño amigo que me
enseñó que el amor no debe ser egoísta. Que debemos cuidar, proteger, no
abandonar al ser que amamos. A partir de
su muerte comencé a comprender muchas cosas que hasta ese momento habían
permanecido veladas para mí. Con Terry
se fue mi infancia y me enfrenté recelosa con la adolescencia.
Un
atardecer de ese mismo verano antes de empezar el liceo, vi a mi madre besarse
con Casio en el claroscuro del comedor.
IV
Entrar al liceo significó una experiencia asombrosa que me abrió caminos interiores.
Siempre me gustó estudiar y las distintas
y nuevas materias despertaron en mí una gran expectativa. No fue así con
mi actividad social: no hacía amistades. No me interesaba hacerlas. Fui poco a poco convirtiéndome en una joven
retraída. Encerrada en mí misma.
Una tarde al
volver a casa encontré un perro callejero. Al pasar junto a él movió la cola, yo lo miré, golpeé
mi pierna con la palma de mi mano y
me siguió. Era un perro de raza indefinida, de cruzas perdidas en el
tiempo. Mediano de tamaño, de pelo negro, tenía los ojos tristes y las orejas
caídas. Estaba sucio y con hambre. Lo entré a mi casa y en el fondo le acerqué un balde con agua. Le llevé de la cocina un plato con restos
sobrantes del mediodía y fui a buscar
alguna ropa en desuso para hacerle una cucha donde pudiera echarse a dormir,
pero cuando volví él ya estaba durmiendo, hecho un ovillo, junto a la casilla
que fuera de Terry. Entonces entendí que a ese perro de la calle, sin dueño,
que comía de la basura y dormía en cualquier parte, Terry lo había puesto en mi
camino para que fuese mi compañero, para que me cuidara y yo lo cuidara, porque
los dos estábamos solos y ambos nos necesitábamos.
Le conté a mi madre de mi nueva adopción. Ella lo
aceptó, de nombre le puse Arapey y comenzó a acompañarme al liceo. Cuando yo
entraba, él se volvía a casa. A la
salida andaba siempre merodeando mientras me esperaba para acompañarme en el
trayecto de vuelta. Sin embargo, no dejó nunca de ser un perro solitario,
independiente y callejero.
Pese a tener casa y comida, pasaba largas horas
vagando por las calles. Regresaba cuando le parecía, entonces se dirigía hacia
donde yo estaba estudiando y se echaba a mi lado. Con él conocí otras
fases del amor. Arapey era reacio a las demostraciones exageradas de afecto. Él
daba y recibía amor sin ostentación. Me enseñó a amar a la distancia. A confiar
en lo que amamos. A no avasallar al ser amado.
Los años del liceo no cambiaron mi vida ni mi
carácter. Tuve muchos compañeros, pero no hice amigos.
V
Aún no había decidido qué carrera seguir en
la universidad, cuando se desató en el país un conjuro cívico que dio a los
militares la oportunidad de implantar una nueva dictadura.
En mi casa no
sufrimos los atropellos y violaciones que sufrieron muchas familias, que como
nosotros, no estuvieron implicadas.
Pocas veces oí a mis padres hablar de política. A pesar de que ambos tenían
ideas claras sobre la situación que vivía el país, nunca los oí explayarse
sobre ellas. Sin embargo, un día mi madre gritó y lloró como nunca la había
visto hacerlo. Mi padre, enojado,
trataba de calmarla. El motivo
era que la noche anterior los militares se habían
llevado a Casio de su casa y nadie sabía
donde se encontraba. Mi padre no entendía por qué ese hecho la ponía tan fuera
de sí. Sin embargo yo, aunque un poco confundida, creí intuir el por qué. Fue entonces que le oímos
aquel comentario que destruyó a mi padre, que deshizo la familia y terminó de
moldear mi vida de eremita. ¡Casio es el padre de Verónica! dijo. Yo llamé a
gritos a mi perro y fui corriendo a encerrarme en mi cuarto. Y allí hubiese
querido quedarme para siempre; sin comer,
sin oír, sin saber. Morirme,
hubiese querido. Pero la vida es un río
caudaloso que a nuestro pesar, nos arrastra y nos lleva en sus remolinos.
Decidí seguir respirando.
Casio
desapareció y la familia no volvió a saber de él. Mi padre, o el que creí mi
padre por muchos años, se fue de casa esa misma noche. No obstante, siempre
estuvo cuando lo necesitamos. Siempre nos apoyó y nos ayudó y a pesar de que
nunca dejó de venir a vernos, a vivir con nosotras nunca volvió.
Yo no quise, en aquel momento, que mi madre me
explicara nada. La concepción que tenía yo de mi vida, dio esa noche un giro de
campana. El que creí mi padre desde que tuve conciencia no era mi padre, mis
hermanas eran medio hermanas y mi verdadero padre era un amigo de mi madre.
Después, de a pedazos, fui yo misma reconstruyendo la historia: ellos se habían
amado cuando mi madre era modelo y él un hombre casado. Nunca supe por qué no
se separó de su mujer y se fue a vivir con ella, si es que de verdad la amaba.
Lo que sí supe es que para mi madre él fue su gran amor. Después conoció a mi
padre que se enamoró de ella y le ofreció matrimonio. Dejó de modelar y se
casó. Pero Dios o el destino quiso que, un verano, viniera Casio a vivir al
barrio con su familia y se volvieron a encontrar. Lo demás: el epílogo de una
historia de amor prohibido y yo su
lógica consecuencia.
Cuando terminé el liceo fui a la universidad, allí
conocí a Leandro, un joven del interior del país que había venido a estudiar a
Montevideo. Fuimos primero amigos, compañeros de clase. Después, novios. Él
alquilaba un departamento cerca de la facultad. Allí nos encontrábamos para
estudiar y hacer el amor. Leandro se enamoró de mí y a mí me gustaba estar con
él. No sé si realmente lo amé o si sólo apreciaba su compañía. Siempre fui muy
introvertida, ni yo misma he llegado a conocer a fondo mis propios
sentimientos. Lo cierto fue que, pasado un tiempo, se aburrió de mi ostracismo
y una tarde decidió poner fin a nuestra relación ambivalente. No sentí pena,
Leandro dejó en mí sólo el recuerdo de haber sido mi primer hombre.
VI
En quinto año de facultad estuve de novia con
un joven de Montevideo que estaba terminando la carrera. Se llamaba Asdrúbal.
Trabajaba y estudiaba. Era unos años
mayor que yo. Nos conocimos en la
Biblioteca y casi en seguida comenzamos a salir.
Congeniábamos y teníamos buena química. Yo me esforzaba por mejorar mi
carácter. Por ser más receptiva. Más confiada. Con la ayuda de Asdrúbal, con
quien hablábamos mucho sobre mi personalidad, creo que lo hubiese conseguido.
Hasta que una noche, mientras tomábamos un café en un
bar del Centro, apareció una joven que
según dijo era la prometida de Asdrúbal
y le increpó duramente el estar
en mi compañía. Yo no quise saber nada. Me levanté, me fui y lo dejé a él que solucionara su problema de
pareja. No quise volver a verlo. Creo que él tampoco lo intentó.
Un verano, dos años antes de recibirme de Doctora en
Leyes, murió Arapey.
Hacía tiempo que estaba enfermo. Comenzó por abandonar
sus correrías. Y de andar vagando por el barrio. Después fue dejando de
comer.
El veterinario lo había examinado sin encontrar nada
grave. Una tomografía reveló, al final, la existencia de un tumor maligno en la
cabeza. No existía una intervención quirúrgica que diera cierta seguridad de
cura. Lo fuimos tratando con calmantes, hasta que un día dejaron de hacerle
efecto. El veterinario aconsejó sacrificarlo. Lo inyectaron y yo me quedé junto
a él, con una de sus manos entre mis manos, hasta que sus ojos quedaron fijos
en la nada y su mano rígida entre las mías. No se quejó. Simplemente se fue
apagando. No sé cuanto tiempo me quedé sola con él. Mi padre ya no estaba en
casa, mi madre me acompañó y yo misma lo
enterré en el fondo de la quinta.
VII
Unos
meses después de recibir mi título en la Universidad de la República , mi padre se
despidió de mí y de mis hermanas y se fue
a vivir a España. No lo volvimos a ver. Falleció en Barcelona cinco años
después de haber llegado a la península.
El
verano aquel, cuando terminé mis estudios de Derecho, mi madre colocó junto a
la puerta de entrada una chapa que
decía: VERÓNICA CARABAJAL, ABOGADA. No se veía desde la calle. Las santarritas
y las glicinas entrelazadas cubrían las vetustas paredes de la casa.
En esos días, con mi flamante título en la mano,
comencé a trabajar en el estudio de un abogado muy respetado, amigo de mi
padre. Allí trabajaba el hijo, también abogado, un poco mayor que yo. Se
llamaba Guillermo, era soltero y buen mozo. Estaba de novio con la hija de un
juez de la Suprema Corte
de Justicia. De todos modos, simpatizamos en cuanto nos vimos y comenzamos a
salir. Al pasar el tiempo, nuestra relación se afianzó y estuvimos juntos casi
dos años. Entonces él anunció su matrimonio y, sin más, se casó con la novia
hija del juez de la
Corte. Siguió , sin embargo, afirmando que me amaba y me propuso
continuar nuestra relación. Pero para mí, él ya no existía. Durante mucho
tiempo intentó un acercamiento, tratando de explicarme hechos irreversibles que
no tenían explicación. Jamás transé. Nunca me detuve a escucharlo. Él ya era en
mi vida, una historia acabada.
Cuando el padre de Guillermo se jubiló, nos dejó el
estudio a ambos. Fuimos socios varios años. En los últimos tiempos fui también
la encargada de explicarle a su hijo, tercera generación de abogados de la
familia, el funcionamiento del estudio. Hacía ya unos meses había decidido
dejarle mi puesto al muchacho y retirarme. Tenía pensado dedicar mi tiempo a escribir y así lo hice un
fin de año, ante la sorpresa de Guillermo y la alegría del hijo.
Cuando murió
Arapey decidí no tener más perro. Mi madre no estaba de acuerdo. Ella, como yo,
era muy “perrera”. Cada pocos días me traía noticias de alguien que regalaba un
“cachorro divino”. En esa época Bernarda y Carolina se pusieron de novias y se
casaron ambas, en el mismo año. Bernarda
se casó con un joven argentino que conoció en La Pedrera donde, aún hoy,
tenemos una cabaña que nos dejó mi padre junto con otros bienes. Se casó y se
fue a vivir a Córdoba, en Argentina. Carolina se casó con un compañero de
estudios, vecino del barrio. Con mala suerte pues, al poco tiempo de casados,
el joven murió en un accidente automovilístico donde ella salvó su vida
de milagro. Cuando se recuperó se fue a vivir a Córdoba con Bernarda, que tuvo
tres hijos. Allí, hace unos años, volvió
a casarse.
VIII
Para entonces doña Benigna, la cocinera que vivió con nosotras tantos
años, se había jubilado y se había ido a vivir con una hija. Nos quedamos
solas, mi madre y yo, en aquella casa tan grande. Le propuse
entonces que podríamos mudarnos a una
casa más chica, donde no tuviese que trajinar tanto todo el día y la
manutención no fuera tan gravosa. Le pareció una buena idea y decidió vender la
casona y comprar un apartamento en un barrio más céntrico, cerca de mi trabajo. Al poco tiempo consiguió una
transacción beneficiosa. Vendió la casona y
compró un departamento en el Centro, frente a la plaza de los Treinta y
Tres Orientales. Demoramos un poco en mudarnos. Desmantelar aquella casa y
preparar la mudanza nos llevó mucho tiempo.
En
esos meses, antes de dejar la casa, entró una tarde de la calle muy alterada.
Le pregunté que le sucedía y me contó una historia “enternecedora”. Según le
contó una vecina, en el Miguelete algún desalmado había dejado, adentro de una
caja, una perrita con cuatro cachorritos recién nacidos. Es de raza, me decía,
que parece que se enamoró de un perro cualquiera y los dueños al ver esa camada
sin pedigrí, la sacaron con su cría para la calle y la dejaron en el arroyo. Bueno mamá, le dije, qué vamos a hacer, no es asunto nuestro. Vos
sabés que son preciosos, me dijo, mientras con sus manos alisaba las arrugas
del mantel sobre la mesa. Cómo sabés que son preciosos, pregunté. Porque fui a verlos, me contestó con un suspiro.
¡Mamá! ¿Fuiste hasta el arroyo? ¡Claro!
Para ver si era cierto. Y es cierto, están allí. ¿No querés ir a verlos...?
Alguna vez me pregunté por qué no me resistí. Por qué
no dije: ¡No! ¡No quiero ir! Nos vamos a un departamento. ¡No hay lugar para un
perro…!
Los cachorros eran divinos. Dos de ellos todavía
tenían los ojos cerrados y la madre, la joven expulsada de un hogar de humanos
inhumanos, una pequinesa de pelo dorado
y nariz chata, que nos miraba suplicante con sus ojos redondos y llorosos.
La
pequinesa es una de las razas más antiguas del mundo. Alguien nos contó que estos perros fueron,
durante siglos, venerados como propiedad exclusiva de las Cortes Imperiales de
China. Volvimos con la caja, la madre, a la que llamamos Tarita y los cuatro
cachorros. Le dije con firmeza a mi madre que los tendríamos hasta que nos
mudáramos y ellos estuvieran, por lo menos, con los ojos abiertos.
Fue un trato.
IX
Habían
pasado dos meses y estaba todo pronto para hacer la mudanza. Como nos estábamos
enamorando de los cachorros decidimos comenzar a regalarlos. También decidimos,
de común acuerdo, quedarnos con uno. De
modo que nos acercamos a donde Tarita dormía con su cría y mi madre se inclinó
para retirar un cachorro. Mamá y yo andábamos siempre con los perritos en los
brazos, porque eran preciosos y parecían
de juguete. Sin embargo, parece que Tarita hubiese adivinado que le íbamos a
quitar uno, pues se puso a llorar con hipos y todo, de tal manera, que no
podíamos calmarla. Se había puesto de pie
y parada en las dos patitas de atrás se apoyó en mi madre que tenía el
perrito en los brazos. Lloraba como una desaforada. Las lágrimas le caían por
la cara hasta el piso. Así que le dije a mi madre: ¡Por favor, mamá, devuélvele
el hijo a esta escandalosa!
Y mamá se
apresuró a dejarle el cachorro junto a los otros, Tarita se echó con ellos y siguió llorando.
Aunque más tranquila, de todos modos, siguió llorando. En una oportunidad le
comenté al veterinario de “la lágrima siempre pronta”, en los ojos de Tarita.
El facultativo me contó que los pequineses
suelen contraer una enfermedad que les deja los ojos lacrimosos, por lo
que aparentan que lloran. Eso dijo el veterinario. Pero yo puedo asegurar que
Tarita lloraba, y lloraba de verdad.
Dos días después nos mudamos al departamento frente a la Plaza de los Treinta y Tres
Orientales, con los cuatro cachorros
bastardos y la pequinesa de lujo venerada en el imperio
chino, metidos todos en un cajón de cebollas que el domingo anterior mi madre
le había comprado a un puestero de la
feria.
X
El
apartamento estaba en el octavo piso, tenía una terraza amplia al frente y otra
al fondo, hacia donde se abría la puerta de la cocina. En esa terraza le
hicimos a Tarita y sus vástagos una
cucha amplia donde pudiesen pasar el mayor tiempo posible. Los cachorros se
aquerenciaron en seguida a su nueva
vivienda y recorrían olfateando y ensuciando toda la terraza: trabajo extra
para mi madre. En esos días contratamos
a Onilda, una señora que ya conocíamos, que vino a vivir con nosotras pues el
apartamento tenía habitación y baño de servicio. Los cachorros pasaban bien en
la terraza. Jugaban y comían todo el día y de noche dormían y soñaban felices
como niños.
Pero
Tarita descubrió la puerta de la cocina el mismo día de la mudanza y cada tanto
abandonaba la camada y se colaba al interior del departamento. Lo recorría,
estaba un poco con nosotras y se volvía con sus hijos.
Después, el tiempo pasó, los chicos crecieron y ella
un día no los toleró más. En realidad estaban grandes, comían solos, andaban
por todos lados pero seguían chupando teta. Había llegado el momento de
regalarlos. Tenían casi cuatro meses y se habían convertido en unos perritos
preciosos. Entre los diez pisos del edificio quedaron los cuatro. Algunos
vecinos que nos habían visto llegar con ellos, sabían que cuando crecieran los
íbamos a regalar. No tardaron en venir a verlos y dejarlos encargados.
En una
tarde se llevaron a los cuatro. Tarita ni se despidió de ellos. Tanto que lloró
cuando le quisimos sacar uno y, sin
embargo, al ver que se los llevaban a
todos, ni parpadeó. Ella quedó con
nosotras. Eligió el mejor sofá donde apoltronarse y así recuperar su antigua
jerarquía china. Verla allí, recostada
en los almohadones, daba la impresión de tener en casa una diminuta y peluda emperatriz.
XI
Nos
acostumbramos a vivir en el Centro antes de lo que creímos. El apartamento era
muy cómodo, tenía una hermosa vista hacia la plaza y sabemos que en el centro
de la ciudad todo queda cerca. Teníamos los cines, los teatros, las grandes
tiendas, los restoranes, todo a mano. Nunca fuimos tanto al cine y al teatro
como en los primeros años de vivir en el apartamento. Mi madre estaba contenta.
Todas las mañanas bajaba con Tarita a la plaza, se sentaba en un banco y en seguida entablaba conversación con
alguien, que como ella, no tuviese nada que hacer. De tarde bajaba a hacer
compras o a mirar vidrieras. Mamá fue siempre muy sociable, le encantaba la
gente. Conversaba con todo el mundo. Es indudable que no heredé su
histrionismo. Yo salgo de mi casa para ir a un lugar determinado y regresar.
Salir porque sí, a caminar o a sentarme en la plaza, nunca se me ocurriría.
Hacía tres años
que vivíamos en el apartamento cuando me retiré del escritorio que compartía
con Guillermo. A partir de entonces
quedarme en casa: levantarme más tarde, terminar con las corridas a los
juzgados, los juicios, las sentencias, el papeleo, fue, para mí, un placer
enorme.
De todos modos, nada en esta vida es perfecto ni
gratuito. Mamá empezó con arritmias y
problemas en el corazón. Yo la cuidaba mucho y ella también se cuidaba. Le
habían diagnosticado insuficiencia cardiaca, dolencia que llevó varios años. Hasta que sucedió un hecho
que trastocó mi vida y aceleró el final de la suya.
Habían pasado ya seis años desde nuestra mudanza al
Centro. Tarita estaba preciosa. La habíamos hecho socia de una veterinaria de
la zona donde, aparte de darle las vacunas y alguna medicina que necesitara, la
bañaban, tenía peluquería y corte de uñas. Mamá, frente a mi pedido de que no
bajara todos los días, había dejado de llevarla a la plaza. Ese trabajo lo
hacía Onilda.
Un atardecer
que Onilda no se encontraba bajé y crucé
al quiosco que estaba en la esquina de la plaza, para comprar una
revista por un artículo que había publicado y me interesaba leer. Mamá quedó
arriba con Tarita que la enloqueció. Se puso a ladrar junto a la puerta y a
llorar, porque yo había bajado. Como no la pudo calmar, mamá la tomó en los
brazos y bajó con ella a esperarme. Cuando bajaron yo estaba en la acera de
enfrente esperando que pasaran unos
autos, para cruzar. Mamá me vio, dejó a Tarita en el suelo y se quedó en la
vereda a esperarme. Tarita también me vio y cruzó la calle corriendo. En ese
momento un auto que venía le pasó por arriba. Yo grité, mi madre se puso una
mano en el corazón, el auto siguió y
Tarita salió corriendo de entre las ruedas de atrás hacia donde yo estaba y
cayó muerta a mis pies.
XII
Fue tan cruel, tan injusta esa muerte que aún al
recordarla siento dolor. Al principio no me di cuenta que estaba muerta.
Mientras, algunas personas que vieron lo que sucedió se acercaron. Entonces yo
me agaché junto a ella y la llamé. A mí
alrededor nadie hablaba. Un señor se acercó y me dijo: —El perrito está muerto
señora. Me acuerdo que le dije: No, si el auto no le hizo nada, ¿no vio que
salió por la parte de atrás y vino corriendo?
Sí señora-me dijo- pero el auto lo golpeó, debe haberle golpeado la
cabeza. Yo no podía conformarme, la tomé en los brazos y crucé con ella hasta
donde mi madre se encontraba llorando.
Cuando llegamos
al apartamento la dejé sobre los almohadones donde ella dormía. Tenía los ojos
llorosos y abiertos. No tenía sangre ni marca de golpe alguno. Llamamos a la
veterinaria que estaba de turno y vino un doctor que comprobó su fallecimiento
y dijo lo mismo que me dijera el señor en la esquina de la plaza: el auto la
había golpeado, ella salió y corrió ya sin
vida, porque el sistema nervioso
aún estaba activo o, tal vez, debido a que el corazón aún le latía.
Pero si el
golpe que recibió en la cabeza la mató y corrió solamente por la acción del
sistema nervioso o del corazón que aún le latía ¿por qué no corrió para otro
lado? ¿Por qué corrió hacia mí? — le pregunté.
La ciencia aún no tiene explicación para esos casos extraños —dijo el veterinario.
Nos llevó meses empezar a conformarnos de la pérdida
de Tarita. A mí, aquello de verla caer a mis pies, me trajo infinidad de
conflictos emocionales. Hasta hoy sigo buscando una explicación. A veces creo
encontrarla. La explicación sería muy simple. Bastaría con creer en la
existencia de Dios .
Ese día mamá empeoró de su deficiencia cardiaca. A la
mañana siguiente le dio un infarto, se recuperó pero ya no fue la misma. Se
levantaba de la cama y se sentaba en un sillón, junto al escritorio donde
escribo y miraba para afuera. Pasaba horas en silencio, mientras yo escribía. A
las cinco Onilda nos servía el té, yo dejaba de escribir o de leer,
conversábamos un rato, hablábamos de mis hermanas, de los nietos que tenía en
Córdoba, mirábamos juntas alguna película o alguna novela y cuando ella quería
irse para su dormitorio y se acostaba, yo volvía a mi trabajo.
Una tarde
estábamos tomando el té y tocaron timbre. Nos llamó la atención, puesto
que si es alguien que llama de afuera lo hace por el portero eléctrico. Onilda
fue a abrir: —Es Guida, la nena del apartamento de arriba, anunció. Que pase
—le contesté.
Entró Guida con una perra doberman preciosa, con las
orejas y el rabo cortado. Cuando entró, la niña le quitó la correa y la dejó
sólo con el collar. Mi madre y yo no atinamos a decir una palabra. La perra
entró y ni siquiera nos miró, dio unas vueltas por el living donde estábamos y
se echó sobre la alfombra entre mi madre y yo, con el hocico apoyado en mi pie.
Guida se había instalado en un sofá frente a nosotras. La perra, en lugar de
quedarse junto a la niña se acomodó con nosotras, como si ella también fuese la
dueña de casa y su dueña la visita.
Muchas veces
las personas cuentan lo que hacen sus
mascotas y la gente no cree. Es necesario convivir, principalmente, con los
perros para saber a qué grado de inteligencia han llegado esos animales, desde
que conocieron al Hombre y se convirtieron en su sombra.
XIII
Guida comenzó hablando de su próximo viaje a la ciudad de Hamburgo. Allí
se iba en los próximos días, con sus padres y hermanos, en un plan de dos años,
al principio y perspectivas de quedarse del todo.
El padre de Guida era un ingeniero que había venido
contratado al Uruguay, a dirigir una empresa naviera. En el transcurso de ese
contrato conoció en Montevideo a la madre de Guida, descendiente de alemanes,
se casó con ella y se estableció en Uruguay. En esos días volvía a su país a
interiorizarse sobre ciertos trabajos realizados, en áreas del operativo
portuario, en el puerto de Hamburgo. El
ingeniero se iba con toda su familia: esposa, hijos y perros. Nos vamos dentro
de dos días, dijo Guida, y nos llevamos las dos perras, a Dagma, la madre, y
Érika, la hija. Tuvimos que sacarles pasaportes a las dos. Pero hoy mi padre
nos dijo que trajéramos a Érika para ustedes. Tiene seis meses, es muy dócil y
muy buena. Será una buena compañía para ustedes que son mujeres solas. Que se
queden con ella, que no se van a arrepentir, dijo.
Ni yo ni mi madre sabíamos qué decir. Era una perra
demasiado grande para un departamento. ¿Cómo íbamos a manejarla? ¿Y un perro
Doberman...? Yo pensaba en aquella boca
con semejantes colmillos cruzados y le
dije la verdad a la chica: —Muchas gracias querida, pero no, no podemos
aceptar. Yo no me animo a tenerla en casa. Ella no nos conoce. Y tú sabes que
ésta es una raza con muy mala fama.
—Si, dijo ella,
tienen mala fama, pero los perros son como uno los cría. Nosotros siempre
tuvimos perros Doberman y nunca nos causaron problemas. Son vigilantes y muy
compañeros
—De acuerdo, le contesté, pero no creo que ella…y miro
a la perra que, echada entre mi madre y yo...se había dormido. ¡Érika!, la
llamé, abrió un ojo y me miró. Ni levantó la cabeza. Se quedó un momento con el
ojo abierto y como no dije más nada, lo volvió a cerrar. Confundida miré a mi
madre y la vi reír. Cubrió su boca con una mano y siguió riéndose. ¡Mamá!
dije emocionada, ¡hacía tanto que no la veía reír!
-¿Estás riéndote?
—¡Sí! me contestó. Guida se puso de pie: —¿Se animan a quedarse con ella
hasta mañana? Mañana de mañana vengo, si no se quedan con ella, me la llevo.
Miré a mamá y me dijo que sí con la cabeza. Me puse de pie para acompañarla
mientras pensaba en qué haría la perra cuando viera que su dueña la
dejaba y se iba sola. Comenzamos a caminar las tres hacia la puerta de entrada.
Abrí la puerta, Guida se adelantó y salió al pasillo. Se despidió hasta el otro
día y dejó la correa de Érika en mi mano. Yo seguía expectante esperando la
reacción de la perra. Guida comenzó a caminar hacia el ascensor. Yo continuaba
con la puerta abierta. Érika no esperó más, dio media vuelta y fue a echarse a
los pies de mi madre…y volvió a dormirse.
Con los ojos húmedos mi madre me sonreía, ¿qué podía
hacer yo?
Antes de irse
al aeropuerto pasaron por casa todos los miembros de la familia de Guida. Menos
la madre de Érika, a Dagma ya la habían embarcado. Nos dejaron la documentación
de nuestra hija adoptiva: la partida de nacimiento con su ascendencia y nombre
verdadero y su inscripción al Kennel
Club del Uruguay. Se despidieron de la joven doberman, que les movió un
poco el rabo y se fueron.
XIV
Doce
años vivió Érika conmigo. Nunca la oí ladrar. Fue la perra más limpia, más
prolija y más educada de cuantos perros
tuve. Se adaptó con tanta facilidad a nosotras como nosotras a ella. A mí me
había adoptado como madre. Donde yo iba, iba ella. Si entraba al baño se
sentaba junto a la puerta a esperarme. Cuando me sentaba a escribir en mi
escritorio se echaba a mis pies y allí permanecía las horas perdidas.
La llegada de Érika reavivó un poco el espíritu de
mamá, pero siguió muy delicada de salud. En los días en que ya no se levantaba, la doberman me
abandonó para acompañarla. Se quedaba, echada de perfil, al costado de la cama
día y noche. Cuando falleció, fue Érika la que anunció su deceso. Se puso a
lloriquear y a dar vueltas, con la cabeza gacha, entre el dormitorio y el living. Cuando
llegué junto a la cama de mamá ella se fue a la cucha en la terraza, y por dos
días no volví a verla. Mamá murió una noche de invierno de hace cuatro
años.
Después, la
soledad sólo fue mi compañía. Qué hacer de mi vida sin mi madre, sin ella, mi
compañera de todas las hora. Mi amiga. Todo lo que realmente me importaba. Todo
lo que tenía, que tuve siempre. Me quedé sola. Entonces redescubrí a Érika. Mi
sombra. Mi otro yo caminando a mi lado. El refugio de mi soledad y mi tristeza.
Érika y yo, juntas en el apartamento frente a la plaza comunicándonos, cada día
más, en una simbiosis perfecta. Donde yo estaba, estaba ella. Sentada
con su cabeza sobre mi pierna; acostada con el hocico sobre mi pie. De pie
las dos, tan pegada a mí que me empujaba casi. Sus ojos renegridos mirándome,
mirándome siempre. Tan tristes al final. Tan tristes. ¿Sabía ella, como yo
sabía, que se estaba yendo, que estaba abandonándome?
Me quedé sin su mirada mansa, su hocico húmedo, sin su
sombra junto a mi sombra. Y sigo, porque la vida es eso. Un continuo
caminar. Hoy he dado vuelta la hoja y cerrado el libro de los recuerdos.
Comienzo a acostumbrarme al silencio. Algunas veces, al caer la tarde, me
detengo a observar la plaza desde el ventanal
como lo hacía mi madre.
Estos días he visto que, entre los jardines, anda un
perro perdido. Debe tener hambre.
Ada Vega, 2009
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