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En el año 1948 Brasil dio inicio a la
construcción del que sería, por lo majestuoso de su arquitectura, el estadio
más grande y moderno del mundo. Con capacidad para doscientas mil personas, el
coloso debería estar pronto para el inicio de la Copa Mundial de
Fútbol de 1950. La obra llevó un año, once meses y veintisiete días y se
inauguró el 24 de junio de 1950, un día antes de comenzar la competencia. Su
denominación actual es: Estadio Jornalista Mário Fhilo.
De todos modos fue y será siempre conocido
como estadio Maracaná, por estar enclavado en el barrio Maracaná de Río de
Janeiro. Estadio místico donde lo humano se une a lo sagrado y se manifiesta en
los hechos sobrenaturales que acontecen entre sus paredes. El pueblo futbolero
de América del Sur, piensa que se necesita algo más que buen juego para ganar
en el estadio de Maracaná. La magia, lo esotérico, el culto del más allá y la
superstición han rodeado al coloso de un halo encantado, donde habitan sombras,
duendes y aparecidos.
Todo surgió a partir el emblemático 16
de julio de 1950, cuando, por la final de la Copa Mundial de
Fútbol, se enfrentaron en el campo los equipos de Brasil y Uruguay. Desde
entonces incontables historias han corrido de boca en boca bajo el Cristo del
Corcovado, cada vez que invocando a espíritus errantes se ha intentado conocer
el por qué, cuál fue la causa, el motivo, el castigo de aquel resultado adverso
que sumiera a un país entero en la tristeza y al cuida palos en el oprobio,
hasta el final de sus días.
Sólo Barbosa supo cuál fue la causa, qué o quién desvió el balón de sus manos esa tarde. Nunca nadie se lo preguntó. Fue más sencillo erigirlo en chivo expiatorio, por el tremendo error de no haber podido atajar un gol. Sin embargo, en los terreiros de Bahía, durante mucho tiempo los caboclos de las siete líneas de umbanda repitieron por doquier que lo sucedido aquella tarde en Maracaná fue obra del Espíritu Santo con la venia de Oxalá.
Sólo Barbosa supo cuál fue la causa, qué o quién desvió el balón de sus manos esa tarde. Nunca nadie se lo preguntó. Fue más sencillo erigirlo en chivo expiatorio, por el tremendo error de no haber podido atajar un gol. Sin embargo, en los terreiros de Bahía, durante mucho tiempo los caboclos de las siete líneas de umbanda repitieron por doquier que lo sucedido aquella tarde en Maracaná fue obra del Espíritu Santo con la venia de Oxalá.
Durante los dos años que llevó la
arquitectura del monumental, muchos curiosos se acercaron a observar la
magnitud de la obra y sus avances. Entre ellos, los obreros solían ver a una
joven bahiana recorrer sus galerías, pasadizos y corredores. Como también
visitar los grandes espacios donde se instalaron bares, restoranes y
ascensores, temiendo, más de una vez, que la joven se perdiera entre el
complejo laberinto de su estructura.
La bahiana llegó a conocer el corazón
del recinto tanto como los mismos hombres que realizaron la obra. De todos
modos, no alcanzó a ver la fastuosidad del Estadio terminado. Murió unos días
antes de su finalización. Pese a esa realidad, conocida por todos, aquellos
obreros siempre afirmaron que la joven bahiana habitaba el estadio y seguía,
como en vida, recorriendo sus instalaciones. También en nuestros días
comentan los cariocas que han visto a la bahiana de turbante y vestido blanco
recorrer descalza los interiores, las tribunas, los palcos, y los arcos del
coloso de cemento.
Aquel año, cuando se da comienzo a la
construcción del estadio, Barbosa era considerado el mejor arquero que tuvo en
su historia el Vasco da Gama y el número uno de los porteros del Mundial. Tenía
26 años, simpatía, un físico privilegiado y un porvenir en extremo auspicioso.
Los hombres lo admiraban como deportista y las mujeres lo amaban y lo acosaban.
A nadie le llamó la atención, entonces, que en su camino se cruzara Yanira, una
bahiana bellísima que, enamorada de él a la
distancia, había llegado de Bahía con el sólo propósito de conocerlo.
Yanira era una Bahiana Mae de Santo de
un terreiro umbandista de la línea blanca cuya guía u Oriyhá era Yemanyá, diosa
que reina en el mar, dadora de abundancia, protectora de las familias y pescadores
y máxima Oriyhá del panteón africano con raíces en Nigeria.
Antes de dejar Bahía Yanira había
realizado en su terreiro una ceremonia en honor a la Mae Yemanyá , donde con
toque de atabaques acostada en el suelo boca abajo y con los brazos estirados
en cruz, hizo un pedido a la diosa y prometió dos ofrendas: una, si la Diosa del Mar le cumplía el
pedido y otra si no se lo cumplía.
Barbosa vivía en esos días el punto más alto de su carrera deportiva. Acumulaba éxitos, dinero y halagos. Todo el mundo ansiaba su amistad, desde los componentes de su parcialidad, hasta políticos e intelectuales de su país.
Barbosa vivía en esos días el punto más alto de su carrera deportiva. Acumulaba éxitos, dinero y halagos. Todo el mundo ansiaba su amistad, desde los componentes de su parcialidad, hasta políticos e intelectuales de su país.
Se había convertido en el número uno entre
los arqueros más calificados del mundo. De continuo su foto aparecía en
homenajes, fiestas y banquetes o exhibiendo su físico a bordo de un yate
siempre rodeado de mujeres hermosas. Mientras tanto Yanira había logrado
acercarse al círculo donde se movía el guardameta.
Un empujoncito más y la primera parte de su
objetivo estaría cumplida.
Durante una recepción en el barrio
Copacabana de la ciudad de Río de Janeiro, famoso por su bohemia, fue al fin
presentada al ídolo. Esa noche, colmado su objetivo, la bahiana no se separó ni
un instante del famoso portero. Y fue para él, durante dos años, como para el
preso su condena. Barbosa fue siempre
asediado por las mujeres. Mujeres dispuestas a todo por estar cerca suyo. Él,
sin embargo, no formalizaba compromisos serios con ninguna. Continuaba casado
con Clotilde, con quien se casara a los diecinueve años y siempre trató de
mantenerse fiel a su pareja.
La bahiana, enamorada, no hizo otra cosa
durante esos años que idear nuevas artimañas con el fin de llegar a convencerlo
de abandonar a su esposa para irse a vivir con ella. Detalle que a Barbosa ni
en sueños se le había ocurrido y debido a lo cual, unos días antes de la final
del Campeonato que se avecinaba, decidió hablar seriamente con Yanira para
decirle que no esperara de él más que una simple amistad. Porque entre ellos
—le dijo—, nunca sucedería nada más. Que, por favor, volviera Bahía y se
olvidara de él. Para la bahiana fue aquél el golpe de gracia.
Pese a todos sus rezos, peticiones y
promesas, Yemanyá no había aceptado su pedido. Se fue sin decir una palabra.
Sin despedirse de él ni de nadie. Volvió a su hotel, se vistió con su vestido
blanco de Bahiana Mae de Santo y bajó a la playa de Copacabana a cumplir su
segunda promesa. Atardecía cuando entró
al agua.
Quienes la vieron pensaron que entraba a
dejar una ofrenda a la Diosa
del mar. Cuando dejaron de verla, cuando su cuerpo se perdió entre las olas del
océano se dieron cuenta de que la ofrendada, era
ella misma. Muchos días después unos pescadores encontraron el cuerpo de
Yanira, enredado entre unas algas, a varias millas de las costas de Brasil.
El 16 de julio de 1950 fue el día elegido para la gran final. Brasil era
el favorito indiscutible, de modo que el equipo brasileño entró al campo
acariciando la Copa. Un
empate bastaría para constituirse en campeones del mundo por primera vez.
Todo Brasil estaba pronto para la gran fiesta. Comenzó el partido y con el primer gol de Brasil estalló el estadio. Doscientas mil gargantas rugieron el gol atronando el aire de Maracaná. El equipo uruguayo no se veía entre aquella enormidad de gente que ovacionaba al rival. Entonces Obdulio Varela cruzó la cancha, puso la pelota bajo el brazo y se dirigió al centro del campo a hablar con el juez.
Todo Brasil estaba pronto para la gran fiesta. Comenzó el partido y con el primer gol de Brasil estalló el estadio. Doscientas mil gargantas rugieron el gol atronando el aire de Maracaná. El equipo uruguayo no se veía entre aquella enormidad de gente que ovacionaba al rival. Entonces Obdulio Varela cruzó la cancha, puso la pelota bajo el brazo y se dirigió al centro del campo a hablar con el juez.
—¿Qué
pasa? —preguntaba la gente.
—¿Qué
reclaman, si no hay nada que reclamar?
Y un viento helado recorrió las tribunas y
atravesó la cancha hasta el área norte.
—¿Qué
le dice al juez si el juez no le entiende, si el juez sólo habla inglés? —Los
de afuera son de palo —dijo el capitán de los celestes—, no miren para arriba,
el partido se juega acá abajo.
Caía el sol cuando empataron. Y un miedo
inesperado y rotundo se fue instalando en las tribunas. Doscientas mil almas
presintieron el final y a duras penas lograron sobreponerse para seguir
alentando al favorito. Barbosa en los tres palos mantenía la calma. Seguro como
siempre. Firme en su puesto.
Se adelantó dos pasos cuando vio venir a
Ghiggia con aquel disparo desde la punta derecha y entre el balón y él, la
ráfaga de una figura blanca que se cruzaba. Se estiró todo lo que pudo y
alcanzó a arañar la pelota que llegaba envenenada como si alguien, al pasar, la
hubiera desviado con la mano.
Y creyó que la había mandado al córner.
El mutismo lapidario del Coloso le hizo
volver la cabeza para mirar.
Allí, con los ojos fijos en él, recostada a
la red estaba Yanira, la
Bahiana Mae de Santo, con el balón a sus pies.
Ada Vega
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