Dicen los que estaban que a
Rudesindo Ordóñez lo mataron mal. A traición, dicen. Por la espalda. Que esa es
mala manera de matar y de morir. No se debe.
No señor. Es por eso que en las noches sin luna, cuando al campo lo
abruma la oscuridad y sólo se escuchan las lechuzas chistando al pasar, más de
uno comenta que ha visto al Rudesindo montando un tubiano con ojos de fuego,
cruzar al galope y perderse en la nada. Justo por donde uno menos quisiera encontrarlo.
También dicen, los que saben de muertos y aparecidos, que mientras vivan los
hermanos Gomensoro su pobre alma en pena
andará en la huella como una luz mala.
Rondando.
Rudesindo era un mozo indómito. Negado para el trabajo. Vivía
en el trillo carneando ajeno. Libre y solo sin marca ni lazo que lo sometiera.
Hábil para el juego y buen jinete; bailarín, payador y mujeriego hasta el
tuétano. Su fama de orejano, viviendo al filo de la ley, era reconocida por
aquellos hombres trabajadores del campo, con poco tiempo para la diversión y
menos para los sueños. Nunca ocultaron que sentían por Rudesindo cierta mezcla
de envidia y desprecio. Fama exaltada, sin embargo, por las mujeres que veían
en él al trovador de buena estampa a
quien todas querrían amar. Y en esa mixtura de odios y amores encubiertos, de
amores robados y amores ofrecidos, transcurría la vida de aquel mozo guitarrero
y cantor. De todos modos, acostumbrados en el pago a la presencia del muchacho
que había quedado huérfano desde muy chico, los vecinos toleraban su vagancia y
era, junto a su guitarra, el convidado de piedra en cuanta reunión hubiese por
los alrededores.
Es sabido que en casi todos los enfrentamientos entre
hombres, las mujeres han tenido algo que ver. Y en esta ocasión parece que
también por faldas fue el asunto. Así cuentan los que cuentan en pagos de Treinta y Tres.
Al norte de Valentines, tirando para Cerro Chato, tenían los Gomensoro una hacienda bastante
próspera dedicada a la cría de merinos. El matrimonio tenía cuatro hijos, tres
varones y Adelina, la menor. Una muchacha muy bonita y avispada. Ese año, para
la zafra de primavera, el patrón había
contratado una comparsa de gente del
lugar muy baqueana para el trabajo de yerra y esquila. Junto a esa gente se
encontraba Rudesindo Ordóñez que, al final de la jornada, entre mate y caña,
cantaba valsecitos y vidalas con voz
ronca y bien entonada. Adelina, la hija de los Gomensoro, ya había oído ciertos comentarios sobre la
vida disipada que llevaba el muchacho,
y no pudo resistir la curiosidad de conocerlo.
Una mañana, con el pretexto de cebarle unos mates al padre, se acercó a
la gente que estaba en plena faena y allí lo vio. Según dicen los que
estaban Rudesindo ni se fijó en ella.
Tal vez la vio como la gurisa que era no más y ni corte que le dio. Sin embargo
ella, por el contrario, quedó con la cabeza llena de pájaros y prendada
del mozo y, mujer al fin, comenzó a
maquinar el modo de atraer al muchacho para que se fijara en ella. El asunto fue que una vez terminada la zafra,
después de una fiesta de asado con cuero, vino y empanadas, los contratados se
fueron cada cual por su lado. También se fue el cantor, que con unos pesos en
el cinto y su guitarra requintada, salió
en su flete a recorrer el pago, visitar boliches y refistolear mujeres. Entre
guitarreada y copas fueron transcurriendo las horas. Era ya pasada la media
noche cuando llegó a su rancho. Recostada en los eucaliptos una luna amarilla
lo observaba distraída. No había abierto
la tranquera cuando el galope de un caballo, que se acercaba, lo puso en
guardia. Quedó a la espera junto al
alambrado, hasta que un tordillo oscuro se detuvo y de un salto desmontó
Adelina con un lío de ropas colgando del brazo. Rudesindo no la dejó llegar a
la portera, la paró ahí no más, y le preguntó asombrado: ¿Y vos qué andás
haciendo a estas horas? Me vine, le contestó ella. ¿Cómo que me vine? ¿A qué te
viniste? A quedarme con vos, afirmó la muchacha. ¿A quedarte conmigo? ¿Estás
loca vos? Vine pa´ser tu mujer. Pa´quedarme en tu rancho. Si la situación no
hubiese sido tan seria, Rudesindo habría
pensado que aquello era una broma. De todos modos, no quiso seguir escuchando y
le gritó enojado: ¡ Caminá gurisa, andá a terminar de criarte que, en su
momento, algún mozo te va a pedir pa´casarse contigo como se debe. ¡En menudo
lío me metés si tu padre y tus hermanos te encuentran aquí! Y no te aflijas
porque vivo solo. El día que quiera mujer en mi rancho, yo mismo la voy a
traer. Ahora subí a tu caballo que te voy a llevar de vuelta, no está la noche
como pa´que andés sola por ahí... ¿Y ahora qué te pasa? ¿Por qué te ponés a
llorar?...¡Muchacha del diablo!...¡Mocosa mal criada!
Llegaron a la hacienda de los Gomensoro entrada la madrugada.
El sol empujaba un montón de nubes, que se iban deshilachando, para darle
lugar. De lejos se veía en la estancia mucho movimiento. Rudesindo dejó a
Adelina junto a la portera grande y se fue en un trote lento. El padre y los
hermanos fueron a alcanzarla. Ella seguía llorando, a moco tendido, como si la
hubiesen violado. Los cuatro muchachos se quedaron mirando al jinete que se
alejaba...
Esa noche, en el boliche, el Rudesindo acodado en el
mostrador tomaba su caña. Conversando
con el turco le había dicho que andaba con ganas de levantar vuelo, dejar
Valentines por un tiempo, subir hasta el norte, cruzar el Olimar, llegarse
hasta Tupambaé y quién sabe tal vez, largarse hasta Cerro Largo. Y no estaba
lejos, no más, de que lo hiciera en los próximos días.
Los hermanos de Adelina llegaron antes de la medianoche, se
detuvieron en la puerta, vieron al Rudesindo fueron hacia él y lo cosieron a
puñaladas. Por la espalda fue. A traición. Sin que el hombre se pudiera
defender. Lo mataron para vengar la honra de una mujer a la que él, ni llegó a
conocer.
Muchos en el pago piensan que Adelina fue la excusa, no la
causa, de la muerte de Rudesindo Ordóñez. Que aquellos hombres atados al
trabajo de la tierra y a sus costumbres, mataron en Rudesindo lo distinto. La
libertad de pájaro, su estampa y su fama. Ahora podían dormir tranquilos. Ya no
había guitarrero enamorando mujeres, ni ganador en el juego, ni orejano
viviendo al costado de la ley. Estaba cada cosa en su debido lugar. Como
siempre había sido. Como debe ser.
Ada Vega - 2003 - Garúa: http://adavega1936.blogspot.com/
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