Blanquita era una morena de manos
chiquitas y risa contagiosa. Blanquita era el guiso canario y el arroz con
leche, el mate con tortas fritas y el dulce de boniatos. Blanquita era el sol.
La inquieta llamita que calentaba los inviernos, cuando el viento golpeaba las
ventanas de mi casa, junto a un arroyo Miguelete todavía no contaminado y la
calle Islas Canarias se llamaba Ganaderos.
Blanquita era la ternura habitando mi casa. La que nos bañaba cantando, nos limpiaba los mocos, nos amenazaba con una alpargata y nos contaba cuentos de negros guerreros, nos hacía merengues al horno y buñuelos de manzana. Blanquita era nuestra infancia y nuestra adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez de nuestras disputas de hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos alguna penitencia o pérdida de postre. Blanquita con olor a canela. Blanquita nuestra. Única. Blanquita por siempre, así en la tierra como en el cielo.
Blanquita era mamama. Así le decía Andrés, el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese mamama lo que la hizo quedarse para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida.
Por aquellos años vivíamos en Prado Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en una de las piezas del frente. Había comprado esa casa con el dinero de la venta de un campito que su padre le dejara como herencia y allí nacimos y crecimos mis hermanos y yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas, envueltas en el perfume de la dama de la noche, el canto de los grillos y el titilar de los bichitos de luz.
Blanquita era la ternura habitando mi casa. La que nos bañaba cantando, nos limpiaba los mocos, nos amenazaba con una alpargata y nos contaba cuentos de negros guerreros, nos hacía merengues al horno y buñuelos de manzana. Blanquita era nuestra infancia y nuestra adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez de nuestras disputas de hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos alguna penitencia o pérdida de postre. Blanquita con olor a canela. Blanquita nuestra. Única. Blanquita por siempre, así en la tierra como en el cielo.
Blanquita era mamama. Así le decía Andrés, el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese mamama lo que la hizo quedarse para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida.
Por aquellos años vivíamos en Prado Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en una de las piezas del frente. Había comprado esa casa con el dinero de la venta de un campito que su padre le dejara como herencia y allí nacimos y crecimos mis hermanos y yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas, envueltas en el perfume de la dama de la noche, el canto de los grillos y el titilar de los bichitos de luz.
Blanquita
vino de Florida mandada por mis abuelos, los padres de mamá para que le diera
una mano con mi hermana Elenita recién nacida. Y mamá, que aún no había
cumplido los dieciocho años, le pasó el mando del hogar. Blanquita gobernaba
con equidad salvaguardando siempre el lugar de mi madre, obligándola muchas
veces a ocupar su sitio de señora de la casa, que ella descuidaba.
Para no
pagar una enfermera, mi madre había hecho un curso de enfermería en la Cruz
Roja y trabajaba mucho con mi padre. Además, no le interesaban los compromisos
sociales con el fin de figurar. Fue así que Blanquita nos adoptó a todos. Formó
parte de nuestra familia y pasando por alto que mi padre se reconociera ateo,
nos enseñó a rezar, nos leía la Historia Sagrada y en su momento, opinó que
deberíamos concurrir a un colegio católico. Y así fue. De modo que alrededor de
los siete años fuimos cada uno tomando la Comunión. Mis hermanos con sus
trajecitos azules, moña blanca en el brazo y guantes. Mis hermanas y yo, con
largos y muy trabajados vestidos blancos y velos como de novias. Los
preparativos eran todo un acontecimiento. Principalmente para Blanquita que
acompañaba a mi madre al London – Paris a elegir y comprar nuestros vestidos y
trajes. Pero fue cuando nació Andrés que Blanquita se hizo imprescindible.
Mamá tuvo un parto prematuro muy complicado que la hizo quedarse en cama casi tres meses. Por lo tanto, mi padre puso a Andrés en los brazos de Blanquita. Brazos que se hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación mágica. Sus corazones y sus mentes se fundieron. Se entendían con sólo mirarse. Blanquita sabía de antemano todo lo que le iba a suceder a mi hermano. Y Andrés, que fue un niño muy travieso, era protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que cuando empezó a hablar, la llamó mamama y ella, a su vez, le decía: mi niño.
Mamá tuvo un parto prematuro muy complicado que la hizo quedarse en cama casi tres meses. Por lo tanto, mi padre puso a Andrés en los brazos de Blanquita. Brazos que se hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación mágica. Sus corazones y sus mentes se fundieron. Se entendían con sólo mirarse. Blanquita sabía de antemano todo lo que le iba a suceder a mi hermano. Y Andrés, que fue un niño muy travieso, era protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que cuando empezó a hablar, la llamó mamama y ella, a su vez, le decía: mi niño.
Recuerdo
una tarde en que estábamos jugando en el fondo de casa. Andrés, que se había
subido a un árbol, se le quebró la rama donde estaba a caballo y se cayó.
Un instante antes de quebrarse la rama ella salió de la cocina corriendo y
gritando: ¡Andrés! Yo era muy chica pero noté algo extraño. La oí gritar y la
miré, antes de que se quebrara la rama y mi hermano se cayera. Andrés no se
lastimó pero aprovechó la oportunidad para mimosear, dejar que Blanquita lo
llevara en brazos y lo consolara en la cocina con algún dulce. Esas cosas,
incomprensibles para nosotros, pasaban muy seguido y naturalmente entre ellos.
Un día, siendo todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en la mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le dijo: padre Andrés. Todos la miramos. Él no la oyó o no entendió y nadie le dio importancia al hecho. Años después, cuando casi al finalizar sus estudios secundarios anunció su deseo de ser sacerdote, mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos mucho y Blanquita se sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes de despertarse, en él, el llamado de Cristo.
Un día, siendo todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en la mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le dijo: padre Andrés. Todos la miramos. Él no la oyó o no entendió y nadie le dio importancia al hecho. Años después, cuando casi al finalizar sus estudios secundarios anunció su deseo de ser sacerdote, mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos mucho y Blanquita se sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes de despertarse, en él, el llamado de Cristo.
Andrés se
ordenó sacerdote y estuvo dos años en Neuquénn en la República Argentina.
Cuando volvió nos dijo que lo habían designado para un pueblito en Italia por
unos cinco años. La tarde que vino a despedirse Blanquita le dijo que volverían
a verse antes de que ella muriera. Andrés la abrazó y le dijo: mamama, me
voy por cinco años, no para siempre. Ella le contestó que lo esperaría.
Mi hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años que se había marchado cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad larga y sin esperanza. Todas las noches ella y mamá rezaban el Rosario. En los últimos días mamá rezaba sola y en voz alta, pues Blanquita ya no hablaba.
Una noche, en medio de un Ave María,sonó el timbre de la puerta de calle. Blanquita abrió los ojos y le dijo a mamá: __Andrés. Mamá fue corriendo a abrir la puerta y allí estaba él. Como obedeciendo a un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia sólo para despedir a su mamama.
Mi hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años que se había marchado cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad larga y sin esperanza. Todas las noches ella y mamá rezaban el Rosario. En los últimos días mamá rezaba sola y en voz alta, pues Blanquita ya no hablaba.
Una noche, en medio de un Ave María,sonó el timbre de la puerta de calle. Blanquita abrió los ojos y le dijo a mamá: __Andrés. Mamá fue corriendo a abrir la puerta y allí estaba él. Como obedeciendo a un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia sólo para despedir a su mamama.
Mi hermano entró al dormitorio de Blanquita. Se arrodilló
junto a la cama, besó la cara mojada de lágrimas de la morena que
guardó el último suspiro para esperarlo y, en un susurro decirle:
—Bendición mi niño.
—Mamama, mamama —le
dijo mi hermano, apretando entre las suyas las manitas chiquitas de aquella
negra que tantas veces lo acariciaron, aquellas manitas que lo recibieron
cuando nació, las manitas que se despedían para siempre de su niño Andrés.
—Ego te absolvo, de
los pecados que nunca cometiste y te bendigo, en
el nombre del Padre, vas a conocer la gloria de Dios primero que yo, y del Hijo, espérame en el
cielo, mamama, y del
Espíritu Santo, como me esperaste en la tierra. Amén.
Ada Vega, 1997 - http://adavega1936.blogspot.com/
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