La noche había llegado con esa calma cómplice que antecede a la lluvia y un viento suave, arrastraba las primeras hojas secas de otoño. Mientras el barrio dormía el pesado sueño de los obreros y la inquieta vigilia de los amantes, dos ladrones pasaron sigilosos por la puerta del bar y se perdieron más allá de la oscuridad.
En “El Orejano”, frente a una copa
semivacía, los últimos trasnochados, desparramados en cuatro mesas, fumaban su
soledad y su “spleen”. Mientras en la penumbra, desde la vieja Marconi, con Troilo y su bandoneón, el
flaco Goyeneche como un responso: "Que noche llena de
hastío y de frío, el viento trae un extraño lamento. Parece un pozo de sombras
la noche...”
El patrón lavaba copas mientras escuchaba, a un parroquiano que por milésima vez le contaba su vida, toda la historia de
dramas y fracasos que sufrió y vivió a lo largo de los años.
—Vos sabés Walter, que yo siempre la quise a la Etelvina. Desde
que éramos chicos, y después, cuando trabajamos juntos en Campomar. Campomar y Soulas era ¿te acordás? ¡Qué
fábrica bárbara! ¡Cómo se laburaba!
Después no me acuerdo muy bien lo que pasó, si se fundieron o si las
firmas se separaron no más, el asunto fue que un montón de gente se quedó sin
laburo. A nosotros nos tomaron en “La
Aurora ” de Martínez Reina, y casi enseguida nos casamos. ¡No
sabés que mujer maniática resultó ser la Etelvina ! Maniática
y revirada. ¡Me hacía pasar cada verano!
Servime otro, querés. A las diez de la noche iba a esperarme a la puerta de la fábrica,
iba a buscarme al boliche ¡me dejaba repegado!
Más hielo, hacé el favor. ¡Un infierno de celosa la mujer! me hacía una
marcación de media cancha. Después, cuando vinieron los hijos se le fue
pasando, se le pasó tanto que un día no me dio más bola. ¿Tenés soda? Un
vasito, gracias. Mientras fueron chicos vivió pendiente de ellos porque eran
chicos, después, preocupada por los
novios y las novias de los muchachos como si la que se fuese a casar fuera ella. Hasta hace poco anduvo rodeada de
los nietos, malenseñándolos. Y el otro
día me dijo que estaba cansada, que nos había dedicado la vida, que ya es hora
de pensar en ella, que quería ser libre y vivir la vida a su manera, metió su
ropa en un bolso me dijo: ¡chau viejo! y se fue a vivir a Rivera con un
veterano que conoció en la feria. ¡Me dejó mal parado, vo’sabés! ¡En la yaga! ¡Envenenado
me dejó! ¿Tenés algo pa’ picar? No sé si
te conté lo que me pasó con...
El viento se había dormido en la copa de los árboles, y una lluvia mansa canturreaba en gotas sobre
la vereda. Desde la radio, el flaco
Goyeneche cantahablaba: “Solo y
triste por la acera va este corazón transido con tristeza de tapera, sintiendo
su hielo, porque aquella con su olvido hoy me ha abierto una gotera...” Los
gatos del boliche se echaron a dormir, dos sobre el mostrador y el otro junto a
la puerta de entrada. Era la hora del exorcismo. Esa hora incierta cuando el duende de
la nochería montevideana despierta,
y sale por los barrios a recorrer los
boliches que van quedando, para acompañar en silencio a los valientes habitués
que aún resisten. A esa hora justamente,
llegó el poeta. Se acodó en el mostrador, se persignó, pidió una cerveza y empezó su confesión.
—Ando mal, che. No sé qué me está pasando con las minas. ¡Se
me van! Yo las traigo pa’ la pieza, les dedico mis mejores versos, las mimo,
les recito a Machado: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un
huerto claro donde madura el limonero; mi juventud veinte años en tierra de
Castilla; mi historia algunos casos que recordar no quiero.” Les recito a
Neruda: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde
lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece
que un beso te cerrara la boca.” Y no hay caso, che, no aguantan ni quince días ¡y se van! Me dejan en banda como si nada. ¿Quién las entiende a
las mujeres? Yo no sé qué pretenden.
Están rechifladas, están. A mí me desconciertan, te juro que me desconciertan.
Y la verdad es que yo en mi pieza necesito una mina, una amiga, una compañera.
¡¡Una mujer!! Llegar a la madrugada y
saber que hay alguien que me espera. No tener que dormir solo. ¡No sabés como
me revienta dormir solo! Con esta última piba iba todo de novela, te juro, hasta de escribir
había dejado, y vos sabés bien que la poesía para mí es lo primero. Porque yo
no me hice, como muchos, en esos talleres de literatura que andan por ahí. No
señor. Yo nací poeta. Respiro la poesía. Si me falta el verso, me muero. ¡Y
había dejado de escribir, por una mina! Si seré gil. ¡Y se me fue igual! ¿Vos
podés entender? Esto para mí ya tiene
visos de trágico. Y no le veo vuelta, eh. No sé qué hacer, te juro que no sé
que hacer. ¿Estaré engualichado, che?
Y el
polaco acompañaba con su voz de
bodegón... “Sobre la calle la hilera de focos lustra el asfalto con luz
mortecina y yo voy como un descarte, siempre solo siempre aparte,
esperándote...”
Estaba amaneciendo, la lluvia
golpeaba en los vidrios como pidiendo permiso para entrar, el patrón empezó a
cerrar las ventanas. Mientras los últimos trasnochados iniciaban la retirada,
las luces del primer 126 de CUTSA, que
venía de la Aduana atravesaron la bruma de la mañana yugadora.
Por la vereda, con las manos en los bolsillos, pasaron los dos ladrones de
vuelta. Mala noche para ellos. Terrible la “mishiadura”. Los gatos se
desperezaron. En el mostrador el bardo apuraba la cerveza.
—¡No sé qué hacer, Walter, te juro
que no sé qué hacer!
El patrón estaba cansado, quería
cerrar de una buena vez, para irse a dormir. Miró al poeta y le dijo:
— ¿Y si probaras a darles de
comer...?
Y empezó a bajar la metálica.
“...
las gotas caen en el charco de mi alma, hasta los huesos calados y helados y
humillando este tormento, todavía pasa el viento, empujándome....”
Ada Vega, 1997
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