El sol del mediodía
achicharraba las calles desiertas del barrio. Adentro de las casas no se podía
estar, y afuera el calor agobiaba. El cielo lucía limpito, sin una nube que
presagiara, por lo menos, un poco de viento, una brisa suave, y ni soñar: una
lluvia escasa. Los perros andaban de boca abierta, con la lengua colgando hasta
el pecho, abombados de tanto calor.
En la cantina de El
Mánchester Fobal Clú estaba reunida la comisión directiva. Alrededor
de una mesa, con los pantalones remangados hasta las rodillas, unos de
camisetas y otros con los torsos al aire, los directivos se habían hecho
presentes ante la urgente convocatoria.
Sudorosos, tirados en las
sillas, bebiendo sodas, cerveza helada o vino con cubitos, esperaban. No era hora
de reunión, se sabía, pero el tema que los convocaba ameritaba la presencia en
pleno de la comisión.
Al fin, Pedro Zeballos
que era el secretario tomó la palabra con unos papeles en la mano:
—Señor presidente, señores de la comisión
de El Mánchester Fobal Clú... —¡Dejate de protocolo, Pedro, y andá
al grano, querés! Le gritó Martiarena que era el presidente.
Zeballos insistió:
—Los informes a la comisión reunida
para el caso, creo yo, que se deben de dar con...
—¡Pedro!, dejate de macanas y decí de una
vez que quieren los de El Puente antes que terminemos derretidos ¡carajo!
Se levantaron
voces, algunas roncas de vino, otras alegres de tanta cerveza fría:
—¡Dale, Pedro, decí de una vez qué
les pasa a los de El Puente!
Zeballos dobló los papeles,
los guardó en un bolsillo y dijo:
—Nos invitan a un campeonato en beneficio
del vecino que el otro día se le quemó la casilla.
La comisión
comenzó a opinar:
—¿Un campeonato con este calor? ¿No se les
pudo haber ocurrido nada mejor? ¿Y en qué cancha se va a jugar?
Zeballos contestó las
preguntas de todos:
—El campeonato se haría ahora, porque el
vecino no puede esperar hasta el otoño, y precisa unas chapas y unos tirantes
para empezar a armar una casilla donde meter a su familia. Van a entrar los
tres cuadros del barrio y los del otro lado del arroyo. Los partidos se
van a jugar en las canchas de todos, así no hay problemas.
—¿Y quién va a pagar para
vernos?
—El campeonato es gratis para los
vecinos, ellos piensan mangar unas chapas que sobraron en la fábrica de
unos arreglos que están haciendo, y unos troncos al italiano del
terraplén que vende leña.
—¿Y los conseguirán?
— Anduvieron tanteando y
parece que sí.
—Todo eso está muy bien, opinó don
Alejo el cantinero, apoyado en el mostrador mientras se acariciaba los bigotes.
Eso de hacer un campeonato me gusta, los muchachos están muy quietos
últimamente, pero nosotros no podemos entrar. Se oyeron varios reclamos:
¡que cómo que no, que por qué no podían, que cómo iba a haber un
campeonato en el barrio y El Mánchester, justo, no iba a
entrar!
Don Alejo los
dejó hablar, se puso a lavar unos vasos y cuando más o menos se calmaron dijo:
—No podemos entrar porque los muchachos no
tienen equipo. Los otros cuadros tienen camisetas, pero nosotros no y sin
equipo no se puede ir a un campeonato, por eso no más.
Martiarena,
que había estado escuchando en silencio pidió la palabra: —Lo que dice
Alejo es cierto los muchachos no tienen camisetas, pero van a tener. Los
pantalones que se los consigan ellos y si no tienen zapatos que jueguen de
zapatillas. Las camisetas y las medias las ponemos nosotros.
Se volvieron a
levantar voces: con qué plata se van a comprar, de dónde iban a sacar
guita si todos sabemos que el clú tocó fondo. Si no hay un mango ni para un
asado.
Martiarena
volvió a hablar y dijo:
—Vamos a hacer una rifa.
— Y qué vamos a rifar, preguntó Antúnez,
el tesorero.
—Vamos a rifar un lechón para Navidad. Cómo
lo vamos a pagar, preguntaron.
—Lo vamos a pagar con los primeros números de la rifa.
—Y vamos a vender los números sin tener el chancho, —preguntó
Zeballos.
—Nadie tiene por qué saber que no lo tenemos, no vamos a andar
ofreciendo números con el chancho de tiro.
Don Alejo
opinó que no era mala idea. Que había que conseguir buen precio. Habría que
consultar con Ferrería, dijo, el moreno que trabaja en el frigorífico, para ver
cuánto puede salir un lechón de unos diez o doce kilos. Alguien de la comisión
también opinó:
—Caminando son más
baratos.
—Cómo caminando, en pie,
querrás decir, —dijo don Alejo.
—Bueno, es lo mismo, contestó el
hombre, yo digo, porque muertos son más caros.
—Muertos no, carneados querrás
decir.
—¡Pero, che! ¡Tanta cosa hay que
saber pa´comprar un chancho!
—Nosotros, —dijo el presidente—,
el lechón lo tenemos que comprar ya faenado. Vos, Bebe y vos Juan, hoy van a
hablar con Ferrería. Vos, Zeballos, que sos amigo del armenio Antonio, conseguí
precio por las camisetas y las medias, y ya encárgaselas porque
total se las vamos a comprar a él que siempre nos hace precio. Yo voy a
comprar las libretas con los números de la rifa y las traigo prontas. Toto, vos
que sos el Director Técnico, citá a los muchachos de apuro, y empezá a moverlos
que deben de estar redondos como barricas, mañana nos reunimos a las ocho de la
noche para dar los informes. No falten, porque todos se van a llevar
libretas para vender. Parece que aflojó un poco el calor, me voy a
almorzar porque mi mujer hasta que yo no llego no sirve la comida y
los gurises han estar locos de hambre.
Mañana nos vemos, Chau.
Ferrería
quedó de conseguir un lechón de doce quilos que, según aseguró, era una
manteca. Tenían que avisarle cuando había que traerlo y nada más, que
se lo podían pagar a fin de mes, dijo. Así que el lechón estaba. El
precio que dio el armenio por doce camisetas y doce pares de medias era
razonable. Si en lugar de doce compraban veinticuatro camisetas y veinticuatro
pares de medias se las podían pagar en dos veces. Fenómeno, dijeron los de la
comisión directiva.
Al otro día, como prometió, el presidente Martiarena trajo las libretas con los
números de la rifa. Avisaron a los de El Puente que entraban al campeonato y se
empezaron a preparar. Los números de la rifa se vendieron como agua. El vecino
consiguió las chapas y los tirantes y empezó a armar la nueva casilla. Las
camisetas quedaron buenísimas, las medias un poco cortas pero en la cancha y
corriendo no se notaba. El Antonio, que es un armenio de ley, les hizo y les
regaló una bandera del cuadro.
Salieron segundos porque en la final con El Relámpago del Sur se agarraron a
trompadas, le echaron a los dos back y el diez se lesionó.
El veintitrés de diciembre rifaron el
lechón. Lo sacó Fagúndez, un viejo muy callado que vive solo en la cuadra de la
iglesia. Que compró el número de pierna no más, qué iba a hacer él con un
lechón. Así que cuando se lo llevaron lo donó a la comisión. Era media tarde, antes
de las seis sobre la vereda del clú estaba el chancho, sobre una parrilla,
dorándose sobre las brasas.
Ferrería se
ofreció como asador. Se instaló con mate y una botellita de caña con pitanga
junto al fuego, dispuesto a pasar unas cuantas horas. La comisión puso en la
parrilla un par de ganchos de chorizos y unas morcillas para ir picando
mientras se cocinaba el bicho. Adentro se formaron cuadros de truco y de conga.
A un costado del mostrador, se turnaban las parejas de pool.
A decir
verdad, el campeonato fue un éxito para El Mánchester Fobal Clú, los jugadores
reanudaron las actividades, participaron logrando un segundo puesto y se
quedaron con las camisetas nuevas y el lechón.
La comisión directiva estaba
más que satisfecha. Varias veces en la noche llamaron a Ferrería para que
entrase a compartir una copa con ellos, pero el moreno cuando está de asador no
le gusta moverse de junto a la parrilla le gusta adobarlo, darlo vuelta,
arrimar brazas. Es, dice, el oficio del asador. Recién como a las tres de
la mañana entró para avisar que el lechón estaba pronto.
Se pusieron a
festejar y a brindar y arriba el glorioso Mánchester Fobal Clú, y que no
ni no. Destaparon botellas y chocaron vasos, alguien se apoderó de una
asadera y fueron en busca del lechón. Pero el lechón no estaba.
Alguno, nunca se supo
quién, estuvo esperando hasta las tres de la mañana para que se terminara de
asar y cuando estuvo pronto se lo llevó.
No tenían consuelo. Ferrería casi
lloraba... de bronca.
Don Alejo, el cantinero, comentó para
apaciguar:
—Estaban ricos los chorizos ¿no? ¿Y si
vamos poniendo otro gancho...? digo, no sé.
Ada Vega, 2010
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