El Washington Souza era un negro
"usted" ¡Que digo "usted" era más que "usted" se
había pasado para el otro lado. Era un negro racista. Pero no de los negros que
le tienen bronca a los blancos, no. Él era racista en contra: le tenía bronca a
los negros. Fijate lo que te digo, ¡no bancaba a los negros! En su fuero
más íntimo él era blanco, un blanco negro o un negro blanco ¿vas agarrando?
El
color de su piel era un detalle sin importancia, un simple error de
impresión, nada más. El Washington tenía un corso a contra mano. Siempre le
fastidiaron los negros que tomaban vino y tocaban el tambor.
El padre nada que ver,
don Souza era un tipo bárbaro, le decían "el negro jefe” porque era
igual a Obdulio Varela. Trabajaba en una barraca de lana de la calle
Rondeau, ¡flor de laburante! Les había conseguido laburo a los hermanos más
grandes y el Washington, viéndosela venir, le dijo un día que él a
hombrear bolsas no iba, que tenía otras aspiraciones y pretendía otro tipo de
trabajo.
El padre lo mandó al diablo y él se puso a estudiar no sabemos bien qué; pero
andaba siempre con libros bajo el brazo. Se había comprado un traje y un par de
camisas de segunda mano y empilchado y con los libros, se las tomaba todos los
días pa’l centro. Un día lo vimos con un guardapolvo blanco y dijimos: ¡pa!
estudia en serio. El no daba explicaciones, pero dejaba flotando en el aire que
sus estudios lo iban a llevar lejos.
En aquella
época paraba en la barra el negro Leo ¿te acordás? un botija macanudo
¡gran amigo! Jugaba en el Banfield de entreala, una gloria verlo jugar,
¡un dominio de la pelota y una seguridad! Llegó a jugar una temporada en el
Tellier, pero no tuvo suerte, se quebró dos o tres veces y no jugó más.
En una
final, jugando en el Tellier en la cancha que tenían en José Luis
de la Peña, en una trancada, un back del Marconi que era grande como un
ropero, lo dejó tirado con doble fractura. Que atrás de ese foul, se armó flor
de gresca, porque vos te acordás que el Marconi con el Tellier se tenían cierta
inquina. Y bueno, al pobre Leo le costó meses recuperarse. Una tardecita
en que estábamos tomando mate con el Rana, el Santiago, el Venus y el Pocho
Linares, pasa el Washington de traje y corbata, con su guardapolvo en el brazo
y sus libros. Ve al Leo con la pata enyesada sobre una silla y sin pararse le
dice:
—Otra vez quebrado vos.
¡Canilla de negro!
El Leo lo quería pelear.
— ¡Negro barato! –le
gritó.
Nosotros lo corrimos y se
la juramos:
— ¡Por acá no pasás más!
¡La próxima te desfiguramos! ¡Qué vas a ser hijo del “negro jefe” qué vas a
ser! ¡Doctorcito hijo de puta!
El más chico
de los Silva, aquellos que vivían por Rivera Indarte, trajo un día la noticia.
Una mañana se fue a sacar la Cédula de Identidad para entrar al
liceo, y lo vio al Washington por la Ciudad Vieja, de guardapolvo blanco,
en una bicicleta llevando encargos de una farmacia. ¡Mirá el doctor! ¡Repartidor
de farmacia! Te podrás imaginar que lo gastamos al negro usted. Él se ofendió,
nos borró de su agenda y los negros y los blancos del barrio fuimos historia.
Pero La
Teja no era para el Washington, y un día se fue, desapareció del barrio. Y
nunca más supimos de él.
Por eso cuando el otro
día lo encontré y nos reconocimos, nos abrazamos. Cuando pasan los años uno se
asienta, recapacita, corrige errores, se ven las cosas desde otra óptica:
viviendo se aprende a vivir. Y yo, te juro que me alegré de volver a
encontrarlo después de tantos años.
Lo vi bien, pero me
contó que fue difícil para él, que lo agotaron sus problemas de identidad. Que
los negros no lo aceptaban porque él se sentía un blanco, y los blancos no lo
querían porque él era negro. Tuvo que lucharla. Y fue duro. De trabajo andaba
bien. Hacía años que era conserje de un edificio en Pocitos, donde tenía un
pequeño departamento. Se había casado con una mujer blanca y tenía tres hijos
ni negros ni blancos, mulatos. Buenos gurises, que estudiaban en serio. Me dijo
que añoraba el barrio pero que no había vuelto, que no tenía a quien visitar.
Yo le dije
que nunca me fui de La Teja, que también me casé, que soy abuelo,
que La Teja está linda, que el Rana ya no está, que el Pocho
tampoco, que el Santiago se había ido, pero que volvió al barrio, que el
Venus se fue para Australia y nunca más volvió. Que el Leo se jubiló de la
Ancap y que tiene un hijo doctor. Le dije que viniera un día a la cantina
del Banfield, que siempre es bueno volver al barrio. Que todavía quedaban
muchos amigos de antes a quienes tal vez querría ver. Me dejó hablar sin
interrumpirme, me escuchó como emocionado, casi te diría que como aceptando la
invitación. Después me puso una mano en el hombro y como perdonándome la vida me
dijo que vendría, sí, pero que no, que en La Teja... ¡hay muchos negros
"che"! Decime, ¿no es pa’ matarlo…?
Edelmira
dos Santos – 8
Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles
del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan
pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera,
criada en Melo y venida a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía
sola, en un ranchito a dos aguas forrado de madera, junto a unos álamos, al
final de una calle cortada.
Tenía una gata amarilla y un perro zanguango, medio blancuzco, que pasaba
durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por
hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le
faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba,
maldecía en portugués.
Un
día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó
para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez
andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no
cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo
hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar.
Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la
casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta
casa está precisando una mujer.
—Y
quedate, le dijo don Gabino.
—
¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y,
podés elegir — le dijo él—, te quedás con cama en la pieza del fondo y te doy
cien pesos por mes y la comida, o te quedás en mi cama y te doy mi jubilación.
La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una
carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don
Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito, puso una sábana
limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se
la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó
de una palmada al perro, cerró el ranchito, y entró en la casa de don Gabino
por la puerta principal.
Don Gabino tomaba mate en la cocina, la vio entrar ir a su dormitorio, y sobre
la cama matrimonial dejar su atadito de ropa. Cuando volvió a la cocina él le
ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cebalo
vos.
—No
señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don
Gabino y Edelmira. Ellos no soltaban prenda. Así que sólo se hacían
conjeturas.
—
¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No
le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe
estar con cama. Y por esas quedó.
Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la
jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como
para los cigarros y para tener en el bolsillo por cualquier eventualidad,
porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡es inaudito! peor que
andar desnudo. ¡Peor!
Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero
separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba
por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del
hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en
la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias,
calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones
planchados. A cuidar el jardincito y limpiar las jaulas de los pájaros. Una
tarde Edelmira le compró en la tiendita del barrio, una camiseta y unos
calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y
afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa
de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía
muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato.
Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería
abrigado y sano y no de slip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío.
Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
Una
tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El
lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa
y zapatos.
—
¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque
quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos
del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos
días.
Ella
iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡tenía uña, sí!
Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se
fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo
invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que
lo mantuvo en cama como un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera.
Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la
calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos daba por seguro que
no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse
entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto estuvo
en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a
fin de contraer matrimonio con Edelmira.
Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se
enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a
vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de
una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió
tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorarlo mucho
antes de su partida.
Don
Gabino conocía bien el paño.
La misma noche del entierro llegaron los sobrinos con un camión. A cargar todo
lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar
que iba a quedase dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta,
así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el
dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos
documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su
marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró
hasta que arrancaron. Primera vez.
Fue un carnaval – 9
Yo siempre quise ser cantor. En eso tuvo algo que ver la maestra de cuarto
grado de la escuela José Pedro Bellán. Ella decía que yo cantaba muy bien. Y me
lo creí. ¡Lo decía la maestra! A partir de ahí tuve la seguridad de que mi
futuro lo encontraría en el canto. Por aquella época estaban de moda, entre
otros, Angelillo, Ortiz Tirado y Alberto Echagüe. Desterré a Angelillo porque
no me llegaba al corazón y Ortiz Tirado porque no me daban los pulmones. Me
quedé con Echagüe por simpatía y porque el tango siempre me tiró.
De todos modos el Carnaval puso lo suyo.
Teníamos en mi barrio dos tablados: el “Se hizo” y el “Aurora”, muy cerca uno
de otro. Cada noche el camino entre los dos se alfombraba de papelitos y
serpentinas. La gente se paseaba de un escenario al otro y aquello era un corso
donde nosotros, entre presentación y retirada, “dragoneábamos” a las
chiquilinas que venían con la madre, el padre, el hermanito y la silla.
¡Carnavales de mi barrio! Me emociona el recordarlos, tal vez porque coincidieron
con momentos muy importantes de mi vida.
Por aquellos años yo trabajaba en la
Ferrosmalt y paraba en el Bar de Vida. El viaducto no existía y Agraciada y
Castro era una esquina clásica. Un carnaval descubrí que María Inés había
crecido, convirtiéndose en una preciosa jovencita. Usaba el cabello recogido
atado con un lazo sobre la nuca, y apenas se pintaba los labios. Con María Inés éramos vecinos. La conocía de toda
la vida, pero nunca me había dado cuenta de lo linda que era. Me enamoré de
ella aquel carnaval. Ese febrero fuimos novios “de ojito”. Por ella me gasté el
sueldo de una quincena en papelitos. Y empecé a soñar con su amor. Ese amor que
nos hace sentir más buenos, más justos, más sabios.
María Inés venía al tablado
con dos primas, y una tía que las vigilaba como un carcelero. Daban un par de
vueltas, se quedaban un ratito y se iban. Por mirarla sólo a ella, una noche
casi me pierdo la actuación de los Humoristas del Betún, con el inolvidable
Peloche Píriz y el Colorado Lemos. Recuerdo que no había terminado de bajar el
conjunto del tablado cuando vi que María Inés se iba. Esa noche no la seguí
hasta verla entrar a su casa como hacía siempre. Estaba anunciado Luis Alberto
Fleitas que, sin él saberlo, era mi ídolo y mi maestro. Yo observaba con mucha
atención a aquel morocho flaco de traje azul, que cada noche, al llegar al
tablado, cantaba poniendo el alma:
“Barrios uruguayos,
barrios de mi vida
Hoy vuelvo a cantarles
mi vieja canción.
Barrios uruguayos
lindos barrios nuestros
Siempre van prendidos a
mi corazón.”
Como ya les dije, yo quería
ser cantor. Nadie me alentó. Ni me desanimó. Yo no me oía, por lo tanto
ensayaba en mi casa frente al espejo ovalado del ropero de mi madre, donde me
veía de cuerpo entero. Y con una escoba de micrófono cantaba a voz en cuello
imitando al maestro:.. “el Cerro, La Teja, el Prado y la Unión...” Sólo me faltaba la oportunidad, que se podía
dar en cualquier momento; ¿o no? Yo esperaba tranquilo, no tenía gran apuro.
Mientras tanto ayudaba a armar cocinas en la fábrica de Nuevo París.
Aquel Carnaval pasó. María
Inés, de uniforme azul y sombrerito negro, pasaba por mi casa con dos o tres
amigas hacia el Colegio San José de la Providencia, de las Hermanas Capuchinas
de Belvedere. Para poder verla andaba a las corridas haciendo esquives con los horarios de mi trabajo.
Una tarde muy fría, a mediados
del invierno, la vi ir hacia Agraciada con el hermanito. Era mi oportunidad. La
alcancé justo cuando entraba a la “Poupée”.
-¿Puedo hablar con usted?
-No, no. Ahora no puedo.
-¿Y cuándo?
-El domingo, cuando salga de Misa.
Creí que al domingo lo habían
borrado del almanaque. No llegaba nunca. Pero al fin llegó. Cuando salió de la iglesia me acerqué.
Venía con dos amigas que se adelantaron y me miraron con una sonrisa burlona. A
mí se me olvidó lo que pensaba decirle, y eso que había estado casi una semana
estudiándome el libreto. Así que traté de tomarle una mano que ella retiró y,
sin más preámbulo, le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí, y
ahí nomás volvieron las amigas y me tuve que apartar.
Todavía no me había recuperado
del efecto causado por su contestación,
cuando volví a oír que me decía:
-Hoy voy al Cine Alcázar, a la matinée.
Ahí me agrandé. Llegué a mi casa y le grité a mi madre:
-¡Mamá! ¿Falta mucho para los tallarines? ¡Apúrese que me voy al cine!
Pasamos la matinée de la mano y en un intervalo me batió la justa:
-Tenés que hablar con mi papá.
-Bueno. -dije yo. (Uy, Dio, pensé)
Les diré que María Inés era
hija de un señor que tenía un par de joyerías en el Centro, campos en el campo,
una casa con zaguán y cancel. Y auto.
Qué cosa extraña, ¿no?, lo que es la juventud en todos los tiempos: ¡no me
amilané! Y el jueves de esa misma semana, con mi trajecito azul recién llegado
de la tintorería, a las 19 y 30 en punto, me presenté en la casa de “mi novia”
a pedirle su mano al padre. Cuando
estuve frente a él, que me miraba desde su altura como si yo fuese un pigmeo,
le dije que amaba a su hija y le pedí permiso para visitarla. El buen señor
captó que yo tenía buenas intenciones y me preguntó la edad.
-18 años.
-¿Trabaja?
-En la Ferrosmalt.
Y ahí fue cuando metí la pata. Me pareció poca casa ser obrero de una
fábrica. Quise darme importancia para que el don viera que su hija tenía un
pretendiente con futuro, y le dije:
-Pero yo canto. Soy cantor y en cualquier momento...
No me dejó terminar mi
exposición, que venía bárbara. Levantó la voz:
-¿Cantor? Y ¿qué canta?
-Tangos.
El señor se puso rojo. Se
desprendió el cuello de la camisa y me señaló la puerta.
-Cuando desista de esa idea vuelva. ¡Yo no crie a mi hija para que se me
case con un cantorcito de tangos!
Como era joven pero no
necesariamente estúpido, desistí en ese mismo momento. Renuncié a mi sueño de
cantor, arreglé el embrollo como pude y empecé a visitar jueves y domingos a la
dueña de mi corazón. Tenía veintiún años recién cumplidos cuando, de pie en el
altar, vi entrar a María Inés vestida de novia del brazo de su padre, en la
Parroquia del Paso Molino. Nos casamos un sábado de Carnaval.
Pasaron muchos años. Ya no
tenemos tablado en el barrio. De nuestro matrimonio nacieron tres varones que
ya son hombres. Para mí, María Inés está más linda que antes. Pero algunas veces,
mirando hacia atrás, al recordar aquellos carnavales me pregunto si habré
elegido bien al sacrificar mi destino de cantor, si no hubiese sido
preferible... Martín me vuelve a la realidad:
-Dale, abuelo, ¿qué estás haciendo? ¿Me vas a llevar o no a la placita?
(No, claro que no me equivoqué)
Sí, campeón. ¡Vamos, vamos a la placita!
“Barrios uruguayos, barrios de
mi vida
Hoy vuelvo a cantarles mi
vieja canción
Barrios uruguayos, lindos
barrios nuestros
Siempre van prendidos a mi
corazón”.
Siempre
en domingo – 10
Después que murió mi padre, los sábados al
cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran todos nuestros paseos de
fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos años. Cuando enterró a mi
padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca, se vistió de negro de pie
a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de criar cuatro gurises, en un
Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas cuatro años que conmigo en la
panza, mi padre y mis tres hermanos, había llegado desde su Solís natal con la
esperanza de encontrar en la gran ciudad un mejor futuro para todos. La suerte
le dio la espalda. Papá murió en un accidente de trabajo y ella se quedó sin
hombre hasta el fin de sus días. Creo que desde entonces prevalecieron sus
obligaciones sobre sus escasas distracciones y nunca llegué a saber si visitar
a la abuela los domingos, formaba parte de unas o de otras.
La casa de la abuela estaba en una calle
interna del Prado. Tenía un jardín al frente con plátanos y palmeras, mantenido
por don Martín, un viejo jardinero que cuidaba con dedicación rosales, dalias y
jazmines. No era una casa muy grande, tampoco lujosa. De líneas más bien
severas, lo único que resaltaba era el pórtico con sus cuatro columnas de
granito blanco. Hacia ese pórtico se abría una pesada puerta de roble oscuro,
con un llamador en forma de aro. A ambos lados de la puerta, cuatro ventanas
alargadas y enrejadas dejaban ver, tras los postigos siempre entornados,
blancas cortinas de encaje hecho a mano. Bordeaba la casa una verja de hierro
muy alta, con un portón de dos hojas cerrado por dentro con un candado. A pesar
de ser una hermosa casa, a nosotros nos sobrecogía su austeridad.
No nos
gustaba ir, pero los domingos era obligatoria la visita a la abuela, para
nosotros y para nuestros tíos y primos. Ese día mamá nos vestía con nuestras
mejores galas, nos recitaba mil recomendaciones de buen comportamiento y a las
tres de la tarde de cada domingo, estábamos junto al portón de la casa del
Prado. Nelly, con las manos cruzadas sobre la falda, se miraba la punta de los
zapatos; Walter ausente, con un libro bajo el brazo; Venus sacudiendo la reja o
dándole de patadas al portón; y yo, de
la mano de mamá.
—Buenas
tardes doña Paulina.
—Buenas
tardes don Martín.
—Este
viejo trabaja hasta los domingos...
—
¡Cállense la boca! –mamá nos revoleaba los ojos, tras lo cual hacíamos nuestra
entrada triunfal en la casa de la abuela.
Cuando entrábamos a la casona, después de la puerta cancel de vidrios
tallados, quedábamos en la sala principal que era muy amplia. La pared frente a
la entrada la sustituía un enorme vitral con una puerta de cada lado.
Representaba una escena de la campiña italiana; con mucho cielo, árboles y
hermosos niños rubios acompañados de perros blancos con hocicos finos, precioso
pelaje y largas colas jugando sobre un verde prado. Ese paisaje me
maravillaba.
Una vez pregunté qué lugar era ese, donde había tanta belleza. Me
dijeron: Italia. Por años creí que
Italia era algo así como el Paraíso. Después supe que no, que allá también hay
niños pobres y cuzcos callejeros. Pero eso lo supe mucho después. La sala donde
nos reuníamos los domingos tenía una mesa muy larga con doce sillas, un
aparador y un cristalero enorme. Un juego de sala con sillones esterillados,
almohadones rojos y varias mesitas distribuidas por los rincones.
Sobre el piso de madera lustrado, alfombras y camineros, y a un costado,
junto a una de las ventanas: el piano. Un piano negro y recto con su banqueta
giratoria, donde mis tías solían sentarse a tocar llenando el aire con los
acordes de Mantelito blanco, El pañuelito, o Desde el alma, o alguna de mis
primas que empezaba a aporrearlo, le demostraba a la abuela su habilidad para ejecutar a la pobre Para Elisa. Mi
madre no tocaba el piano. Gracias a Dios fue más práctica y aprendió a coser.
No sé qué hubiésemos hecho cuando murió papá si ella, en lugar de
confeccionar prendas para todo el
barrio, nos hubiera tocado el piano. Nosotros tampoco estudiamos. Según mi
madre, para defendernos en la vida, teníamos otras cosas que aprender antes que
las fusas y las corcheas.
El vitral separaba la sala de entrada de un gran patio con claraboya y
baldosas blancas y negras hacia donde desembocaban los dormitorios, un par de
salitas y el baño principal, que era tan grande como toda nuestra casa de la
Teja. El techo y las paredes estaban revestidos de baldosas blancas con flores
multicolores en relieve. Y lo que me parece estar viendo todavía y aún me
asombra, era la bañera. Una bañera redonda, apoyada en cuatro patas de león, de
porcelana blanca y brillante donde uno podía, graciosamente, desnucarse.
Siguiendo este patio había otro de baldosas rojas y hacia un costado la
cocina, otro baño chico, despensa y alguna otra pieza más, para al fin llegar
al fondo lleno de frutales, grandes macetones con plantas y un hermoso juego de
patio en hierro, pintado de blanco. Y a la sombra, junto a su cucha, el
Centella. Un perro frisón, feo como el Diablo, que se paseaba mostrando los
dientes. Perro maldito al que no se podía mirar fijo, pues gruñía levantando el
hocico y acercándose agazapado, dejaba ver sus terribles colmillos. Teníamos
que ir al fondo acompañados de la tía Marina, una tía solterona que vivía con
la abuela, de lo contrario abstenerse, so pena de terminar comidos por el
mastín.
Pero como en todo hay
excepciones, nunca supimos cómo, ni por qué, el bicho simpatizaba con Venus.
Jugaba con mi hermano como un cachorro, le lamía las manos, le movía la cola y
corría con él por el fondo. La tía Marina decía que mi hermano era como San
Francisco de Asís, que tenía poder sobre las bestias. A lo que la abuela
respondía: ¡Bah, bah, bah! No sé si dudaba de San Francisco, o del poder de mi
hermano. Ella opinaba socarronamente, que tal vez los dos (mi hermano y el
perro) habían venido del mismo planeta. A mi madre esto no le hacía gracia.
Al entrar a la sala, Walter buscaba un lugar tranquilo y se sentaba a
leer olvidándose del mundo y su mascarada. Nelly conversaba con mis primas más
grandes, vaya a saber de qué, cuchicheando y tapándose la boca con la mano
mientras reían. Venus se sacudía los abrazos recibidos, de un manotazo se
limpiaba los besos y se iba al fondo a jugar con el perro. Y yo me aburría toda
la tarde, sin saber qué hacer, sentada junto a mi madre. A las cuatro se servía la merienda. En esto
participaba toda la familia.
Mamá llevaba una rosca con pasas y nueces que le
quedaba riquísima y mis tías, torta de manzanas y de chocolate. Mientras,
circulaba el mate dulce para las señoras y el amargo para los caballeros que
por lo general cebaba mi tío Juan. A los niños nos daban chocolate en unas
tacitas muy lindas con dibujitos chinos: para nuestro gusto demasiado chicas.
Pasada la merienda los primeros en irnos éramos nosotros porque Venus venía del
fondo, se paraba en la puerta y decía:
—Y
má, ¿cuándo nos vamos? Y al poco rato volvía a insistir.
—Má,
¿nos vamos a quedar pa’siempre acá?
Entonces mamá al ver que la abuela ya no toleraba más a "ese muchacho mal educado", se ponía de
pie y se despedía. Nosotros, de inmediato, nos alineábamos junto a ella. Nos
volvían a besar y salíamos. Walter adelante, Nelly después, Venus pateando todo
lo que encontraba y yo de la mano de mamá. Habíamos cumplido con la visita de
los domingos y volvíamos felices a nuestra casa de La Teja.
Cuando falleció la abuela la tía Marina volvió al campo y dejamos de ir
a la casona, poniéndole fin a la Odisea de los domingos en el Prado. Papá nos
dejó demasiado pronto y los cuatro junto a mamá crecimos y nos casamos en La
Teja. Después, la vida nos condujo por distintos senderos y abandonamos el
viejo barrio.
Obstinados, fueron pasaron los años. Y un día, de paseo con mis nietos
por el barrio del Prado, pasé por la casona de la abuela. Me detuve un momento. No era la misma: estaba abandonada. Sin
jardín, sin rosales, ni dalias. Una maraña de plantas y yuyos lo cubría todo.
Las ventanas estaban rotas y las columnas grises y cubiertas de musgo. ¿Qué
había pasado con la casa? ¿Por qué estaba abandonada? No quise saber, no me
interesó despertar fantasmas. Recordé el pasado y por un instante volví a ver
aquellos cuatro niños de la mano de mamá, junto al portón de la antigua reja, a
las tres de la tarde...
—Buenas tardes don Martín.
—Buenas tardes doña Paulina.
—Este viejo trabaja hasta los domingos.
— ¡Callate la boca, no seas atrevida!
...siempre en domingo.
La inalterable ruta de
los Reyes Magos – 11
Creo que a estas alturas los Reyes Magos están
un poco desprestigiados. Por equivocarse tanto, digo, por no poner más atención
en donde dejan los juguetes. Ellos saben bien que todos los niños esperan
regalos, sin embargo parece que eligieran los barrios y las casas por donde
pasar. Y así van dejando en su trayecto tantos y tantos hogares sin visitar.
Barrios enteros donde miles de niños se durmieron de madrugada, esperando a los
camellos que no llegaron, y despertaron por la mañana, acongojados, sin
comprender por qué otra vez los Reyes se olvidaron de ellos. Esos mismos Reyes
que lograron la inmortalidad por llevarle ofrendas a un niño que nació pobre,
tan pobre que vino al mundo en un establo.
Cuentan que, guiados por una estrella, llegaron
desde sus lejanos reinos hasta Belén, la noche del 5 de enero de hace más de
2000 años, y ese niño que dormía en un pesebre los convirtió en Reyes Magos
para toda la eternidad. Por ese motivo cada 5 de enero visitan las casas de
todos los niños, para dejarle un regalo a cada uno. Esa es su
misión.
Aunque a veces creo que han empezado a cansarse de
tanto viajar, porque si bien es cierto que trabajan sólo una vez al año, eso de
andar hace más de 2000 años cargando bolsas de juguetes para todos los niños
del mundo, debe ser un trabajo agobiante. Se han aburguesado. Marcaron una ruta
determinada y no se apartan de ella. Y es sabido que en la ruta de los reyes,
los pobres quedan al margen.
Siempre quedan al margen. Si hace más de 2000 años
bajó Dios a la Tierra para ver si podía arreglar el entuerto, y no pudo, ¿qué se
van a hacer problema los Reyes? Dígame. Parece que allá arriba no tienen la
solución. Tal vez tengamos nosotros que resolver este perjuicio, exigiéndoles a
los Señores Reyes igualdad para todos los niños.
En fin, esto no es nuevo, cuando yo era niña sucedía
lo mismo. Por mi casa pasaban, pero según decía mi madre “ya venían de vuelta”.
La nuestra, decía, era una de las últimas casas que debían visitar, por eso nos
dejaban lo último que les quedaba. Yo le preguntaba entonces a mi madre por qué
un año no hacían el recorrido al revés. Ella me contestaba que esas, eran cosas
de Dios. Y ya sabemos que a Dios uno no le puede andar pidiendo explicaciones.
Por lo tanto nos conformábamos con lo que nos habían dejado. Porque eso sí, a
conformarnos, los pobres, aprendemos de chiquitos.
Me acuerdo que un año yo quería una muñeca con la
cabeza de loza. Y mi hermano la pelota de cuero. Como hacía años que se la
pedía a los Reyes sin resultado, decidió hacer una carta. Hojas de cuaderno no
le habían sobrado. En el papel del almacén no se podía escribir, porque era de
estraza y el lápiz no se veía bien, así que fuimos al cuarto donde mamá cosía y
buscamos, entre las telas que traían las clientas para hacerse los vestidos,
alguna envuelta en papel blanco. Encontramos una que decía “CASA SOLER” estaba
un poco arrugada, pero del revés estaba bastante bien. Mi madre al vernos
revolver entre sus cosas nos preguntó en qué andábamos, mi hermano le dijo que
precisaba un papel para hacer una carta para los Reyes. Mamá nos miró, dejó de
coser en la máquina, recortó con la tijera, un pedazo de papel con forma de
hoja, la planchó con la plancha que siempre tenía a su lado y se la dio a mi
hermano.
La carta le quedó preciosa. Con la letra bien
parejita. Decía: “Señores Reyes Magos, yo quiero una pelota de cuero. Vivo en
Pedro Giralt 4016”. La dirección se la puso con lápiz de tinta
que mojaba en la lengua, para que se viera más y no se fueran a equivocar y la
dejaran en la casa de al lado. La lengua le quedó violeta, pero la carta quedó hermosa.
Yo le dije que de paso pidiera la muñeca para mí, pero él dijo que la carta ya estaba terminada, y que él era un varón y no iba a andar
pidiendo una muñeca aunque fuera para
una hermana. De modo que la firmó, le hizo una rúbrica de poeta y yo mi muñeca, se las pedí de boca no más.
Esa Noche de Reyes mi hermano dobló la carta en
cuatro y la puso bajo la almohada, porque las cartas para los Reyes en esa
época se ponían bajo la almohada. Cuando a la mañana siguiente se despertó, en
lugar de la pelota, los Reyes le habían dejado un guardapolvo y la moña para la
escuela, la cartera, que los varones colgaban al hombro, un Diccionario de
Idioma Español y El Mundo Tal Cual Es. El pobre rezongó un poco y le dijo a mi
madre:
— ¡Yo no sé por qué me dejaron todo esto para la
escuela, si total usted cuando empezaran las clases me lo iba a comprar!
Ese día mi hermano rompió relaciones con los Reyes
Magos y decidió no volver a pedirles nunca más la pelota de cuero. Se la empezó
a pedir a mamá que, asumiendo el compromiso, vaya a saber que dejó de pagar o
de comprar para que mi hermano se despertara un mes antes de empezar las
clases, con la flamante pelota durmiendo sobre su almohada.
Y a mí me dejaron la muñeca. Una muñeca linda,
linda, vestida de Dama Antigua con capelina y todo, que yo amé como se puede
amar, cuando se tienen cinco años y una muñeca de loza. Que me duró quince
días. Una amiga jugando, la rompió sin
querer. Nunca pude olvidarme del dolor que sentí al ver mi muñeca rota. No me
animaba a levantarla del suelo. Al fin la tomé en mis brazos y fui corriendo a
llevársela a mi madre. Lloré tanto que me dolía el pecho, mi madre me sentó en
la falda y trató de consolarme diciendo que le iba a hacer una cabeza de trapo
bien linda. Yo no quería que se la hiciera, ¿cómo iba a tener un vestido tan
lindo y una capelina, una muñeca con cabeza de trapo?
Pero mi mamá se la hizo y le quedó bastante bien.
Le puso unos ojos grandotes con dos botones negros, le bordó una boca roja como
un pimpollo y con lana negra le hizo dos trenzas. Parecía una gaucha vestida de
Dama Antigua. Mi mamá la bautizó con sal y agua de la canilla y yo la llamé
Nené, y para festejar el bautismo invitamos a mis amigas y mamá nos sirvió
chocolate con galletitas María. Y desde ese día Nené y yo fuimos inseparables.
Con el tiempo perdió la capelina y se le estropeó el vestido, pero mamá le hizo
varios conjuntos, que yo le cambiaba según la ocasión.
Un par de años después le pedí a los Reyes un
Malcriado, un bebe de celuloide vestido de marinero que había visto en un
bazar. Los Reyes ese año me dejaron ropa y zapatos. Debe haber sido porque la
carta no me quedó muy bien. La hice apurada en una hoja de doble raya que
arranqué del cuaderno de caligrafía. De todos modos el caso fue que nunca, mi
hermano y yo, logramos entendernos con los benditos Reyes Magos. Tuvieron que
pasar veinte años para que al fin Dios me mandara una muñeca, y otros años más
para la llegada del Malcriado, prodigios de amor, con quienes estrené mis dotes
de mamá de verdad en este difícil juego de vivir.
Y en eso estamos. Por eso y porque nunca debemos
dejar de soñar, hay que esperar y tener fe. Tal vez un día podamos, entre
todos, alterar la ruta de los Reyes Magos.
Nostalgias – 12
De un tirón firme en la chaura, dejó al
trompo bailando sobre la cuadriculada vereda gris. Permaneció un momento
observando sus giros y balanceos, y luego se arrodilló, arrimó su mano con el
dorso hacia abajo hasta lograr que el trompo, al girar, subiera entre los dedos y se durmiera
bailando en la palma de su mano. Entonces se puso de pie y levantó la mano a la
altura de los ojos mostrando, a los otros chiquilines que lo rodeaban, su
pericia en el arte de dominar aquel pequeño trozo cónico de madera que seguía
bailando frenéticamente ante su cara
risueña.
Erguido como un rey ante sus súbditos
mostrando su trofeo. Orgulloso como un dios pagano, allí estaba de pie, con sus nueve años
avasallantes, sus pantalones cortos y la honda en el bolsillo de atrás;
riéndose con su cara toda, su boca de dientes pequeños, sus ojos verdosos y
aquel mechón de pelo rebelde que le caía sobre la frente. Era un capo
entre los botijas del barrio. El que remontaba más alto las cometas.
El que mejor jugaba al fútbol. Había que verlo pelear a la salida de la
escuela, cuando cortaba en el recreo con
alguno de sexto. Era inteligente, pero muy diablo. Aquel año, no terminó
quinto. Un día que por segunda vez no llevó los deberes, la maestra le dijo imbécil y él le tiró con un tintero. Lo expulsaron. Dijo la Sra. Directora que era un niño muy
díscolo. Que su comportamiento era un mal ejemplo para sus condiscípulos. Que
perdone Sra. pero su chico necesita un colegio especial, donde lo puedan reeducar. Que era un niño muy malo y usted no
va a poder con su vida. Adiós Sra. y que Dios la ayude, lo va a necesitar. La
mamá no le contestó, ella sabía que no era malo. Era bandido. Callejero. Pero
no era malo.
Se fueron juntos de la escuela, callados,
ella cada tanto suspiraba, él la miraba a hurtadillas queriendo abrazarla y
decirle cosas como: mamá te quiero mucho, no te pongas triste, yo, yo a veces
no sé por qué me porto mal, no sé, yo
quisiera ser el mejor de la clase, el mejor del mundo para que vos estés
contenta, pero no sé qué me pasa mamá, de repente me entra como una viaraza...
¿me vas a poner en un colegio
especial?¿qué es un colegio especial, mamá?
Todo eso hubiera querido decirle a la
madre, pero caminaba callado con la moña desatada y la cartera colgada al
hombro. Cuando llegaron a la casa la
madre le acarició la cabeza y le dijo: andá,
sacate el guardapolvo y lavate la cara y las manos que vamos a comer.
Hice un guiso con dedalitos y le puse choclos,
como a vos te gusta, andá. Y él se puso a llorar. La madre mientras
ponía la mesa pensó en voz alta: ¡pobre Sra. directora, sabrá mucho de alumnos,
pero de hijos no sabe nada!
Empezó a repartir diarios porque no tenía
edad para entrar a la fábrica. Recorría
las calles al grito de: ¡Acción, Plata, Diariooo! Pero al año siguiente la
madre lo puso en la escuela de varones, porque la escuela hay que terminarla,
para no ser un burro, sabés. Hizo quinto y sexto. Cuando estaba en sexto, una tarde lo llevaron preso. Estaba jugando
al fútbol en la calle con otros gurises,
algún vecino rasqueta llamó a la policía y vino un guardia civil en una moto
con sidecar, lo encontró justo a él con
la pelota en la mano.
Cuando la madre se enteró y llegó a la
comisaría ya lo habían pasado para el
asilo. Ella le preguntó al comisario si los milicos de esa comisaría no
tenían más nada que hacer, habiendo
tantos ladrones sueltos, que llevar
preso a un menor que iba a la escuela de mañana y vendía diarios de tarde. El
comisario pasó por alto el comentario y le dijo que fuese a buscarlo al asilo,
que un policía la iba a acompañar. Ella desde su dignidad le dijo: no se moleste, yo voy sola, no necesito
acompañamiento.
El tranvía la dejó ante la puerta donde se
leía: “Mi padre y mi madre me arrojan de sí, la piedad cristiana me recoge
aquí”. Habló con el director y sin darle
tiempo a solucionar el problema, salió nerviosa de su oficina, cruzó un patio
por las suyas, buscó al hijo con premura y cuando lo vio lo tomó de un brazo y
lo sacó en vilo, ¡manga de energúmenos! murmuró al pasar, pero al llegar a la
puerta de salida se dio cuenta que el personal del asilo no tenía nada que ver
y antes de salir le dijo al director:
disculpe, estoy muy nerviosa. Vaya señora, vaya, le dijo el director, y a él: portate bien. Se volvieron en el tranvía, la madre
preocupada porque tenía que terminar un vestido para el día siguiente y él
abrazado a ella prometiéndole el oro y
el moro y antes de llegar, recostado a
su hombro, se quedó dormido.
Una tarde
de ese verano, mientras le probaba una blusa a una clienta él entró de la calle por la puerta del fondo,
llegó al comedor y le dijo a la madre:
mamá, y cayó desmayado. Traía un brazo chorreando sangre y un hueso blanqueando
salido para afuera. Se había caído jugando al fútbol en el campito y así se
vino agarrándose el brazo y perdiendo
sangre por el camino.
Cuatro cuadras corrió la madre hasta el
teléfono más próximo para pedir una ambulancia. Esa noche lo operaron de
urgencia. Lleva desde entonces una cicatriz con forma de T en su brazo
izquierdo. Siguió jugando al fútbol por todos los barrios de Montevideo y
también en el interior. La madre quería que estudiara, hay que
prepararse para el futuro. Lo anotó en la Escuela Industrial. Pero él era wing
derecho. ¡Qué sacrificio Dios mío! ¿Qué
voy a hacer con este muchacho? ¿Qué te va a dar el fútbol me querés decir? ¡Te
vas a morir de hambre, yo no voy a vivir para siempre!
Una tarde paró un auto frente a la casa,
golpearon a la puerta y un señor le entregó a la madre una tarjeta con el
escudo de Peñarol. Lo habían visto jugar y lo esperaban para practicar el
jueves de mañana. Ella no entendía ni quería saber de cuadros de fútbol. Le bastaba con saber
que debido a ello, el hijo había estado preso, se había quebrado un brazo, y
vaya a saber cuántas cosas más que mejor que ella ignorara.
Cuando llegó el muchacho la madre le dio la
tarjeta y le comunicó lo que había dejado dicho el hombre. Que hiciera lo que a
él le pareciera. El miró la tarjeta amarilla y negra y dijo: ¡ta loco! ¿A Peñarol voy a ir a practicar?
¡Ta loco! Y la tiró a un costado.
La madre no opinó. ¿Qué te va a dar el fútbol, qué te va a dar...?
De los cuatro hermanos eras el más
arraigado al barrio, el más madrero, el que tuvo siempre más amigos. Y el
predilecto de mamá.
Sin
embargo un día fuimos todos a despedirte al aeropuerto. Un pájaro enorme te llevó al otro lado del mundo. Aquí se quedaron
tus Cancioneras de Gardel, y las fotos de Atilio García. Y tu niñez y mi niñez,
y tu adolescencia y mi adolescencia, y nuestra casa en el viejo barrio. Y allí
estás, rodeado de chiquilines, con tus nueve años y el trompo de madera
bailando en tu mano. Yo también estaba con ellos. Y me sentía orgullosa de mi
hermano. ¡Qué inteligente! Qué hábil.
Qué alto remontaba las cometas .Qué bien jugaba al fútbol.
¡Qué
lejos te fuiste un día...!
Y hoy, que aquella niñez se ha perdido en el tiempo, que la
juventud nos ha dejado de lado y disfrutamos ambos la alegría de ser abuelos,
recuerdo tu primer pantalón largo y como tosías aprendiendo a fumar escondido
tras los transparentes del fondo. Hubiese
querido que envejeciéramos juntos. Pero sabés, la vida no logró separarnos,
siempre fuiste mi ídolo, mi compinche... mi hermano.
Quien esté libre de culpa – 13
Llegó al barrio una tarde con el bolso en
bandolera, un gorro negro de lana y su pipa. Era un marino rubio y alto, dorado
de sol y mar, con una sonrisa ancha, la espalda fuerte y los brazos tatuados.
Un verano ancló
frente a mi casa. Alguien dijo que estaba de paso y que viviría allí por un tiempo, pero se fue
quedando. Se llamaba Yony, y según supimos después, había venido en un
barco petrolero que, debido a un desperfecto en su sala de máquinas, debió
quedar amarrado en el puerto de Ancap, y de allí fondeado en la bahía para su
reparación. Como la estadía llevaría algunos meses, la tripulación se fue en
otro buque y él quedó en representación de la empresa naviera. De modo que
el ente le ofreció una casa para que
viviera allí, mientras estuviese en tierra.
Fue así como Yony ingresó a la gran familia, que éramos entonces, todos los vecinos del
barrio obrero.
Oriundo de
los Países Bajos, Yony hablaba un español elemental medio gangoso
mixturando cada tanto en su conversación
palabras en holandés. Adicto a su barco, se iba con los obreros muy
temprano, por la mañana, y allí pasaba el día.
Al caer la tarde lo veíamos volver. Se
sentaba solo en el jardín, fumando su pipa, entrecerrados sus ojos verdes fijos
en la bahía. Soñando tal vez con su tierra de tulipanes y añorados cantos de
sirenas. Al cabo de un tiempo dejó de sonreír, las paredes de su casa
comenzaron a oprimirlo, perdió la alegría y
la soledad y la tristeza lo quebraron.
Un día vino con una muchacha de cabello negro
muy largo, recogido en una trenza que dejaba caer sobre su espalda. Usaba
vestidos de colores llamativos y muchos collares. Tenía hermosos ojos negros y
la boca pintada. Era alegre y bonita, se llamaba María.
Las vecinas del barrio no la querían,
comentaban que “hacía la vida”, por eso no le hablaban y cerraban las celosías
cuando ella pasaba. La mamá de Dorita fue la que se sintió más molesta, siempre insistió en que la joven
debía irse del barrio. Nunca entendimos por qué tanta aversión y rechazo. De
todos modos ella era feliz con su Yony, y nadie
puede negar que su llegada pusiera un tinte de color y movimiento en la
paz pueblerina de aquel barrio blanco que dormitaba junto a la bahía.
Se levantaba por la mañana con los labios
pintados, luciendo vestidos de estampados audaces y calzando sus pies en sandalias con plataformas y tacos altos. Así barría la vereda y hacía los mandados,
tarareando canciones de moda, ajena a todo lo que la rodeaba como si viviera
sola en un barrio desierto. Pasaron varios meses, cuando al fin, el petrolero estuvo reparado.
A su regreso, el capitán y
la tripulación lo hicieron a la mar, y una tarde en medio de la algarabía de
los marineros oímos su sirena de despedida.
Yony pudo levar el ancla y partir, pero la
bruma de los negros ojos de María lo envolvieron, y perdió para siempre la ruta
del mar.
En los tiempos que siguieron muchas veces
los vimos reír, caminar abrazados y hasta besarse. Los vecinos no lo veían muy
bien; besarse en la calle por aquellos años era no tener decoro y se sentían
ofendidos ante la actitud tan descarada de la joven que tenía el atrevimiento
de reírse a carcajadas o estamparle un beso al muchacho como si tal cosa. Y
fueron felices.
María, que había dejado su antiguo oficio,
fue con el tiempo una señora más y aunque al principio fue resistida, el título
se lo ganó. No conocí otra persona más desinteresada y servicial: hizo de
enfermera, de asistente de partos, de acompañante en los velorios. Sabía curar
empacho y culebrilla. Conocía de yuyos y santiguados. Ante cualquier emergencia
llamaban a María, ella siempre sabía qué hacer,
por eso las vecinas olvidaron su pasado, del que nunca más se habló.
Lenta, muy lentamente
fueron pasando los años, en los brazos de Yony
los tatuajes palidecieron, su recia espalda se doblegó, sus ojos verdes
se volvieron grises.
Nunca volvió a su tierra de molinos y
tulipanes, ni volvieron las sirenas a enamorarlo navegando los mares antiguos.
María envejeció a su lado rodeándolo de amor hasta que una tarde, cansado tal
vez de añorar el mar, soltó amarras y se fue al cielo de los justos.
María se quedó y está allí, con todos nosotros
que la queremos bien. Ya no usa los zapatos de tacos altos ni sus vestidos de
colores sólo la trenza, que se ha tornado gris, cae sobre su espalda pequeña y
encorvada.
María es una anciana que conserva el brillo
de sus ojos negros y una pícara sonrisa;
continúa viviendo en aquella casa de tejas adonde un día la trajo el
amor de un marino solitario que, vencido ante su embrujo, una tarde lejana se olvidó de zarpar. Y allí
estaba, en su jardín, cuando la mamá de Dorita, que sufre a término una
enfermedad que no perdona, la mandó llamar.
María fue. Entró en esa casa por primera vez. Se enfrentó con aquella
mujer que no la quiso nunca en el barrio. Las dos mujeres se miraron
largamente. Se comprendieron sin hablar. Y la vida pasó ante ellas. La vida que
vivieron juntas, hace muchos años, allá,
en el bajo.
La enferma levantó apenas una mano blanca y
fría. María la sostuvo entre las suyas y, asintiendo con la cabeza, le sonrió.
En los ojos de la enferma, se paralizó la última lágrima.
Querida hermana – 14
Hoy el día amaneció frío.
Sabes que en otoño el sol no calienta casi. Es como si intentara prepararnos
para el rigor del invierno. Nunca me gustó el invierno ¿recuerdas? Es oscuro,
húmedo y triste. Siempre ha provocado en mi ánimo una especie de abatimiento y
melancolía, que aún no he podido controlar. El otoño es cálido. Desde la
ventana del comedor veo filtrarse el sol entre las ramas de las acacias. Los
benteveos y los horneros cantan y se entrecruzan en vuelos cortos ¿no los
escuchas?
Con respecto a mí,
te diré que estoy bien. Cuando hay mucha humedad o mucho frío, me
duelen un poco los huesos, aunque no sé exactamente si son los huesos o
los años los que me duelen. La casa, me preguntas, está como cuando te fuiste.
El jardín está hermoso, ¿no lo has visto aún? ¡Tienes que verlo! don Juan
lo ha llenado de alegrías que han florecido por todos los canteros. Tus
malvones rojos, blancos y matizados están en flor y las últimas rosas aún
mantienen sus tallos enhiestos.
Hoy entré en tu dormitorio
y cambié el cubrecama azul por la manta blanca en croché con rositas y
madroños, que te llevó tantas horas de trabajo y que quedó tan bonita. Todas
las tardes abro un poco los postigos de tu habitación y mientras un
aire suave juega con las cortinas, dejo que un rayo de sol acaricie
los porta retratos que dejaste sobre la cómoda. Desde allí te
siguen sonriendo los seres que te amaron. También entro de noche, antes de acostarme,
sabes, para dejar encendida la veladora de tu mesa de luz. El resplandor se
refleja en el corredor y yo me siento acompañada. Es como si aún
estuvieras aquí. Hasta creo oír pasar las hojas de los libros que leías casi
hasta el amanecer.
La casa me resulta un
poco grande. Tengo vecinos nuevos. Donde vivía doña Eloísa, se mudó un
matrimonio con dos niñas. Son buenos. Me vienen a ver y se han ofrecido para lo
que necesite. Les ofrezco uvas. Los parrales están cargados y se inclinan
con el peso de los racimos que inundan la casa con su olor a vino. Te gustaba
ese olor. Yo lo recuerdo. Te reías trepada a una silla cortando racimos y
comiendo las uvas una por una. Un verano hicimos vino, ¿te acuerdas? No lo
pudimos tomar. Nos quedó horrible. Lo tiramos antes de que alguien se enterara,
para que no se rieran de nosotras. Fue nuestra primera y última vendimia.
Después, nos reíamos las dos a escondidas.
Habrás visto que tengo un
perro ¿por qué te extraña? A mí siempre me gustaron los perros en la casa. A ti
nunca te gustaron. Los perros afuera, decías. Llenan todo de pelos y de
pulgas. De nombre le puse Chispa. Lo encontré en la calle un día que venía del
mercado. Me siguió, movía la cola y me miraba con sus ojitos pardos. Es
mediano, de pelo corto color café.
Esa tarde lo dejé entrar y
le di agua. Él tomó a grandes sorbos y luego se echó junto a las macetas de tus
malvones. Desde entonces me acompaña. Ladra cuando oye algún ruido y cuando
llaman a la puerta. Últimamente estoy un poco distraída, y él se ha convertido
en mis ojos y mis oídos. Me gusta verlo echado a mis pies, cuando tejo o cuando
leo.
¿Por mis hijos, me
preguntas? Están bien, pero muy lejos, ya lo sabes. Luis en Estados Unidos,
Miguel en Tenerife, y Alicia y Marcela en Barcelona. Cada vez, los que
emigran se van más lejos.
No he visto nacer a
mis nietos ni los he visto crecer. Sé bien que se fueron buscando un mejor
futuro para sus hijos. Todas los meses recibo cartas de uno o de otro. Me
giran dinero, para que no me falte nada, dicen. Parece que hoy, en el dinero,
se encuentra la solución de todos los males que nos aquejan. La casa,
hermana, es demasiado grande para mí, a veces me pesa tanta soledad. De todos
modos la cuido y la mantengo linda, por si algún día, alguno de mis
hijos quisiera volver.
Mis derechos humanos – 15
—Terminala, Daniel. Terminala con los Derechos
Humanos. ¡Las clases sociales, los derechos de los
trabajadores!...
—
¿Que decís? ¿Estás loca?
—No,
no estoy loca, estoy cansada. Cansada de oírte siempre la misma cantinela. Hace
treinta años que repetís las mismas letanías.
—Pero
y ahora ¿qué? ¿Estás en contra de los trabajadores? ¿De los que luchan por una vida digna?
—
¡No! ¿Cómo voy a estar en contra? Sólo que en casa también hay otros temas. Yo,
por ejemplo, en este momento estoy luchando por una vida digna: mi vida.
—Marta,
vos hace mucho que no vas al médico. Tendrías que ver como andás del coleste...
—Daniel,
no estoy enferma. ¿Vos te pusiste a pensar alguna vez en lo que se ha convertido mi vida?
—No,
yo te digo, porque la mujer del gallego Martínez, con la menopausia anduvo mal
de la cabeza y vos sabés que hasta se quiso matar, porque resulta...
—Daniel,
a mí la menopausia no me ha afectado. Estoy bien, me siento bien, no tengo por
qué ir al médico. Sólo quiero que me escuches. Nunca hablo de mí ¿te habías
dado cuenta?
—
¿Y qué tenés que decirme? Yo sé todo de vos, te conozco como la palma de mi
mano.
—
¡Qué me vas a conocer! Nunca te preocupaste por conocerme. Me querés, sí, yo sé que me querés. Como algo
tuyo, de tu propiedad. Como tu máquina de afeitar, tu reloj o tus zapatos.
—No
digas eso, ¡sos la madre de mis hijos!
—Sí,
también soy la madre de tus hijos.
—Y
¿qué es lo que no sé de vos? ¿Te anda gustando otro? ¿Algún pinta te arrastra
el ala? ¿Es ése el problema? Decí, decí.
—No,
Daniel, no entendés nada. Hay otras cosas...
—No,
no, no hay otras cosas. No digas pavadas.
—
¿Me dejás hablar?
—Sí,
sí, dale. Hablá nomás.
—Yo
me levanto a las seis de la mañana, medio dormida, pechándome con los muebles
llego a la cocina, pongo la leche a calentar y llamo a Nico, mientras él se
viste voy a buscar el pan para que lo coman calentito con manteca, cuando se va
para el liceo llamo a Naty, la ayudo a vestirse, toma la leche y la llevo a la
escuela. Cuando vuelvo me preparo el mate, son las nueve. Mientras hierve el agua ordeno el cuarto de Nico,
tiendo la cama, recojo la ropa y paso el escobillón, pongo el agua en el
termo y ordeno el cuarto de Naty, son las diez, tengo que hacer los mandados,
dejo el mate para después. Mientras voy
a la carnicería y al almacén pienso qué puedo cocinar para el almuerzo, que me
sobre para la cena. Cuando termino con los mandados te llevo el diario a la
cama con el jugo de naranjas. Vos estás
escuchando la radio y mirando la tele. Yo me pongo a cocinar. A las
doce está pronta la comida. Llega Nico:
—Mami,
me muero de hambre, ¿qué hiciste? hm...
¡qué rico! Salgo corriendo a buscar a Naty. Se
sientan a comer. Yo también me siento con ellos y me traigo el mate,
pero vos me gritás del baño:
— ¡Marta, no hay champú!
Dejo el mate, voy al saloncito y traigo el champú. Vos avisás:
— ¡Mirá que ya salgo!
Te sirvo la comida. Yo almuerzo caminando entre
la cocina y el comedor. Y te vas. El reloj marca la una y media. Entro al
dormitorio, junto la ropa: la camisa sobre la cómoda, un buzo de lana al revés
sobre el televisor, un pantalón tirado sobre la cama, los zapatos con las
medias adentro y la toalla mojada encima de las sábanas. Junto, guardo y llevo la ropa para
lavar, tiendo la cama, llevo los vasos,
son las cuatro. Vengo al comedor, levanto la mesa, llevo todo para la cocina,
paso la aspiradora. Me voy a lavar los platos, son las cinco.
—Naty,
vamos a hacer los deberes. ¡Nico, dejá la música, ponete a estudiar!
—Mami, esta cuenta no me sale. ¿Iba, va con
hache?
—Ahora
tomá la leche, Naty. Después te miro los deberes. ¡Vení a comer algo, Nico! Son
las seis y media. Lavo la cocina. No sé si tengo hambre o sueño, el mate se
enfrió y no tomé ninguno. Mientras terminan los deberes plancho unas camisas
así adelanto para mañana que me toca encerar. Llegás a las once.
—-Viejo
¿querés cenar ya, o tomás unos mates?
—No, dame la cena. Los chicos ya cenaron y se acostaron. Te
sirvo la cena, me siento contigo, quiero hablar con vos de nosotros, de mí. Vos
te ponés a hablar del Fondo Monetario Internacional, de que la culpa de todo la
tienen los del Norte, que nos oprimen que... Yo sé que todo eso es cierto,
Daniel, pero...vos seguís hablando, y a mí me da sueño.
—Che,
Marta, te estás durmiendo. Vos te pasás durmiendo, ¡qué te tiró!
—Estoy
cansada.
—
¿Y de qué estás cansada, si el que labura soy yo?
—Sí,
pero vos trabajás ocho horas.
—
¿Y?
—Y
yo ya llevo diecisiete.
—Pero
vos estás en casa.
—Sí,
Daniel, yo estoy en casa pero estoy trabajando. Y a vos por esas ocho horas te
pagan un sueldo.
—
¿Qué querés, que yo te pague un sueldo ahora?
-—No,
es un comentario nada más. Yo trabajo diecisiete horas gratis.
—Gratis
no, tenés la casa y la comida.
—Sí,
pero ni una doméstica trabaja por la casa y la comida.
—Marta,
vos haceme caso, andá al médico. ¿No tenés sociedad médica? Bueno, usala, vos
no estás bien, ¡te está fallando algo!
—Daniel,
¿sabés que quiero? Quiero comprarme una máquina de escribir y arreglar el
cuartito del fondo. Poner la mesita esa que usamos en verano para tomar mate y
una silla y hacerme un cuartito para escribir. Quiero escribir, sabés.
—
¿Escribir? ¿A quién le querés escribir?
—A
nadie, quiero contar cosas. ¡Tengo tantas cosas que decir!
—
¿La guita no nos alcanza para nada y vos querés comprar una máquina de escribir
para no escribirle a nadie?
—Pero
mirá que la podemos comprar a crédito.
—Marta,
vos me asustás. ¿En serio te sentís bien?
¡Prometeme que mañana sin falta vas a ir a médico!
—Sí,
Daniel. Mañana, mañana voy a ir al
médico.
No vayas al cielo - 16
Iban
por la calle larga a los manotazos. Reían como dos necios mientras
pateaban una maltrecha botella de plástico, fumaban un porro a medias y
cantaban: ...porque en el cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no
hay pizza y café. Porque en el cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas
fritas, no hay coca ni hojillas... Ajeno,
el sol continuaba su lento vagar
hacia el este y las primeras sombras dibujaban un incierto atardecer. Con los
vaqueros desflecados tajeados en las rodillas y sendos bucitos negros que
lucían sobre el pecho las caras enajenadas de alguna banda de metal, los dos
muchachos recorrían las calles en busca de lo que pudiera acontecer.
El Pelado y el Chifle eran dos hermanos
nacidos en un barrio de zona roja. Chorritos sin prestigio, oportunistas natos,
se encontraban sin embargo limpios ante
la ley. Y aunque robaban desde que tenían memoria, carecían de antecedentes que
los involucraran en delitos primarios y sus drásticas consecuencias.
Inconscientes por herencia directa, vivían la vida al mango.
Despreocupados, sin importarles el presente ni el futuro, tomaban de la vida
lo que la vida les ofrecía a su paso, y
lo que no. Acérrimos desconocedores de
todo límite, no entendieron nunca que lo ajeno es ajeno, que los derechos de
unos terminan donde empiezan los
derechos de los otros, y que existen
leyes que se hicieron para cumplirlas. Repobres de la más lunga estirpe
orillera, aprendieron de muy chiquitos, casi al largarse a caminar, que los
dolores que les retorcían las tripas los causa el hambre y los calma el mendigar primero y el robar
después.
Así, salían por las mañanas junto a la madre, con otro más pequeño en
brazos, a extender las manitas sucias
—los pelos revueltos y las caritas moquientas—,
a cuanto transeúnte pasara a su
lado; algunos presurosos, que sin mirarlos siquiera seguían de largo, otros que sin detenerse dejaban algunas
monedas que la madre iba juntando para comprar el pan, primero, y si
alcanzaba, la leche.
Desayunaban una
fruta que algún puestero les alcanzaba o los bizcochos de ayer de alguna panadería
que encontraban al paso y recorrían la ciudad, un día y otro, para regresar al
atardecer muertos de sueño y cansancio.
Y de un saque, un día, se les fue la
infancia. Sin Reyes Magos, sin escuela
ni educación. Y la pujante adolescencia, al abrirse paso, los dio de narices
con la globalización, el neoliberalismo y el sálvese quien pueda. Se enteraron
que para intentar conseguir trabajo es necesario poseer un brillante
“curriculum vitae” que te permita, por
lo menos, competir. Que si no sabés inglés
no existís y si te quedaste en el Windows, estás muerto. Que los canillas y los
lustrabotas pertenecen al pasado. Que las fábricas desaparecieron y la
construcción es una utopía. ¿Y
entonces...?
Subieron el repecho hasta el almacén de don
Flores y al iniciar la bajadita lo
vieron. El hombre venía remando por la calle empinada, parado en los pedales de
su bicicleta. Sofocado. Los muchachos se miraron. Se abrieron para darle paso
por entremedio de los dos. Al llegar junto a ellos lo tiraron al suelo, le
robaron unos pocos pesos y se fueron calle abajo, montados los dos en la
bicicleta, orgullosos por la hazaña que acababan de realizar.
Aunque se hicieron apuestas, no llegamos a
saber si fueron cinco , o diez, o tan sólo tres, los minutos que
corrieron, antes de que al primer
automóvil que pasara por el almacén de don Flores, subiera el dueño de la
bicicleta y alcanzara en un santiamén a los dos muchachos. Lo que siguió
después se sabe: denuncia, policía, comisaría y juez. De ahí al Comcar y seis
años por rapiña, fue solamente el principio.
La luna asomada entre los barrotes,
iluminaba la soga, a cuyo extremo se balanceaba inerte el cuerpo del muchacho.
El pabellón estaba en silencio. Los guardias nunca supieron. Mientras la noche
testigo bostezaba su indiferencia sobre los altos muros, los presos,
victimarios-víctimas, dormían sueños torturados. Solo, en la celda
contigua, el hermano cantaba: “No vayas
al Cielo, porque en el Cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay
pizza ni café... porque en el Cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas
fritas, no hay coca, ni hojillas...”
8 cuarenta – 17
La muchachada de mi barrio era una muchachada sana, laburadora. Había como en todos los barrios, algún chorro que otro, algún vago que otro, pero eran minoría. Y entre esa minoría se encontraba Andresito.
Un vago soñador. No le atraía el trabajo y menos el choreo que era a su entender, un laburo con riesgo. Vivía por lo tanto a costillas de su padre, hombre muy trabajador, friyero del Castro, quien intentó con su ejemplo hacer del muchacho un honrado padre de familia. Quedó en el intento. Andresito, cobijado bajo el ala materna, pasaba la vida atorrando, soñando con independizarse y llegar un día a vivirla como la vive un bacán. Pero no encontraba el yeito.
Los muchachos, al regreso de las fábricas, se reunían en el boliche. Allí mataban las horas jugando al billar o a las cartas, o se paraban en la vereda a conversar y, de paso, refistolear a las gurisas y no tan gurisas que fingiendo indiferencia y dándose dique pasaban taconeando por la esquina.
Una tarde por el boliche se dejó caer un caralisa del Buceo. Era un morocho más bien bajo, fortachón. De bigote fino y manos de cirujano. Vestía sencillito, como para no llamar la atención: traje blanco cruzado, camisa y corbata negra y lentes de sol a lo mafioso. Manejaba un Ford negro y cuadrado al estilo de los “Intocables” y alardeaba. Con la billetera de cocodrilo repleta de billetes grandes, contaba grandezas. El mozo tiraba la cafiola, y de eso se enorgullecía. Y Andresito abrió los ojos.
Mostrando un gran interés por el filón, se acercó al cafisio con la esperanza de ingresar a la vida fiolera. Pero algo le patinaba. No daba con el arranque: ¿cómo convencer a una muchacha para que se prostituyera en su beneficio? Y el del Buceo le dio línea:
— Tenés que conseguir una mina nueva, enamorarla, tratarla bien, cuando la piba se meta contigo, empezás el trabajo. Le decís que te casarías, pero no tenés nada que ofrecerle y que ella se merece una buena vida. Tenés que llorar un poco. Con las minas causa mucho efecto. Y llorando le decís que preferís sufrir y dejarla, aunque se te parta el corazón, antes que continuar una relación sin futuro. Que ella algún día va a encontrar otro hombre que le ofrezca lo que vos no podés darle. Y seguí llorando.
La mina no va a permitir que la abandones ni mucho menos, y ante tu nobleza y tu dolor te va a decir que juntos hasta la muerte, que no le importa ser pobre. Vos no aceptás, pero le empezás a insinuar que hay modos y maneras de escaparle a la mishiadura. Y ahí le entrás, ¿entendés?
— ¡Seguro!
Y Andresito salió a trillar veredas en el barrio. Las gurisas cuando él arrancaba para el lloriqueo, lamentando tener que dejarlas por no tener nada que ofrecerles, compasivas le decían:
—Tenés razón, sos un seco. ¡Qué te mejores!! Chau.
Otras, al ver el giro que tomaba la conversación del muchacho, por no matarlo, lo mandaban a la santa madre que lo dio a luz. Con las gurisas del barrio ni hablar. Un rotundo fracaso. Y se lo comentó al fiolo que le dijo: —Buscá una yirita que esté en la guasca. Dale una mano, algún peso, decile que la querés sacar del ambiente, que esa no es vida para ella, que la querés de verdad y que imaginarla con otros tipos te vuelve loco. Que tu vida es una tortura, y que así no podés vivir más. Hacé un poco de teatro, golpeate el pecho, pero ¡ojo!, con estas minas no vayas a llorar porque la quedás. Convencela de que te enamoraste y la querés para vos solo. Cuando entre, hacele el verso. Decile que la guita no te alcanza y que no la querés perder. A lo mejor se te da. Y Andresito salió en busca de una yiranta pobre.
Una noche, recostada a una palmera de Bulevar, Andresito conoció a la Margot. Que no era Margarita. Se llamaba Margot en serio. Los padres, románticos ellos, de la época en que en los barrios montevideanos había tiempo, luna y misterio, le habían puesto el nombre por aquel tango que cantaba Rufino por los años cuarenta y que decía: “...Su nombre era Margot, llevaba boina azul, y en su pecho colgaba una cruz...” ¿se acuerda? Bueno, Margot era una gurisa que no voy a decir que era linda, porque linda no era. Tenía poca estatura, pocos quilos, pocos dientes. Tal vez si hubiese comido más seguido...pero en fin, alguna habilidad tendría porque el morfi diario la mina se lo ganaba.
Y Andresito se interesó en la piba. Hizo de novio. Le pagó un dentista, le compró ropa, le dio de comer. Y Margot entró como para matrimonio con el aprendiz de fiolo. Ella pensaba en el casamiento. Andresito en los pesos que ganaría con la muchacha. Y la empresa comenzó a marchar. Con la mejor presencia de la joven, la guita empezó a correr. Para Andresito, el sueño de vivir a lo bacán, era casi una realidad. Verdugueaba a la muchacha cuando traía poca mosca, como un macró profesional de primera línea. Si necesitaba una zurra, le atracaba sin asco: pa’que sepa qu’el que manda soy yo. Aprendió rápido Andresito.
Pero un día la Margot empezó a retobarse. A ponerse quisquillosa. Con más físico, más fuerza, le dio por enfrentar al bacán. Una vuelta que Andresito le tiró un mamporro, ella se le puso de punta. Le dio con el taco del zapato por el lomo, se sacó el cinto de charol y le dio como pa’ entregar sin cargo. Y tras cartón lo puso en el brete: se casaba con ella como le había prometido, o se hacía humo entre el montón, y la dejaba seguir sola en su laburo.
Andresito vio que su inversión peligraba y con ella el vento. Una mañana se casaron sin alaraca, con tres meretrices y un gay de testigos. Con la libreta en la mano ella se tranquilizó, y él aflojó el verdugueo. La nueva señora siguió un tiempo más trabajando por Bulevar. Por intermedio de sus relaciones públicas le consiguió trabajo a su marido, y Andresito entró de repartidor en una empresa de ramos generales.
La Margot siempre había soñado con un marido empleado de comercio.
Con el tiempo la señora se compró un apartamento en Pocitos, es dueña de una casa de masajes por El Cordón, tiene vento, auto y marido.
¡Ah!. Andresito no llegó a “8 cuarenta”, la minita que se consiguió una noche por Bulevar le ganó por destrozo. Según me contaron sigue casado con ella y laburando en la empresa de ramos generales.
“Cafiolo de feca-con- chele”, le dicen en el barrio.
Andando – 18
Conocí
a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo
fatigaba mis treinta, enredada entre los turnos de un marido taxista y el
infierno de tres hijos varones. Frente a mi casa había entonces una pensión: La
Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin
hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada
mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de
invierno frío y seco.
Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo
recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero
negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje
traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. Un día, sin embargo,
comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno, solía sentarse mañana y
tarde en la vereda de su pensión armando sin apuro su cigarro y con el amargo
siempre ensillado. Puse atención en él, pues vi que siempre me observaba en mis
idas y venidas. Una mañana cruzó.
—Buen día doña.
—Buen
día.
—No
se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco. ¿Pa’qué corre
tanto?
Yo barría la vereda. Detuve la escoba para
contestarle un disparate y me encontré con sus ojos sinceros, su mano callosa
sosteniendo el mate y le contesté:
—Qué
más remedio don. Si no corro no me da el tiempo.
— ¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará
mañana.
Desde
ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos sentábamos
en la cocina. Él traía el amargo. Yo tomaba un cafecito y conversábamos. Se
sentaba junto a la ventana apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera fumando
pausadamente y me contaba historias.
Había
nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo
de la cocinera, nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo
dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa
de insurgentes. Vivió a campo y cielo. Peleando en guerrillas internas. Fue
herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue
su última patriada. Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a
su General hasta el arroyo Cordobés cuando éste se dirigía hacia Melo. No
volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su
quebrantada salud.
Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos
habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodada La Guaireña, que
según se dice fue amante de Rivera. Me contó del dolor que lo aguijoneó
cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a Montevideo, el tren
expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me
contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que
creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos me confesó
que sólo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto.
Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con
un portugués viudo y con hijos.
Una
primavera antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron
agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese
soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara,
el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de
compañera. No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y
guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país, solo o en comparsas.
Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia
propia. Ni familia. Ni amigos. Sólo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y
su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir.
Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia
social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen
soñando. En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un
hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio.
Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí.
Y a saber que yo puedo. Se hizo amigo de mi esposo con quien compartía amargos
y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó.
Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino
conservó siempre cierta distancia. Y los años se fueron sucediendo entre
problemas, tristezas y alegrías. Había pasado largamente los ochenta y pico
cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de
terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de
lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una tarde cruzó por
última vez. No se despidió de nadie. Solo doña Amparo lo acompañó hasta la
puerta de la pensión. Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar,
compartimos los últimos amargos en silencio.
La tarde empezó a escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarrito,
lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano
con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre,
como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me
dejó el regalo de haberlo conocido. Supimos que murió en el tren antes de
llegar a su pueblo. Murió como vivió: andando.
De boliches y otras
yerbas – 19
Don Alberto Aquino era un tipo de pocas pulgas.
Genioso y mal arreado como he conocido pocos. Tenía el pelo entrecano de
tordillo viejo, pero conservaba el cuerpo duro y fornido de sus años mozos.
Nunca le gustó andar averiguando la vida de otros, y de la suya no era
dado a hablar. No hacía liga con los gurises que peloteaban frente a su casa, y
más de una vez les tajeó la pelota que caía en su jardín destrozando algún almácigo,
o alguna rosa temprana. Peleaba por las mañanas con el diariero porque venía
muy tarde, y con el panadero, que ataba la jardinera al árbol de su vereda, y
el caballo dejaba de estiércol la calle a la miseria. Discutía en el almacén y
protestaba en la feria. Con razón o sin ella, vivía enojado.
El asunto era quejarse, rezongar. Si tenía un
genio del diablo, después que enviudó fue peor. Quedó solo, con un par de gatos
barcinos y unas batarazas en el fondo. Nunca tuvo perro. Vivía en la casa
pegada a la del Cacho Forlán, que había comprado con su mujer cuando la
ley Serrato. No sé si usted se acuerda.
-Más o menos.
-No, más o menos no, se acuerda o no se acuerda.
-No me acuerdo.
-Eran unas casas que se vendían a pagar a largo
plazo.
-No, digo que de lo que no me acuerdo, es del Cacho
Forlán.
-¡Cómo no se va a acordar! Era el electricista que
le hacía arreglos a todo el barrio.
-Ah, un flaco que era guinchero del puerto.
- El mismo, las dos casas las compraron por la ley
Serrato.
- De esa ley no me acuerdo.
-Lo instruyo: era una ley muy buena que sacó
Serrato, un ingeniero que fue presidente de la República entre el 23
y el 27, y por la cual uno se podía comprar una casa y pagarla en treinta años.
-¿Y qué?, ahora también con el Banco Hipotecario...
-Cállese. No me hable del Banco Hipotecario. Un día
que tenga tiempo, le voy a contar lo que me pasó a mí con el Banco Hipotecario.
-Está bien don, ¿y qué fue de don Alberto Aquino?
blancazo el hombre ¿no?
-Mire, sinceramente no sé. Tal vez. Nunca supe de su
filiación política.
-¿Y qué fue lo que le pasó al hombre?
-Como le iba diciendo, la casa de don Alberto era
esa que tiene el sauce al frente.
-Ah, sí sí.
-Bueno, resulta que el hombre tenía un taller de
relojería y allí, entre sus gatos, sus plantas y sus gallinas, mataba el tiempo
rumiando solo todo el día. Pero vea usted, que a eso de las nueve de la noche,
como algo preestablecido, cerraba el negocito, armaba un cigarro y cruzaba al
boliche del gallego Paco. Otro tipo si lo hubo, callado como una tumba.
Amargado y triste vivía por no morirse. Obligado. Había llegado a Montevideo
muy joven, recién casado, acá lo esperaban unos parientes que le habían
conseguido una casa donde vivir y trabajo. Y mire usted lo que es el
destino, al mes de llegar, se le muere la mujer.
No quiso volver a España. Un día se
compró el boliche de la esquina, y allí pasó el resto de su vida, solo, sin
poder ni querer olvidar. Y así, hablaba lo estrictamente necesario, escuchando
a los parroquianos como un confesor, quienes a pesar de su parquedad le tenían
sincero aprecio. Yo creo que la soledad los hizo unirse y hacerse amigos. El
asunto era que a las nueve de la noche, el gallego Paco servía dos cafecitos
con coñac, dejaba al Carlitos de mozo en el mostrador, y se llevaba los
cafecitos a una de las mesas junto a la ventana. Allí llegaba don Alberto
fumando manso y se sentaban los dos.
-¿Y hablaban?
-No mucho. Pero hablaban, sí. A veces del tiempo,
del fútbol, o de la guerra en Europa. Y entre un cafecito y otro, se contaban la
vida. Y finalmente, creo que las nueve de la noche era, para ellos dos, la hora
más importante del día.
-Vivían al cuete.
-No crea, vivieron intensamente la soledad y el
dolor.
-Pero vivieron pa’dentro.
-Así somos los seres humanos. Unos viven pa’dentro,
como usted dice y otros pa’ fuera. La vida nos va tallando a fuerza de golpes y
a según como la enfrentamos es como se nos va formando el carácter. Algunas
veces sacamos coraje de donde no hay, pero otras veces nos chicotea tanto, que
nos apabulla y nos achica, y se nos van hasta las ganas de seguir tirando.
¿Nunca le pasó?
-Más bien.
-¿Ha visto? Y estos dos seres eran así, vivían pa’
dentro. Hasta que se encontraron. Porque vea usted que la amistad, cuando es
sincera, es un bálsamo muy difícil de encontrar en estos tiempos. Y una noche
mire lo que sucedió. Serían las diez y media de la noche, llovía agua que Dios
manda, como si no hubiese llovido nunca. Don Alberto no atinaba a irse del
boliche, esperando a que amainara. Así que en cuanto escampó el aguacero, se
apresuró a cruzar hacia su casa. En eso, un camión que pasaba, atropelló a un
perro que quedó tirado junto al viejo.
Don Alberto se acercó al animal que estaba
golpeado, pero vivo. Como pudo lo arrastró y se lo llevó a su casa. Era un
perro medio viejo, pero cuidado. Pensó que andaría perdido o escapado. Vaya a
saber. El golpe había sido en la parte de atrás, estaba como descaderado. El
pobre animal no se podía parar. El viejo lo cuidó días y días. Preguntó, no
mucho ni muy fuerte, si alguien lo conocía. Nadie lo reclamó. Así que lo llamó
Nerón y desde entonces don Alberto tuvo perro. Con el tiempo y los cuidados,
Nerón volvió a caminar. Torcido, medio arrastrando las patas de atrás, pero
andaba contento y pegado, día y noche, a su nuevo dueño. Como agradecido, vea
usted.
-Como el perro no hay.
-Usted lo ha dicho. Desde entonces, fíjese,
que noche a noche, llegaban al boliche del Paco don Alberto y su perro.
Allí, bajo la mesa de los amigos, se echaba el animal a dormitar. A eso de las
diez y media se desperezaba estirándose, y se iba con su dueño. Y en la casa
que compartían, mientras las sombras se desparramaban por las habitaciones, el
bicho dormía echado junto a la cama del viejo.
Por mucho tiempo los vimos juntos entre
bohemios, filósofos y nostálgicos, en las ruedas de boliche del gallego
Paco. Una noche se hicieron las nueve, las nueve y media y como no venían, don
Paco mandó al Carlitos a ver que le pasaba a don Alberto. Un alboroto de
dientes y ladridos no le permitió al muchacho ingresar a la casa. Entonces
cruzó don Paco. El perro se le acercó gimiendo y acompañó al gallego hasta
donde don Alberto, tendido en su cama, dormía su último sueño.
Con Nerón se quedaron los muchachos del
taller mecánico. Pero a las nueve de la noche lo veíamos entrar al boliche.
Allí, mientras don Paco se tomaba un cafecito, él se echaba a sus pies bajo la
mesa y esperaba. A eso de las diez y media, arrancaba para el taller. Yo creo
que don Alberto la noche esa, antes de morir, le recomendó al perro que
acompañara al gallego. Para que no estuviera tan solo, digo yo. ¡Bicho
inteligente el perro!
- Y fiel.
- Y fiel... “Cuanto más conozco a los hombres...
- Más quiero a los perros.”
- ¡Eso mismo! ¿Nos tomamos la penúltima?
-¿Y quién soy yo pa’ decir que no?
- ¡Chacho, otra vueltita, y serví acá al amigo!
Tony y yo - 20
Cuando Tony vino a
vivir con nosotros no había cumplido los cuatro años. Fue un invierno muy
lluvioso aquel. El arroyo Conventos se había desbordado y las calles estaban
anegadas y barrosas. Las lavanderas hacía días que no iban a lavar la ropa y
las piletas, junto al arroyo, rebozaban de tanta agua caída. Entonces vivíamos
en el barrio “Cuchilla de las Flores”, cerca de la cancha de La Liga de los
Barrios, una de las zonas más lindas de Melo.
Recuerdo que al Tony lo trajo una mañana doña Eleonora, una comadrona
muy comedida que vivía puerta por medio. César estaba en el trabajo y Estela
andaba en la vuelta preparando el almuerzo. Yo estaba medio aburrido y harto de
estar tantos días encerrado, me puse a mirar para afuera mientras caía la lluvia.
Los sauces se doblaban bajo el peso del agua mansa y continua. Arriba, el cielo
de un gris sucio, no tenía miras de abrir.
Los vi venir por el repecho del campito lindero, detrás de un paraguas
negro que los cubría a los dos. Golpearon la puerta y cuando Estela fue a abrir
se encontró con doña Eleonora y el Tony. Ella cerró el paraguas y entraron en
la casa. No me acuerdo muy bien la conversación entre la comadrona y Estela.
Pero entendí que le traía al Tony para que viviese con nosotros. Le dijo, apelando
a sus sentimientos cristianos, que recibirlo era una obra de caridad.
Al pobre, en la carretera, un auto le había matado a la madre y vivía
con unos zafreros en el barrio Mendoza, donde lo maltrataban. Y eso se veía a
simple vista. El Tony era chúcaro y tan sucio, que ni el agua caída del cielo,
había logrado aclarar su carita. Nos miraba asustado con la cabeza gacha.
Estela, que era más buena que el pan, no necesitó más para extenderle los
brazos, lo convidó con unos pastelitos que acababa de hornear y lo dejó conmigo
para que se fuera aquerenciando.
Contó doña Eleonora que cuando murió la madre, el Tony fue a vivir con
los zafreros pero que éstos tenían muchos hijos que alimentar y una boca más ya
era demasiado. Por lo tanto comía un día no y otro tampoco. Que verlo en ese
abandono le partía el alma, así que fue y se los pidió. ¡Como si fuese un
florero, el pobrecito! Parece que los zafreros no la dejaron ni terminar de
hablar, se lo dieron más pronto que ligero y, antes que la doña fuera a
arrepentirse, le cerraron la puerta en las narices. Así que ese mediodía cuando
César llegó a almorzar, se encontró con la novedad de que en casa, ya éramos
cuatro. Tony y yo nos hicimos amigos al toque.
Aunque le costó un poco adaptarse a la casa, pues, estaba resabiado, el
cariño y el calor del hogar en poco tiempo lo conquistaron. Y yo me acostumbré
a él, fuimos inseparables. Para cuando cumplió los seis años, ya Estela y César
lo habían adoptado. Lo anotaron en la escuela como Antonio Velázquez Tomé. Yo
lo acompañé y lo fui a buscar a la escuela durante los seis años.
Excepto los días que se quedó en casa por un sarampión que se agarró en
tercero, o aquella vez que jugando al fútbol en la cancha donde practicaba “El
Naranjo”, al pisar una pelota y girar el cuerpo a la vez, se le trancó una
pierna y la rodilla se le salió para un costado. Cayó al suelo agarrándose la
pierna. Yo salté limpito el alambrado y fui hacia él que se quejaba de dolor.
Corrí a casa, me paré en la puerta de la cocina y le ladré con fuerza a Estela.
¿Qué pasa? me dijo ¿dónde está Tony? Le seguí ladrando más fuerte y empecé a
correr hacia la cancha. Ella me siguió.
Se lo llevaron en la camioneta de don Genaro, el almacenero. Con él
subió Estela y una vecina. Yo también subí por una puerta pero me bajaron por
la otra. Así que vine para casa y me senté a esperar. Volvieron casi de noche.
El Tony traía la rodilla vendada. Esas fueron unas vacaciones extras, él no
podía ir a la escuela así que pasábamos juntos todo en día. Y los inviernos se amontonaron
empujando a los veranos agobiantes de nuestro Cerro Largo.
Empezó el liceo en Melo, pero un día decidieron mandarlo a Montevideo a
terminar sus estudios. Nunca habíamos vivido tan lejos uno del otro ni pasado
tanto tiempo sin vernos. Si hubiese sabido llorar hubiera llorado el día que lo
vi subir al ferrocarril y despedirse de mí, con la mano en alto. Esos años viví
imaginando su vuelta. A veces iba a la estación a ver pasar los trenes.
Esperándolo. Un invierno César nos dejó. Él vino a acompañar a Estela por unos
días. Pese al dolor de haberlo perdido, el regreso de Tony me hizo feliz.
Salíamos juntos a recorrer el barrio, a visitar a sus amigos. Algunas
noches después de cenar, cuando Estela se dormía, me chiflaba con dos chiflidos
cortitos entre dos dedos y salíamos de callados a caminar por el pueblo. Así me
chiflaba de gurí cuando se escapaba a la siesta y salíamos los dos a
vagabundear. Nos llegábamos hasta los juegos del bosque, él reía, remontaba muy
alto en las hamacas y desde la altura me llamaba: ¡Cachila!
Otras veces seguíamos el curso del arroyo por la costanera hasta el
puente carretero y allí nos quedábamos viendo pasar los ómnibus y los camiones
¡vaya a saber hacia qué destinos! Cuando al fin terminó sus estudios volvió al
pueblo con una novia. En la modorra de la siesta de verano oí su chiflido dos
cuadras antes de llegar a casa. Corrí por la mitad de la calle para alcanzarlo.
Se alegró de verme, pero esa tarde supe que en el corazón de Tony había otro
amor. La noche antes de volverse a Montevideo fuimos hasta el bosque.
Se tiró en el pasto panza arriba a mirar las estrellas. Yo me eché a su
lado con la cabeza apoyada en su pecho, él descansó su mano sobre mi lomo y en
ese momento sentí que nunca nos habíamos separado. Al año siguiente Estela
viajó para su casamiento. Él se casó y se quedó a vivir en la capital, y yo me
acostumbré a vivir con su recuerdo.
Está refrescando. El invierno se viene otra vez y yo estoy muy viejo.
De todos modos, la imagen de aquel gurisito sucio que vino un día a vivir con
nosotros, siempre me acompaña. Ahora estoy solo, la casa está oscura y cerrada.
Hoy enterraron a Estela. No quise ir a despedirla. Quiero quedarme aquí, y
morirme yo también. El sol se escondió tras los eucaliptos. La noche se va cerrando.
Por momentos el coro de las ranas se eleva escandaloso pidiendo agua al cielo.
Aquí, bajo el jazmín de Estela, si los recuerdos me dejan, voy a tratar de
dormir.
Los focos de un auto iluminan la casa que ha quedado sola y
desamparada.
Al principio el doble chiflido de Tony entra en su sueño y lo
desconcierta. Y al final aquel llamado que golpea en su corazón: ¡Cachila!
¡Cachila! recién entonces, a paso de perro viejo, se acerca al portón. Sus ojos
gastados adivinan a Tony. Aquel su olor, sus manos aprehendidas acariciando su
cabeza, y su voz... —Cachila, vine a buscarte viejo, vamos conmigo a
Montevideo, vamos subí ¡vas a ver que linda es la capital...!
El último taita – 21
Creo que el pardo Paticio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, de pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada.
Dueño
de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de
aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era
hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz. Vivía
en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes.
Tenía un perro parecido a él. negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto
el rimbombante nombre de Zeppelin. Tal vez porque siempre se jactaba de que,
siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre
Montevideo, y el nombre se le habría grabado. El taita Patricio era laburante.
Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete
días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y
siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero
en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre
dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su
cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.
Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de
su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era
tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos de esos ciertos por
qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos
mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias,
morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un
continuo desfile.
Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las
reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se
ataba a ninguna pollera hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una
muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara.
Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus
piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que
se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se
llamaba Rosa. Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el
sol de la La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los
huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron.
Un día el patito feo se
convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un
cazador. Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a
la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al
saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el
amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba
cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene
que enterar último. Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo.
Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa
noche cuando él llegó, trató, de la mejor manera, de explicar la situación. Él
escuchó, y sin pronunciar una palabra, salió de la casilla rumbo a la casa del
muchacho.
Arriba
la luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa, se
escondió tras una nube cuando el hombre, ya en la calle, vio al joven que venía
decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a
ganar o a perder de una vez por todas l taita manoteó el puñal. El muchacho
siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin
temblar. Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al
taita. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle.
En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón.
Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo. No volvió a
la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche a
encontrarse con su destino.
Tal
vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo
aullara su largo y macabro silbido.
Vincent – 22
Nadie se acuerda del día en que Vincent llegó al
barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada, sus cuadros vírgenes
y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de La Teja al sur que hacia los
años cincuenta crecía porfiada junto a la Bahía de Montevideo. Vincent era un
joven pálido de cabello largo, barba rizada, y ojos enlutados de mirar perdido.
Vincent
trastornado, extraviado en su propia esquizofrenia que deambulaba por las
calles del barrio en aquellos esplendentes y perdidos veranos, con una tela de
pintor bajo el brazo, algo que alguna vez fue un caballete y un pincel.
Caminaba la vida con un compañero invisible y permanecía largas horas apoyado
en el puente mirando el mar. En sus caminatas sin rumbo llegaba a veces hasta
Capurro y vagaba por el parque “donde de niño, jugara Benedetti” y recorría su
playa antigua y sentenciada.
Sonreía
y pintaba siempre el mismo cuadro. Entusiasmado con su obra, a veces se
retiraba y miraba la tela como un verdadero pintor de oficio buscando la
perfección, entonces se acercaba y corregía hasta quedar satisfecho. Pero la
tela en el bastidor permanecía blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su
recorrido diario. Cuando los silbatos de las fábricas llamaban al turno de las
seis de la mañana, él pasaba con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde
venía, nadie lo supo. Simplemente lo veíamos pasar.
Vivía
con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y cartones, en la
misma desembocadura del Miguelete junto a la refinería de Ancap. Decía llamarse
Vincent, pero su verdadero nombre rubricado por apellidos muy sonados en la
política de aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia
adinerada que lo amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto
como él lo permitía.
Llegaba
de mañana en un auto con chofer. Le traía ropa, comida y vitaminas y era éste
quien bajaba del coche y le alcanzaba los bolsos, mientras la angustiada madre
esperaba para ver a su hijo que, desde lejos, la saludaba con la mano. Vincent
apenas probaba la comida, las vitaminas jamás las tomó, solía cambiarse el
pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba. Había logrado hasta donde le fue
posible, mantener alejada a su familia. Con excepción de su hermano Diego con
quien en los últimos años mantuvo una gran amistad.
A
Diego le dolía la condición en que se encontraba Vincent. En una oportunidad
nos contó que siendo estudiante su hermano sufrió un trastorno en su mente y
perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le
sucedió. Fue entonces que los padres lo llevaron a Europa y luego a Estados
Unidos, en busca de una posible cura, pero volvieron sin encontrarla. Y el
joven poco a poco se fue aislando.
No
quería estar en su casa ni con su familia. Desaparecía por días, hasta que al
final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un día, en sus
desvíos, encontró unos pordioseros que vivían junto al Miguelete y se quedó con
ellos. Desde entonces vivió para “pintar”. Le pidió a Diego una tela y un
caballete y el hermano le trajo todo lo necesario: telas, pinceles y óleos.
Pero nunca usó las pinturas, los colores estaban en su mente. Era un joven
callado y dócil, pero vivía en un mundo donde no había cabida para nadie más.
Un
invierno su madre dejó de venir. Había fallecido. Nunca supimos si su mente
registró el hecho. Entonces empezó a venir Diego, le traía telas y tubos de
óleos, aceites y pinceles, pero él siguió con su pincel seco y su vieja tela.
También le traía ropa, frazadas y comida pero él todo lo daba a sus compañeros.
Al fin no soportó más la situación. Volvió una tarde y se lo
llevó con él, lo bañó, lo afeitó y lo dejó en una lujosa casa de salud.
Lo
instaló en una hermosa habitación, con cama de doble colchón y sábanas
perfumadas; con televisión, un sillón hamaca, y junto a la ventana un caballete
con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía cuatro comidas diarias
y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día, pero al llegar la noche con
su vieja tela bajo el brazo y su pincel se dirigió a la puerta de calle, y al
encontrarla cerrada con llave, enloqueció.
Se
sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego. Cuando éste llegó y
entró en la habitación encontró a Vincent bañado en sangre. El joven,
perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía
interferir en la decisión de vida que su hermano había tomado. Si lo amaba, debía
respetar su derecho a vivir cómo y donde él quisiera. Y él era feliz en su
ranchito tal cual lo tenía: en el baldío, junto al puente, frente a la bahía.
Y
Vincent volvió al barrio. Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con
la cabeza vendada. Hasta la noche en que terminó el cuadro que hacía años
estaba pintando. Esa noche se sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en
llegar. Vincent estaba acostado en una colchoneta cubierto con una manta. Al
verlo así, Diego se alarmó e intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no
quiso moverse, dijo que tenía frío y que estaba muy cansado.
Diego
se acostó junto a su hermano y lo abrazó muy fuerte. Vincent entonces, haciendo
un esfuerzo, sacó el cuadro terminado de entre las ropas que lo cubrían. Es
para vos, le dijo. Diego tomó el cuadro en sus manos y mientras le oía decir
casi en susurro: Adiós, Diego, observó en aquella vieja tela, que durante años,
su hermano enfermo pintara sin pintar, la clásica belleza de un “vaso con
girasoles”, firmado: Vincent.
Volvió una noche – 23
—Norita.
— ¡Negro!
—No
llores más.
—Negro…
—Levántate de esa cama mujer, no llores más y ponte a limpiar ¡que esta casa
está tan sucia que no se puede ni entrar!
—Pará un poco. ¿A qué viniste, a consolarme o a reprenderme?
—Ni a una cosa ni a la otra. Vine para que reaccionaras. Yo ya no estoy, me
fui. ¿Hasta cuándo vas a estar tirada ahí?
—Te
extraño.
—Ya
lo sé, querida, pero hace un mes que las nenas comen pan y queso. Prepara la
comida para que almuercen y cenen como siempre. ¿O no piensas cocinar más?
—
¡Qué fácil lo ves vos!
—No,
no lo veo fácil. Lo veo desde otra lógica.
—No
sé qué hacer. Estoy desorientada.
—Haz
lo que has hecho siempre: levántate, limpia la casa, cocina, lava la ropa,
cuida a las nenas. ¿Piensas que eres la primera mujer que ha quedado viuda?
—Pero
¿y vos?
—Yo
estoy bien. Estoy mejor que tú. Deseo irme, pero con tu llanto y tu tristeza me
tienes atado a la tierra.
—
¿Te querés ir?
—Sí,
Norita, ya no pertenezco a este mundo. Mi espacio es otro. Fue mi cuerpo
terreno el que vivió y murió acá. Ahora tengo alas y…
—Y
no tenés ropa. ¿Andás así por la calle?
—No
ando por la calle, vine a verte en un haz de luz.
—Sí, en realidad no sos el mismo, hablás como un doctor y vos, la verdad,
siempre fuiste medio reo.
—Escúchame,
Norita, enciende la radio y pon esa música que te agrada tanto y te levanta el
ánimo.
—
¿Que me gusta a mí?
—Sí,
esa música que escuchabas cuando yo estaba en casa.
—Ah, sí, la cumbia.
—Sí,
la cumbia. Abre las ventanas, ventila la casa, arréglate, ve a la peluquería,
vete de paseo. Tienes buenas amigas, ve a pasear con ellas. ¿No deseabas hacer
un curso de cerámica? Pues hazlo, renuévate, eres joven, puedes rehacer tu
vida.
—Sí,
indudablemente sos un ser superior. El que fue mi marido era un guardabosque.
Jamás me dejó salir con mis buenas amigas que según él me empuaban y me daban
manija, y menos que me arreglara y me vistiera bien. Aquel que fuiste me
acompañaba hasta al dentista, al guarda del ómnibus tenía que pagarle al tanteo
porque no quería que lo mirara, en la feria tenía que andar como una loca con
los ojos extraviados para no mirar a los puesteros. Nunca me dejó usar calzas
ni pantalones porque decía que me marcaban mucho…
—Bueno, Norita, pero eso era antes, cuando yo vivía en este mundo.
—A ver, a ver, esperá un poco, no sé si entiendo bien. ¿Vos me estás queriendo
decir que yo te importé mientras fuiste un simple humano con los pies sobre la
tierra y ahora que vivís con los pies sobre una nube, por vos, que me parta un
rayo
—No
tampoco es tan así. Pero tú tienes que entender que a mí me espera la Gloria,
un cielo donde "vi unas cosas que no puede ni sabe repetir quien de allí
baja " y donde debo entrar sin lastre ni ataduras de esta tierra.
—Entonces
viniste por vos.
—Vine
por los dos.
—
¡Esto nadie me lo va a creer!
—Querida
mía, tú de esto no puedes hablar con nadie. La gente no te entendería ni te
creería. Esta visita, que hago con placer, es sólo entre tú y yo. Volví porque
te vi desanimada, sin deseos de salir del pozo donde ibas cayendo. Sin intentar
una salida. Vi a las nenas muy solitas, sin el padre y sin la madre. ¿Cómo
explicarte? ¡Vine para que reaccionaras y yo me pueda ir de una vez! —Pero ¿y
la plata? ¿Qué hago yo sin tu sueldo? Porque siempre me creíste una tonta nunca
me dejaste administrar la casa y junto a tus amigos, en noches libertinas,
despatarraste todo lo que ganabas sin ahorrar jamás un peso; ignoraste los
seguros de vida; la pensión que me dejaste es mísera; se te dio por morirte de
golpe y nos dejaste en la lona y ahora me salís diciendo que estás mejor que yo
y que me deje de llorar ¡que te querés ir de una vez!
—Bueno,
la pensión no es tan chica, yo no estoy, si te sabes administrar, creo yo que
no tendrás problemas.
—Nos
tenemos que borrar de la sociedad médica y para el inglés de las nenas no
alcanza.
—Trabaja,
querida. Búscate un trabajo.
—Pero
vos nunca quisiste que trabajara.
—Eso
era antes, cuando yo estaba en casa.
—Mirá
qué bien, cuando yo quise trabajar y tuve oportunidad de hacerlo no me dejaste
porque no iba a dejar la casa para “andar por ahí”. Y me quedé a cocinar,
limpiar y criar hijos. Ahora que no hay trabajo para nadie, que no tengo
práctica de nada, que tengo una carga de años encima, te venís del Paraíso para
mandarme a trabajar. Ahora sí puedo “andar por ahí” haciendo lo que salga,
porque para elegir no está la cosa. A tu cuerpo terreno ya no le molesta nada y
tu espíritu superior está por encima de las miserias humanas. ¡Realmente sos un
ser supremo!
—Norita,
yo no puedo indicarte lo que tienes que hacer. Tú eres dueña de tu vida,
tendrás que encontrarle una solución. De todos modos, por el dinero no te
preocupes, en última instancia: Dios proveerá.
— ¿Te parece que Dios me pague el alquiler? Vení, acercate, hace más de un mes…
—
¡No te acerques!...no me puedes tocar. Negro, ¡cómo te han cambiado! Ya no sos
el de ayer.
—Norita,
yo estoy muerto para el mundo. No tengo sensaciones ni deseos humanos. Soy un
espíritu. Estoy para cosas superiores. No para nimiedades terrenas.
—
¿Nimiedades…?
—Sí.
Todo eso ya no me interesa. Vivo en otra dimensión. Ahora soy sabio, etéreo, mi
cuerpo es incorruptible. ¡Ay, mi querida! No sé para qué insisto en explicarte.
Es tal la diferencia que existe entre los dos que tú, pobre criatura humana, no
puedes entender!
—Che,
Negro, sabés una cosa, me revienta que hayas vuelto. Me revienta sí y no me
mires con esa cara. ¿Sabés por qué me revienta? Porque a mí este estado de
tristeza y decaimiento que me ha causado tu pérdida irreparable, se me iba a
pasar. Un día se me iba a pasar. No iba a llorar cien años. Y entonces viviría
mi vida como se me diera la real gana. Liberada de tus prescripciones y
decretos. Que hacé así, que hacé asá; que vení aquí, que no vayas allá. ¡Por
Dios! Más tarde o más temprano me daría cuenta de que al fin era libre. ¡Libre
y soberana! Te mandaría hacer una tumba de lositas blancas allá en el Norte, al
principio te llevaría flores cada 2 de noviembre y a otra cosa mariposa. Pero
no, se te ocurrió venir para ver cómo había recibido yo tu sorpresivo deceso.
¡Nadie vuelve! Por más que supliquen ¡nadie vuelve! Pero vos sí. Vos tenías que
volver. Antes de partir, definitivamente, desnudo y alado a los campos
celestiales, tenías que venir a impartir tus últimas órdenes, para que yo no me
salvara de tu mandato ni aunque estuvieras muerto. ¡No quiero ni saber las
artimañas que habrás empleado con San Pedro para que te permitiera venir por un
par de horas! ¿Vos te podés imaginar cuánta gente se habrá ido de este mundo
dejando metas por la mitad? ¿Objetivos sin alcanzar? Sueños. Aspiraciones. Y no
pudieron volver. Escuchame, ¡no volvió Gardel! a confirmar su nacimiento en
Tacuarembó, para ver si terminamos de tironear sus raíces con los argentinos ¡y
volviste vos! Vos tenías que volver o volver. Y lo primero que me decís cuando
me ves tirada en la cama llorando tu ausencia, es que me levante a limpiar ¡que
esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!, que salga del pozo, que me
ponga a cocinar, que lave la ropa, que abra las ventanas, que ventile la casa,
que prenda la radio, que escuche cumbias, que busque trabajo, que haga un curso
de cerámica, que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que salga a pasear
con mis amigas, que me arregle, que cuide a las nenas, decime Negro: me quedará
tiempo para bañar al perro. Escúchame vida mía, si ya dijiste todo lo que
tenías que decir, por favor vete, por donde viniste amor mío, por donde
viniste, vuélvete a ir. Que el muerto eres tú, no yo. Y vete volando derecho a
la Gloria que te espera, no sea que en la ida te encuentres con "Carón con
ojos de fuego "y te arrastre hacia "la fosa de los círculos
concéntricos." Lamento tu decepción, yo tampoco soy aquella que dejaste en
este valle de lágrimas y no querría, te juro, herir tu susceptibilidad al
pedirte de favor que me dejes en paz. No te ofendas, que no es mi intención
ofenderte, ¿te digo algo? No sé para qué viniste, habría salido más barato si
te hubieras ahorrado el viaje. Y te digo más: no me gusta cómo te quedan las
alas. ¡Mucho mejor te quedaban el vaquero gastado y la remera azul!
En punto cruz – 24
Había empezado a bordar el mantel a los quince años. Un mantel enorme,
rectangular, con una guarda de rosas sobre el dobladillo y otra a la altura del
borde de la mesa. Ramilletes de rosas y pimpollos matizados en rojo, sobre un
fondo de hojas en tres tonos de verde. Bellísimo. Todo en punto
cruz. Por temporadas lo abandonaba. Luego volvía a él con
entusiasmo. A Cecilia le encantaba bordar y consideraba que cuando estuviese
terminado, sería una obra de arte.
Cuando conoció a Fernando pensó que dicho mantel sería parte de su ajuar. Pero
no fue así. No tuvo tiempo de terminarlo. De modo que lo guardó cuidadosamente
para seguir trabajando en él después de casada.
El noviazgo de Cecilia fue muy conflictivo. Ella era una jovencita callada y
muy formal, en cambio Fernando era un muchacho introvertido, lleno de complejos
que nunca quiso reconocer. Del tipo de gente que no termina de ubicarse en la
vida, y trata siempre de culpar al prójimo de sus propias frustraciones. De
todos modos, se dice que el amor es ciego, por lo que Cecilia no quiso
nunca ver, ni oír, ni hablar de su enamorado.
Antes del matrimonio no llegaron a conocerse lo suficiente. Se pelearon mil
veces y mil se reconciliaron. Ella supuso que al casarse, la convivencia y el
gran amor que sentía por él, serían suficientes motivos para que el muchacho
cambiara de actitud y mejorara su carácter. Tampoco fue así. Al principio por
cualquier motivo se enojaba y la insultaba. Después, comenzó a pegarle.
Se remangaba la camisa como si fuese a pelear con un hombre. Y como a un
hombre, le pegaba con el puño cerrado. Llovían los golpes sobre el cuerpo
indefenso de la muchacha que sólo atinaba a cruzar los brazos protegiendo su
cabeza. Al fin, cuando se cansaba, se iba dando un portazo.
Regresaba a la noche o al otro día, como si nada hubiese ocurrido. Ella quedaba
en el suelo, dolorida y llena de hematomas. Por varios días permanecía
encerrada sin atreverse a salir a la calle. Entonces volvía al mantel en punto
cruz.
En una oportunidad Fernando comentó que pensaba comprar un revólver. Algo
chico, un veintidós de diez tiros. Para seguridad, dijo. Cecilia opinó que no
quería armas en la casa. Se lo repitió varias veces. Le pidió por favor. Él se
apareció un día con el arma, contento como si se hubiese comprado un juguete.
Ufano con la adquisición, lo guardó en su mesa de luz.
—Tené
cuidado porque está cargado —le dijo. Cecilia no contestó.
Los días y los meses se sucedieron. A Fernando se le había hecho
costumbre golpear a su mujer. Y Cecilia cambió el amor por rencor.
Decidió separarse, volver a su casa. Él no se lo permitió. La amenazó. Pero la
muchacha estaba decidida y no daría marcha atrás. Ideó mil trucos. Enfermarse,
denunciarlo, prenderle fuego a la casa. Estaba segura de que algo se le
ocurriría. Que algo tendría que suceder para que ella pudiera volver con
sus padres, y abandonar el infierno en el que estaba viviendo.
Una mañana cuando salía para el supermercado se enteró que habían matado a
Lorenzo. Un muchacho del barrio, bandido, amigo de correrías de Fernando.
Recordó que hacía días los veía discutir. La noche anterior, no más, Fernando
al reclamarle algo le gritó que lo iba a matar. ¿Sería posible? Sin
perder tiempo corrió a su casa, entró al dormitorio y abrió el cajón de la mesa
de luz donde Fernando guardaba el revólver. El arma no estaba. No cabía
duda: Fernando había matado a su amigo.
Todo sucedió en minutos. Aún se encontraba en el dormitorio cuando
llamaron a la puerta. Al abrir se encontró con un policía que preguntaba
por su marido.
—Fue él
—pensó—. Sí, él lo mató, se llevó el arma.
Cuando llegó Fernando ella casi le gritaba al policía:
— ¡Fue mi marido, hace unos días le dijo que lo iba a matar! ¡Se llevó el
arma!
Fernando
furioso la tomó de un brazo.
— ¿Qué estás diciendo, estúpida? El revólver está sobre el armario de la
cocina. A Lorenzo lo mataron de una puñalada.
El policía miraba a uno y a otro sin entender de qué hablaban. Cuando
terminaron de gritarse dijo, dirigiéndose a Fernando:
—Yo
vine a comunicarle que una hermana suya tuvo un accidente en la
Ruta 5, y está internada en el Hospital Maciel. Está fuera de peligro y
pregunta por usted.
Antes de irse el policía, Cecilia empezó a caminar hacia la cocina. Fernando
acompañó al agente hasta la vereda. Entró puteándola y remangándose. Ella lo
estaba esperando. No le tembló el pulso. La bala le entró justito, justito en
la mitad de la frente. Le había repetido mil veces que no quería armas en la
casa. Por favor, le había pedido. Como siempre, él no le había hecho caso.
Dejó el veintidós con nueve tiros sobre la mesa y pensó que al fin iba a poder
terminar el mantel en punto cruz. Tiempo iba a tener... le dieron cinco años.
Salió a los tres por buena conducta. El mantel le quedó precioso. Lo estrenó un
domingo, antes de salir, en una mateada compartida.
Se
lo dejó a las compañeras, de recuerdo.
Pesadilla de una noche de verano - 25
Todo ocurrió durante las fiestas de
fin de año. Creo yo.
El
15 de diciembre, nos reunimos varios amigos para despedir el año en la casa de
uno de ellos en La Floresta. El día estaba ideal. A las siete y
media empezaron a llegar los primeros. Se instalaron junto al parrillero,
comenzaron por prender el fuego, preparar el mate, destapar la primera botella
de whisky y disponer el cordero en la parrilla.
A las once de la mañana se había completado el cuadro. Algunos muchachos
cantaban alrededor de un guitarrista improvisado, otros mentían enfrascados en
un truco de seis, el dueño de casa aliñaba las ensaladas y el encargado de la
parrilla, alardeaba de su condición de asador repartiendo picadas de chorizos,
morcillas y chinchulines. Se habían abierto dos botellas de whisky y había
entrado en escena la primera damajuana de tinto.
A las cinco de la tarde terminamos de comer. Algunos se fueron a dormir
un rato y otros a la playa a jugar al fútbol en la arena. Los demás
continuamos. A las ocho de la noche, empezamos a comer otra vez el asado frío,
el resto de las ensaladas, el helado, el vino y el whisky que habían sobrado
del mediodía. A las diez de la noche, más alegres que nunca y próximos a un
ataque al hígado, nos volvimos.
Yo llegué a mi casa cerca de las doce de la noche, le di un beso a Daniela, y
no sé si me saqué la ropa o me la sacó ella. Me dormí de un tirón, y allí
empezó mi pesadilla. Me había convertido en un
gato.
Parece que yo, o el gato, era un vagabundo que andaba maullando por las
calles de un barrio desconocido. Y de pronto entre esas casas extrañas
descubrí mi casa y traté de entrar. Busqué mi llave, pero no tenía llave, ni
pantalón ni nada, sólo cuatro patas y una larga cola. Recordé entonces que la
ventana de la cocina podría estar entornada, salté el muro con una agilidad que
me desconcertó, entré y me dirigí al dormitorio donde mi esposa dormía.
Subí
a la cama y hecho un ovillo me acomodé en mi lugar. A la mañana siguiente
cuando Daniela se despertó yo estaba en el fondo de la casa echado al sol.
Cuando me vio se alegró: — ¡Pero gatito! Qué hacés ahí echado al sol. Yo me
acerqué e intenté decirle quién era, pero sólo me salió un maullido.
Entonces me tomó en sus brazos y me llevó a la cocina. Me dio leche tibia en un
plato y me dijo: mi amor, no te podés quedar. Tenés que irte. A mi esposo no le
gustan los gatos.
Me
destrozó el
corazón.
De pronto como un ventarrón entró el Pelé y se me vino al humo ladrando como un
desaforado. Pegué un salto y quedé parado encima de la heladera con el lomo
arqueado y los pelos erizados. Daniela trató de calmar al perro, que al parecer
él sí me había reconocido. Era evidente que quería vengarse de mis malos
tratos y de algún par de patadas que le había dado por echarse sobre la cama.
Por fortuna el perro adora a mi mujer, le hizo caso y por el momento me dejó en
paz.
Y en eso estaba cuando sentí las caricias de Daniela. Me desperté transpirando
y aterrado, pero agradecido de que todo aquello hubiese sido sólo un sueño.
Entonces al ver que estaba despierto me dijo mimosa: —Gatito, ¿con quién
soñabas? La miré y la encontré tan seductora, mientras me extendía los
brazos, que me olvidé del bendito gato. Recordé que yo era un hombre, el hombre
que ella estaba esperando…
Desde el 16 de diciembre hasta Nochebuena no probé una gota de alcohol. En
Nochebuena me tomé todo. Pasamos en casa, con un matrimonio amigo y mis cuñados
con sus esposas. Comimos una cena fría preparada entre todas las mujeres.
Empezamos temprano con los brindis, y terminamos en la tardecita de Navidad. Mi
esposa y las esposas de mis cuñados limpiaron la casa. Cuando se fueron yo
estaba muerto. Quedé dormido hecho piedra, en el sofá del living. Daniela, que
no logró despertarme, se fue a dormir sola y dejó que yo siguiera
durmiendo tranquilo.
Entonces volvió mi pesadilla. Esta vez yo andaba por los techos de las casas
del barrio peleando con otros gatos. Los vecinos tiraban piedras y los
perros ladraban. Anduve corriendo por las calles, casi me pisa un auto. Hasta
que al fin llegué a mi casa. Como ya sabía lo de la ventana de la cocina, entré
por ahí. En mi plato en el suelo había leche, la tomé con gusto, fui al
dormitorio y me ovillé junto a Daniela que me oyó y me dijo:
—Gatito,
y siguió durmiendo. Me dormí ronroneando.
Cuando el 26 de diciembre desperté, me sentí bien, ágil, despejado. Preparé el
baño. Mientras me bañaba creí advertir que mis uñas habían crecido
demasiado y que el vello, que normalmente cubría mi cuerpo, era más oscuro y
abundante. Tal vez eran figuraciones mías. No le di importancia, me sequé la
cabeza y fui a la cama con Daniela que dormía voluptuosa. Esta vez
la desperté yo.
Daniela. Daniela es maravillosa. Es una muchacha buena, simple y crédula. Cree
en cosas que ya nadie cree. En el mal de ojo, en la paletilla caída y en que
todos somos iguales ante la ley. Cree que si sos buena persona Dios te
premia. Cree en Dios, en los políticos de su partido y en la garra charrúa.
Cree que un día vamos a vivir mejor y cree en los sueños. Por eso nunca
le conté de mis sueños infernales. Con seguridad se hubiese puesto a rezar por
la salvación de mi alma, que ella vería en peligro de perdición. Era
preocuparla sin motivo. Aunque hoy no sé si no hubiese sido bueno contarle, por
lo menos, lo del gato.
Del 26 al 31 de diciembre, estuve un poco extraño, me daba por
dormir de día y de noche tenía deseos de salir a caminar. El 31 pasamos en la
casa de mis suegros. Éramos como treinta. Todos llevaron comida, asaron un
lechón. Había de comer como si no fuésemos a comer nunca más. Y de tomar: dos
boliches y medio. Llegamos a casa a las 10 de la mañana del 1º de enero, yo no
sabía dónde estaba ni quién era. Dormí todo el día, de noche me levanté sigilosamente,
salí afuera, y desaparecí por los techos.
Daniela desconcertada por mi desaparición, preguntó a mis amigos, a mis
familiares y a los vecinos. Nadie pudo darle noticias sobre mi paradero. Por lo
tanto esperó un par de días y empezó a llorar. Creyó que la había abandonado.
Nunca la abandoné. El día que supuso que la había dejado, encontró echado en el
fondo de casa un gato negro. Lo tomó en sus brazos le dio leche tibia y le dijo
que tenía que irse porque su marido no quería gatos en la casa. Yo le
dije medio serio: —Mami, soy yo, tu marido, qué decís.
Ella no entendió, me sacó para afuera y cerró la puerta.
Poco
a poco fue dejando de esperar a su marido, convencida de que ya no volvería.
Por lo tanto me fui quedando en casa, me daba leche tibia y carne cruda. No
estaba mal y era abundante. Los primeros meses lloró mucho, salió a buscarme
por los hospitales y las comisarías. Fue hasta la morgue. Y no me encontró,
claro. De modo que al no encontrarme ni muerto, ni enfermo se puso como loca,
al pensar que me habría ido con otra mujer.
Mientras tanto me hice dueño de casa. Mi mujer y yo teníamos una extraña
relación. Desde mi condición de gato la seguía amando, me gustaba dormir en su
regazo, le andaba detrás por la casa y le maullaba mimoso. Por su parte, ella
me acariciaba, me acunaba en sus brazos, y volcaba en mí toda su ternura pues,
en cierto modo, creo que había reemplazado a su marido, al llenar en su
afecto el espacio que él dejó.
Nuestra
convivencia era casi perfecta. Por las noches yo la abandonaba y durante el día
era su más ferviente adorador. Era un gato feliz. No necesitaba nada más. Y
ella, bueno, yo creía que ella tampoco necesitaba nada más.
Hasta que un año después, cerca de la Navidad, vino a cenar un antiguo
amigo mío. Cuando llegó el invitado ella me tomó en sus brazos me dijo:
—Gatito
lindo, y me sacó para afuera.
Eran
las leyes del juego. De todos modos la noche y su misterio me llaman. Recorro
los techos, los tarros de basura. Los vecinos me tiran piedras y los perros me
ladran. Anoche, después de una trifulca, volví a casa cansado y con el cuerpo
dolorido. Tomé la leche que Daniela me deja siempre en la cocina y fui al
dormitorio a dormir con ella como todas las noches. Pero no pude. Mi lugar
estaba ocupado.
Madame Colette – 26
Fue en los
años de macetas con malvones, de madreselvas y campanillas azules enredadas en
los tejidos de alambre. De casillas de lata, veredas angostas y calles
cortadas. Cuando Montevideo paría barrios orilleros que levantaban chimeneas. Y
en los frigoríficos y lavaderos, barracas y fábricas, los obreros se turnaban
de 6 a 2,
de 2 a 10,
de 10 a
6. En aquel entonces, al oeste de la ciudad y junto a la desembocadura del
Miguelete, crecía el Pueblo Victoria. Barrio fundado por el inglés Samuel Lafone
en 1842, y que lleva su nombre en honor a la Reina Victoria de Inglaterra.
Enquistado en él, habitando unas pocas cuadras, reinaba lo más selecto del
hampa montevideana. Tahúres y cafishios, paicas y grelas del más rancio
sabalaje, se habían aquerenciado en el barrio. Fueron famosas las casas con
luces rojas regentadas por mujeres que hacían la vida más llevadera,
prodigándose junto a sus pupilas para servir a su numerosa clientela. Aún hoy,
los más veteranos del barrio, recuerdan nombres, rostros y virtudes de aquellas
matronas que los iniciaron en el arte del amor.
Una de esas
casas era gobernada por Colette, una francesa muy bonita de comentada fama, que
con poco más de veinte años se vino un día del parisino barrio de
Montparnasse. Desembarcó en nuestro
puerto con un par de baúles, vestida
como un figurín, y con el pelo cortado a la garzón. Ya experta en su oficio
llegó a Montevideo atraída por los
comentarios en el viejo mundo, de que el oro en la joven América se encontraba
tirado en la calle. Pronto se dio cuenta la francesita de que, o bien se había
equivocado de puerto, o alguien exageró sobre nuestras uruguayísimas riquezas.
De todos modos ya estaba aquí, por lo que sin amedrentarse se dedicó a dictar
cátedra de amor incorporando a nuestros conocimientos en la materia, los
últimos adelantos en técnicas y afines, directamente importados desde su país
de origen.
Recién llegada se instaló en
un hotelito de la Ciudad Vieja. Observó el ambiente, recorrió los bares de la
Aduana, el bajo del Tajo y la Puñalada y puso sus bellos ojos en el Pueblo
Victoria. No obstante, comenzó su actividad en un bar de coperas por la zona portuaria. Enredada en un
castellano afrancesado y decidida a conocer mejor nuestra idiosincrasia pasó allí un período de adaptación. Pero su
destino en estas tierras era otro. No había venido desde la lejana Europa para,
con su desgaste, enriquecer a un macró latino.
Dueña de un pequeño capital, pretendía abrir su propio negocio. Por la
Aduana consideró que no era factible. Demasiada competencia. Así que un día
cargó con sus baúles, y se despidió de
la Ciudad Vieja. Alquiló una casa de inquilinato en el Pueblo Victoria y
se instaló con una bahiana que conoció en el bajo del puerto y dos sirvientitas
con cama cansadas de trabajar gratis para los hombres de la casa. Y al poco
tiempo multiplicó su personal y su fama.
El día que
Colette llegó al barrio encandiló a los vecinos con su belleza y conquistó al
malevaje que quedó rendido a sus pies pa’ lo que guste mandar. Y aunque algún
tahura lo negó, era bien sabido que más de cuatro se hubiesen enfrentado a
cuchillo, por ser el primero en la lista de sus hombres. Muchos se equivocaron
al conocer a Colette y verla tan frágil y delicada. Sin embargo, no tuvieron
que esperar mucho tiempo para descubrir que tras su carita de niña buena, la
francesita escondía un temperamento firme y aguerrido. Nunca dudó, para
mantener su establecimiento en orden, en sacar a un matón a empellones a la
calle o partirle una botella en la cabeza, si se cuadraba, a quien se pasara de
listo por más guapo que fuera. Usaba el puñal sin asco y con destreza si era
necesario, y tenía por las dudas siempre a mano, una pistola con cachas de
nácar que un turista árabe – libanés le obsequiara en sus tiempos por la Ciudad
Vieja.
Árabe que zarpó un invierno de
Beirut y que al llegar a Uruguay, no bien tocó puerto conoció a la francesa que
lo cautivó. Durante años el asiático fue y vino por el mundo tan sólo para
estar con ella. A Colette no le era indiferente su amante árabe, bello ejemplar
de varón de cabello enrulado y ojos negros y fríos como dagas, a quien ella
llamaba: el Jeque. Y fue tal vez el Jeque uno de los hombres que más amó. Pero
no el único.
En sus años del Pueblo Victoria despertó tremendas pasiones. En
ambientes de avería y también entre santos varones no confesos. Rondando el
convento y esclavo de la madame, campaneaba el Porteño. Un busca pintún, rubio
de ojos claros, que se vino un día disparando de Buenos Aires tras dejar en
Almagro terrible prontuario por fullero y batidor. Como tenía la vuelta
prohibida entre el bramaje de su ciudad se afincó en Montevideo donde vivió a
salto de mata, rebuscándose entre timba y fiolería. Hasta el aciago día en que
conoció a la francesita. La muchacha le dio vuelta la cabeza, el corazón y el
alma. Y hubiese sido capaz, si ella se lo hubiera pedido, de apartarse del
malandrinaje y, haciendo un supremo esfuerzo, hasta de ponerse a trabajar.
Claro que para tranquilidad de su conciencia ella nunca le pidió tamaño
sacrificio. Pese a que hay que reconocer que Colette miraba con muy buenos ojos
al argentino, con quien compartía un pedacito de su apasionado corazón.
Pero fue un
muchacho del Pueblo Victoria, hijo de emigrantes italianos, quien conquistó por
entero el corazón de la francesita. Un joven seminarista, que fue su asiduo
cliente durante casi todo un año y con el cual
vivió un tórrido romance. Colette hubiese dejado todo por él; la mitad de su vida habría dado por borrar su
pasado y su presente y ser solamente una
simple muchachita para merecerlo. Pero el joven no le pidió ni le ofreció nada.
Y un día vino por última vez se despidió de ella y se fue para seguir su
carrera sacerdotal. Ese fue un año fatal
para la francesa pues también perdió al árabe, al que en el Líbano
sentenciaron: se quedaba allí y mantenía a sus esposas, como mandaba la ley, o corría el riesgo de perder
su cabeza. A pesar de amarla desesperadamente, el Jeque no tuvo opción. Decidió pues conservar
su hermosa cabeza sobre sus hombros, y no volvió a aparecer por la casa de inquilinato.
De sus amores
más arraigados sólo quedaba el Porteño que una noche, por sacar la cara por
ella, quedó tendido en la calle en un duelo a cuchillo con un taita matón. La
pérdida cruel e injusta de su rubio amor argentino le puso un lacre a su
corazón. Durante mucho tiempo otros varones trataron inútilmente de conquistar
a Colette, pero la francesita se había cansado de amar. Y fue en esos meses que
para asombro del vecindario, vieron que
la madame estaba esperando un hijo.
Pasó el tiempo y nunca dijo quién era el padre del varón que nació un
diciembre. Tendría el niño unos cuatro años cuando traspasó su negocio y se fue
del barrio con su hijo y una valija con dinero suficiente como para iniciar una
nueva vida. Atrás quedarían para siempre sus años de madame, dueña de un
prostíbulo cuya fama comentaría el hampa por mucho tiempo. Atrás quedaría aquel
Pueblo Victoria que la amó y a quién ella amara. Atrás sus trágicos amores, los
sueños que trajo un día de allende el mar. Y también Colette, atrás y perdida
para siempre.
Cuando se fue del Pueblo Victoria se
instaló en un apartamento en el último piso de un edificio en Reconquista y la
Rambla con un enorme ventanal que daba al río. Abrió allí una casa de Alta
Costura para las damas de la sociedad, que llegaron a adorarla por su sobriedad
y buen gusto. Entonces se llamaba: “Marie Stephanie Fournier de Binoche. Viuda
de Jules Binoche, que había muerto en París
dejándola sola con un niño de pocos años con quien había venido a Montevideo
en busca de olvido y consuelo”.
Puso a su hijo en el mejor colegio que
encontró y vivió con gran decoro. Fue aceptada de inmediato por las damas de la
sociedad montevideana y respetada por los hombres. No hacía vida social,
concurriendo muy esporádicamente a las galas del Solís o alguna velada en el
club Uruguay. Fue allí precisamente que una noche volvió a encontrar al
seminarista.
El club Uruguay lucía espléndido. Las
arañas de cristal brillaban como joyas. Las damas ataviadas con finísimos
vestidos de fiesta eran escoltadas por caballeros de riguroso smoking. Esa
noche Marie Stephanie, que con los años había acentuado su belleza, llegó al
Club del brazo de su hijo Guy Binoche Fournier, que acababa de recibir su
título de Ingeniero Civil, acompañados ambos de un alto jerarca gubernamental y
su señora esposa.
Junto a los balcones sobre la calle Sarandí,
Monseñor Mazzetti conversaba con un diplomático. Al pasar junto a ellos, la
señora que la acompañaba se detuvo para saludar al Prelado y a su vez
presentarle a Marie Stephanie.
Los dos se reconocieron. La señora, ajena a
la situación, los presentó:
—Monseñor Mazzetti, la señora Marie Stephanie
Fournier de Binoche.
—Señora.
—Un placer Monseñor.
—Y su hijo, Guy Binoche Fournier.
—Joven...
—Mucho gusto.
Monseñor sintió que el corazón se le
desbocaba. Había reconocido a Colette. Pero ¿quién era ese joven tan parecido a
él? La misma cara, los mismos ojos, el mismo porte.
Así era él años atrás,
cuando tuvo que elegir entre la dulce Colette y su apostolado. Las fechas
coincidían. ¿Podría ser su hijo? Necesitaba hablar con Colette. Preguntarle.
Pero ella lo saludó inclinando la cabeza y se fue del brazo de su hijo.
También para Marie
Stephanie el encuentro fue inesperado. Era el pasado que volvía inquisitivo.
Los ojos de Monseñor le gritaban una pregunta que ella no quería responder. Era
indudable que se había reconocido en el hijo. Se retiró temprano de la
recepción y no se volvieron a ver. Dicen que un tiempo después Marie Stephanie
cerró la casa de modas y argumentando su deseo de volver a Francia se fue con
su hijo. Y nunca volvió.
Supo sin embargo, antes de irse, que Monseñor
trataba de contactarla. De modo que el día que se fue dejó en el Correo una
carta para él. Cuando Monseñor la recibió, ella y su hijo ya estaban en París.
Monseñor Mazzetti llevaría desde entonces en su pecho, la dulce herida que le
dejara la francesita.
Tembló la hoja en las
manos de aquel seminarista, cuando leyó en grandes caracteres una sola palabra
que resumía una lejana historia de amor: Sí.
Volando bajo -27
En
los campos de Rocha, hacia el norte y sobre la costa, tenía su casa don
José Pedro Segovia. Una casa de piedra de estilo español mirando al sur,
del tiempo del coloniaje, que don José Pedro heredara por cuarta
generación. Allí vivía con su mujer, Ana Luisa, y sus seis hijos.
La
familia llevaba una vida apacible cultivando campos y criando animales. Sólo
distorsionaba un poco la tranquilidad del lugar, la mala costumbre de su hija
más pequeña de pasarse el día volando.
Extravagancia
que nació con ella. Cuando normalmente los niños comienzan a intentar sus
primeros pasos, ella desde el corralito trataba de levantar vuelo. Tenían
que cuidarla porque en lugar de caerse al suelo como los niños cuando aprenden
a caminar, ella se golpeaba la cabeza en el techo. Y no volaba con alas,
que lógicamente no tenía, ni como Superman con el cuerpo horizontal y los
brazos extendidos. No, nada de eso. Ella volaba de pie, no se impulsaba ni
pronunciaba palabras mágicas. Al igual que nosotros caminamos, ella volaba con el
sólo deseo de hacerlo. A veces recorría la casa a veinte centímetros del suelo,
sin mover los pies. O paseaba recorriendo el campo por encima de los
animales, poniéndolos nerviosos, o andaba por las copas de los árboles
revisando nidos.
Sus
padres no estaban de acuerdo con esa singularidad. Se lo tenían prohibido,
argumentando que los seres humanos no estábamos hechos para esas veleidades y
que si Dios hubiese querido que voláramos, nada le hubiera costado agregarnos
un par de alas como hizo con los ángeles.
Por
lo tanto le ordenaban que pusiera los pies sobre la tierra y que caminara como
todo el mundo. Pero María José, que así se llamaba la niña, era tan dulce y
sensible como libre y desobediente, y en cuanto los padres se distraían, se
elevaba por los aires y desaparecía entre los eucaliptos.
Temiendo
entonces que se perdiera, andaba toda la familia buscándola, mirando para
arriba cayendo y tropezándose unos con otros.
A
medida que fue creciendo, la chica fue ampliando su espacio de vuelo. Comenzó a
pasar revoloteando sobre los campos vecinos llenando de pánico a sus
habitantes, quienes dudaban entre bajarla de un escopetazo, para después
averiguar quién era o aceptar lo que decían la mujeres de los campos vecinos:
que era un ángel que Dios había mandado a la tierra para ver qué hacíamos los
seres humanos con el mundo que nos dio para administrar. Pronto se enteraron
que la niña voladora era la más chica de los Segovia, se acostumbraron a verla,
creyeron que era un poco excéntrica y agradecieron que no fuese una mensajera
de Dios en plan de inspección divina.
María
José comenzó entonces a aterrizar en las fincas vecinas haciendo
amistad con los jóvenes que allí vivían, y con sus padres y parientes con
quienes conversaba animadamente pues, dejando de lado su extraña manía, era una
chica muy alegre, de buen corazón y muy sociable.
Los
padres de los muchachos casamenteros veían con recelo la amistad de éstos con
la chica, temiendo que alguno se enamorara, llegara al matrimonio, y vieran un
día a sus nietos volando como pájaros sobre sus cabezas, peligrando a que algún
desprevenido los llenara de perdigones. Así que cuando Luis Machado, hijo de
uno de los matrimonios temerosos, declaró su amor por la joven los padres se
opusieron, lloraron, se desesperaron, y terminaron aceptando, bajo la firme
promesa del muchacho de que cuando María José fuera su mujer, no abandonaría la
casa para andar volando por ahí.
Los
jóvenes se casaron en una boda sencilla. Ella entró a la iglesia del brazo de
su padre, caminando con paso seguro sobre la alfombra roja. Estaba tan hermosa
vestida de novia con su cabello rubio y su cuerpo tan grácil, que muchos
recordaron cuando la vieron por primera vez y creyeron que era un ángel que
Dios había mandado a la Tierra.
Reconocieron
entonces que era toda una mujer y le pidieron al Creador que los hiciera
felices y que ella abandonara de una buena vez la manía de volar.
La
nueva pareja fundó su hogar en Treinta y Tres donde los padres de Luis tenían
unas hectáreas de campo. De modo que para allá se fueron, se amaron
apasionadamente y, aprovechando el joven esas noches de amor y deseo, trató de
lograr de su adorada esposa la promesa hecha a sus padres, de que no volvería a
andar planeando, escandalizando a la gente.
María
José lloró amargamente en sus brazos. Prohibirle volar, le dijo, era como
cortarle las alas; le prometió en cambio que sólo volaría dentro de sus
tierras. Fue un acuerdo.
Viajaba
en Charré para visitar a sus padre y a sus suegros, y llevándoles a conocer
cada año un niño rubio, llegó a completar la media docena.
Mientras
tanto, ayudada por una mestiza que vivía con ellos, cocinaba, atendía la casa y
criaba a los niños con amor y paciencia tratando de terminar lo más pronto
posible con los quehaceres, para volar al encuentro de su marido y acompañarlo
mientras trabajaba en el campo.
Él
la esperaba impaciente todas las tardes, hasta que al fin la veía venir volando
bajo como las gaviotas. Volvían luego a la casa juntos y abrazados.
Tranquilizado porque nunca vio a sus hijos tratando de ganar altura, supuso que
no habían heredado la chifladura de su madre.
Los
abuelos de ambos lados, que ya no temían ver a sus nietos atravesando el
cielo, se sentían felices cuando los niños pasaban unos días con ellos.
Los
seis hijos de María José y Luis crecieron y fueron muchachos formales y muy
trabajadores. Un día se casaron, se radicaron en distintos departamentos,
fueron felices y comieron perdices. Sin embargo hubo quienes juraron que cuando
María José murió, siendo una adorable viejecita, vieron a seis hombres que al
finalizar el sepelio, elevándose, desaparecieron entre las copas de los árboles
en distintas direcciones. Pero no sé si será cierto. La gente que no tiene nada
que hacer es muy de inventar cosas.
Los pumas del Arequita – 28
Hace
muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra
tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después
vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones,
y un día, ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a
los indígenas y acabaron con los pumas.
Por
aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos
de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un
rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía, un
caballo pampa y un montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se
aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra.
Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.
Gran
caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo
a primera luz, o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú
ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había
venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito.
Era
un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y
cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo
en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo
de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora
se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los
chismes de todo lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya
se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.
Una
tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros, mientras el
indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había
visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El indio,
mientras daba vuelta el amargo le dijo:
—Una
hembra de puma, será. La yara se molestó
por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se
retiraba ofendida:
—Si
digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo
grisáceo entre el yuyal. El muchacho quedó pensando que la yara era
muy ignorante.
Aquel
año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía
radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el
salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.
De
lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían
entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre
los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte,
por comprobar con alegría, que aún quedaba algún puma por el lugar.
Desde
la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la
había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol
sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho
se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
—Vi
un puma —le dijo.
—Mirá,
¿y es linda? —le contestó la yara.
—Vi
un puma —le repitió él.
—Es una mujer —le insistió ella.
—
¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
La
yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo
la cabeza le dijo al hombre:
—En
las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles
y antes del amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
— ¿Y qué mal les hace un puma?
—Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y
que pronto los cerros se van a llenar de cachorros.
— ¡Ojalá!
—Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia
que ande un puma de visita por los potreros!
Una noche, mientras meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco
de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del
amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera
—recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo, ladraban
y gruñían avanzando y reculando expectantes.
El
indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros, yacía una joven
desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una
manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con
emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo
preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.
Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la
yarará. Vio a la muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al
indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar
con la yara que le dijo:
—La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
— ¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en
fiebre. Yo la curé y ahí está.
—Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma
que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta,
desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
El
indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó
en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido
hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente
amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas
duró el romance del indio con la extraña muchacha. Una mañana al
despertarse se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había
desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta
que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.
—No
la busques más —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así
será siempre.
Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su
rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer
cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a
contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron
un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los
arbustos del cerro.
No
volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó el calor de
la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día
ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y
noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo
alto del Arequita.
Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el
amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró
retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a
recorrer las sierras en busca de su compañera. La encontró a orillas del
Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a
cuidar a su hombre y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue
el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las
praderas orientales.
El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera
sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al
pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del
pozo, a una vieja hembra de puma.
Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por
el Pan de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los
pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los
hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja,
tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la
serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.
En el valle del lunarejo – 29
Cerca de Tranqueras, en el valle del
Lunarejo, había nacido Ezequiel Montoya séptimo hijo varón de Luz Marina
Inzaurralde, abnegada mujer hecha para el trabajo, casada con Antenor Montoya,
un quilero fronterizo medio sabandija dueño de unas cuadras de campo al costado
del Cerro Bonito.
Allí
habían poblado, junto a una chacra que trabajaba Luz Marina. Campo inhóspito,
no porque fuera mala tierra sino porque hervía de víboras. Para la
serpiente de Cascabel el valle era una feria por donde solía lucirse haciendo
sonar su cencerro, o silbando al pasar de refilón junto a la gran Ñacaniná, su
pariente pobre, con quien no hacía buenas migas.
Al
ser la región poco habitada por el hombre, las víboras dominaban todo el
espacio, eran fuertes y poderosas. Luz Marina las enfrentaba a machetazos
cuando le invadían su campito consiguiendo, a duras penas, mantenerlas a
distancia. Tenía, sin embargo, un extraño poder frente a la ponzoña de
los reptiles. Tal vez, a fuerza de recibir tanta mordedura, estaba inmunizada
contra su veneno pues las afrontaba sin temor.
Las
serpientes le reconocían el poder, teniéndole cierta consideración, no exenta
de un rencor a duras penas disimulado. De todos modos era una lucha diaria
cuidar a las gallinas y a los patos, a la lechera y hasta a los perros.
Pero
el mayor problema lo acarreaban los días de lluvia cuando el Lunarejo crecía y
se desbordaba, entonces el bicherío se desparramaba por el valle, se llegaba
hasta las casas y se metía en las habitaciones huyendo del agua que, en su
descontrol, los arrastraba fuera de sus madrigueras. Luz Marina luchaba
sola contra las inclemencias del lugar. Antenor no era hombre de querencia. Los
hijos —decía—, eran cosa de la madre.
Le
arrimaba ropa y algunos comestibles cuando bajaba del norte y se largaba otra
vez a contrabandear. Recorría establecimientos y pequeños pueblos llevando y
trayendo mercaderías varias, mientras, entreverado en fiestas, comilonas
y chupandinas dejaba correr la vida sin mayores preocupaciones.
Cuando
Ezequiel cumplió siete años la madre comenzó a notarle actitudes impropias. Al
principio pequeñas facultades de entendimiento con los animales, que se fueron
acentuando con el tiempo. A pesar de ser un gurí manso como el apereá, poseía
la sagacidad del puma y la vista aguzada del águila.
En
sus recorridas por el valle los animales se apartaban para darle paso, bajaban
la cabeza cuando él los miraba y las aves detenían el vuelo, quietas en
las ramas, al verlo pasar. Ante su presencia las víboras permanecían arrolladas
sobre sí mismas, quietas las cabezas, observándolo quisquillosas con sus ojos
oblicuos.
El
dominio que Ezequiel ejercía sobre los animales del monte, era sólo comparable
con el que ostentaba sobre ellos, el gran lobo negro, que en noches de luna
llena recorría el valle del Lunarejo hasta la Cascada del Indio y más
allá, imponiendo su presencian ante todas las alimañas rastreras o voladoras
que habitaban el intrincado monte. Un lobo hermoso, de gran talla, de pelaje
reluciente y ojos como brasas, que la gente de Tranqueras asociaba con
Ezequiel, por aquello de: séptimo hijo varón, en fija lobizón.
Nadie
pudo afirmar con certeza que el séptimo y último hijo de Luz Marina y Antenor
era en realidad lobizón, a pesar de que los vecinos de los alrededores
así lo afirmaban. Lo cierto es que cuando Ezequiel cumplió los dieciocho años
se fue del valle, no se supo si para el norte o para el sur, lo que sí supieron
en Tranqueras es que el lobo negro que en noches de luna llena recorría el monte,
también desapareció en esos días.
En
los años que siguieron poca cosa se conoció de Ezequiel. Sólo que había andado
por Fraile Muerto, por Cardona, que lo habían visto por el Yí, por Dolores y un
día desembocó en la capital. Y en Montevideo lo conocimos nosotros. Trabajaba
de albañil y vivía en una pensión. Era un hombre tranquilo, taciturno, vivía
solo. Nunca le conocimos compañera. De vez en cuando desaparecía por unos días
y volvía sin dar explicaciones.
En una oportunidad nos contó que había nacido
en Rivera, en el valle del Lunarejo, que hacía fácil unos veinte años que se
había ido y que nunca había vuelto. Y un día, porque sí no más, dejó el trabajo
y dijo que se iba. Adónde —le preguntamos. Por ahí —nos contestó. No volvimos a
verlo.
Por
aquel entonces contaba gente que vivía en Tranqueras, que la casa de los
Montoya estaba muy abandonada. Los hijos de Luz Marina y Antenor fueron, poco a
poco, abandonando la casa paterna. Antenor hacía años que no bajaba hasta el
valle. Se había conchabado en el Brasil y allá se quedó con nueva mujer y otros
hijos. Luz Marina estaba sola, vieja y cansada.
Dicen que una noche
sintió que la muerte venía reptando a buscarla y no tuvo fuerzas ni ganas
de salir a pelear. Las víboras, envalentonadas, habían rodeado el campito.
Hacía mucho tiempo que nadie las dominaba, serpientes y culebras se acercaban
en apretado círculo. Ya habían pasado los hilos del alambrado cuando un
extraño refucilo, las detuvo en seco. Un lobo negro de ojos luminiscentes, con
las garras arañando la tierra, estaba esperándolas a la entrada de las
casas.
Los
filosos colmillos relampagueaban iluminados por la luna llena.
Atropelladas, envueltas en un sonido sibilante, las víboras huyeron por los
cuatro rumbos. Al otro día comentaban los vecinos, que Ezequiel, el hijo
más chico de Luz Marina y Antenor, había vuelto con su madre. Alguien lo había
visto arreglando el alero de la casa que se había vencido. El bicherío del valle del Lunarejo, junto al Cerro Bonito, volvió a
mantener distancia.
Cruzaron el disco – 30
Hace algunos años, cuando aún conservaba
la espalda fuerte y las manos firmes, recorrí el litoral trabajando de siete
oficios. Entonces los años eran pocos, podía domar un bagual o arrear una tropa
días y días, durmiendo en grupa sin agobio ni cansancio; el mundo no tenía
fronteras y yo era dueño del viento.
Tiempos
aquellos en que fui amo de mis horas, en los calientes veranos en que el sol
reverberaba sobre los trigales maduros, o cuando la escarcha de los fríos
inviernos se quebraba en los esteros bajo los cascos de mi zaino
malacara. Otros tiempos.
En
una oportunidad en que andaba desnortado, sin rumbo fijo, después de vadear el
Río Negro entré en campos de la "heroica", cerca de Piedras
Coloradas. Las tierras del litoral, de excelente pastura, se extienden a lo
largo y a lo ancho en una planicie sin accidentes. A poco de llegar conocí a un
cabañero que me contrató para trabajar en el Haras Amanecer, de su propiedad.
Un establecimiento de unas doscientas hectáreas al sur de Paysandú, orillando
el Queguay Grande.
El cabañero y su familia se dedicaban a la cría de
caballos de carrera y al perfeccionamiento de la raza. Ese año debido a la
adquisición de Lucky Boy, un semental inglés gran campeón incorporado al Haras
hacía un año, se esperaban con gran expectativa las pariciones de primavera.
Aquella mañana de octubre se presentaba muy movida. Ya dos potrillos nacidos
casi en la madrugada intentaban los primeros pasos junto a sus respectivas
madres.
En uno de los box, asistida por el veterinario, el
propietario del establecimiento y un capataz, la Estrellera, una yegua que
había finalizado su campaña ganando varias carreras estampando tiempos records,
aguardaba inquieta la llegada de su primogénito. El veterinario auscultaba a la
yegua con el ceño fruncido, que dejaba entrever una velada preocupación. De
todos modos, cerca del mediodía la Estrellera trajo al mundo un potrillo
perfecto, oscuro como mi suerte, ágil y vivaz.
Quienes
presenciaron el nacimiento no pudieron, sin embargo, demostrar su alegría
opacada por la seriedad del profesional que al revisar al puro anunció que le
encontraba un problemita en el corazón que lo imposibilitaría de todo
esfuerzo, y sería por ese motivo exonerado de pisar las pistas de carreras. Fue
bautizado con el nombre de El Oriental y dejado por el momento con su madre.
El cabañero tenía dos hijos de doce y catorce años
que, al igual que su padre, tenían gran apego por los caballos. Desde muy
temprano andaban esa mañana visitando a los recién nacidos que eran, sin
lugar a dudas, hermosos ejemplares. No era, por lo tanto, de extrañar que se
encontraran presentes cuando el nacimiento de El Oriental y la comunicación de
su dolencia. Ni tampoco fue extrañar que se sintieran apenados y decidiera que
tal vez si ellos le proporcionaran un cuidado especial el problema no sería tan
grave.
Así se lo comunicaron al padre que a su vez
les dijo que el potrillo no tenía futuro en el haras, que podían quedarse con
él, pero que no sería criado para correr. Desde ese momento los muchachos
adoptaron al potrillo, que permaneció junto a la madre unos seis meses durante
los cuales se dedicaron a observar su desarrollo y a controlar su aparente
buena salud.
Cumplido los seis meses El Oriental fue
destetado y con otros potrillos sacados al campo donde vivió con naturalidad
corriendo y jugando hasta cumplir el año, tiempo en que los padrinos fueron
alimentando el sueño de verlo correr en la pista de la capital.
Ante el eminente encierre de los puros para comenzar a prepararlos para la
venta o para el debut en pista, los muchachos insistieron al padre para que
dejara al potro dentro del plantel. Sólo por darles gusto a sus hijos, dejó
el cabañero que El Oriental integrara el lote que entregó al cuidador,
convencido de antemano, de que aquel hermoso animal no saldría nunca del Haras
para lucirse en el Deporte de los Reyes.
Los días se sucedieron. Para los dieciocho meses, cuando la doma de los Pura
Sangre, El Oriental lucía magnífico sobresaliendo entre sus medios hermanos por
su gran alzada, cabeza altiva y remos largos y finos. Su notable inteligencia y
docilidad le permitieron en muy poco tiempo sortear las dificultades del aprendizaje
y correr con gran elegancia y elasticidad.
Para
la carrera del Primer Paso el Haras Amanecer anotó dos dosañeros: Tejano y
Tropero. Los hijos del cabañero, al ver a su crédito relegado, volvieron al
ataque con el argumento de que durante sus dos años el potrillo demostró
perfecta salud, su entrenamiento había sido más que satisfactorio y no merecía
por lo tanto que se lo dejara de lado.
—Muchachos
—les dijo el padre, El Oriental no puede correr, el corazón no le va a dar. No
tiene corazón para una carrera donde corren los mejores pingos. De todos modos
ellos insistieron:
—Tiene
corazón, papá. ¡El Oriental tiene corazón y tiene alma! ¡Tiene alma, papá! Y el
hombre, ante el entusiasmo de sus hijos decidió complacerlos y el potro fue
anotado para la reunión tan esperada.
A pesar de que aquella temporada El Oriental aparentaba ser
el mejor producto entre los dosañeros del Amanecer, la gente del haras no
le tenía confianza. Se había desatado una polémica entre quienes esperábamos
una buena performance del potrillo, y quienes opinaban que para la carrera en
ciernes al potrillo le faltaba corazón.
Sin
embargo a mí, el hijo de la Estrellera me gustó desde el vamos. A penas nació
le vi pasta de crack, y aunque nunca fui de mucho hablar, apoyé en todo a los
hijos del patrón, aquellos muchachitos que lo apadrinaron y depositaron en él
toda su esperanza, rodeándolo acompañándolo siempre, observando sus vareos
cronómetro en mano. Cuidándolo como a un príncipe. Ellos eran los verdaderos
dueños de El Oriental y pretendían esa sola carrera de debutantes. Después, le
habían prometido al padre que lo retirarían de las pistas. Pero en esa carrera
iban a demostrar que el puro tenía corazón y alma como para compartir la gloria
de los grandes ganadores clásicos.
Cuando llegaron a Maroñas ya se hablaba de El
Sureño, un tordillo oscuro del Haras “Mi Ensueño” de Florida, que venía a
debutar a Montevideo provisto de los mejores comentarios sobre sus últimos
aprontes y que figuraba, entre los entendidos, como decidido líder. La tarde de
la carrera esperada se presentaba serena y clara. Un sol tibio se recostaba
sobre nubes esponjosas, mientras una brisa juguetona arremolinaba y elevaba en
el aire cientos de boletos rotos.
Al iniciar el paseo preliminar los potrillos levantaron voces de admiración.
Principalmente aquel Otelo, rey de reyes, llamado El Oriental que paseó
su estampa despertando comentarios.
Y se vino la carrera. A las cinco de la tarde estaban todos los potrillos en
sus puestos. Sonó la campana, se abrieron las gateras y los pingos salieron
agrupados como un malón.
El
Sureño tomó la punta seguido a dos cuerpos por Tejano y a cuatro por El
Oriental, a 300 metros el favorito superó a Tejano en cuatro cuerpos, mientras
El Oriental corría achicando ventaja. Faltando 500 metros El Oriental se abre
solo a tres cuerpos de Tejano peleando la punta con El Sureño. A 200 metros del
Disco se le aparea y pasan juntos la perrera cabeza a cabeza presagiando un final
de bandera verde.
El
Oriental se estira, no toca el suelo, rompe los relojes, como un Pegaso negro
de alas invisibles cruza como un viento ante la multitud que grita su nombre:
¡Oriental! Y a escasos 50 metros del Disco, en el supremo esfuerzo de dar el
resto al noble bruto lo sorprende la huesa y rueda con el corazón partido, sin
saber.
Maroñas enmudece. Miles de ojos atónitos observan. Un silencio de
plomo cae sobre la multitud que por un instante detiene la respiración. Y en
ese milésimo de segundo y ante la vista azorada de los aficionados que no
pueden creer lo que está sucediendo, mientras rueda el heroico potrillo
pura garra y corazón, su alma se desdobla, abandona el cuerpo y sigue en
carrera con la misma elasticidad con que venía corriendo: altiva, valiente,
poniendo clase y guapeza.
Y
mientras los fanáticos reaccionan delirantes en la tribuna, envuelta en un solo
grito de admiración, el alma de El Oriental cruza el Disco ovacionada y se
esfuma, cubierta de gloria, en la media tarde maroñense.
La sombra de Juanjo – 31
El hábito de Juanjo de pelearse con su
sombra, había dejado de ser un hábito para convertirse en una manía. Una manía
obsesiva. Desde la primera vez que su cuerpo se proyectó en la pared
Juanjo comenzó a comunicarse con su sombra. De manera que, al cabo
del tiempo, solía mantener con ella animadas pláticas que terminaban
casi siempre en discusiones. Y no por culpa de Juanjo,
que fue siempre un muchacho tranquilo, seguro de sí, a quien no le
agradaba entrar en controversias con la gente manifestando su
opinión sobre éste o aquel asunto.
Las discusiones las originaba
siempre la sombra que no disimulaba su agresividad y su resentimiento
ante el mundo, vengándose en su transitorio dueño por el papel que en esta vida
debía desempeñar de andar arrastrándose por calles y paredes. Sin poder huir.
Unida irremediablemente a Juanjo, mientras el muchacho anduviese caminando por
la vida.
Según
parece así se habría decidido allá arriba, pues aquí se
comentó que en alguna vida anterior la sombra había sido un ser humano que, por
no darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, había caído
en desgracia y el Creador, como castigo, lo mandó de vuelta al mundo a ser una
sombra de lo que ayer fue
.
Cumplir
esta sentencia de Dios hacía que a la sombra la llevara el
diablo, poniéndola de muy mal humor, y que Juanjo cada día la
soportara menos. Por lo tanto comenzaban la jornada discutiendo para luego irse
a las manos y terminar revolcándose por el suelo a trompada limpia.
En
esos combates pugilísticos el que perdía siempre era Juanjo. Y no por
puntos precisamente. La sombra era una luchadora inteligente, de
gran movilidad. Bailaba con los pies de Juanjo deslizándose hacia un costado y
hacia el otro, haciendo fintas, corriéndose hacia atrás; superando dos y tres
veces la altura de su adversario o desapareciendo por completo bajo
sus pies.
Juanjo,
tratando de alcanzarla con un gancho de Cross, se deshacía los nudillos contra
la pared mientras la sombra se estiraba adelantándose, para esperarlo recostada
en la vereda como sobrándolo. Mientras se desarrollaba la lucha se
insultaban con palabras de grueso calibre, imposibles de reproducir.
Eran
peleas desparejas: Juanjo era peso Welter y la sombra menos que Mosca. Las noches para Juanjo eran un verdadero suplicio. Su sombra se metía
en todo lo que no le importaba vertiendo a su oído opiniones que nadie le
pedía. Discutiendo de imprudente las decisiones que él
tomaba. Y claro: ¡lo sacaba de quicio!
Un
día Juanjo llegó a la conclusión de que debía deshacerse de su
sombra. Sólo mediaba un recurso: asesinarla. Y lo decidió con gran
firmeza y resignación. Borraría para siempre su vida noctámbula. Complicado.
Pero no imposible. Comenzó por ir a Los Yuyos de tardecita, y cuando el boliche
comenzaba a encender las luces se iba para su casa cantando bajo.
Prolijo. Cenaba temprano con los viejos se acostaba y escuchaba la radio a
oscuras.
La sombra permanecía quietecita bajo la cama. Pasó así un
invierno y una primavera. A mediados de ese verano estaba un mediodía tomando
sol en la playa, cuando la sombra se estiró sobre la arena bajo un
sol a plomo y con voz estrangulada le dijo: Juan, tenemos que hablar. Él no le
contestó y ella le suplicó: Juanjo, este sol me está matando ¡hablemos por
favor! Él le dio cita para esa noche y la sombra desapareció debajo de la
sombrilla.
Esa
noche hicieron las paces. Ella le dijo que no podía seguir enterrada bajo su
cama, pues la habían mandado a este mundo para ser sombras nada más y no podía
seguir oculta, pues corría el riesgo de ser sancionada y enviada a quién sabe
dónde a cumplir su penitencia. Quedaron en que no se dirigirían la palabra y
que ella se comportaría como todas las sombras: sin voz ni voto y
sin inmiscuirse en su vida. Puestos de acuerdo cerraron el trato y por un
tiempo marchó todo como una seda.
De
todos modos, como todo lo que comienza termina en esta vida, llegó el día
en que Juanjo se enamoró. Conoció a una chica que le voló la cabeza. Se veían
todas las tardecitas. En una ocasión la noche los sorprendió abrazados en la
vereda. La sombra de la joven quedó encima de la sombra de Juanjo. ¡Se armó un
lío! Y él no tuvo más remedio que intervenir.
La joven se asustó, quedó
pensando que Juanjo era un brujo, poco menos que el mismo diablo. No
quiso verlo nunca más. Mientras la sombra, arrodillada, le pedía perdón y le
juraba que nunca más. Y mi amigo le volvió a creer y otra vez hicieron
las paces. Juanjo volvió por las noches al boliche, y ella andaba
enloquecida haciendo todo lo que él hacía. Tomando copas, jugando
al billar, y hasta yendo con él a bailar. A la sombra le fascinaba
la noche.
No
pelearon nunca más. Ni discutieron. Juanjo tiró la esponja. Empezó por
tolerarla, por acostumbrarse a ella y pasó el resto de su vida arrastrando su
sombra por el mundo, como una culpa. Y a pesar de que un día se casó y tuvo
hijos, nadie se enteró jamás de las pláticas entre ellos
dos. Terminaron siendo amigos. Juanjo le contaba sus sueños, sus
dudas, sus fracasos y ella con la experiencia de otras vidas lo aconsejaba
bien.
Hoy Juanjo se fue. Lo llamaron de allá arriba. Y ante su partida irremediable
quiero agregar a esta historia que al final, y pese a todo, Juanjo fue un
tipo feliz.
Mientras tanto yo estoy aquí, acompañándolo por última
vez. Bajo los cirios encendidos me alargo sobre el piso y me detengo en la
pared.
Con
él para mí, también terminó otra vida.
Lenguas de fuego - 32
Mucha gente no la conoce, ni siquiera algunos vecinos que la ven como una de las tantas casas deshabitadas que existen en el barrio. Pero está ahí. Misteriosa. Encantada. Habrá quien sonreirá y opinará, escéptico, que en pleno siglo 21 y ante el disparado avance de la Genética, del ADN y del Genoma Humano, que nos replantea la vida misma, no se puede andar hablando de casas misteriosas o encantadas. Y tiene razón, no se debería. Por eso en el barrio nadie toca el tema. De todos modos, la insólita historia que me contó mi amigo Renzo, me resultó sumamente interesante.
Hacía mucho tiempo que tenía indicios, no corroborados, sobre hechos sorprendentes ocurridos alguna vez en una casa de Punta Carretas y una tarde, sin pensar, me encontré con el tema sobre la mesa.
Renzo, que nació y se crio cerca del Faro, me contó que por aquellos años cuando la segunda Guerra Mundial estalló en el Río de la Plata, solía acompañar a su abuelo Vittorio cuando llevaba a pastar a los caballos a un potrero ubicado en Solano García y Bulevar Artigas, donde ahora están levantando un edificio. Ya en aquel entonces el abuelo le hablaba de la extraña casa, por cuya puerta pasaban de ida y de vuelta, y de las lenguas de fuego que corrían a quien intentara poner un solo pie dentro del predio
Renzo observaba aquella casa, con reminiscencias de castillo medieval, y la encontraba hermosa rodeada de plantas y pájaros y aunque le llamaba la atención que nadie viviera en ella no creyó demasiado en su encantamiento hasta la tarde en qué, por su cuenta, decidió investigar qué había de cierto en la historia que le repetía su abuelo.
Esa tarde esperó a que el anciano estuviese ocupado y salió sigilosamente hacia la casa misteriosa. Al llegar, no bien abrió el portón, una enorme lengua de fuego salió chisporroteando de la casa y lo empujó hacia fuera. Volvió con el pelo y la ropa chamuscada y un julepe que le duró toda su vida. De todos modos no le contó a nadie lo sucedido, por temor a que no le creyeran o lo tomaran por tonto.
Tampoco se lo contó a su abuelo, que al verlo con el jopo quemado y sin pestañas, no necesitó de palabras para comprender lo sucedido.
Sin embargo no fue sólo la aventura de Renzo, la ocurrida en aquellos tiempos. Según se supo y se comentó, aquellas fatídicas lenguas de fuego corrieron a más de un despistado y curioso visitante.
Pasado el tiempo sin contar los numerosos gatos de todo tipo y color y algún par de perros sin domicilio conocido, que se habían hecho dueños de la mansión, ningún ser humano osó violar el portón de la casa de los Henry.
Más de medio siglo después, ya sin temor al escarnio, de sobremesa un mediodía en Noa – Noa y observando el mar tras los ventanales, Renzo se animó a contarme aquella historia que llevaba atragantada.
Míster Henry era un inglés nacido en Londres, que había venido al Uruguay por negocios a principios del siglo XX. Después de cruzar el Atlántico más de una vez, entre el nuevo y el viejo mundo, el inglés decidió un día establecerse definitivamente en nuestro país. Fue así que contrajo matrimonio con una joven uruguaya con quien tuvo cuatro hijos, compró campos en Soriano sobre el “Río de los pájaros pintados” y para allá se fueron a vivir. De todos modos no se quedaron en el campo mucho tiempo pues, cuando los niños en edad escolar requirieron ampliar sus estudios, la familia decidió mudarse a Montevideo, eligiendo para ello el paisaje de Punta Carretas donde mandó edificar una casa frente a “el campo de los ingleses”, hoy: Campo de Golf.
Se puso de acuerdo con los arquitectos señalando gustos personales, acentuando la realización de un gran hogar a leña en el comedor de la planta baja. Su esposa y sus cuatro hijos rechazaron la idea de plano Preferían estufas eléctricas en cada habitación. Les molestaba el humo, el olor a leña quemada, no lo veían práctico y opinaron que para alimentar esa enorme boca tendrían que vivir acarreando troncos. Por lo que le pidieron al inglés que desechara la idea de la estrafalaria estufa con la cual ellos no estaban para nada de acuerdo.
Míster Henry, pese a sentirse decepcionado, aceptó por el momento la petición de los suyos. Luego, pasado un tiempo y sin volver a consultar ordenó hacer la estufa a leña en el amplio comedor. Pesó, acaso, que una vez que la vieran encendida, prodigando desde su rincón calor a toda la casa, la aceptarían de buena gana.
Cuando la mansión estuvo terminada, con sus muebles nuevos, alfombras y cortinados, fue a Soriano en busca de su familia. Llegaron una tarde cuando el sol caía detrás del Parque Hotel y desde el mar un viento fuerte soplaba encrespando las olas.
A pesar del mal tiempo la vista de la hermosa casa llenó a todos de alegría. Entraron al gran comedor y subieron las escaleras hacia sus dormitorios, observando complacidos hasta los mínimos detalles.
El padre, en la planta baja, aprovechó el momento para encender la estufa. Llamó entonces a toda la familia y los reunió ante la cálida lumbre.
La esposa y los niños cambiaron de humor. Mientras las brasas se encendían y la llamas comenzaban a elevarse, ellos vociferaban enojados menospreciando aquel hogar donde las lenguas de fuego lamían cálidamente los troncos.
Míster Henry, los escuchaba herido, lamentando la actitud de su familia que rechazaba tan cruelmente aquel deseo suyo hecho realidad.
Las llamas no soportaron más el mal trato. Ofendidas y humilladas crecieron como enormes lenguas de fuego. Se estiraron, salieron de entre los troncos encendidos y fueron uno a uno envolviendo y llevándose hacia el centro del hogar a los niños y a la madre, que desaparecieron ante los ojos aterrados del padre. Luego la estufa comenzó a apagarse quedando apenas unas pocas brasas encendidas.
Al ver la malvada reacción del fuego el padre comenzó a gritarle encolerizado, exigiéndole la devolución de su familia. Maldiciendo a las llamas que se habían llevado a sus hijos y a su mujer. Tanto maldijo e insultó ante la desdentada boca de la estufa que en el instante de apagarse totalmente, brotó una llama rebelde y roja que estirándose fue hacia él y envolviéndolo se lo llevó con ella para desaparecer entre las cenizas, mientras se apagaba la última brasa.
El verano comenzaba a insinuarse. Mientras Renzo le daba término a la vieja historia de la casa encantada, me quedé pensativo observando el sol que declinaba en el horizonte, camino al faro de Punta Brava.
El mensajero – 33
Cada tanto, en esas noches calladas y quietas, cuando ni el viento que sopla del río se atreve, hemos visto al Pepe recorrer la Rambla Portuaria. Con su paso cansino, camisa remangada y las manos en los bolsillos, más de una vez, en horas trasnochadas, lo hemos visto bajar desde la calle Solís hasta Juan Lindolfo Cuestas o subir desde Juan Lindolfo Cuestas hasta la calle Solís. Sin hablar con nadie taciturno y solo coAguantando
la embestida y a coraje, sólo apenas, van quedando por la Rambla 25 de Agosto
de 1825: La Marina, Manolo, El Perro que Fuma, La Confitería y casi en la
rambla, El Nuevo California. Y en la memoria que los retrotrae y los reivindica
desfilan en la penumbra viejos boliches que ya no están: El Globo, Dársena y La
Picada. Aunque también, desafiante, sobre la fachada del viejo edificio de la
Asociación de Apuntadores del Puerto de Montevideo, hasta hace poco tiempo
podíamos leer, sobre un cartel despintado, el nombre de un boliche que supo
ser: el YAMANDÚ.
Yo
he visto al Pepe, en amanecidas noches de bohemia, pasar por mi lado sin
siquiera mirarme. A pesar de haber sido tan amigos. Y aunque más de una vez
hubiese querido encararlo, me acobardó el sentirlo tan distante. De todos
modos, de qué íbamos a hablar. Que todo ha cambiado, lo sabe. Él ya es sabio.
Tal vez por eso no quiere hablar con nosotros. A pesar de que hace unos años me
contó Ramón, un botija que cuidaba coches en la puerta del boliche Yamandú, que
una noche al volver de un seven eleven que se había armado por Las Bóvedas, en
el que había perdido como el mejor, al pasar por El Mercado del Puerto se topó
con el Pepe que, según le dijo, lo estaba esperando. Y se pusieron a conversar.
Nunca
supe de qué hablaron. A pesar de que más de una vez se lo pregunté. Siempre me
contestaba con evasivas y al final me quedé sin saber, porque a Ramón, ese
invierno, lo mataron en una timba por el barrio Jacinto Vera. Unos años después
el Chiquito, que le atendió el boliche hasta que cerró, y que en los últimos
tiempos andaba en la vuelta, me contó mientras comíamos un mediodía en Las
Tablitas, que un par de noche atrás había visto al Pepe en la Rambla y Pérez
Castellanos. Me dijo que lo vio venir, pero como ya otras veces se habían
cruzado no le llamó la atención e intentó seguir de largo. Pero esta vez el
Pepe le dio cara. Me contó que estuvieron de conversación hasta la madrugada.
De qué hablaron no sé, el Chiquito que andaba medio en copas, no supo
explicarme. Después de ese día sólo lo volví a ver un par de veces. Una de esas
veces, en que andaba bastante clarito, le volví a preguntar sobre qué habían
hablado con el Pepe y sólo me dijo: después te cuento. Nunca me contó. Murió
una semana después, en El Globo, en medio de una partida de truco.
A
veces me pregunto qué andará haciendo el Pepe, cada tanto, por el Puerto. A qué
viene. A quién busca. Y para qué. El boliche lo tuvo poco tiempo. Hasta el
final. Él recaló en el Puerto al igual que esos viejos barcos que cansados de
navegar, un día buscan un muelle donde amarrar por última, vez para morir. Y no
supo, mientras estuvo con nosotros, que quien se embriaga con el olor salobre
que en los veranos sube del río, o enfrenta el viento helado que en los
inviernos sopla desde la escollera, ya nunca, aunque se vaya, se irá del todo.
Que como Troilo: siempre estará volviendo.
Muchos,
como yo, conocen el Puerto de Montevideo. Por dentro y por fuera. Una vida aquí
adentro y una vida ahí afuera: la antigua senda empedrada con miles de
adoquines, forjados por los presos, con piedra extraída de la Cantera del
Puerto de La Teja. Las decenas de grúas, los miles de obreros, los barcos de
espera en el antepuerto. La Estiva Internacional.
De
recorrida por el muelle veo barcos escorados, desguazados. En oscuros
fondeaderos viejos barcos anclado para siempre, destruidos. Olvidados. Barcos y
lanchones que recorrieron todos los mares y que al final de sus días vinieron a
recalar en estos muelles, para siempre jamás. Tripulaciones desaparecidas que
otrora llenaron con su presencia y su algarabía los bares, boliches y bodegones
del bajo, hoy sólo son sombras que duermen agazapadas junto a los despojos de
sus viejas naves, Todo aquel Puerto entrañable perdió su embrujo, se fue
muriendo. Sigue vivo solamente y seguirá, en la memoria de los viejos portuarios
jubilados que lo vivieron día a día, noche a noche.
Cada
tanto vemos al Pepe recorrer la Rambla Portuaria.
No
todos perciben su sombra. Sólo nosotros lo vemos pasar, los noctámbulos de
siempre. Los que amanecíamos en el YAMANDÚ en juego de cartas o mesas de
billar. Junto al Canario Luna, que cantaba solamente si se lo pedía el Pepe.
Cuando
Falta y Resto venía a cantar en la vereda. Los que estuvimos hasta el final y
aún después de habernos dejado. Los que seguimos aquí.
Tal
vez como nosotros en noches de luna nueva, alguien lo vea vagar por su barrio
de Aires Puros y recorrer la cancha del Ypiranga. Quizá lo encuentren caminando
por la playa sus amigos del rancho del Buceo, o lo hayan visto sus vecinos
buscando la Cruz del Sur en el cielo de Pocitos, desde la terraza del último
piso del edificio donde vivió, en sus últimos años.
Quién
sabe cuántos hinchas de fútbol lo seguirán viendo guapear en el Estadio
Centenario, guapo de ley, como guapeó en cualquier parte del mundo. Y cuantos
amigos que hizo y dejó, lo seguirán viendo y recordando por su bonhomía, por su
sencillez y su amistad sin vueltas.
Muchas
veces en estos años he visto al Pepe cruzar por la Peatonal del Mercado del
Puerto, doblar en La Marina y seguir de largo sin volver la cabeza para
mirarme. Muchas veces lo he visto, conteniendo el impulso de llamarlo.
Por
eso me extrañó cuando anoche, al salir del Puerto, lo encontré esperándome en
la Rambla y Yacaré. Decidido se acercó a mí y, como en los viejos tiempos, se
puso a conversar.
En
el nombre del hijo – 34
A José Gervasio Artigas Zabaleta el nombre
le pesaba una enormidad. Y le pesaba por varias razones. En primer lugar,
porque era un nombre demasiado grande para llevarlo sobre su cuerpo menudo. Y
le pesaba además y principalmente, por las bromas que siempre soportó y de las
que nunca logró zafar. En sus pagos de Tacuarembó, los amigos al conversar con
él le decían: sí mi general; no mi general; positivo; negativo; a la orden
jefe. Se cuadraban haciendo la venia cuando él llegaba, y le preguntaban por
Ansina o si quedaba algún lugar en las carretas para acompañarlo de
excursión hasta las costas del Ayuí. Sus coterráneos lo tenían cansado
con las chanzas, así que cuando sus padres decidieron bajar a Montevideo a
probar mejor suerte, si bien no se alegró, pensó que tal vez acá su nombre
podría pasar inadvertido.
José
Gervasio había nacido en un paraje muy pintoresco a doce kilómetros de la
ciudad de Tacuarembó llamado Capón de la Yerba, al costado del camino que
va hacia la Gruta de los Helechos, y aunque se adaptó con facilidad a
la capital, siempre llevó en su memoria y en su corazón, el recuerdo de su pago
al que volvería mucho tiempo después.
Cuando
vino a vivir a Montevideo tenía trece años. Ese verano lo anotaron en la
Escuela Industrial para ser tornero. El padre era un gaucho grandote
que trabajaba en la construcción. Andaba de bombacha bataraza y boina de vasco,
y usaba una faja negra alrededor de la cintura. Buenazo el gaucho. Y batllista.
Eso sí: hablar de política con él, mejor no. A los blancos los ignoraba y
cuando Zelmar, el Hugo y otros, fundaron el Frente Amplio, él dijo convencido
que eran todos una manga de locos, y que el Frente no era partido político ni
era nada, ¿Desde cuándo? —decía. ¿Qué invento es ese? ¿Quién los va a votar a
esos dementes? ¿Mire usted dejar el partido colorado por un experimento sin pie
ni cabeza con el que no van a llegar a ninguna parte?
Tan
patriota, colorado y artiguista era el hombre, que al nacer su único hijo le
tiró con el código y le dio por estigma, más que por apelativo, el nombre de
nuestro prócer, padre de la patria, don José Gervasio Artigas. Nombre que el
muchacho llevó, hay que reconocer, lo mejor que pudo, entre chistes, guiñadas y
codazos de todos quienes llegaron a conocerlo. Los botijas del barrio, cuando
él llegó lo empezamos a llamar Josecito. La madre se puso furiosa: ¡Qué Josecito
ni qué cuernos!, nos dijo.
— ¡Él se
llama José Gervasio Artigas, así que a lo sumo lo pueden llamar José Gervasio y
punto! ¡Qué embromar!
Doña
Carlota era una india regordeta, mala como el ají, pero tierna con su hijo como
la malva. De todos modos en el barrio llegamos a un acuerdo. Un vecino de esos
que ponen los apodos al pelo, le empezó a llamar: Artiguitas, y Artiguitas
quedó con el beneplácito de la madre india y el padre batllista.
Los años
pasaron y el chico creció. Se hizo hombre, se recibió de tornero y comenzó a
opinar sobre los problemas que atravesaba el país. No fue blanco ni
colorado y, ante el desconcierto de su padre, arrancó para la izquierda.
Acaso
por esa razón, porque jamás estuvo afiliado a partido alguno ni actuó en grupos
guerrilleros, una noche negra de fines del 81 lo vinieron a buscar y
se lo llevaron encapuchado. Lo tuvieron de plantón y cuando iban a dar comienzo
los “interrogatorios” uno de los torturadores leyó el nombre en voz alta: José
Gervasio Artigas, dijo. — ¡A la puta! Contestó el otro y quedó tieso y sin
respirar.
Contaron
después los susodichos, jurando con los dedos en cruz, que en ese mismo
momento, de la pared sucia de sangre y orines, surgió la impresionante figura
del Jefe de los Orientales, de botas y uniforme de General, como una visión
fantástica venida del otro mundo y que, plantándose ante los
torturadores les dijo: “Ya es tiempo de que vayan terminando esta
guerra despareja”. Dicho lo cual, después de atravesarlos con su mirada de
águila, como llegó se fue, esfumándose por la pared, como un espectro.
Los militares, que tardaron en
reaccionar, no tocaron a Artiguitas y aunque hasta el día de hoy siguen jurando
que vieron al General Artigas en persona y que se fue por la pared, a los dos
los pasaron al calabozo como chicharras de un ala. De todos modos, por extraña
coincidencia, esa misma noche comenzaron las tratativas entre civiles y
militares que lograron, tiempo después, ponerle fin a aquellos años
de ignominia.
Artiguitas,
por las dudas y por si acaso, quedó suelto y absuelto. Esa noche lo sacaron
encapuchado del cuartel y así lo dejaron por el Camino de la
Redención. Y hay quienes afirman que el alto mando, poniendo en duda
la historia de la aparición del Jefe de los Orientales, aceptó que Artiguitas
no era sedicioso, y tal vez temiendo represalias de ultra tumba decidió que no
era bueno un enfrentamiento con espíritus que atraviesan paredes de bloque
vestidos de General de la patria.
Fue
así como José Gervasio Artigas Zabaleta se salvó de la tortura que sufrieron
cientos de uruguayos. Desde entonces Artiguitas le agradeció a su
padre el nombre que le asignara ante la pila bautismal de Tacuarembó. Nombre
que llevaría con orgullo hasta el día de su muerte, acaecida muchos años
después en su lugar de “Capón de la Yerba”.
Pasada
la dictadura Artiguitas se casó y se quedó a vivir en el barrio. Lo que sucedió
aquella noche en un cuartel de Montevideo fue creído por algunos y puesto en
duda por otros. Como siempre pasa. Hasta que hace unos años cansado de vivir en
la capital decidió volver a su pueblo. Y cuentan los que estaban, que un
atardecer a principios de aquel invierno, vieron venir por el Camino de los
Helechos, al General José Gervasio Artigas cabalgando en su moro. La noche
avanzaba como un ejército de sombras rodeando al Protector de los Pueblos
Libres. Dicen que Artiguitas supo, no más al verlo, que venía en su busca.
Dicen que no quiso esperar, que salió a su encuentro, sin poncho y de
alpargatas, sin facón y sin divisa y que al pasar el General, se fue con él.
Pasó
en mi barrio - 35
Hay
que llegar a la punta de la cuchilla dejar atrás el Liverpool y en Belvedere,
donde Agraciada no quiere más, doblar por Carlos María Ramírez como quien va
para el Cerro, donde el sol se ahoga.
Ahí,
ya vas camino a La Teja. Tal vez el Pueblo Victoria se entrecruce al
llegar al Cementerio, pero siguiendo adelante, siempre hacia adelante, hacia el
sur y hacia el norte, hacia el este y el oeste: canta La Teja con voz
de murga.
La
Teja solidaria, combativa, a la izquierda de la ciudad y del progreso.
Aquella del cine Miramar, la fábrica de vidrios Vidplan, de jabón El Bao, del
Frigorífico Castro. La Plaza 25 de mayo y la Palza
Lafone. La Aceitera Montevideo, la Textil Sedalana, La
Cachimba del Piojo y la Casilla Obrera. La escuela
Yugoeslavia; la Cabrera; la Beltrán, la 170 “de la Ancap”
y del colegio de los Salesianos. La Teja del grana y oro del
Club Progreso, del Tellier, el Artigas, el Venus, el Real, el Vencedor, el
Bienvenido; el Banfield y el Unión y Fuerza.
La
Teja de Los Diablos Verdes; de Araca la Cana del “paraguayo” y
del inolvidable Pianito. La Teja de los zanjones, las calles
cortadas, la Cantera del Puerto y del Dique Flotante; del 210 de
AMDET y del tranvía 16 de la Transatlántica.
Y
allí está, en aquella esquina, bajo aquel parral junto a la cortada. Donde pasó
mi infancia, mi juventud y mi vida toda. Y los recuerdos y las vivencias crecen
y se agigantan. Y quisiera contarles tantas cosas de mi barrio. Decirles
que La Teja que yo viví, era un montón de botijas jugando al fútbol
en los campitos; era el ir y venir de los obreros en los distintos turnos, eran
muchachos y muchachas llenando las fábricas, eran los boliches en cada esquinas
y el Amor por las veredas.
El
Amor. El viejo Amor que se olvidó de Elenita. De aquella Elenita rubia y dulce
de colegio de monjas y lecciones de piano, que se quedó para vestir santos. Tal
vez por capricho, o tal vez no. Pudo, quizá, haber sido por amor. ¡Vaya a
saber!
Tendría
Elenita no más de seis años cuando se enamoró del Pepe, uno de los hijos del
gallego Fernández, que tenía el almacén en Heredia y Berinduague. Su niñez de
muñecas y jueguitos de té se asomaba al balcón para ver jugar a la pelota a
aquel botija flaco, de pantalón corto, que tenía unos dientes tan grandes
y blancos que cuando abría la boca parecía reírse. El Pepe Fernández,
inteligente, buen dribleador. Jugaba bien al fútbol. Nunca se enteró de aquel
amor y ella lo guardó por siempre en su corazón. Hoy hubiese sido distinto y yo
no tendría tema de cuento.
En
aquellos años la Administración Nacional de Combustibles Alcohol y
Portland, se instalaba en La Teja y extendía un brazo sobre la misma
desembocadura del arroyo Miguelete en la Bahía en un puente que nos
unía con Capurro, donde se encontraba la destilería de alcoholes. El Ente le
robó espacio al río y nos dejó sin una playita de arena blanca y fina que
llegaba hasta Luis José de la Peña. Mil veces recorrimos de niños ese
puente, hoy en desuso, para ir a la Playa y al Parque Capurro.
En
aquella Teja que por el cuarenta tenía la Plaza Lafone alambrada como
un potrero, y el puente giratorio que no hermanaba con la Villa del
Cerro, que se abría para dar paso a las chatas y a los lanchones que llevaban
carbón a la planta de Frigorífico Artigas; sobre un arroyo Pantanoso que
alguna vez tuvo el agua clara y transparente, que al desembocar en el Río
de la Plata bañaba a su paso, las piedras de la Playa
Rompeolas. Ya para entonces los Gauchos del Pantanoso habían estrenado sus
pantalones largos, saliendo Campeones de la Divisional C, en el 38 y en el
39.
Allí,
en aquel barrio de La Teja al sur, crecimos el Pepe Fernández,
Dante Pinaglia, el Negro Vázquez, Walter Vega, el Toto Orlandi y un
montón de botijas más. Íbamos a la escuela Yugoeslavia y a nadar y juntar
cangrejos a la Cantera del Puerto. Si los domingos íbamos a misa, los
curas nos dejaban jugar en la cancha del colegio, a una cuadra de la Plaza
Lafone. Algunos oficiaban de monaguillos. Existía un problema: madrugar los
domingos.
Cuando
terminó la escuela el Pepe fue al liceo de los padres Salesianos en Colón. Era
pupilo y salía sólo a fin de año. Elenita seguía esperándolo y tocando el
piano. Y puso al fin una chapa dorada en la puerta de su casa que decía:
Profesora de Música.
Un
año para las vacaciones el Pepe no vino al barrio. Había entrado al
Seminario y por mucho tiempo lo dejamos de ver. Recuerdo que fue un sábado de
tardecita a principios de marzo, estaba toda la barra reunida en la esquina
de la Plaza Lafone, cuando por Humboldt vimos venir hacia nosotros aquel
cura de sotana nueva y zapatos relucientes, que traía las manos juntas
sosteniendo un libro sobre el pecho. Cuanto más se acercaba aquella boca de
dientes tan grandes y blancos me recordaba a alguien… ¡es el Pepe! dijo uno de
los muchachos. ¡Un cura, se metió de cura! dijo otro. Pero el Pepe ya estaba
entre nosotros y nos saludaba sonriendo: ¿Qué tal muchachos? ¡Volví al barrio!
Vengo para el colegio de mis hermanos Salesianos. Alguien le preguntó: ¿y ahora
cómo tenemos que llamarte, señor cura, padre o Pepe? Y él contestó: para
ustedes yo sigo siendo el Pepe. Se quedó un momento con nosotros y se despidió
diciendo: mañana celebro misa a las ocho, los invito a que compartamos juntos
el milagro de la Eucaristía. Mientras se iba le contestamos: ¡no
vengas con inventos, Pepe! Nosotros no creemos en Dios. No vamos a la iglesia.
Yo soy comunista. Y yo protestante. El Pepe volvió la cabeza y levantando una
mano dijo: “Los caminos que conducen al Señor son infinitos” y recalcó: mañana
a las ocho.
Estaba
feliz. Había vuelto a su barrio, a sus vecinos y a sus amigos sin sospechar
siquiera que, esperanzado, lo aguardaba el amor de una mujer.
Dejó
a sus viejos amigos y siguió caminando hacia el colegio. Pasó bajo el balcón de
Elenita que lo miró incrédula, como quien ve pasar el Amor por su puerta sin
detenerse. Él saludó respetuoso: Buenas tardes. Ella contestó inclinando apenas
la cabeza. Su voz dolida murió en un susurro. Se quedó mirando aquel Ministro
de Dios, que borraba la imagen del muchacho de barrio que ella amara y
por años esperó. Y comprendió que no debía esperar más. El hombre que ella
amaba prefirió a Dios. Mirá qué rival. ¿Con qué iba a competir?
Desde
entonces sólo escuchamos su piano. Aquella tardecita de principios de marzo,
Elenita cerró el balcón para siempre y le puso un candado a su corazón. Pasó en
mi barrio, en La Teja del cuarenta.
Desconfianza – 36
—No,
no y no.
—Pero
escuchame, mi amor.
—No,
Jorge, no insistas.
—Pero
es que no es asunto mío, me mandan del trabajo, no puedo decir que no voy.
—Mirá,
Jorge, si vos este fin de semana te vas a Punta del Este yo me voy con
los chiquilines a la casa de mi madre ¡y no vengo por un mes!
—No
seas caprichosa, soy el encargado de la sección, tengo que ver cómo marcha el
trabajo allá. Me manda el gerente de la compañía ¡tengo que ir!
—
¿Y por qué el fin de semana?
—Ya
te expliqué, el trabajo hay que terminarlo, se va a trabajar todo el fin de semana.
—
¿Y por qué no mandan al jefe de sección?
—Porque
el jefe de eso no sabe nada, estoy yo a cargo del trabajo.
—Pero
vos no vas.
—Decime,
¿a santo de qué tengo que darte tantas explicaciones, si vos no entendés
nada? ¿De qué tenés miedo? ¿De qué me quede a vivir en Punta del Este?
—No,
tengo miedo que, con el cuento del trabajo que te mandan hacer, te vayas
a pasar el fin de semana con alguna ficha amiga tuya.
—
¿Qué decís, mujer? ¿Qué amiga tengo yo?
—No
sé, pero a mí no me vas a agarrar de estúpida como el Víctor a su esposa, con
esa mona que tiene de amante.
—
¿Y yo qué tengo que ver con Víctor? Él es él y yo soy yo.
—
¡Mirá qué letrado estás para defender a tu amigo!
—Yo
no defiendo a nadie, cada cual hace su vida. Si Víctor tiene otra mujer por
algo será. Buscará por ahí lo que no tiene en su casa.
—
¿Cómo es eso? A ver, a ver, explicámelo mejor.
—Que
si en la casa no es feliz con su mujer, busca otra y chau.
—
¿Por qué no es feliz con su mujer?
—
¡Yo qué sé!
—¿Y
qué quiere Víctor? Tiene cinco hijos, la mujer trabaja como una mula.
—Sí,
pero ellos está bien ¡tienen flor de casa!
—Sí,
flor de casa que hay que limpiar y que estén bien no quiere decir que no haya
seis camas que tender, cocinar para siete personas, lavar los platos, los
pisos, la ropa; cuidar dos perrazos, vigilar los deberes, los dientes, los
piojos, las juntas. Esa mujer de noche termina muerta. No le deben quedar
muchas ganas de perfumarse, vestirse con un body transparente y bailarle
una rumba a su marido, arriesgando que encima le haga otro hijo.
—
¡Qué manera de hablar! Sos tajante para tratar ciertos temas.
—Mirá,
Jorge, cuando yo hablo quiero que el que me escucha me entienda. Yo
también quiero entender cuando me hablan. Y este viaje tuyo a Punta del Este me
rechina. ¿Qué querés que te diga?
—Escuchame,
Valeria…
—No
me llames Valeria.
—¿No
te llamás Valeria?
—Sí,
pero vos sabés que no me gusta que me digas Valeria, decime Val.
—Está
bien Val. Decime, ¿a vos te parece que yo puedo tener otra mujer? ¡Si yo no le
puedo pagar ni el boleto a una mina! ¿Te pensás que las minas se regalan, que
se canjean por seis tapitas?
—Bueno,
algunas se regalan.
—No
te creas, para tener una mujer fuera del matrimonio hay que tener mucha guita.
Tenés que pagar alguna cena, regalar algo de vez en cuando, el hotel dos veces
por semana…
—
¿Dos veces? ¡Más que en casa!
—Dejate
de suspicacias.
—
¿Y, decías?
—Y
decía, que vos sabés bien, que yo no puedo ni ir al Estadio a ver a mi cuadro,
¡cómo se te ocurre que pueda tener otra mujer! A una mujer tenés que
llevarla al cine, al teatro, a bailar a comer. ¿Y la ropa? Tenés idea del
tiempo que hace que no me compro un traje, un saco sport, ¡una campera! No se
habían inventado los botones la última vez que me compré un saco. ¿Y los
zapatos? ¡Los mocasines que tengo los hicieron a mano los últimos indios! Y
tenés que sacarte la ropa ¿a vos te parece que con los calzoncillos que yo uso
quedo sexi, que puedo enloquecer a alguna mina?
—Bueno,
pará un poco. Porque al final me estás convenciendo de que soy una tarada, que
me conformo con cualquier cosa. Porque visto cómo me lo contás ¡sos un
desastre! Sin embargo no sé, fijate vos, a mí me seguís gustando. Para mí sos
lo máximo. Y no te creas, en calzoncillos no estás nada mal. Después de todo
creo que tenés razón, es bravo tener otra mujer, por lo menos con lo que vos
ganás.
—
¿Viste? Lo que pasa es que vos ves fantasmas, Mirás mucha televisión, las
novelas les lavan el cerebro a las mujeres. Convencete, no tengo otra mujer. No
tengo, no quiero, no puedo.
—Está
bien, mi amor. Me convenciste, pero me hubiese gustado más: no
tengo, no puedo ni quiero. Vos sabés que sos mi vida, te quiero, te
adoro, pero a Punta... ¡no vas!
Hasta las seis y cuarto – 37
Esa mañana me desperté ansiosa, con el pulso acelerado. Sin piedad, la
campanilla del despertador dejó trunco un confuso sueño donde yo y un
desconocido éramos los únicos protagonistas. Me sentí decepcionada, hubiese
querido conocer el epílogo del sueño. Intenté dormirme otra vez
y reengancharme, pero no fue posible: el hechizo se había roto.
Quedé sin saber qué sucedió, sentí pena y angustia y en ese no querer
volver, volví a la realidad. Total, había sido solamente un sueño.
Sin muchos deseos de levantarme extendí un brazo sobre la almohada de mi
esposo que aún conservaba el hueco que dejara su cabeza, y acaricié el costado
de la cama donde duerme junto a mí. Lo encontré frío y sentí tristeza. El reloj
marcaba las siete de la mañana y hacía más de una hora que se había ido para el
trabajo. Traté de recordar mi sueño mientras me calzaba las pantuflas, anudaba
la bata y, de paso para la cocina, llamaba a los chicos para ir al liceo.
Preparaba el desayuno cuando, con nitidez, volví a vivir la insólita
aventura y oí el ruido del avión. Un avión inconcebible. Raro. Tal vez un
aeroplano o un helicóptero o una nave del futuro. Lo recuerdo plateado y muy
brillante. Me encontraba en el patio de una casa extraña. Un patio abierto de
baldosas blancas y negras, rodeado de cuatro paredes. El sol brillaba en lo
alto, y yo permanecía sola.
En el sueño era muy joven, tenía puesto un vestido rosa y el cabello largo caía
sobre mi espalda. De pronto oí el avión-helicóptero, miré hacia arriba y
observé que desde el cielo se venía en picada y se iba a estrellar allí mismo
donde me encontraba. Intenté correr, apartarme, pero no podía moverme. Entonces
el aparato, a un par de metros sobre mi cabeza, se detuvo en el aire.
Un hombre joven con campera de cuero, que fumaba un cigarrillo
transparente, como de cristal, arrojó una carpeta negra y dijo que antes de las
seis y cuarto debía entregársela a alguien, no sé dónde. Que debía ir de
inmediato y no comentarlo con nadie. Miré al hombre que me observaba con los
ojos entornados y el cigarrillo en los labios. No dijo nada más, el
avión-helicóptero desapareció y yo me quedé pensando en aquel hombre que nunca
había visto antes y que lograra impactarme.
Entonces recogí la carpeta y, como él me ordenara, comencé a correr para
llevársela no sé a quién, en no sé dónde. Corrí por calles sin esquinas, llenas
de gente sin rostro que me obstruía el paso impidiéndome llegar a no sé qué
lugar. Subí retorcidas escaleras que no iban a ninguna parte y en el último
piso de un edificio sin puertas ni ventanas, frente a un mostrador
interminable, le entregué la carpeta a un hombre joven de campera de cuero que
fumaba un cigarrillo de cristal y me miraba con sus ojos entornados. Un reloj
enorme, encima del mostrador, marcaba las seis y cuarto.
En el sueño me sentí feliz de volver a ver al hombre del
avión-helicóptero. Al entregarle la carpeta tomó mis manos entre las suyas y me
miró sin hablar. Yo creí leer en sus ojos una propuesta, o una promesa, o… ¡y
me desperté! Estuve todo el día imaginándome un buen final para mi sueño. No
intenté analizar su significado. Siempre he creído que los sueños son fantasías
de nuestra mente viajera. Además, suelo tener sueños extravagantes en los que
viajo a ciudades increíbles, con edificios inclinados, calles empinadas
que solamente van, iluminadas con faroles colgados del aire. Sueños donde nunca
camino, jamás piso el suelo, sólo me deslizo. Sueños en los que vuelo por
lugares desconocidos, sobre desiertos de arena que se incendian bajo un sol
calcinante, o sobre embravecidos mares cuyas olas se agigantan tratando de
atraparme.
De todos modos ese día estuve como ausente. La aventura que había vivido
con la carpeta negra ocupó mi pensamiento. Serían las cinco de la tarde cuando
volvió mi esposo. No lo oí llegar. Los chicos habían salido después de almorzar
y yo estaba sola en la cocina preparando la merienda. Me sobresalté al verlo
recostado en el marco de la puerta.
—Qué
te pasa mamá, ¿no me oíste llegar?
—
¡Papi! No, no te oí.
Me
alegró verlo de vuelta en casa. En ese momento el sueño se desvaneció. Él me
extendió los brazos y me refugié junto a su pecho.
—Qué
te pasa, mamá. Qué te preocupa.
—Estoy
enamorada, papi.
—Huy,
eso es grave. Me miró con sus ojos entornados, esos ojos que yo he amado
desde que, hace muchos años, se posaron en mí por primera vez. Apagó el
cigarrillo y recosté mi mejilla en su campera de cuero. Siempre he necesitado
su apoyo. Él no es un sueño, es mi realidad, sólo entre sus brazos me siento
segura y feliz.
—Estamos
solos —le dije muy bajo.
—
¿Es una proposición? —me contestó al oído.
—Sí.
—
¿Tenemos tiempo?
—Hasta
las seis y cuarto.
Casamiento accidentado – 38
Había amanecido lindo en mi pueblo, el sábado aquél en que se casaba m’hijo, el menor. El sol tibio de abril, acariciaba manso las calles angostas, las casas bajas. Se filtraba como con timidez entre las ramas ya casi secas de los árboles, en la plaza principal. Asomando entre los cerros arrancaba reflejos dorados del campanario de la iglesia y hacía brillar los botones del uniforme del cabo, en la puerta de la comisaría. El día despertaba augurando felicidad.
Los preparativos del casamiento habían llegado a su fin. ¡Gracias a Dios! Porque hacía como seis meses que la patrona y mis gurisas no daban la ida por la venida con los arreglos del eminente acontecimiento. Que los regalos, los vestidos, el traje del muchacho, la iglesia, ¡la fiesta! Me he pasado firmando boletas de crédito. Diga que en el pueblo todo el mundo me conoce y me da fiado ¡que si no! Pero era el gusto de mi mujer y era el primer hijo que se nos casaba.
Pensar que yo me casé con la madre de mis hijos por atrás de la iglesia. Digamos que me la robé, entonces yo tenía dieciocho años y ella dieciséis. Después formalizamos, cuando los mayorcitos iban a empezar la escuela. Pa´que tuvieran mi apellido, sabe, como manda la ley. Por la iglesia no, nunca nos casamos. El cura decía que estábamos en pecado, que pa´casarnos teníamos que confesarnos y arrepentirnos. ¿Qué íbamos a confesar, si todo el pueblo sabía que vivíamos juntos? ¿Y de qué nos íbamos a arrepentir, si habíamos sido felices? Dios nos habrá perdonado ¡nos mandó siete hijos! Si vinieron como penitencia ¡pa´ nosotros fueron un regalo!
Siete muchachos criamos: cinco gurisas y dos varones. El mayor y el menor ¡mire usted! Las dos puntas. Y el punterito chico rompió el cepo. Yo al principio me opuse:
— ¡No señor, qué casorio ni casorio, es muy gurí, tiene tiempo, que viva un poco primero! ¡Tiene tiempo!
Pero no hubo caso, el amor es así, cuando prende, prende. Y la madre que lo apoyaba:
—No es ningún gurí, ¿vos ya te olvidaste? Cuando nació el primero vos no habías cumplido los diecinueve ¡igual que tu hijo ahora!
Y ¿qué iba hacer? ¡Que se case entonces! ¡Quiera Dios sea feliz como yo fui con su madre. Pero ahora la cosa está fiera, no es como antes, nosotros no teníamos nada, ni esperábamos más de lo que teníamos. En esta casa vivimos siempre. Aquí nacieron todos mis hijos. Pero ahora ¡hasta televisión color quieren los muchachos!
Bueno, la cuestión era que el día del casamiento iba pasando, de tarde venía el juez a casarlos en casa y de tardecita se casaban en la iglesia. Ya estaba todo pronto, la casa llena de gente —yo no sé de dónde había salido tanto invitado—, el juez en el comedor y los novios de la manito, de pie frente a él. ¡Cuando sucedió la hecatombe!
Abriéndose paso entre los invitados, una morena joven con dos negritos de la mano y uno en los brazos ¡que eran una gloria! Paró el casamiento.
Dirigiéndose al juez le dijo que el casamiento no se podía efectuar, porque el muchacho que se casaba era el padre de esos tres gurises Y ahí nomás se suspendió el casamiento civil. Le juro que no me quiero ni acordar. Mire, entre los desmayos, los gritos, los empujones, ¡fue un infierno aquello! La novia agarró a sopapos al novio que parecía que no entendía nada de lo que estaba pasando. El juez, yo y mi compadre, el Nacho, tratamos de calmar el relajo que se armó. Lo conseguimos a medias. La novia llorando a mares, no quería saber de nada, m´hijo o no sabía nomás lo que pasaba, o se había vuelto loco. Andaba como perdido. Yo lo agarré de un brazo y lo enfrenté a la morena.
— ¿Conocés esta mujer? —le pregunté indignado.
—Yo no la conozco, ni sé quién es — ¡me dijo delante de ella! ¡Qué indecencia, negar así a su propia mujer, a la madre de sus hijos! Sentí un dolor en el pecho, comprobar en mi propio hijo esa falta de dignidad, negar todos los principios que le enseñamos con la madre, yo…
— ¿Quién es este hombre? —dijo la morena.
—Cómo quién es? ¡Es el padre de tus hijos! —le contesté.
— ¿Qué dice? ¡El padre de mis hijos es su hijo!
— ¿A sí? ¿Y éste quién entonces? ¿No es m´hijo?
En medio de semejante lío, viene como del fondo de casa el Hugo, m´hijo mayor, que andaba en la organización de la fiesta de esa noche, ve a la morena y le dice, mientras toma en los brazos al niño que ella cargaba y acaricia a los otros dos.
— ¡Tina! ¿Qué hacés acá?
—Me dijeron que te casabas…
—¿Yo?
—Me dijeron…
Él le dio un beso y le dijo:
—Zonza, yo ya me casé contigo.
—Entonces vos… —le dije al Hugo.
—Sí papá, yo hace años que tengo mujer, que vivo con Tina. No sé, al principio no dije nada, después el tiempo fue pasando, siempre esperando que se diera una oportunidad, esas cosas ¿vio? Pero bueno, ahora ya lo sabe. Tina es mi mujer y estos son sus nietos.
Hubo que ir a buscar a la novia y a los padres para seguir con el casorio. El juez y los invitados no se habían ido esperando para ver cómo terminaba el lío. Al fin los muchachos se casaron por el juez y de tardecita fuimos todos a la iglesia.
Mientras el cura les hablaba a los novios yo, que era el padrino, miré para la primera fila de bancos. Mi mujer con el negrito más chico en los brazos, lloraba, pienso que sería por la emoción de la boda. Nunca le pregunté. Tina y el Hugo con los dos negritos de la mano, sonreían felices y enamorados. Yo me puse a pensar que a ellos habría que armarles casamiento y bautismos. Me gustó eso de tener tres nietos de golpe. Clavado que el Hugo ya los habría hecho hinchas de Peñarol! Sí, otro casamiento en puerta.
Había amanecido lindo, en el pueblo, el sábado aquel de abril, hacia la tardecita se oscureció un poco.
Por mi barrio – 39
La
muerte anda siempre jodiendo por mi barrio. Te hace zancadillas y te asusta
todo el tiempo. Al principio, cuando el barrio empezó a formarse, se
paseaba de vez en cuando haciéndose la disimulada, dragoneándo a la gente con
ojos de víbora, esperando, esperando. Pero eso era antes, cuando le quedaba un
poco de vergüenza. Ahora se florea ¡con un descaro! Como si fuese una reina. Se
disfraza de frío, de hambre, de droga o de sida. A veces llega en una bala o en
un cuchillo. Fastidiosa como una novia, te sigue, te vigila, te espera.
Tropezás con ella a cada rato. Hasta que al final te acostumbrás, y ya no te
importa.
La
muerte convive con nosotros. Pasa rasando por las veredas de tierra, se mete en
las casas de bloques desparejos y ventanas ciegas, vichando, buscando siempre
donde arañar y llevarse a viejos resignados al despojo o a gurises pasados de
hambre. Rueda por las calles y se para en las esquinas con los guachos que
fuman pasta o inhalan disolventes de las bolsitas de plástico. Recorre y
aguarda las madrugadas, cuando se reúnen las pesadas para salir de choreo. Y
espera la vuelta, la llegada de las bandas, las broncas, los repartos, y algún
ajuste de cuentas.
La
muerte anda siempre jodiendo por mi barrio.
Cuando
mataron al Rubito, el segundo de los hijos del flaco Arnoldo, él no hizo nada.
No podía tampoco. No cabía. Lo mataron los de la banda del Toño. Dicen que fue
el Carlitos. El Rubito tenía aguante y era duro, cargaba el fierro a la
izquierda. De compadre no más, ¡si no era zurdo! El corte lo llevaba a la
derecha. Pero al corte ni llegó. Yo creo que se demoró, la zurda es más lenta.
Si hubiese tenido el fierro a la derecha no lo hubiesen madrugado. ¡Estoy
casi seguro!
Con
el Arnoldo conversamos la otra tarde, creo que tiene razón. Estaba
fumando recostado en la puerta de su casa, pasé y me quedé un rato con
él. Mirá —me dijo— el Rubito estaba jugado. Ya había tenido varios
encontronazos con el Carlitos, se llevaban mal desde que eran gurises chicos.
En la escuela tuvieron que separarlos en clase más de una vez, porque se
agarraban a trompadas a cada rato. Yo pensé que con el tiempo cambiarían, que
aunque nunca llegasen a ser amigos, al menos se ignoraran; muchachos criados
juntos en el mismo barrio, conociéndose las familias como nos conocemos, ¡qué
sé yo! Nunca creí que la bronca que se tenían llegara tan lejos. Los dos
andaban acelerados. Entre ellos siempre había algo que aclarar, siempre había
algún desbarajuste.
No
sé esta vez por qué habrá sido. No quise preguntar. Tampoco le dije nada a la policía.
Yo sé bien que fue el Carlitos, pero si nadie vio nada, nadie vio y yo tampoco
vi. Los asuntos de acá tenemos que arreglarlos acá, en el barrio. Entre
nosotros, sabés. Los de afuera son de afuera y no entienden que nosotros nos
manejamos con otros códigos. Los milicos sí lo saben, por eso con ellos hay que
cuidarse más, si es posible. Voy a esperar un poco, con el tiempo tal vez hable
con el Carlitos. Por saber no más. ¡Una lástima! Un muchacho tan joven, veinte
años había cumplido no hacía ni un mes, fijate vos. Pero era muy violento,
tenía un carácter del demonio, la merca los termina enloqueciendo, pero andá a
decírselo, una vez que se meten con esa mierda no salen más. El comisario me lo
dijo, la última vez que estuvo preso: primero sáquelo de la droga don, si
puede, si no, en poco tiempo lo tenemos acá de vuelta y no va a ser tan fácil
que se lo lleve. El Rubito estaba jugado.
Todo
eso me dijo la otra tarde. Pobre Arnoldo, tan buen tipo y todo lo que le ha
pasado. Ahora sí se metió a hablar, por el Juan, el hijo mayor. Lo mató un
milico, sabés. El Juan no tenía banda. Andaba solo. Había caído varias veces
por rapiña y lo habían soltado. Dicen que una noche, el milico ese que vive
frente al baldío, se encontró con él y le pasó un dato para un afane. A medias
era. El Juan tenía que entrar a una casa y él quedaba afuera de campana. Parece
que el botón no era trigo limpio, y les había hecho no sé qué mejicaneada a los
milicos de la otra seccional, que lo tenían en la mira.
Justo
esa noche, o a propósito vaya a saber, uno de esos milicos los ve a los dos
frente a la casa en actitud sospechosa, les da el alto, les pide
identificación, reconoce al milico socio del Juan y le pega un tiro. De paso y
para no dejar testigos, también mata al muchacho. Él dijo que fue en defensa
propia, pero el Juan estaba desarmado. Nunca usó armas. No tenía. El Arnoldo
anduvo averiguando, pero todo quedó quieto. Los milicos taparon todo y ni en
los diarios salió. En la comisaría le dijeron que se dejara de preguntar cómo y
quién fue que le mató al hijo, porque él sabía muy bien que el Juan andaba en
el choreo. Que un día iba a caer mal y cayó, que qué iba a hacer. Que mejor se
fuera para su casa a cuidar a los otros botijas chicos que le quedaban, y se
dejara de andar molestando, o lo pasaban al calabozo por desacato a la
autoridad. Así no más le dijeron. No le dieron mucho para elegir, por lo que no
tuvo más remedio que meter violín en bolsa y venirse para el barrio con los
hijos chicos.
El
Arnoldo hace años que está solo. La mujer se le fue cansada de pasar hambre.
Era una linda mujer. Ahora anda yirando.
Un
día se puso el único vestido que tenía, se soltó el pelo, se pintó los labios
de rojo y se fue del barrio con sus zapatos chuecos y una cartera vieja. Se fue
con la idea de volver y comprar comida. Dicen que esa madrugada contó la plata
que había hecho, desayunó como nunca en un boliche y se fue a dormir a una
pensión. En la tarde se compró una tanga y un corpiño colorado, medias negras y
un perfume. Esa noche redobló la guita. Después de desayunar recorrió
vidrieras, se compró zapatos y un vestido nuevo, tiró la cartera vieja y se
colgó al hombro una flamante cartera de charol. Y no volvió más. ¡Qué querés!
Desde entonces el hombre está solo con los hijos, a veces hace alguna changa
con la pandilla, pero como hay poco laburo les compró a los morenos del pasaje
un carro con un matungo que todavía tira, de madrugada sale y más o menos
se revuelve. Y bueno, como estaba contando, esa tarde cuando volvió de la
comisaría, empezó a dar las vueltas para enterrar al Juan. La mujer que ayuda
al cura en la iglesia donde dan de comer, le dio una mano bárbara. Consiguió
que la Intendencia se hiciera cargo de los dos entierros. Lo
acompañaron al cementerio y cuando se despidieron el cura le dejó dobladito en
la mano un billete de quinientos pesos. Para el hombre era una fortuna.
Alguno le reprochó al cura la donación. Que mire, darle plata para que se
la gaste en vino. ¡Nunca falta un real pa´ yerba, ya se sabe! Pero cuando llegó
del cementerio, el Arnoldo fue a la carnicería y compró un asado con chorizos,
del almacén llevó leche, azúcar, fideos, arroz, querosén, un pedazo grande de
dulce de membrillo y pan. Una fiesta se hicieron los botijas. Hasta caramelos
les llevó. Y él se compró un litro de vino, sí. ¿Y qué? ¿Usted el asado no lo
acompaña con vino? Eso le contestó el cura al que le reprochó su buena
acción. ¡Un pingazo el cura! Al final el entierro terminó en una fiesta porque
en mi barrio, cuando hay una oportunidad de festejo, no se puede dejar pasar, y
tener comida en la mesa es más que motivo. Cuando se festeja comiendo la
alegría llena la casa y echa a la muerte a la calle. Y la muerte se va sin
resentimiento en busca de otra vereda, de otra esquina donde quedar a la espera.
Ella no tiene apuro, no tiene otra cosa que hacer, ¡te puede esperar una vida!
Pero eso sí, mientras tanto, por si las moscas: ¡la
muerte anda siempre jodiendo por mi barrio!
Las sandalias rojas de Simone –
40
Cuando era niña me gustaba vestirme con la
ropa de mamá. Principalmente calzarme los zapatos de tacos altos. Pero
mamá, que llevaba luto por mi padre, no me dejaba poner sus vestidos pues toda
su ropa era negra y no quería verme vestida de ese color. Recuerdo que
para salir usaba un sombrero con caída de gasa hacia la espalda y un velo que
le cubría la cara. Al año y medio de su luto cerrado le quitó la caída, después
el velo y luego dejó de usar sombrero. Eran los años de la segunda Guerra
Mundial y las mujeres se había liberado de algunas prácticas
tradicionales.
Un
verano mi hermana, que ya estaba casada, le trajo de regalo un corte de tela
blanca para que empezara su medio luto. Y mamá se hizo una blusa tipo camisa
con la manga al codo para usar en casa pues, según dijo, no iba a salir a la
calle vestida con tanto blanco. Olvidada de los colores en su ropa no
pudo aunque lo intentó, abandonar del todo su vestimenta negra que siguió
usando hasta el final de sus días.
Más
de una vez me he detenido a pensar por qué mi madre me dejaba usar sus zapatos
que no sólo me quedaban grandes, sino que podía en cualquier momento quebrarles
un taco. Recién lo supe, muchos años después, cuando vi a mi hija recorrer la
casa arrastrando mis vestidos y subida en mis propios zapatos de tacos altos.
Los
zapatos de mamá eran cerrados, de punta fina y tenían una pequeña plataforma. A
mí me encantaban. Caminaba haciendo sonar los tacos sobre las baldosas de toda
la casa. Como no me permitía usar su ropa, ante mi insistencia, en una
oportunidad me hizo con una cortina floreada una falda que me llegaba al suelo
y de un mantel que ya no usábamos, cortó un triángulo de donde salió un
chal con flecos y todo. Nunca volví a sentirme tan elegante y orgullosa de mi prestancia
como en aquellos días.
Mamá
era la modista del barrio, pero con eso de que una clienta trae otra, una
vecina le dio la dirección de una señora que vivía en el Centro para que fuese
a su casa a confeccionarle la ropa. De modo que comenzó a ir una vez por
semana a la casa de una familia de apellido Barragué. Esa señora fue
quien la recomendó a Simone, una francesa que vivía en un apartamento del
décimo piso de un edificio de la Ciudad Vieja.
Un
día mi madre me contó que desde los balcones de aquel departamento los
automóviles se veían así de chiquitos, también se veía el Cerro de
Montevideo, en cada piso vivía una familia y había que subir por un ascensor.
Nosotros
vivíamos en La Teja y el edificio más alto que yo llevaba visto en mi
corta existencia, era una casa con altillo.
Por
aquellos años las casas de mi barrio eran todas bajas, con jardín al frente, y
fondo con gallinero y parral. Así que un día, con la lógica curiosidad de saber
cómo vivían diez familias una encima de otra, salí de mi casa de la
mano de mi madre hacia el apartamento de la francesa.
No
bien llegamos al edificio mi madre se dirigió hacia una puerta, la abrió y
entramos las dos a una pieza chiquita y cuadrada como una caja, donde apenas
cabíamos las dos.
—Este
es el ascensor —dijo.
Mientras
subíamos en el ruidoso artefacto creí que el corazón se me saldría por la boca.
De repente se trancaba y parecía que se iba a quedar, pero daba un
respingo y seguía como haciendo un esfuerzo. No me gustó.
Cuando
llamamos en el departamento nos abrió la puerta una mujer todavía joven que
vestía un quimono y llevaba el cabello oscuro partido al medio, recogido
en rodetes uno a cada lado de la cabeza. De baja estatura, regular
belleza y piel muy blanca.
El
apartamento estaba abarrotado de alfombras, cortinados, muebles y
adornos; se oía una música que saldría de alguna parte y
mientras un perfume dulzón me impregnaba la nariz, pasamos a su
dormitorio.
En
el medio de la habitación atestada de mesitas cargadas de bibelots,
portarretratos, y almohadones diseminados sobre las alfombras,
había una cama de reina. Enorme. Con acolchado capitoneado y almohadones de
pluma, todo en raso blanco. La francesa abrió el ropero —un ropero con
seis puertas de espejos biselados— y comenzó a sacar vestidos que fue
dejando sobre la cama.
A
un costado de la habitación, recostado a la pared, había un aparato parecido a
una radio gigante. Emitía sonidos extraños y en una pantalla como de
cine, en blanco y negro, se podía ver un tremendo rayerío. Después supe
que era una televisión. Pero tendrían que pasar muchos años para que dicho
aparato se hiciera conocido en Uruguay y, mediante antenas, pudiésemos
ver algo en él. De manera que me acerqué al balcón para ver si los automóviles,
desde aquella altura, se veían chiquitos así. Entonces la francesa, para
probarse los vestidos, se quitó el quimono quedando completamente desnuda.
Yo
no podía creer lo que estaba viendo. Miré a mi madre para ver si se
escandalizaba, pero le oí preguntar, sin inmutarse, si los botones los quería
al tono o los prefería dorados. Mi madre era una mujer muy ubicada y prudente.
Yo tendría que haber aprendido de ella.
Me
senté en la cama de reina entre los vestidos y los almohadones de raso mientras
Simone, seis veces repetida en los espejos, permanecía de pie “desnuda como el
tallo de una rosa”. Fue entonces que mis ojos se detuvieron en sus pies, y no
tuve ojos para nada más. Ya no me importaron los autos que se veían chiquitos
así, el haber visto un aparato de televisión mucho antes del 50, ni la blanca
desnudez por seis de la francesa; sólo tuve ojos para aquellas sandalias rojas
que calzaban los pequeños pies de Simone, que realmente me habían deslumbrado.
Eran
unas sandalias de tiras cruzadas, de tacos altísimos y de un color rojo, tan
rojo y tan hermoso, que me dejaron sin respiración. Me moría por
ponérmelas. Mientras tanto Simone, para estar más cómoda, se la quitó y
las dejó a mis pies. Yo las quería tocar y no sabía cómo hacer. Ensimismada en
ellas creo que comencé a descalzarme, entonces mi madre (ojos largos) que
adivinó mis intenciones, me tomó de una mano y me dijo:
—Vení,
sentate acá. —y me sentó a su lado en un sofá.
Esa
tarde la francesa apartó un par de vestidos que —según dijo— no usaba y
se los dio a mamá para que aprovechara la tela y me hiciera algo a mí. Mi
madre se lo agradeció, pero yo me fui muy enojada porque en lugar de regalarme
dos vestidos pudo haberme regalado las sandalias, con las que soñé
mientras fui niña.
Recuerdo que solía decirle a mi madre que cuando fuese
grande y trabajara me compraría unas sandalias rojas como aquellas.
No
sucedió así. En los años que siguieron y mientras fui estudiante no tuve
oportunidad de usar sandalias y luego, cuando comencé a trabajar y pude al fin
comprarlas, tal vez no estarían de moda o quizá habré tenido otras prioridades.
Y a pesar de que las sandalias rojas tuvieron en mi corazón un privilegiado
lugar, nunca llegué a tenerlas en mis pies.
Sin
embargo la vida que nunca termina de sorprenderme, me ha demostrado hoy que la
moda —al igual que la historia— siempre se repite.
He
visto las sandalias rojas de Simone rematando las piernas de una joven modelo
en una iluminada propaganda callejera. Y he sonreído al recordar aquel
departamento de la Ciudad Vieja. En mi larga existencia he visto
automóviles desde edificios mucho más altos que aquel que un día asombrara mi
infancia. Las mujeres desnudas aparece en la pantalla de mi televisor —que veo
y oigo con nitidez— como el pan nuestro de cada día. Los niños saben cómo vienen
al mundo pues ven los nacimientos desde las mágicas pantallas, igual que
los adolescentes que mientras meriendan o cenan aprenden a hacer el amor antes
de terminar la primaria.
Todo
en estos tiempos gira y pasa vertiginosamente y mientras superando el Internet
las armas nucleares amenazan con el exterminio total, descubrimos que ante el
advenimiento del clon ya no necesitamos al Creador.
Sin
embargo las niñas aún conservan su encantadora ternura y siguen soñando
mientras juegan, disfrazándose con los vestidos de sus madres y taconeando sus
zapatos de tacos altos, porque antes de que este mundo de hombres que
habitamos, pierda del todo la cordura, la llama de la esperanza no debe
apagarse. Y alguien tiene que llevar la antorcha.
FIN
Editado en la Editorial Orbe Libros, en octubre 2003. ISBN: 9974-661-07-2
Ada Vega - Montevideo 1936. Escritora
uruguaya. Narradora. Comenzó a escribir a los 50 años. Cuatro libros editados
en Uruguay: "GARÚA"; "MALENA"; "DETRÁS DE LOS OJOS DE
LA MAMA VIEJA" y "EL EMBRUJO DE MARACANÁ. Uno en Bucarest, Rumania:
"PASIONAL" en rumano y en español. Dos libros inéditos. Vive en
Montevideo - Uruguay.
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