El final inevitablemente había llegado. Reconozco que hacía ya algún tiempo intuía su presencia. Acosándome. Lo eludí mientras pude tratando de alejarlo de mi decisión. De igual modo, sabemos que todo en este mundo es pasible de un final.No podía continuar ignorándolo. En lo que a mi vida concernía, ya estaba allí. Imparcial como un juez. Implacable como un verdugo.
Reconozco que la doble vida que
llevé, durante varios años, la viví sin culpa ni remordimiento. Feliz. Como un
hecho legítimo y natural. Cuando me casé con Daniela había cumplido veintiséis
años y ella veinticuatro. Nos conocimos en las oficinas de una casa
importadora, donde trabajábamos, en el Centro de Montevideo.
Un diciembre, poco antes de cumplir los dos años de matrimonio, conocí a Andrea en casa de unos amigos. Había ido solo y esa misma noche, nos fuimos juntos.
Un diciembre, poco antes de cumplir los dos años de matrimonio, conocí a Andrea en casa de unos amigos. Había ido solo y esa misma noche, nos fuimos juntos.
Andrea resultó ser una compañera increíble. Teníamos la misma edad y aunque no
poseía una gran belleza física, sus ojos grises y enormes, atraían la atención
sobre su persona. Era, de todos modos, una joven atractiva, muy centrada e
inteligente. Sabía lo que quería de la vida y luchaba para conseguirlo.
Cuando la conocí vivía con sus padres en una casa antigua del barrio Sur.
Tenía, ya entonces, un cargo importante en una reconocida firma comercial de
plaza.
Nuestra relación fue franca y abierta desde el principio. Siempre supo ella de
mi estado civil sin llegar a darle demasiada importancia pues pensó, como
también pensé yo, que lo nuestro sería sólo un amor de verano.
Al principio nuestro trato consistía en encontrarnos cada quince días para ir a
ver una película, o una obra de teatro y dormir juntos en algún motel de paso.
De manera que, sin darnos cuenta, nos fuimos involucrando cada día más al punto
de que la relación, que había comenzado como algo pasajero y sin culpa, fue
convirtiéndose en una historia que nos exigía y nos comprometía a ambos.
Pasó el tiempo y ella fue escalando posiciones en su trabajo. Decidió entonces
vivir sola y alquiló un departamento frente al lago del Parque Rodó. En esa
época comencé a viajar al exterior, enviado por la empresa donde trabajaba. Esa
fue la coartada que comencé a esgrimir ante mi esposa, cada vez que me quedaba
en casa de Andrea.
De todos modos, a pesar de que nunca lo dijo, muchas veces he pensado que
Daniela estaba al tanto de mi secreto. Que sabía de la existencia de otra mujer
en mi vida. Y que por temor a perderme, obligándome a decidir por ella o la
otra, jamás dijo una palabra. Aunque tal vez, haya sido solamente una impresión
mía.
Mi situación ante la sociedad no era inédita. He sabido de otras historias de
hombres con doble vida parecidas a la mía. Sólo quiero decir que no es fácil
mantener en secreto una relación clandestina y que, inexorablemente, llega el
día en que debemos decidir.
Daniela dejó de trabajar a los pocos años de casados. Para ese entonces yo
contaba con un buen sueldo de modo que decidimos, de común acuerdo, que se
quedara en casa a fin de llevar a cabo un tratamiento médico, que hacía un
tiempo deseaba realizar, pues no lograba embarazarse y sufría por esa causa.
Infortunadamente, pese a todo su esfuerzo, nunca logró quedar embarazada. A mí
me dolía verla sufrir y siempre le dije que yo la amaba y no me importaba no
tener hijos.
Daniela es muy distinta a Andrea. Daniela es muy frágil. Necesitó siempre de mi
amor para vivir. Su vida se resumió siempre en mi persona. El sentimiento que
me unía a mis dos mujeres tenía facetas distintas. El amor que sentía por mi
esposa incluía la ternura. La necesidad de protegerla. En cambio, el amor que
me inspiraba Andrea llevaba impreso la admiración que sentía por esa mujer que
se abrió paso en la vida, sin depender de nadie. Que me dio quince años de su
vida sin pedirme jamás que me separara de mi esposa. Que renunció a su
maternidad para que no me sintiera atado a ella, ante la obligación que
representa un hijo.
Y los años fueron pasando inflexibles. No obstante, pese a vivir rodeado de
amor, comencé a sentir cansancio. Cansancio de inventar viajes, de tener dos
casas, dos mujeres y una sola vida. De no saber, cada año, junto a quien
festejar la Navidad, mi cumpleaños. Con quien pasar las vacaciones. Pensé que
ya era tiempo de dejar de mentir. Comprendí, entonces, que el final de mi doble
vida estaba llegando y sólo me restaba decidir si seguiría viviendo en mi casa,
con Daniela, o con Andrea en su departamento. De modo que pasé varios meses
buscando la mejor manera de enfrentar la situación, que ya no admitía más
dilaciones. Decidí entonces hablar con Andrea, pues era la única persona con
quien podía comentar lo que me sucedía y pedirle, acaso, su opinión.
No llegué a hablar con ella. Andrea me conocía más de lo que yo creía. Ahora me
doy cuenta que supo de mi lucha interior y no quiso ser partícipe. Fue generosa
conmigo hasta el final. Y decidió por mí.
Un fin de semana fui a verla. Al abrir la puerta de su apartamento lo encontré
vacío. Me asusté y bajé para hablar con el portero. Me dijo que Andrea se había
ido la noche anterior. Me dejó una carta. Sólo dos frases para despedirse de
mí: Amor, quédate con ella. No me olvides. Andrea.
Hoy, después de tantos años, la sigo recordando. Creo que Andrea conoció antes
que yo el final de nuestra historia y se anticipó a mi decisión. No se
equivocó.
¿No se equivocó...?
II
Y bien, Daniela. Te has quedado con él. No ha tenido que elegir entre las dos,
como pretendías tú, la última vez que viniste a verme. Sabes bien, porque te lo
dije, que no hubiese permitido que se enfrentara a esa situación tan cruel y
humillante. Por ese motivo, consciente de quedar sola con mis recuerdos, el
punto final decidí ponerlo yo.
La primera vez que viniste a verme, traías una piedra en cada mano. El odio que
sentías hacia mí, te salía por los ojos. Cuando abrí la puerta de mi casa, no
tenía ni idea de quién eras. Entraste como un turbión, insultándome. Tendría
que haberte sacado de un brazo, sin embargo cerré la puerta y permanecí de pie,
mirándote. Escuchándote. Conociéndote. Conociéndonos. Ahí estábamos las dos.
Las rivales. Tú, en tu papel de esposa, dirigiéndote a mí con palabras que no
correspondían a una chica tan bonita. A una chica que, según su marido, era
tímida y frágil. Frágil, dijo más de una vez. Tímida. No sé qué esperabas de
mí. Qué tipo de mujer pensabas encontrar cuando decidiste venir a mi casa,
enarbolando la bandera del matrimonio. Qué idea se formó en tu cabeza cuando
supiste que tu marido tenía otra mujer. Tuviste valor, no cabe duda, de salir a
la calle y meterte en casa ajena a defender lo que, creías, era sólo
tuyo. Ignorante, por supuesto, de mi reacción. Pocas mujeres, en tu misma
situación, se atreverían. De pronto quedaste en silencio. Comenzaste a
observarme con curiosidad. Me viste como era entonces: una muchacha, más o
menos, de tu misma edad. De zapatillas y vaqueros desteñidos, en plena faena de
lustrar los pisos. Te diste cuenta que tu perorata no llegó, siquiera, a
molestarme. Hasta ese momento yo no había pronunciado ni una sola palabra.
Seguía de pie junto a la puerta, observándote y pensando en Alfredo. Me sentí
desconcertada escuchando a una muchacha desconocida hablarme de decencia.
Tratando de enseñarme a vivir. ¡Ella! Entendí que, Daniela, la esposa tímida y
frágil que Alfredo decía tener en su casa no era la misma Daniela que estaba
frente a mí amenazándome a gritos si no dejaba a su marido en paz. ¿Dejarlo?
Nunca lo tuve atado, te dije. Siempre supe que era casado. La alianza que lleva
en su mano derecha no impidió que me enamorara de él. Si estás ofendida no es a
mí a quien tienes que enfrentar y pedir explicaciones. Yo no te conozco, ¿cómo
te voy a faltar? En todo caso quien te está ofendiendo, engañándote, es tu
marido. El que firmó ante el juez y juró ante el cura que te respetaría y
estaría contigo en las buenas y en las malas, hasta que la muerte los separara.
A él debes reclamar, no a mí.
Hacía un par de meses que nos habíamos conocido con Alfredo, cuando fuiste a mi
casa por primera vez. Nunca hubiese pensado que aquella relación fuese a durar
quince años y la finalizara yo.
Alfredo me cayó bien la misma noche que lo conocí. Pero el amor se fue
construyendo a partir del conocimiento que, entre los dos, fuimos elaborando.
Aquel día no querías irte sin oírme jurar por todos los santos, que no lo
volvería a ver. No te prometí nada. Te dije que yo no lo fui a buscar. Que él
no tenía, conmigo, ninguna obligación. De todos modos que lo cuidaras, porque
si volvía por las suyas y llamaba a mi puerta, que no tuvieras dudas de que yo
le permitiría entrar. Porque el caso era de que yo, también lo amaba.
Me pediste que no le contara de tu visita. Y no lo hice. Nunca.
Durante casi quince años fuiste y viniste, de tu casa a la mía, implorándome.
En repetidas oportunidades te dije que lo enfrentaras y hablaras con él sobre
el tema. Pero él no podía saber, que tú estabas al tanto de mi existencia. En
lugar de perderlo con dignidad y mandarlo al diablo cuando comprobaste que te
engañaba, preferiste jugar por lo bajo y esperar a que él se cansara un día de
la situación y decidiera abandonarme. No sé en qué momento te diste cuenta de
que nunca lo dejaría. Que lo amaba de verdad. Creo que recién ahí comprendiste
que la lucha iba a ser larga.
Reconozco que no debí involucrarme con un hombre casado. Es cierto. Aunque no
me arrepiento. Tengo sin embargo, algo a mi favor. Y es que, nunca, jamás le
insinué que te dejara y viniese a vivir conmigo. Tal vez porque él nunca habló
de separación o divorcio, o tal vez porque yo nunca quise ataduras. Fue cuando
comenzaste a llorar porque querías un hijo y no quedabas embarazada. ¡Buena
jugada! pensé yo. No sé si en realidad no te embarazabas. Lo que nunca entendí,
si es que era cierto, es por qué no le mencionaste a tu marido que se hiciese
él un examen. Yo en cambio, si hubiese querido, podría haberle dado muchos
hijos a Alfredo. Pero él no estaba conmigo para tener hijos. Le di quince años
de mi vida fértil, me negué a ser madre a sabiendas. No quise tener hijos con
un hombre casado con otra. Los hijos no son juguetes, no son premios. Ni
rehenes. Son seres que se traen al mundo para criarlos con amor y
responsabilidad. Además, siempre supe que un día Alfredo volvería contigo.
Porque tú, no me queda otra que reconocerlo, supiste jugar tu juego. Difícil,
si los hay. Con una sola carta ganaste: paciencia. ¡Quince años esperaste! Y
luchaste. Me consta. ¿Fue por amor? ¿O por capricho? No, por capricho no, un
capricho no dura tanto.
El amor herido, ¿si...?
Te diré que hace un par de años comencé a ver el cansancio en los ojos de
Alfredo. Cuando estaba conmigo quería quedarse y no volver a tu casa. Sé,
también, que estando en tu casa muchas veces pensó en quedarse contigo. Lo
entiendo. Alfredo necesita un hogar donde pueda vivir tranquilo, de domingo a
domingo. Estoy convencida de que nos ama a las dos. De distinta forma. A mí
porque sabe que estoy con él solamente por amor. Que por la misma puerta que
entró un día a mi casa, puede irse cuando quiera. Y porque yo también, como tú,
viví estos años, solamente para él. Contigo, porque dice que tú lo necesitas
para vivir. Y creo que sí. Que debe ser así. Quédate con él. Cuídalo. Y si
alguna vez, sin querer, me nombra, cállate, olvídalo. Se le pasará. Los hombres
olvidan muy pronto.
Sabes Daniela, a veces, de tanto pensar en lo que hemos vivido estos años, he
llegado a la conclusión de que tú lo debes amar más que yo. Si hubiese sido yo
la esposa, no hubiera soportado lo que tú soportaste. Me hubiese separado. O lo
hubiese asesinado...no sé. ¡Y tú lo compartiste durante quince años! ¿Quién
tiene razón? ¡Sabe Dios! Creo que esta vez hice lo correcto. A Alfredo le
hubiese costado mucho dejarme. Y a ti no te hubiera dejado nunca.
Adiós, Daniela, que seas feliz. Espero no saber de ustedes, nunca más.
III
Siempre pensé que el día que Andrea desapareciera de nuestras vidas,
encontraría al fin la paz, la felicidad plena que durante años busqué sin
descanso. Hoy, creo que la tal felicidad no existe. No como yo la imaginé. Lo
que a mí me sucedió con Andrea es, desde donde se mire, increíble. La odié
tanto, cuando supe de su existencia, que durante meses sólo quise que
desapareciera, se extinguiera, se esfumara. Para siempre. No exagero. Andrea,
les aclaro, era la amante de mi marido. Una amante de fierro. Mi cruz.
La intuición de las mujeres es reconocida por la sociedad en pleno. Desde la
manzana, que por suerte, comió Eva y convidó a Adán, vemos lo que nadie ve.
Vemos a través de. Pero, la intuición de una esposa va más allá de lo
imposible. Excepto si dicha esposa está muy enamorada, porque una esposa muy
enamorada, está ciega, no ve nada más que el motivo de su amor. Vive en el
limbo. Cela a su marido con todas las mujeres, por eso es más fácil engañarla
con una. Pasa más inadvertido. Creo que fue eso lo que me sucedió a mí. Me casé
muy enamorada y dejé que el amor me cegara. Cuando entré a trabajar en la
empresa y lo vi, me enamoré sin saber quién era. Claro que él no se dio cuenta
y pasé más de un año trabajando en la misma oficina, sin que advirtiera mi
presencia. El día que se dignó mirarme, mis ojos le dijeron todo lo que sentía
por él. Nos casamos al año siguiente. Yo lo celaba con las compañeras de
oficina, con mis amigas, con Jennifer López, la vecina de enfrente y... Si
alguna vez me engañó en esa época, no lo supe. Nunca percibí nada. De todos
modos, la noche que fue solo a una reunión en casa de unos amigos y volvió a la
madrugada, supe que se había acostado con otra mujer. Lo supe con seguridad. Y
no dije nada. Esperé. A los pocos días volvió a salir de noche y volvió a la
madrugada. Comenzaba mi tortura. Sólo quien haya pasado por lo mismo, puede
imaginar lo que sufre una mujer engañada por el hombre que ama. Al pasar los
días me di cuenta que la extraña salida, según él, con amigos, se repetía cada
quince días. Casualmente, en esos meses, comenzó a viajar por trabajo de la
empresa. Esto me confundía un poco. Una tarde tomé un taxi y fui a esperarlo a
la salida de la oficina. Cuando lo vi salir lo seguí. Dejó el auto frente al
lago del Parque Rodó y entró en un edificio. Me quedé en el taxi, hasta ver
salir a mi marido del brazo de una mujer. Los volví a seguir. Fueron al cine
Plaza. Regresé a mi casa, eran las ocho de la noche, una película puede durar
una hora y media, dos, tres horas. A las doce de la noche tendría que estar en
casa. Llegó a las cuatro de la mañana. Al otro día fui a verla.
Hablé con el portero y le di las señas de la mujer que había visto con Alfredo
la noche anterior. Me dio el número del apartamento. La llamé desde el portero
eléctrico y le dije que venía de la oficina de parte de Alfredo Mendizábal. Me
dijo que subiera. Cuando abrió la puerta entré sin que me invitara. Estaba
encerando los pisos. Entré como una fiera y le dije tanta cosa, tanta bajeza
que aún hoy, al recordarlo, me avergüenzo. Cerró la puerta y se quedó
mirándome.
Me dejó hablar. Insultarla. Y luego habló con mucha calma. Me dijo lo que para
ella era lógico. Que no me conocía, que no lo tenía atado, que le reclamara a
él que era quien me engañaba, no a ella. Le dije que si tenía un poco de
vergüenza y consideración, no le contara a Alfredo de mi visita. Creo que nunca
le contó. Si lo hubiese hecho, me habría dado cuenta.
Pese a la relación que, durante tanto tiempo, Alfredo mantuvo fuera del
matrimonio, nunca cambió su trato conmigo. Siempre estuvo a mi lado, siempre
respondió a mi amor. Por lo tanto nunca hablé del tema con él, pues pensé que
era sólo una aventura sin consecuencias. No se debe predecir, ni jugar con el
destino.
Lo que yo sufrí estos años no tiene nombre. Me humillé una y mil veces yendo a
la casa de la amante de mi marido a pedirle, de favor, que lo dejara. Fui
tantas veces que al final hasta creo que nos hicimos amigas. Otra mujer me
hubiese sacado a empujones de su casa. Andrea nunca me levantó la voz, nunca me
destrató como yo a ella. No obstante, siempre dejó claro que amaba a mi marido
y no lo iba a dejar si él no la dejaba a ella. No sé cómo, ni de qué manera,
pasaron quince años. Nunca dejé de amarlo. Sé, estoy segura, de que el proceder
de otras mujeres hubiese sido distinto. Y está bien. Pero a mí no me importó
perder la dignidad, como dicen. ¿De qué me valdría la dignidad, si me quedaba
sola? ¿Si lo perdía a él? Es cierto, durante quince años fui y vine de mi casa
a la casa de Andrea. Fue una relación extraña la nuestra. Al final era ella
quien me contenía. Me decía que si fuese ella la esposa no podría compartirlo.
Yo le preguntaba entonces por qué lo compartía conmigo. La que compartes eres
tú, me decía, yo soy la otra, la que roba, la que no tiene más remedio que
conformarse con lo que le dan.
Una tarde de invierno fui a verla, hacía mucho frío. Estaba en el living
leyendo un libro, entré y me dijo: vamos a la cocina y tomemos un café. Hizo
café para las dos. Yo no tenía más palabras. Se me habían agotado los ruegos.
Me puse a llorar. No llores Daniela, me dijo, tú eres mi castigo. No me pidas
que renuncie a lo poco que tengo. Habla con Alfredo, aclara la situación, dile
que siempre estuviste al tanto de todo. Si él no viene más, si se queda
contigo, te juro que me voy, desaparezco de la vida de los dos. Pero no me
pidas que renuncie a él. No puedo. No quiero.
Nos seguimos viendo de vez en cuando. Cuando iba a verla ya no hablábamos de
Alfredo. Ya no le pedía nada. Iba por ir.
Por costumbre, creo.
Hace unos meses Alfredo me dijo que no viajaría más. Que habían designado a
otro compañero en su lugar. Que él estaba cansado y había pedido un relevo. Se
terminaron los “viajes al exterior”, comenzó a quedarse en casa. Fui a ver a
Andrea.
El portero me dijo que Andrea había entregado el apartamento hacía ya dos
meses. Que no había dejado dirección. Me dejó una carta. Hizo al final lo que
le supliqué durante quince años.
Yo no sé, Andrea, si hice bien, si hice mal, o si hice lo correcto. Sólo sé que
hice lo que me mandó el corazón, no la razón. No sé lo que hacen otras mujeres
en mi lugar. Tampoco me importa. Y soy feliz con mi marido. Yo sé también que
sigue pensando en ti, pero creo que como tú dices, se le pasará. Los hombres
olvidan más rápido. Tal vez, algún día, le cuente a Alfredo la increíble
historia que vivimos los tres. Pero eso ha de ser, algún día....si acaso.
Ada Vega, edición 2007
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