—Hace días que no veo a Rosina. No he querido
preguntarle a mi madre si la ha visto,
pero si siguen pasando los días y no sé de ella no tendré más remedio que
averiguar dónde se encuentra o si le ha sucedido alguna desgracia.
Al que vi es a Guillermo.
Venía con dos bolsas del supermercado, así que ella no debe de estar o tal vez
la tenga encerrada. De ese tipo puedo
pensar cualquier cosa. Capaz que le pegó, el muy maldito, y no la deja salir.
Le tengo bronca a Guillermo, querría que se muriera. No sé cómo Rosina se pudo
casar con él. Es un viejo que tiene como treinta años. Ella es mucho más joven ¡y
es tan linda! Cuando era chico me llevaba a la escuela de la mano. Como acompañaba al hermano, de paso me llevaba a
mí. En aquel tiempo ella estaba en el
liceo. Rosina fue siempre la más linda del barrio. Vivía a una cuadra de mi
casa, pero cuando se casó vino a vivir a la
casa de al lado. ¡Me dio tanta bronca cuando se casó con ese Guillermo!
Una vez los había visto juntos. Estaban conversando en la puerta de la casa. Ni
me imaginé que eran novios.
El Guille también es del barrio. Tiene un
taller mecánico en la avenida. Dicen que es un buen tipo. Que tiene onda,
dicen. Pero yo no lo paso. Adiós Santiaguito, me dice cuando me ve.
Santiaguito, como si yo fuese un niño. No quiero que me diga Santiaguito. ¡Santiago me llamo! Hace
dos años que se casaron, me acuerdo porque yo en esos días había cumplido los
catorce. Estaba preciosa vestida de novia. Los padres hicieron una fiesta grande,
invitaron mucha gente, de mi casa fuimos todos. La vi tirar el ramo a las
amigas y después irse con él. Me quedé afuera hasta que el auto se perdió en la
avenida. No quise volver a la fiesta.
Esa noche lloré de rabia y de odio. Después, verla todos los días tendiendo la
ropa en el fondo, haciendo las compras o cuidando las plantas de su jardín, me
hacía feliz. Sentía como un calorcito en el corazón. El Guille está poco en la
casa, trabaja mucho. Por eso verlo ahora hacer los mandados y tender la ropa me
da mala espina. Mi madre dice que se llevan bien. Que él es muy bueno con Rosina. Están enamorados, dice. Hasta mi padre, que
nunca opina de nada, habla bien del Guille. Empezó a trabajar de muy botija,
dijo un día, y en el taller tiene mucho trabajo. Que Rosina tuvo suerte.
¡Suerte! Yo no creo nada. Rosina no puede estar enamorada de ese tipo. El
Guille es un zorro. No sé bien que pueda ser, pero algo se propone. Algo está
planeando. A mí no me engaña. Por las
dudas, no le voy a perder pisada. Voy a estar siempre vigilándolo.
—¡Qué botija raro es Santiaguito! No sé qué le pasa conmigo.
Me mira como para matarme. Lo conozco desde que nació. Igual que a los
hermanos. Los padres son buena gente. Vivieron toda la vida en el barrio y
siempre tuvimos una buena relación. Pero este botija, de un tiempo a esta
parte, no sé qué tiene conmigo que me mira torcido. Para mejor no puedo ni
preguntarle qué le pasa, porque conmigo no habla. Últimamente ni me saluda y si
yo lo saludo, no me contesta. Los adolescentes cada día son más difíciles de
entender. No quiero hacer un drama porque no es para tanto, pero le comenté a
Rosina lo que me sucede con Santiaguito, y ella no le dio importancia. Son
cosas de chiquilines, me dijo, no le hagas caso. Tal vez Rosina tenga
razón. No quiero pensar en eso, ahora
existen cosas más importantes por las
cuales debo preocuparme. Tengo que cuidarla más que nunca. Me parece mentira
que vayamos a tener un hijo. Los tres primeros meses tiene que hacer reposo,
dijo el doctor. Mi suegra va ha venir todas las tardes para ayudarla en las
tareas de la casa. De todos modos, voy a tratar de conseguir una muchacha para
que se encargue de la ropa y de lo más pesado. Todo marcha tan bien que a veces
me da miedo tanta felicidad.
—Guillermo está preocupado porque Santiaguito no lo saluda.
No entiendo por qué se preocupa. ¿Quién es Santiaguito? ¿Qué importancia puede
tener que un chiquilín del barrio, te
salude o no? Yo ni me hubiese dado cuenta. Pobre, mi amor, lo que sucede es que
está nervioso por lo que nos dijo el doctor, que debo hacer un poco de quietud.
Pero eso fue lo que dijo: un poco de quietud. Que no cargara peso, que no
tendiera ropa en la cuerda, que no caminara mucho. Eso dijo. Por lo demás estoy
muy bien. Quiere traer una muchacha para que me ayude. Le dije que está bien.
No quiero que se preocupe, que se ponga
nervioso. Lo que sucede es que está feliz. Y yo también. Guillermo es mi vida y
darle un hijo es una bendición.
—Hoy le oí comentar a mi madre que hacía días no veía a
Rosina. Que el marido andaba haciendo
los mandados, le decía a mi padre. Debe estar enferma.
Más tarde voy a ir a verla, porque si está enferma yo la puedo ayudar con la comida o con el lavado de
la ropa, dijo mi madre. Al medio día,
descubrí la verdad. Mi madre contó en la mesa que Rosina estaba embarazada. Que
va a tener un hijo. ¡Era eso! Yo sabía que el maldito estaba planeando algo. Ahora ella va andar barrigona
no sé cuánto tiempo. Después va a tener un gurí, después otro y después otro. Total, a él que
le importa. ¡Cada día lo odio más! Pero esto no va a quedar así. Tengo que salvar
a Rosina. No puedo soportar más a ese tipo. Mi padre tiene un revólver. No sé
dónde lo guarda, pero lo voy a encontrar.
Revisé toda la casa y no encuentro el revólver. Debe de estar
en el placard del dormitorio de mis padres. Más tarde, cuando mi madre se ponga
a mirar la novela, voy a entrar. Si me ve va a creer que ando revolviendo y a
ella no le gusta que entren en su cuarto. Hay luz en lo de Rosina, es temprano
pero debe haber venido el Guille. Voy a aprovechar ahora que mamá salió un
momento y no hay nadie en casa para entrar al dormitorio. En los cajones de la
cómoda no está. En el ropero no lo veo. Sin embargo tiene que estar acá. A lo
mejor está arriba del ropero. Acá está. Yo sabía. Estaba arriba del ropero. Espero
que esté cargado. De esto sí que no entiendo nada. Qué pesado que es. No sé si
este será el seguro....
—¡Dios mío! ¿Qué ha hecho ese chiquilín? Al final Guillermo
tenía razón: el chico no estaba bien. Hace tiempo me venía hablando de
Santiaguito. Lo miraba mal, me decía, que no lo saludaba. Siempre le resté
importancia. Creí que eran chiquilinadas. Reacciones de adolescente demasiado consentido. Vaya a saber cual fue
el motivo que lo llevó a tomar semejante decisión. Me siento consternada.
Dolida. ¡Pobres padres!
—¿Qué Santiaguito se pegó un tiro? ¿Quién dijo? Nadie sabe
nada. Mejor cierro el taller y me voy para casa. Rosina está sola y se puede
asustar. Ese chiquilín estaba mal de la cabeza. Yo se lo dije a Rosina, y ella
nunca le dio importancia. Parece que sólo yo me di cuenta. ¿Los padres no
vieron que algo le estaba pasando? Sin duda que el muchacho tenía un problema
que no pudo resolver solo. Y no pidió ayuda. Si yo hubiese podido hablar con
él, tal vez esto no hubiese pasado. ¿Habrá sido conmigo el problema y por eso
no me saludaba? Yo no tuve nunca nada que ver con él. Sin embargo, en sus ojos
había odio cuando me miraba. Nunca lo aclaró, ni yo le pregunté. Tampoco podía
imaginarme que sucedería algo así. No puedo pensar en eso ahora. No puedo
culparme de su muerte. Tengo que cuidar a Rosina que está esperando nuestro
primer hijo. Lo demás no tiene importancia para mí. Santiaguito era un chico
atormentado, vaya a saber por qué.
Ada Vega, edición 2015
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