Presentación:
Sergio Broggi, editor de
Orbe Libros.
Una
prosa depurada, hace de los relatos de Ada Vega un despliegue imaginativo y una
capacidad notable para captar situaciones y personajes en las más disímiles
circunstancias, incorporándoles a todos su aguda sensibilidad.
Después
de Garúa y Detrás de los ojos de la Mama Vieja, Ada Vega no abandona su pasión
literaria. En la conformación de sus
personajes —de ficción o no— estos adquieren en sus cuentos una verosimilitud
increíble.
Ahora
en Malena recorre lugares conocidos, en sus cuentos
montevideanos, sin abandonar su barrio de La Teja natal, ubicamos paisajes de
Punta Carretas hasta el bullicio de pleno centro de la ciudad. En esta ocasión
pasea también a sus personajes por el Interior del país: Quebrada de los
Cuervos, Valizas, Sierra de las Ánimas. Es una mezcla del humor con la
realidad, la emoción con la sorpresa.
Esta
escritora que nos habla del ayer —que también es hoy por su proyección en la
memoria— y que enriquece con su prosa madura e inteligente, la hace merecedora
de un lugar privilegiado en la actual narrativa uruguaya.
Sergio Broggi
ÍNDICE
1 - Malena
2 - Fue a conciencia pura
3 – Secreto.
4 - La muerte de Mariquena Vargas
5 - Mujer con pasado
6 - El arte de desaparecer
7 - Sergei Radov, primer violín
8 - El collar de caracoles
9 - Por malagueñas
10 - Julia no ha vuelto
11 - La cruz de la Serrana
12 - A veces, el pasado
13 - Las gemelas
14 - Como debe ser
15 – No es fácil
16 - Pasional
17 - Jaque mate
18 – María Eugenia
19 - Vacaciones de enero
20 - Presagio
21 - Con las manos sobre el Evangelio
22 - El resto que le quede por vivir
23 - La intrusa
24 - La glorieta de los Magri Piñeirua.
25 - Blanquita por siempre
26 - La llave
27 - Ironía
28 - Mi vecina de enfrente
29 - Encadenada
30 – Al final del otoño
Malena - 1
Así la conoció la grey noctámbula que por los setenta, a duras penas sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez, sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad. Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado.
Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró Malena. Ensopada.
La vi venir por 18 bajo las marquesinas y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte.
Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó a mi lado en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a compartir el último café.
Me calentó el alma.
Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo esa noche al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van.
—Por qué cantas temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó:
— ¿Tristes? — la miré un segundo.
—Tu repertorio es amargo ¿no te das cuenta? Por qué no cantas tangos del cuarenta. Demoró un poco en contestarme.
—No tengo voz —me dijo. Su contestación me dio entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara.
— ¡Cómo no vas a tener voz! Canta algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Aníbal Troilo.
—Los tangos son todos tristes —afirmó—, tráeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca. Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo.
Ceferino terminó de hacer la caja.
— ¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté.
—Una historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tienes tiempo?
—Todo el tiempo.
Era más de media noche. Paró un “ropero” y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula.
—Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso.
—Yo conozco la vida de Malena —comenzó a contar Ceferino—, porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría sin ningún tipo de contratiempos.
Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel le había causado. Según parece el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico.
Al poco tiempo se convirtieron en amantes y como tales se vieron casi tres años. El muchacho, enamorado de ella, le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos. Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos.
Esta postura nunca la llegó a comprender Ariel que sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho, le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos. Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y negándose a escuchar una explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo.
María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó.
Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía, de su ex marido supo que se había vuelto a casar y de Ariel que continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida que de lo ocurrido, la culpa había sido de sus dos hombres que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos y no quería renunciar a ninguno.
Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro.
Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue mi amigo, me dijo convencido:
— Pobre muchacha, ¡está loca!
— Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca, loca no está. Todo esto me lo contó Ceferino aquella madrugada lluviosa de invierno, en The Manchester. Malena siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez que la vi fue una madrugada, estaba cantando en El Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche. Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó a pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue.
Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca. Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni con los más íntimos. Podemos, alguna vez, enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además, lo que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a la mujer le está vedado.
Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches montevideanos, de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir desde el fondo de mis recuerdos, a aquella Malena que una noche de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que yo conocí su historia y admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella.
Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos
pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra y tenía penas de bandoneón.”
Fue a conciencia pura - 2
Ramón Bustamante se llamaba, el hombre. Y aunque
siempre fue enemigo de llevar apodos pues, según decía, su nombre de
pila y su apellido eran suficiente garantía de su persona, a la sordina, en el
barrio le decían Matarife porque de joven había sido
friyero del Nacional y, desde entonces, andaba
siempre calzado con un naife largo y fino que daba chucho sólo de
verlo.
Vivía en la Villa del Cerro frente a la Plaza de
los Inmigrantes en una casa de dos patios y fondo con madreselvas, que en años
de bonanza sus padres levantaron. En esa casa había nacido cincuenta
y tantos años atrás. De esa casa se fue un día engrillado y al volver diez años
después con el alma en jirones y sin apremio alguno de
enfrentarse otra vez a la vida, la encontró vacía.
En esa época lo conocí
yo. Todas las tardecitas arrancaba caminando cruzaba el
puente sobre el Pantanoso y se venía para La Teja a leer El Diario y a tomar
copas en El 126, un café que hacía de largador del 126 de CUTCSA, cuando el
recorrido era Aduana – Pantanoso. Pantanoso -.
Aduana, situado en la esquina de Camambú y la avenida Carlos
María Ramírez.
El Matarife era un tipo flaco y
alto, parco en el decir y lerdo en el andar. Tenía el pelo negro,
que ya blanqueaba, largo y lacio cayéndole sobre los hombros y los ojos oscuros
de mirada penetrante y fría. Lo recuerdo de lengue y gacho gris, de traje negro
a rayas con pantalón bombilla y saco largo y entallado de sus tiempos de tahura.
Opinaban los que la sabían lunga, que hombres de su laya iban
quedando pocos.
De su vida y sus hazañas hubo mucha chamuyina. Que fue
tallador de fuste temido entre los martingaleros y respetado en el ambiente
gurda del escolazo, de aquel orgulloso Montevideo de los años cincuenta.
Entrador con las mujeres, escabiador sin límite y pendenciero supo, sin
embargo, mantener la yuta a respetable distancia hasta el
nefasto día aquel en que le fallaron todas las predicciones.
De las historias que de él se han contado sólo sé con propiedad, la que todo el
barrio repetía y que lo llevó a cumplir una
sentencia de diez años en el penal de Punta Carretas de donde había
salido libre, después de purgar su culpa con la sociedad,
precisamente en esos días.
Hacía poco tiempo que yo frecuentaba El 126, pues
tenía recién cumplidos los dieciocho años, cuando el Matarife después de la
cana volvió al café. Algunos parroquianos lo recordaban y se
acercaron a saludarlo. Entró al bar con paso cansino se acercó al mostrador
y pidió una caña. Al reconocerlo el dueño le tendió una mano amistosa por
encima del mármol y le dijo:
— ¿Cómo anda eso Ramón? Él le contestó con su
voz pausada:
—Acá andamos, patrón, en estas pocas,
no más.
—Ésta va por la casa —le dijo el bolichero.
—Se agradece —contestó el hombre
levantando apenas la copa.
Mientras conversaban lo miré a la cara y la
mueca que dibujó su boca me pareció una sonrisa. Era un hombre que
imponía. Hasta ese momento no sabía quién era, de todos
modos, junto al murmullo que al entrar se levantó entre
los parroquianos, oí clarito aquel cuchicheo que lo señalaba como: el Matarife.
Recién entonces supe que era cierta la historia que durante años
oí contar a mis vecinos de La Teja. El Matarife existía y estaba allí de
pie, tomando una caña con el patrón.
Desde esa tarde, todas las tardes bajaba desde
el Cerro y se quedaba hasta muy entrada la noche acodado al
mostrador. Con el faso apretado entre los labios a un costado de la
boca, y la copa semivacía. Con la mirada extraviada. Cavilando. Que diez años
es mucho tiempo de estar a la sombra y poco tiempo para olvidar.
Algunas tardes se
quedaba afuera, recostado en la ventana que daba sobre
Carlos María Ramírez mirando pasar los ómnibus que iban para el Cerro, mientras
el sol se hundía lentamente en las aguas del Río de
la Plata detrás de la Fortaleza, y la luna
cómplice de fierro de la rantería bohemia, subía despacio hasta el
cenit.
A partir de su vuelta la gente del barrio
resucitó la historia de amor y de muerte, que el hombre protagonizara.
Volvieron los comentarios y se agregaron a la historia hechos nuevos que muchos
no conocíamos.
Cuando Ramón Bustamante vino al barrio por primera vez, era un facha
leonero laburante de día del Frigorífico Nacional y
trashumante en la noche, entre copas y escolazo. Lo trajo de recalada la
Carmencita, una piba que conoció una noche en un baile del club
Colón que vivía por la calle Laureles y trabajaba en La Mundial, una
textil muy famosa que existía, por aquellos años, en Nuevo Paris.
La Carmen era una rubita de ojos celestes, única hija de un
matrimonio italiano que había llegado al país en la década del
treinta. El tano, apenas llegó al barrio, abrió un
almacén y se hizo una casita económica de aquellas que se
hicieron en el país bajo la ley Serrato. Y allí vivió toda su vida con su
familia. Dicen que dicen, los que llevan un registro en la
memoria, que el Matarife se había agarrado con la piba
una metida de mi flor. La seguía a sol y a sombra y, por ella, empezó a parar
en el boliche sólo para estar cerca de su casa. Según cuentan los veteranos que
la conocieron, la Carmencita era una gurisa muy bonita
y diquera, detalle que al hombre lo ponía como loco,
porque siempre andaba algún moscón zumbándole alrededor. De manera
que, cuando ya no pudo bancar más la situación de vivir lejos de la
muchacha, alquiló una casa y se casó con ella.
Al principio el matrimonio marchaba como una seda. Desde el pique se
supo que existía entre los dos terrible metejón por lo que no se intuía, en las
inmediaciones, nada que pudiese alterar la paz y la armonía de la pareja. Sin
embargo, no demoró mucho en estallar la primera trifulca entrambos causada por
los celos de Ramón que comenzaron a poner nerviosa a su compañera. Desde
entonces el matrimonio fue barranca abajo.
De entrada, no más, decidió que no fuera más a trabajar a la fábrica para
tenerla quieta en la casa. Y aunque él no la atendía de día por su
laburo en el frigorífico, ni de noche por sus actividades de nochero
empedernido, lograron por un tiempo mantenerse unidos.
Fue un curda canero que una noche le batió la justa en un boliche del
Centro. Le dijo entre caña y caña, que era muy noche p’andar tan lejos del
barrio. Le tocó el orgullo al Matarife que le contestó de prepo:
— ¿Qué andás queriendo decir?
—Que el que tiene tienda que la atienda —se atrevió el
tipo.
El Matarife lo agarró de la solapa y al curda se le aclaró la
mente.
—Seguí hablando, ¿qué tenés que decirme? —le increpó con rudeza.
Y el ortiba le tiró a la cara lo que las mentas batían. Que
hacía un tiempo andaba un moreno joven estibador de oficio y diestro
cuchillero, rondando a la percanta, le dijo.
— ¿Y qué más? —lo obligó el ofendido.
—Hasta ahí te sé decir. Lo demás es cosa tuya.
Y el Matarife hecho una fiera empezó a cuidar el nido.
Un día salió para el frigorífico y al poco rato pegó la
vuelta. Se quedó, de botón, vigilando desde la esquina. El dolor y la furia le
nublaron los ojos, cuando vio al moreno salir de su casa. Apuró el
paso y le pegó el grito al gavilán que al verlo manoteó su faca. El moreno, que
era guapo y no conocía el achique, no esquivó el encuentro. Trató de
enfrentar al rival que lo madrugó sin darle tiempo a nada. El Matarife de un
hachazo se cobró la ofensa.
Difunto quedó el moreno enfriándose en la vereda. A la malvada no
quiso verla. Se volvió a la casita del Cerro frente a la plaza de
Los Inmigrantes, a despedirse de los viejos por si no volvía a verlos en esta
vida. De allí se lo llevó la yuta. Diez años le costó la hombrada. La mina
desapareció esa misma tarde. Por algún tiempo nadie supo de ella. Después,
alguien dijo que estaba viviendo en el campo con unos tíos.
Una tarde, unos meses después, regresó a la casa de sus padres con un
niño en los brazos. Con ellos se quedó a vivir, crio a su hijo y
cuidó a sus padres hasta que murieron. Cuentan los vecinos que se la veía muy
poco. No volvió a casarse ni se le conoció jamás, hombre alguno. Y,
aunque parezca extraño, nunca se enteró el Matarife del hijo que tuvo la Carmen
pues, a pesar de que todo el barrio lo sabía, nadie se atrevió a pasarle el
dato.
Al correr el tiempo otras vivencias dejaron el hecho dormido en el
pasado. Hasta que una noche siete años después de su vuelta,
mientras conversaba con el patrón en el mostrador, llegó al bar un
muchacho muy joven, alto y flaco. De pelo negro, largo y lacio,
cayéndole sobre los hombros y de extraños ojos claros que no iban con su traza.
Se paró al entrar y preguntó alto y fuerte para que todos oyeran:
— ¿Quién es el Matarife? —dijo.
Ramón se dio vuelta despacio mientras contestaba:
—Yo soy. ¿Quién lo busca?
Quedaron mirándose de frente.
— ¡Ramón Bustamante, lo busca! —le contestó el muchacho.
En el boliche no volaba una mosca, esperando los parroquianos la
reacción del hombre. Toda la bravura de aquel tahura que fue, se hizo añicos
ante la presencia de aquel hombre joven que traía en sus ojos, los
ojos de la mujer que amó tanto y cuyo recuerdo aún lo
perseguía. El muchacho continuó:
—Mi madre antes de morir me pidió que lo buscara para que supiera, nada
más, que tenía un hijo. Ella murió ayer. Vine a cumplir con la promesa.
Dio media
vuelta y se fue sin esperar respuesta.
Ni una sola palabra acertó a decir el Matarife.
Era indudable que todo el pasado volvía a golpearlo con
aquel muchacho que había venido a gritarle su paternidad. Sin
comentar, un par de conocidos se acercaron a tomar con él en el mostrador.
A partir de esa noche lo comenzamos a ver nervioso,
confundido. Conversaba con uno, con otro. Indagaba, quería saber más. Varios
días estuvo Ramón hablando de aquel joven que decía ser su hijo. Le
apenó la muerte de la que fuera su esposa, sin embargo, en el café nos
dimos cuenta que enterarse de la existencia del hijo le había
aligerado el corazón.
Una tarde lo encontramos más callado que nunca,
abstraído en sus pensamientos. En el bar respetamos su silencio. La noche se
había ido a baraja cuando pagó y salió caminando hacia la calle Laureles. Se
detuvo frente a la casa de Carmencita. De entre los postigos de la
ventana se filtraba, tenue, una luz. Alguien al pasar lo vio golpear
la puerta de calle y esperar allí, confiado, el dictamen que, por segunda vez,
le decretaba el destino.
Secreto - 3
Reconozco que la doble vida que llevé,
durante varios años, la viví sin culpa ni remordimiento. Feliz. Como un hecho
legítimo y natural.
Cuando me casé con Daniela había cumplido veintiséis
años y ella veinticuatro. Nos conocimos en las oficinas de una casa
importadora, donde trabajábamos, en el Centro de Montevideo.
Un diciembre, poco antes de cumplir los dos años de
matrimonio, conocí a Andrea en casa de unos amigos. Había ido solo y
esa misma noche, nos fuimos juntos. Andrea resultó ser una compañera increíble.
Teníamos la misma edad y aunque no poseía una gran belleza física sus ojos,
grises y enormes, atraían la atención sobre su persona. Era, de todos modos,
una joven atractiva, muy centrada e inteligente. Sabía lo que quería de la vida
y luchaba para conseguirlo. Cuando la conocí vivía con sus padres en una casa
antigua, en una calle corta del barrio Sur. Tenía, ya entonces, un cargo
importante en una reconocida firma comercial de plaza.
Nuestra relación fue franca y abierta desde el
principio. Siempre supo ella de mi estado civil sin llegar a darle demasiada
importancia pues pensó, como también pensé yo, que lo nuestro sería sólo un
amor de verano.
Al principio nuestro trato consistía en encontrarnos
cada quince días para ir a ver una película, o una obra de teatro y dormir
juntos en algún motel de paso. De manera que, sin darnos cuenta, nos
fuimos involucrando cada día más al punto de que la relación, que había
comenzado como algo pasajero y sin culpa, fue convirtiéndose en una
historia que nos exigía y nos comprometía a ambos.
Pasó el tiempo y ella fue escalando posiciones
en su trabajo. Decidió entonces vivir sola y alquiló un
departamento frente al lago del Parque Rodó. En esa época
comencé a viajar al exterior, enviado por la empresa donde trabajaba. Esa fue
la coartada que comencé a esgrimir ante mi esposa, cada vez que me quedaba en
casa de Andrea.
De todos modos, a pesar de que nunca lo dijo,
muchas veces he pensado que Daniela estaba al tanto de mi secreto. Que sabía de
la existencia de otra mujer en mi vida. Y que por temor a perderme, obligándome
a decidir por ella o la otra, jamás dijo una palabra. Aunque tal vez, haya sido
solamente una impresión mía.
Mi situación ante la sociedad no era inédita. He
sabido de otras historias de hombres con doble vida parecidas a la mía. Sólo
quiero decir que no es fácil mantener en secreto una relación clandestina y
que, inexorablemente, llega el día en que debemos decidir.
Daniela dejó de trabajar a los pocos años de
casados. Para ese entonces yo contaba con un buen sueldo de modo que
decidimos, de común acuerdo, que se quedara en casa a fin de llevar a cabo un
tratamiento médico, que hacía un tiempo deseaba realizar, pues no lograba
embarazarse y sufría por esa causa. Infortunadamente, pese a todo su esfuerzo,
nunca logró quedar embarazada. A mí me dolía verla sufrir y siempre le dije que
yo la amaba y no me importaba no tener hijos.
Daniela es muy distinta a Andrea. Daniela es muy
frágil. Necesitó siempre de mi amor para vivir. Su vida se resumió siempre en
mi persona. El sentimiento que me unía a mis dos mujeres tenía facetas
distintas. El amor que sentía por mi esposa incluía la ternura. La necesidad de
protegerla. En cambio, el amor que me inspiraba Andrea llevaba impreso la
admiración que sentía por esa mujer que se abrió paso en la vida,
sin depender de nadie. Que me dio quince años de su vida sin pedirme jamás que
me separara de mi esposa. Que renunció a su maternidad para que no me sintiera
atado a ella, ante la obligación que representa un hijo.
Y los años fueron pasando
inflexibles. No obstante, pese a vivir rodeado de amor,
comencé a sentir cansancio. Cansancio de inventar viajes, de tener dos casas,
dos mujeres y una sola vida. De no saber, cada año, junto a quien festejar la
Navidad, mi cumpleaños. Con quien pasar las vacaciones. Pensé que ya era tiempo
de dejar de mentir. Comprendí, entonces, que el final de
mi doble vida estaba llegando y sólo me restaba decidir si seguiría
viviendo en mi casa, con Daniela, o con Andrea en su
departamento. De modo que pasé varios meses buscando la mejor manera de
enfrentar la situación, que ya no admitía más dilaciones. Decidí entonces
hablar con Andrea, pues era la única persona con quien podía
comentar lo que me sucedía y pedirle, acaso, su opinión.
No llegué a hablar con ella. Andrea me conocía
más de lo que yo creía. Ahora me doy cuenta que supo de mi lucha
interior y no quiso ser partícipe. Fue generosa conmigo hasta el
final. Y decidió por mí.
Un fin de semana fui a verla. Al abrir la puerta
de su apartamento lo encontré vacío. Me asusté y bajé para hablar
con el portero. Me dijo que Andrea se había ido la noche anterior. Me dejó una
carta. Sólo dos frases para despedirse de mí:
Amor, quédate con ella. No me olvides. Andrea
Hoy, después de tantos años, la sigo recordando. Creo
que Andrea conoció, antes el final de nuestra historia y se anticipó
a mi decisión final.
No se equivocó. ¿No
se equivocó...?
II
Y
bien, Daniela. Te has quedado con él. No ha tenido que elegir entre las
dos como pretendías tú, la última vez que viniste a verme. Sabes
bien, porque te lo dije, que no hubiese permitido que se enfrentara a esa
situación tan cruel y humillante. Por ese motivo, consciente de quedar sola con
mis recuerdos, el punto final decidí ponerlo yo.
La primera vez que viniste a verme, traías una piedra
en cada mano. El odio que sentías hacia mí, te salía por los ojos. Cuando abrí
la puerta de mi casa, no tenía ni idea de quién eras. Entraste como
un turbión, insultándome. Tendría que haberte sacado de un brazo sin
embargo cerré la puerta y permanecí de pie, mirándote.
Escuchándote. Conociéndote. Conociéndonos. Ahí estábamos las dos. Las rivales.
Tú, en tu papel de esposa, dirigiéndote a mí con palabras que no correspondían
a una chica tan bonita. A una chica que, según su marido, era tímida
y frágil. Frágil, dijo más de una vez. Tímida. No sé qué esperabas de mí. Qué
tipo de mujer pensabas encontrar cuando decidiste venir a mi casa,
enarbolando la bandera del matrimonio. Qué idea se formó en tu cabeza cuando
supiste que tu marido tenía otra mujer. Tuviste valor, no cabe duda, de salir a
la calle y meterte en casa ajena a defender lo que, creías, era sólo
tuyo. Ignorante, por supuesto, de mi reacción. Pocas mujeres, en tu misma
situación, se atreverían. De pronto quedaste en silencio. Comenzaste a
observarme con curiosidad. Me viste como era entonces: una muchacha, más o
menos, de tu misma edad. De zapatillas y vaqueros desteñidos, en plena faena de
lustrar los pisos. Te diste cuenta que tu perorata no llegó, siquiera, a
molestarme Hasta ese momento yo no había pronunciado ni una sola palabra.
Seguía de pie junto a la puerta, observándote y pensando en Alfredo. Me sentí
desconcertada escuchando a una muchacha desconocida hablarme de decencia.
Tratando de enseñarme a vivir. ¡Ella! Entendí que, Daniela,
la esposa tímida y frágil
que Alfredo decía tener en su casa no era la misma Daniela que
estaba frente a mí amenazándome a gritos si no dejaba a su marido en
paz. ¿Dejarlo? Nunca lo tuve atado, te dije. Siempre supe que era casado. La
alianza que lleva en su mano derecha no impidió que me enamorara de él. Si
estás ofendida no es a mí a quien tienes que enfrentar y pedir
explicaciones. Yo no te conozco, cómo te voy a faltar. En todo caso quien te
está ofendiendo, engañándote, es tu marido. El que firmó ante el
juez y juró ante el cura que te respetaría y estaría contigo en las buenas y en
las malas, hasta que la muerte los separara. A él debes reclamar, no
a mí.
Hacía un par de meses que nos habíamos conocido con
Alfredo, cuando fuiste a mi casa por primera vez. Nunca hubiese pensado que
aquella relación fuese a durar quince años y la finalizara yo.
Alfredo me cayó bien la misma noche que lo conocí.
Pero el amor se fue construyendo a partir del conocimiento que,
entre los dos, fuimos elaborando. Aquel día no querías irte sin oírme jurar por
todos los santos, que no lo volvería a ver. No te prometí nada. Te dije que yo
no lo fui a buscar. Que él no tenía, conmigo, ninguna obligación. De todos
modos que lo cuidaras, porque si volvía por las suyas y llamaba a mi puerta,
que no tuvieras dudas de que yo lo iba a dejar entrar. Porque el caso era de
que yo, también lo amaba.
Me pediste que no le contara de tu visita. Y no lo
hice. Nunca.
Durante casi quince años fuiste y viniste, de tu casa
a la mía, implorándome. En repetidas oportunidades te dije que lo enfrentaras y
hablaras con él sobre el tema. Pero él no podía saber, que tú estabas al tanto
de mi existencia. En lugar de perderlo con dignidad y mandarlo al diablo cuando
comprobaste que te engañaba, preferiste jugar por lo bajo y esperar a que él se
cansara un día de la situación y decidiera abandonarme. No sé en qué momento te
diste cuenta de que nunca lo dejaría. Que lo amaba de
verdad. Creo que recién ahí comprendiste que la lucha iba a ser
larga.
Reconozco que no debí involucrarme con un hombre
casado. Es cierto. Aunque no me arrepiento. Tengo sin embargo, algo a mi favor.
Y es que, nunca, jamás le insinué que te dejara y viniese a vivir conmigo. Tal
vez porque él nunca habló de separación o divorcio, o tal vez porque yo nunca
quise ataduras. Fue cuando comenzaste a llorar porque querías un hijo y no quedabas
embarazada. ¡Buena jugada! pensé yo. No sé si en realidad no te
embarazabas. Lo que nunca entendí, si es que era cierto, por qué no
le mencionaste a tu marido que se hiciese él un examen. Yo en
cambio, si hubiese querido, podría haberle dado muchos hijos a Alfredo. Pero él
no estaba conmigo para tener hijos. Le di quince años de mi vida fértil, me
negué a ser madre a sabiendas. No quise tener hijos con un hombre casado con
otra. Los hijos no son juguetes, no son premios. Ni rehenes. Son seres que se
traen al mundo para criarlos con amor y responsabilidad. Además,
siempre supe que un día Alfredo volvería contigo. Porque tú, no me queda otra
que reconocerlo, supiste jugar tu juego. Difícil, si los hay. Con una sola
carta ganaste: la santa paciencia. ¡Quince años esperaste! Y luchaste. Me
consta. ¿Fue por amor? ¿O por capricho? No, por capricho no, un capricho no
dura tanto.
El amor herido, ¿si...?
Te diré que hace un par de
años comencé a ver el cansancio en los ojos de Alfredo. Cuando
estaba conmigo quería quedarse y no volver a tu casa. Sé, también,
que estando en tu casa muchas veces pensó en quedarse contigo. Lo
entiendo. Alfredo necesita un hogar donde pueda vivir tranquilo, de domingo a
domingo. Estoy convencida de que nos ama a las dos. De distinta forma. A mí
porque sabe que estoy con él solamente por amor. Que por la
misma puerta que entró un día a mi casa, puede irse cuando quiera. Y
porque yo también, como tú, viví estos años, solamente para
él. Contigo, porque dice que tú lo necesitas para vivir. Y creo que
sí. Que debe ser así. Quédate con él. Cuídalo. Y si alguna vez, sin querer, me
nombra, cállate, olvídalo.
Se le pasará. Los hombres olvidan muy pronto.
Sabes Daniela, a veces, de tanto pensar en lo
que hemos vivido estos años, he llegado a la conclusión de que tú lo debes amar
más que yo. Si hubiese sido yo la esposa no hubiera soportado lo que tú
soportaste. Me hubiese separado. O lo hubiese asesinado...no sé. ¡Y tú lo
compartiste durante quince años! ¿Quién tiene razón? ¡Sabe Dios!
Creo que esta vez hice lo correcto. A Alfredo le hubiese costado mucho dejarme.
Y a ti no te hubiera dejado nunca.
Adiós, Daniela, que seas feliz. Espero no saber de ustedes, nunca más.
III
Siempre
pensé que el día que Andrea desapareciera de nuestras vidas, encontraría al fin
la paz, la felicidad plena que durante años busqué sin descanso.
Hoy, creo que la tal felicidad no existe. No como yo la imaginé. Lo que a mí me
sucedió con Andrea es, desde donde se mire, increíble. La odié tanto, cuando
supe de su existencia, que durante meses sólo quise que desapareciera, se
extinguiera, se esfumara. Para siempre. No exagero. Andrea, les aclaro, era la
amante de mi marido. Una amante de fierro. Mi cruz.
La intuición de las mujeres es reconocida por la
sociedad en pleno. Desde la manzana, que por suerte, comió Eva y convidó a
Adán, vemos lo que nadie ve. Vemos a través de. Pero, la intuición de una
esposa va más allá de lo imposible. Excepto si dicha esposa está muy enamorada,
porque una esposa muy enamorada, está ciega, no ve nada más que el motivo de su
amor. Vive en el limbo. Cela a su marido con todas las mujeres, por eso es más
fácil engañarla con una. Pasa más inadvertido. Creo que fue eso lo que me
sucedió a mí. Me casé muy enamorada y dejé que el amor me cegara. Cuando entré
a trabajar en la empresa y lo vi, me enamoré sin saber
quién era. Claro que él no se dio cuenta y pasé más de un año trabajando en la
misma oficina, sin que advirtiera mi presencia. El día que se dignó mirarme,
mis ojos le dijeron todo lo que sentía por él. Nos casamos al año siguiente. Yo
lo celaba con las compañeras de oficina, con mis amigas,
con Jennifer López, la vecina de enfrente y... Si alguna vez me
engañó en esa época, no lo supe. Nunca percibí nada. De todos modos, la noche
que fue solo a una reunión en casa de unos amigos y volvió a la madrugada, yo
supe que se había acostado con otra mujer. Lo supe con seguridad. Y no dije
nada. Esperé. A los pocos días volvió a salir de noche y volvió a la madrugada.
Comenzaba mi tortura. Sólo quien haya pasado por lo mismo, puede imaginar lo
que sufre una mujer engañada por el hombre que ama. Al pasar los días me di
cuenta que la extraña salida, según él, con amigos, se repetía cada quince
días. Casualmente, en esos meses, comenzó a viajar por trabajo de la empresa.
Esto me confundía un poco. Una tarde tomé un taxi y fui a esperarlo
a la salida de la oficina. Cuando lo vi salir lo seguí. Dejó el auto frente al
lago del Parque Rodó y entró en un edificio. Me quedé en el taxi,
hasta ver salir a mi marido del brazo de una mujer. Los
volví a seguir. Fueron al cine Plaza. Regresé a mi casa, eran las ocho de la
noche, una película puede durar una hora y media, dos, tres horas. A las doce
de la noche tendría que estar en casa. Llegó a las cuatro de la mañana. Al otro
día fui a verla.
Hablé con el portero y le di las señas de la mujer que
había visto con Alfredo la noche anterior. Me dio el número
del apartamento. La llamé desde el portero eléctrico y le dije que
venía de la oficina de parte de Alfredo Mendizábal. Me dijo que subiera. Cuando
abrió la puerta entré sin que me invitara. Estaba encerando los pisos. Entré
como una fiera y le dije tanta cosa, tanta bajeza que aún hoy, al recordarlo,
me avergüenzo.
Cerró la puerta y se quedó mirándome.
Me dejó hablar. Insultarla. Y luego habló con mucha
calma. Me dijo lo que para ella era lógico. Que no me conocía, que no lo tenía
atado, que le reclamara a él que era quien me engañaba, no a ella. Le dije que
si tenía un poco de vergüenza y consideración, no le contara a
Alfredo de mi visita. Creo que nunca le contó. Si lo hubiese hecho, me habría
dado cuenta.
Pese a la relación que, durante tanto tiempo, Alfredo
mantuvo fuera del matrimonio, nunca cambió su trato conmigo. Siempre estuvo a
mi lado, siempre respondió a mi amor. Por lo tanto nunca hablé del tema con
él, pues pensé que era sólo una aventura sin consecuencias.
No se debe predecir, ni jugar con el destino.
Lo que yo sufrí estos años no tiene nombre. Me humillé
una y mil veces yendo a la casa de la amante de mi marido a pedirle, de favor,
que lo dejara. Fui tantas veces que al final hasta creo que nos hicimos amigas.
Otra mujer me hubiese sacado a empujones de su casa. Andrea nunca me levantó la
voz, nunca me destrató como yo a ella. No obstante, siempre dejó claro que
amaba a mi marido y no lo iba a dejar si él no la dejaba a ella. No sé cómo, ni
de qué manera, pasaron quince años. Nunca dejé de amarlo. Sé, estoy segura, de
que el proceder de otras mujeres hubiese sido distinto. Y está bien.
Pero a mí no me importó perder la dignidad, como dicen. ¿De qué me valdría la
dignidad, si me quedaba sola? ¿Si lo perdía a él? Es cierto, durante quince
años fui y vine de mi casa a la casa de Andrea. Fue una relación extraña la
nuestra. Al final era ella quien me contenía. Me decía que si fuese ella la
esposa no podría compartirlo. Yo le preguntaba entonces por qué lo compartía
conmigo. La que compartes eres tú, me decía, yo soy la otra, la que roba, la
que no tiene más remedio que conformarse con lo que le dan.
Una tarde de invierno fui a verla, hacía mucho
frío. Estaba en el living leyendo un libro, entré y me dijo: vamos a la cocina
y tomemos un café. Hizo café para las dos. Yo no tenía más palabras. Se me
habían agotado los ruegos. Me puse a llorar. No llores Daniela, me dijo, tú
eres mi castigo. No me pidas que renuncie a lo poco que tengo. Habla con
Alfredo, aclara la situación, dile que siempre estuviste
al tanto de todo. Si él no viene más, si se queda contigo, te juro que me voy,
desaparezco de la vida de los dos. Pero no me pidas que renuncie a él. No
puedo. No quiero.
Nos seguimos viendo de vez en cuando. Cuando iba a
verla ya no hablábamos de Alfredo. Ya no le pedía nada. Iba por ir.
Por costumbre, creo.
Hace unos meses Alfredo me dijo que no viajaría más.
Que habían designado a otro compañero en su lugar. Que él estaba cansado y
había pedido un relevo. Se terminaron los “viajes al exterior”, comenzó a
quedarse en casa. Fui a ver a Andrea.
El portero me dijo que Andrea había entregado el
apartamento hacía ya dos meses. Que no había dejado dirección. Me dejó una
carta. Hizo al final lo que le supliqué durante quince años.
Yo no sé, Andrea, si hice bien, si hice mal, o si hice
lo correcto. Sólo sé que hice lo que me mandó el corazón, no la razón. No sé lo
que hacen otras mujeres en mi lugar. Tampoco me importa. Y soy feliz con mi
marido. Sé también que sigue pensando en ti, pero creo que como tú
dices, se le pasará. Los hombres olvidan más rápido.
Algún día, tal vez, le cuente a Alfredo la increíble historia que vivimos los tres. Pero eso ha de ser algún día....si acaso.
Algún día, tal vez, le cuente a Alfredo la increíble historia que vivimos los tres. Pero eso ha de ser algún día....si acaso.
La muerte de Mariquena Vargas – 4
Murió
Mariquena Vargas. Su muerte repentina nos ha dejado
atónitos. Estupefactos. No porque no tuviese edad para morir, que
sus bien cumplidos ochenta años los tenía y muy bien llevados, por cierto. Sino
por un pequeño detalle que ocultó durante toda su vida y que al morir, y enterarnos,
nos dolió como un cachetazo en pleno rostro. No nos merecíamos esa burla de tu
parte, Mariquena. Fuiste casi cruel. Casi. Cierro los ojos y creo oír tu risa
burlona desde el infierno donde estarás. ¿O te habrá perdonado Dios...?
Mariquena era una mujer de ley. Conservó
hasta el final de sus días la fortaleza y la presencia de una verdadera
matrona. Que eso fue, sin lugar a dudas. Y, al decir de quienes la conocimos de
cerca: una gran mujer.
Una mujer fantástica, diría yo. De fantasía.
Cuando la conocí tendría algo más de cuarenta
años. No muchos más. Conservaba una belleza poco común. Su cara y su pelo
renegrido me recordaban a Soraya. Aquella princesa casada
con el Sha de Persia que fue obligada a abdicar del trono, por no lograr concebir
hijos que perpetuaran la dinastía del Sha. Como verán, salvando la
distancia, Mariquena era una mujer hermosa.
Fue también, en aquel tiempo, una
modista muy reconocida. Venían señoras de otros barrios para hacerse
la ropa con ella. Vivía por Bulevar Artigas y Luis De la Torre en una de
las últimas casas que Bello y Reborati construyeron, allá por la
década del treinta, y que aún se mantiene en pie.
Según cuentan los viejos memoriosos del barrio Mariquena tenía
apenas diez años cuando vino a vivir con su
tía, doña María Emilia Cufré, hermana de su madre, casada con un italiano de
apellido Righetti directivo de la compañía Transatlántica de Tranvías. Era una
niña delgada y alta, de cabello negro y ojos oscuros. Introvertida y con
marcadas carencias de afecto.
No recuerdo, si es que alguna vez
lo supe, el motivo que la llevó a abandonar su hogar, sus padres y hermanos,
para venirse del todo con doña María Emilia. Lo cierto fue que con ella vivió
en aquella hermosa casa, como si su tía fuese su verdadera madre y
la acompañó hasta el final de sus días, como si ella fuera su propia
hija.
Cuando llegó Mariquena a la casa
del señor Righetti, doña María Emilia, que no tuvo hijos, recibió a su sobrina
con mucho cariño y comprensión. La anotó, para terminar
primaria, en la escuela Grecia que estaba, en aquellos años, en Miranda y
Bulevar, frente el Campo de Golf. Terminada la escuela la chica no se inclinó
por los estudios; cumplidos los catorce años quería trabajar, de modo que la
tía le consiguió empleo en los talleres de confección de Aliverti, una
prestigiosa casa de modas ubicada en la avenida 18 de Julio, y allí se mantuvo
hasta mediados de los ochenta cuando la firma cerró.
Entonces se quedó en su casa y trabajó como modista durante muchos
años. Mariquena
nunca se casó ni tuvo hijos. Y a pesar de que en el barrio corrieron escabrosas
infidencias sobre una turbulenta vida amorosa y sobre varios amores que, en su
juventud, dejó por el camino, yo nunca le conocí novio ni hombre alguno. De
modo que de las historias que de ella se contaron, la mitad no hay
que creerla y a la otra mitad ponerla en duda. La recuerdo, sí, como una mujer
de carácter fuerte que no se dejaba avasallar. Justa. Honesta. Gran discutidora.
Defendía sus ideas y los temas de su interés, de igual a igual, tanto con
hombres como con mujeres.
Hacía varios años que el señor Righetti
había fallecido cuando murió doña María Emilia. El matrimonio,
papeles mediante, dejó la casa a Mariquena como herencia. La hermosa casa, con
torrecita y mirador de tejas. Entonces apareció Teiziña, una morenita de
motas, de diez o doce años, que un invierno anduvo pidiendo comida
puerta por puerta. Uno de esos días de lluvia y mucho frío Mariquena
la entró en su casa, la alimentó, le dio ropa seca y la niña se quedó ese día y
el otro y todos los días que siguieron.
La morenita contó que venía de la
frontera con Brasil, donde había nacido. Su madre, sola y agobiada con la
crianza de ocho hijos, la había puesto en un ferrocarril con destino a
Montevideo, para que ella misma se buscara la comida, pues la pobre mujer no
tenía como alimentarla. La niña, por lo tanto, desde el mismo día que llegó a
la capital andaba caminando y durmiendo en los portales. Desde
entonces, Mariquena y Teiziña, vivieron juntas como madre e hija.
Así las recuerdo yo.
Teiziña terminó de crecer y durante largos
años se ocupó de la casa y de Mariquena; una obligación que se
impuso a sí misma, como modo de agradecimiento, hacia quien la sacó de la calle
y le dio un hogar. Tampoco se casó nunca. Tuvieron, si se quiere, un destino
común: la casa de bulevar, siendo niñas, las cobijó a las dos. Fue
ella fue quien encontró a Mariquena muerta. Dormida para siempre estaba, la
doña, en su cama. En la misma posición que se durmió la encontró la muerte.
La morena llamó una ambulancia,
al doctor y a la Pompa Fúnebre. En el living de su casa nos reunimos algunos
vecinos, para no dejarla sola. Allí estábamos cuando del dormitorio
de Mariquena salió uno de los empleados de la funeraria que se encontraba
arreglando el cuerpo para las exequias, y preguntó por
algún pariente cercano. Pariente no había. La morena era lo más
cercano que la difunta tenía en esta vida. No obstante Teiziñia, llorosa
y muerta de miedo, se rehusaba a hacer acto de presencia en el dormitorio donde
descansaban los restos mortales de Mariquena.
Los empleados de la empresa
decidieron que hasta que no se presentara algún responsable del
velatorio, ellos no seguirían preparando el cadáver. Ante tal premisa una
vecina, aceptando el reto, se ofreció para acompañarla. De manera que, apoyada
en la buena mujer, la morena accedió y las dos entraron juntas al
dormitorio. Dos empleados de la funeraria esperaban, de pie, uno de
cada lado de la cama. Nadie habló. No fue necesario.
Mariquena
estaba tendida en su cama mostrando, sin ningún recato, su cuerpo
desnudo de varón.
Firme aquí, —le dijo el empleado a Teiziña.
Tuvo que esperar a que volviera en sí del desmayo.
La vecina solidaria había huido espantada.
Aún me cuesta creerlo.
Mujer con pasado – 5
Que era una mujer con pasado lo supe en el mismo momento que la vi por
primera vez. Me lo dijeron sus ojos cuando, al entrar, me miró. Yo conocía ese
modo de mirar. Y sabía que sólo una mujer con pasado mira a un hombre de esa
manera: irónica, altanera. Desafiante. Detuvo sus ojos en mí, apenas un
segundo. El tiempo exacto de clavarme un aguijón. Después me olvidó. No volvió
a mirarme en toda la noche. Me ignoró. A propósito. Con toda intención. De eso
también me di cuenta y aunque no tuve oportunidad de acercarme a ella, en el
correr de la noche, y sé bien que lo advirtió, no la perdí de vista ni un
segundo. La vi conversar, reír, brindar. Bailar. Y en un momento dado, casi al
final de la fiesta, observé que se retiraba.
Su mesa, que compartía con otros invitados, se
encontraba cerca de la puerta de entrada la que tenía yo con unos compañeros de
oficina, hacia el centro del salón. Se despidió y, sin más, se dirigió a la
salida. Antes de llegar a la puerta giró su cabeza y, entre un mar de personas
que nos separaban, volvió a mirarme. Insinuante. Prometedora. Hice lo que ella
esperaba: dejé a mis compañeros, atravesé el salón esquivando las
mesas de los comensales, los mozos haciendo equilibrio con sus
bandejas y algunas parejas que bailaban una música lenta. Cuando al fin logré
llegar a la puerta de calle sólo alcancé a ver el taxi que la llevaba,
perdiéndose en la diagonal. Me quedé en la vereda con la seguridad de que muy
pronto volveríamos a vernos. Dependía de mí. Y de cómo implementara los
primeros pasos para dar con ella.
Al principio tuve algunos tropiezos. Un par de
conocidos, con quienes inicié mis averiguaciones, me miraron con cierto recelo
y dijeron no conocerla o no darse cuenta de quién era la persona
sobre la que yo indagaba. A las mujeres con pasado mucha gente las conoce
debido, justamente, a ese pasado. Parecía no ser éste el caso. La mujer de mi
empeño no vivía en el barrio de la pareja que esa noche festejaba su boda. No
era pariente de ninguno de los dos. En lo que yo alcancé a sondear, nadie la
conocía.
En la reunión que menciono me encontraba junto a un
grupo de compañeros de trabajo de Matilde: la chica que se casaba. De modo que
al no conseguir datos sobre la enigmática desconocida que había logrado moverme
el piso, sólo me quedó esperar el regreso de los novios de su luna de miel para
preguntarle a Matilde sobre la muchacha a quien tenía intenciones de conocer,
desde la mismísima fiesta del casamiento.
Mientras tanto me imaginé a Anabel, —que así se
llamaba— de mil maneras. La imaginé casada. Infiel, por supuesto. La imaginé
divorciada. Liberal. La imaginé soltera. Exigente. Por eso soltera. Autoritaria.
Con mucha personalidad. Y en todos los casos: buena amante.
A mí no me interesaba en absoluto su estado civil. Yo
quería encontrarla. Conocerla. Amarla. Ya la amaba, creo, antes de saber quién
era. La hubiese amado igual soltera, casada, con pasado, sin pasado o
extraterrestre.
Cuando le pregunté a Matilde por ella me dijo que era
la hija de una amiga de su mamá. Dudó un poco antes darme su nombre y su
teléfono. Creo que iba a decirme algo más, pero se detuvo y solo afirmó que la
conocía desde niña y que le tenía gran estima.
Esa misma noche la llamé por teléfono. Opinó que había
demorado en llamarla. Nos quedamos de ver a la noche siguiente en el bar Facal,
de 18 y Yi. No tuve que esperarla. Llegó en punto a la hora prevista. En esa
primera cita encontré en ella una mujer inteligente, frontal y desinhibida.
Directa en sus expresiones. Puso los puntos sobre las íes y, aclarando antes de
la tormenta, me habló de su vida. Y me contó su pasado. Vivía con su madre en
un apartamento céntrico y trabajaba como recepcionista en las oficinas de unos
abogados. Acababa de cumplir treinta años de edad y hacía dos que había salido
de la cárcel luego de haber cumplido siete años de reclusión por homicidio. Yo
estaba preparado para escuchar cualquier cosa sobre el pasado
reciente de Anabel, cualquier cosa, digo, menos que había estado presa por
matar a una persona.
Me quedé mirándola, tratando de disimular mi asombro
al escuchar aquella confesión tan distante de la idea que, sobre su pasado,
había estado elaborando mi mente procaz. No por entender que era una criminal,
y sentirme impresionado por ello, sino por la casi decepción que
sobre su persona y su pasado me había hecho yo desde que la vi por primera vez.
Tomábamos un café en una de las mesas junto a uno de
los ventanales, sobre la avenida. Había mucha gente en el bar. Muchas voces.
Música disco de fondo. No era un lugar propicio para la intimidad. Para
desnudar el alma ante un desconocido, como yo. Pero Anabel estaba
complacida, le gustaba el lugar, se sentía bien. Pasó un muchacho vendiendo
pimpollos de rosas. Ella se distrajo para mirarlas, llamé al florista y le
compré un ramo. Con las rosas en las manos quedó un momento impactada. Luego
sonrió y terminó de beber su café. Afuera llovía intensamente. Entonces ella,
otra vez con las rosas en sus manos, a grandes rasgos, me contó
su historia.
Tenía quince años cuando conoció a Ismael, un poco
mayor que ella, con quien llevó durante seis años una relación de pareja. Ella,
confiesa, estaba muy enamorada. Un día se enteró de que el muchacho
se casaba con una joven con la que, según le habían dicho, llevaba amores hacía
ya algunos años. Ella lloró, se enojó y lo increpó con firmeza. Lo acusó de
haberla engañado. Él negó la acusación con énfasis y juró por lo más
sagrado que lo que le habían contado era una vil calumnia de gente
envidiosa y enredadora. Que la amaba como siempre y que en cuanto ganara un
poco más en su trabajo se casarían como ya lo tenían resuelto. Anabel aceptó
las explicaciones de su enamorado pero el bichito de la duda comenzó a
molestarla. Comenzó a prestar oídos a ciertos comentarios que circulaban a
media voz y así se enteró del día y la hora en que Ismael se casaba. El
despecho y el dolor que la invadió superó al amor que durante tantos años la
había unido a Ismael. No volvió a llorar por él. Consiguió un revólver y el día
señalado para la boda esperó paciente en la puerta de la iglesia.
Cuando los novios, después de la ceremonia, salieron al atrio ella los
enfrentó, apuntó el arma hacia el pecho de la novia y disparó. Se fue sin
mirarlo. Nunca más supo de él. A ella la condenaron a nueve años de prisión.
Salió antes de terminar la condena.
Una sola cosa le pregunté. Por qué la
mataste a ella y no a él, que fue quien te engañó. Por venganza, dijo. Para
vengarme de su falsedad. Quise que sufriera por culpa mía, como
sufrí yo por su culpa.
No supe en ese momento, si agradecerle o no su
sinceridad. Creo que hubiese preferido que se sincerara conmigo una vez que nos
hubiésemos conocido un poco más. De todos modos, fue su decisión.
Siempre le gustó jugar con las cartas sobre la mesa.
Ante semejante historia quedé un poco apabullado, no
pude, por lo tanto, decirle que era casado, ni quise mentirle que era soltero.
Eso lo solucioné con el tiempo. Ella, en aquel momento, no preguntó nada sobre
mi persona y yo no intenté hablar de mi vida pasada ni de mi vida
presente. No existía nada en mí fuera de la ley, que debiese aclarar. Nunca
pensé tampoco que aquella relación, que recién comenzaba, se fuera a convertir
un día en algo más que una aventura casual de corta duración.
En aquel momento yo llevaba casi diez años de casado.
No teníamos hijos y la relación entre mi esposa y yo, a esa altura, era más de
amigos que de amantes. Trabajábamos los dos y teníamos una posición holgada. No
habíamos pensado jamás en separarnos. Por eso me sorprendí a mí mismo cuando
unos meses después de comenzar a salir con Anabel, cruzó por mi
mente la imagen del divorcio. Un día le comenté que estaba casado. Me dijo que
siempre lo había pensado. Que lo nuestro duraría lo que tuviese que durar. Ni
un día más. Ni un día menos. Mientras tanto nos seguiríamos amando.
Que al destino no se lo podía forzar, dijo.
Aquel día de nuestra primera cita
Anabel dejó clara su situación. Era en realidad una mujer con
pasado, pero no con el pasado que yo imaginé.
Sino un pasado oscuro de odio y venganza. Frente a mí no estaba la mujer
liviana a quien le gustaban demasiado los hombres, que en un principio creí y
que fue lo que convencido me imaginé. Frente a mí estaba una ex
convicta, que había matado a una mujer para vengarse de un hombre. Una mujer
con un pasado truculento. Apasionada y vengativa. Una mujer de armas tomar
y gatillar.
Salimos del bar y nos fuimos juntos caminando por la
avenida. Ella llevaba las rosas abrazadas contra el pecho. Cuando le pasé mi
brazo sobre sus hombros, me miró con la transparencia y la ternura con que
miran los niños.
El arte de desaparecer - 6
— Mirá, Ángel, a mí nadie me saca de la cabeza que
la culpa de lo que le pasa al flaco Garmendia la tiene el armenio Pedro. La
gente del barrio podrá decir muchas cosas que pegan en el palo, no voy a decir
que no. Vos también podrás decir que ya va a aparecer como aparece
siempre. Porque sos amigo del armenio. Ta, yo te entiendo. Pero para mí
que esta vez se mandó mudar en serio. Creeme. Lo dejó al flaco y se
fue a la mierda.
Era sábado de tardecita y varios parroquianos
se encontraban en el boliche esperando una partida de Casin, que se iba a dar
esa noche entre dos contrincantes muy expertos. Uno de ellos era Osvaldo, un
muchacho del barrio que paraba hacía mucho tiempo en la esquina, gran jugador
de Casin. Había sido retado por un veterano, llamado Ocampo, que
llegó de paso una noche y lo vio jugar. La cita era para esa
noche y el boliche estaba lleno de gente que había venido vaya a
saber de dónde para ver la partida.
— ¿Qué me querés decir? ¿Qué la mujer del flaco se fue con el armenio?
—Sí, eso te quiero decir.
—Pero vos tenés que estar loco. ¿De dónde sacaste esa historia?
—Al armenio siempre le gustó la mujer del flaco.
— ¿Y eso qué tiene que ver?
—Tiene que ver que desaparecieron los dos.
— ¿Quién dijo que el armenio desapareció? Yo estuve con él ayer o anteayer,
no me acuerdo bien.
—La mujer del flaco desapareció ayer o anteayer.
—Pero vos sabés bien que ella desaparece dos por tres y después aparece
y no pasa nada.
— Pero esta vez es distinto. Yo me estoy maliciando otra cosa.
— ¡Aflojale que colea, Beto! Dejate de embromar. El armenio es un tipo
bien. Yo lo conozco. Es incapaz de una fulería de esas.
—Bueno, ta, vos siempre tenés razón. Dejala por ahí. Dejala.
Todos en el barrio conocíamos a la mujer de Garmendia. Se llamaba
Maribel y era hija de un matrimonio húngaro que había venido al Uruguay en la
época de la guerra y se quedó a vivir en el barrio.
Maribel nació allí en el año de Maracaná. Era una pelirroja
preciosa, con la cabeza llena de rulos, la cara llena de pecas y los ojos
azules. Fue una niña normal hasta los cuatro años, cuando empezó a desaparecer
en el aire a ojos vistas. Una fea costumbre, si se quiere, que no
hablaba bien de ella pues desaparecía caminando por la vereda, en medio de una
conversación dejando al interlocutor hablando solo, o simplemente cuando le
venía en gana.
Al principio, esos desplantes, a los
vecinos les caían muy mal. Después, se fueron acostumbrando
y llegaron más o menos a tolerarla. Aunque al paso de los
años, ante la tal rareza de la muchacha, nunca, la
maldita manía de desaparecer ante la gente dejó de fastidiarlos. Cuando era
niña, los otros chicos del barrio no querían jugar con ella,
principalmente si jugaban a la escondida. En la adolescencia, desaparecía ante
cualquier circunstancia complicada que le tocara vivir. Cuando llegó
la hora de conseguir novio, a pesar de ser muy bonita, no
lograba que los posibles candidatos aceptaran sus fugas manifiestas. A los
muchachos los dejaba en evidencia cuando desaparecía en una fiesta,
mientras bailaban o cuando lo hacía al caminar abrazados por la
rambla.
De todos modos, a pesar del hábito de
esconderse, Maribel y Garmendia se entendieron de entrada. Salvo
algunas deserciones de parte de ella, claro está, que a él nunca llegaron a
molestarlo demasiado, puede decirse que tuvieron un noviazgo casi normal. Pese
a que el día de la boda, vestida de novia ante el altar, cuando el sacerdote le
preguntó si aceptaba al novio, para amarlo hasta que la muerte los separara, no supo
qué contestar y se desvaneció en el aire provocándole al cura un
paro cardíaco del que luego, gracias a Dios, se recuperó. Claro que no le
sirvió de mucho desvanecerse en la iglesia, pues ya estaba casada ante la Ley,
así que para no perderse la fiesta apareció esa noche a presidir la
reunión. Con su traje blanco de novia, comió, bailó, arrojó el ramo a sus
amigas y a las tres de la mañana se fue con su flamante marido. Y
no, parece que esa noche no desapareció de la cama matrimonial. Porque ya conté
que Maribel era escapista, no tonta. De todos modos, cuando a
los nueve meses los dolores de parto comenzaron a ser insoportables,
sí desapareció de la cama, de la sala y del sanatorio y apareció a
los dos días con su hermosa niña en brazos a continuar su
vida mundana.
Los vecinos más viejos del barrio comentaban que el arte de desaparecer le
venía de herencia, pues su madre, decían, solía desaparecer dos por tres
dejando a su marido solo por varios días al cuidado de la niña, para
luego reaparecer fresca como una lechuga fresca. Aunque algunos escépticos
afirmaban que esas desapariciones de la señora, eran debido a otros motivos non
tan sanctos.
Tal vez eran habladurías de gente envidiosa, porque, convengamos, que
desaparecer es algo que todos querríamos lograr en más de una
oportunidad a lo largo de nuestras vidas. Sin embargo, lo más
acertado es creer en la teoría de quienes opinan que la mujer del flaco
Garmendia, la madre y tal vez la abuela que quedó en Hungría, eran
descendientes directos de los Hobbits, artífices en el arte de desaparecer, que
vivieron en la “Tercera Edad de la Tierra Media”, según el viejo Tolkien.
Aunque esto no es tampoco muy seguro, pues lo que nos cuenta el señor
Tolkien en el “Libro Rojo de la Frontera del Oeste” es
una leyenda y de este caso, que cuento, doy fe.
A nosotros las desapariciones de
Maribel no nos causaban ninguna extrañeza. Éramos más o menos de la misma edad
y sabíamos que desde que tuvo uso de razón, el escapismo para ella era
algo normal. Por el contrario, cuando desaparecía y volvía a
aparecer, nosotros nos sentábamos en rueda para oír sus relatos sobre los
lugares que había visitado. Los primeros relatos fueron muy
confusos. Ella no sabía muy bien donde había ido, ni tenía
un orden para contar, por lo que nosotros nos quedábamos en ascuas. Después, ya
un poco más grande, cuando aprendió a hilvanar mejor un relato, nos contó un
día que venía de vuelta de una de sus desapariciones, que
había estado por la Represa Gabriel Terra y el Embalse de
Rincón del Bonete, en aguas del Río Negro. Otra vez por el Arroyo Tres Cruces y
el pueblo Javier de Viana en el departamento de Artigas. Y otra, por
el Bañado de la India Muerta en el departamento de Rocha. Que con ella, dicho
sea de paso, aprendimos más geografía de nuestro país que la que nos enseñó la
maestra en la escuela.
Era aún muy joven, cuando logró un
dominio bastante certero del poder que había nacido con ella. Poseía la
capacidad de elegir, por lo menos, un lugar en el mundo donde aparecer en cada
escape. Así fue conociendo países americanos, africanos y asiáticos. Y
lógicamente la vieja Europa. Pues en aquellos tiempos en que muchos uruguayos
vacacionaban en el viejo continente, no conocer Paris, el barrio
latino y la Torre Eiffel; Madrid, La Puerta de Alcalá y el Palacio
de la Moncloa; y Roma, la Fuente de Trevi y la Ciudad del Vaticano,
significaba algo así como no existir. Pero para nosotros, sus amigos
del barrio, que las vacaciones no pasaban de un domingo en el Parador Tajes, los
relatos a propósito de sus viajes nos maravillaban.
Le preguntábamos cómo hacía para lograr ese misterioso hechizo que la
trasladaba de un lugar a otro. Ella nos explicaba entonces, que el
deseo de escapar de donde se encontraba le aparecía de pronto, cerraba los
ojos, se concentraba en ese deseo y cuando volvía a abrirlos se encontraba en
sabe Dios qué lugar. Si se sentía bien en ese sitio se quedaba un
día o dos, de lo contrario volvía a concentrarse y cambiaba de
lugar. Cuando quería volver a su casa lo pedía específicamente.
Durante años
en múltiples oportunidades me he concentrado, he cerrado los ojos
con fuerza y pedido con toda la fe del mundo desaparecer de donde me encontraba
y aparecer donde Dios quisiera. A fuerza de desengaños he tenido
que reconocer al fin que escapista, como actriz, se nace.
Esa noche el bar estaba muy animado esperando la
partida de Casin. Las apuestas en su mayoría se inclinaban hacia Osvaldo, el
crédito del barrio. Un rato antes de la hora establecida llegó Ocampo. Traía
consigo un estuche de cuero negro con herrajes plateados. El hombre
había sido federado y contaba con más de un título. Abrió el estuche
dejando ver en su interior, sobre el acolchado de un rojo vino, un taco
desarmado estupendo, de una madera valiosísima y mango con incrustaciones de
marfil. Y con mucha calma comenzó a armarlo.
Unos minutos antes de empezar el
partido llegó el armenio Pedro. Se detuvo un momento en
el mostrador para saludar a Ángel y fue a sentarse en una mesa frente al billar,
desde donde lo llamaban unos conocidos. Ángel no supo muy bien por qué se
alegró de verlo, pero le dirigió una mirada irónica al amigo
chimentero que estaba a su lado, que prefirió no abrir la boca.
Osvaldo tenía una gran hinchada, todo el boliche estaba
con él. Poco antes de empezar la partida se acercó a la taquera y retiró el
taco que consideró en mejor estado. No había mucho para elegir. Estaban
casi todos torcidos, algunos astillados y otros mochos. De todos
modos lo revisó y le puso tiza. Encendió un cigarrillo y esperó a
que Ocampo terminara de armar su taco profesional.
El partido era a ocho rayas. El primero lo
ganó Osvaldo. Ocampo ganó el segundo. El “bueno” lo robó Osvaldo.
Ocampo insistió en seguir jugando. Osvaldo como buen anfitrión aceptó. Jugaron
toda la noche. Ocampo ganó algún partido. Hubo quien dijo que Osvaldo le dio
changüí. De todos modos, al final, como se esperaba, el
ganador absoluto fue el crédito del barrio.
Ocampo esa madrugada se fue confundido, sin alcanzar a
entender cómo su contrincante le pudo haber ganado durante toda la
noche con aquel taco revirado.
En el boliche alguien lo dijo al pasar: el que sabe,
sabe.
Maribel apareció al otro día, venía de Londres, demoró
un poco más de lo habitual porque se quedó para ver el cambio de
guardia en el Palacio de Buckingham.
¡No se lo iba a perder...!
Sergei Radov, primer violín - 7
Era un niño cuando asistí a la lenta agonía de nuestra amada Playa Capurro. Pude
ver con amargura, como cada día su arena blanca desaparecía bajo la resaca que
poco a poco, la fue sepultando. Sus aguas se fueron tornando sucias y revueltas
debido, en parte, a los buques que llegaban a nuestro puerto principal
y vertían los desperdicios en sus aguas. Se sumaron las vertientes
contaminadas de los arroyos Miguelete y Pantanoso y el ultimátum del
crudo, en el trasiego de los barcos petroleros anclados en el puertito de
Ancap, y los deshechos que la propia refinería volcaba en
la bahía. Yo, como muchos capurrences, presencié su ejecución. Y un día la
playa quedó sola y olvidada. De todos modos, en el verano me gustaba
recorrerla.
Con mis zapatillas bajo el brazo caminaba descalzo entre las piedras cuando
había bajante, pisando aquí y allá hasta alcanzar la roca más grande junto al
viejo lavadero, y allí me sentaba rodeado de gaviotas a escuchar el susurro del
mar, a veces suave y aletargado y otras veces furioso creciendo con rapidez.
Una tarde, en medio de mi contemplación, me sorprendió un viento
repentino y traté de salir lo más rápido posible, pisando las rocas que
desaparecían bajo las olas que avanzaban agitadas. Cerca de la orilla, vi a un
botija de más o menos mi edad que, con mucha dificultad, trataba de salir de entre
las grandes piedras. Al pasar junto a él le di la mano y salimos
juntos. No lo conocía. Nos calzamos y cruzamos al parque. Sentados
en la verja de ladrillos, que entonces lo rodeaba, me contó que era nuevo en el
barrio. Hacía unos días se había mudado con sus padres a una casita
en Húsares a la altura de Flangini. En ese entonces yo vivía por Coraceros, así
que éramos vecinos. Como ya lo habían apuntado en la Escuela
Capurro, seríamos también compañeros: esa tarde, sin más datos, sellamos una
amistad para toda la vida.
Mi flamante amigo se llamaba Sergei Radov pero para mí y los botijas del
barrio fue siempre el Rusito. Empezó a ir con nosotros a las matinés del Cine
Capurro. También lo hicimos hincha del glorioso Fénix, por aquel año
con: Pessina, González Plada, Saccone, Montuori y Herol, aunque abajo llevó
siempre la camiseta de Nacional.
Como a todos nosotros al Rusito le gustaba jugar al fútbol. Pero jugar con
él era difícil. En el cuadro de la escuela nunca lo ponían y cuando jugábamos
en la calle o en el parque, ninguno lo quería de compañero. Pero él insistía.
Lo que pasaba era que el Rusito era rengo. Una parálisis infantil que lo atacó
cuando era chico lo dejó con una pierna más corta que la otra. No era muy
evidente, pero rengueaba. La cuestión era que al cuadro donde él jugara lo
llenaban de goles.
Don Igor, el padre, lo hacía estudiar violín. Algunas veces lo oíamos tocar
desde el living de su casa: era como oír mil gatos maullando. Por eso los
botijas del barrio cuando él jugaba en la calle le gritaban: ¡dejá la globa
Rusito, chapá el violín. Con el violín disimulás la pata corta!
Cuando terminamos la escuela fuimos juntos al Bauzá. Para entonces el
Rusito tenía una novia. Marianela. Siempre la quiso, desde la escuela, y ella
también. Marianela era una chiquilina de trenzas y ojos oscuros que vivía por
Francisco Gómez y la vía. Ya en sexto se sentaban juntos y juntos hacían los
deberes. En el primer año del liceo él pasaba a buscarla y la acompañaba al
regreso.
Fue en las vacaciones de julio, cuando estábamos en segundo, que
Marianela se enfermó. Cuando veníamos del liceo él entraba en su casa y
se quedaba con ella. Le leía cuentos y le escribía versos.
Leyéndole a Machado, una tarde, ni se dio cuenta que Marianela... ya
no lo oía.
Fue su primer gran dolor y aunque él trataba de disimularlo yo sabía de su
sufrimiento. Íbamos y veníamos del Bauzá sin hablar. Yo hubiese querido decirle
algo que lo animara, pero nunca encontré las palabras. Sin embargo, en esa
época fuimos más amigos que nunca, y aunque la tristeza lo hacía aislarse de
todos yo siempre lo acompañé. Él volcó entonces en el violín toda la pena que
le dejara la pérdida de su amor adolescente. Salimos del Bauzá y fuimos
al I.A.V.A. Entramos juntos a la Facultad de Medicina. El
Rusito tenía una gran vocación de médico. Pensaba hacer Pediatría y dedicarse a
los niños con Poliomelitis. Entonces los problemas políticos del
país se fueron agudizando. Los estudiantes empezaron a ser acosados. Comenzaron
las grandes huelgas. El Rusito no les daba importancia, pero el padre le
pidió un día que fuese a sacar el pasaporte y consiguió
unas direcciones en Europa, por las dudas.
No se equivocó don Igor, al Rusito comenzaron a molestarlo. No sabía nada
de política, pero era hijo de ruso, ergo, era comunista. Se lo
llevaron dos o tres veces. Un día vino muy lastimado. Don Igor no
esperó más, le sacó los pasajes, le dio las direcciones, todos sus ahorros y el
violín.
Nos abrazamos muy fuerte en el Aeropuerto la noche que se fue
—Adiós, Rusito.
—Voy a volver.
Y el avión se perdió en el cielo. Adiós.
No volvió. Vivió en Austria con
unos tíos orfebres. Abandonó la carrera de medicina, aprendió el oficio de sus
tíos y trabajó con ellos. Siguió con el violín.
Ayer don Igor me llamó para
mostrarme el recorte de un diario que le enviara el Rusito desde el Viejo
Continente. Bajo su foto leyó el siguiente texto: “Invitado por el gobierno de
su país, el laureado Primer Violín de la Sinfónica de Viena, Sergei
Radov, viajará en breve a la República Oriental del Uruguay, donde
ofrecerá varios conciertos, iniciando allí una gira por las tres Américas.”
Hoy, desde el costado de la
Ruta 1, he vuelto a pisar las rocas junto al viejo lavadero. Bajo la
moderna vía de hierro y hormigón que atraviesa el viejo
parque, amurallada por grandes piedras como enorme mausoleo,
descansa para siempre mi vieja Playa Capurro. Gritan las gaviotas molestas con
mi presencia. El Rusito vuelve. El mar susurra. Hay bajante.
El collar de caracoles - 8
Era enero en Punta del Diablo. Habíamos llegado esa
mañana y el tiempo no acompañaba. El cielo estaba nublado y hacia el mediodía
un viento fresco encrespó las olas haciéndolas
avanzar sobre la arena erizada. De todos modos en cuanto llegamos
salimos a caminar por la orilla de la playa, seguimos hasta más allá de las
chalanas de los pescadores y subimos a las gigantescas piedras donde el océano
se estrella, elevando olas a más de diez metros de altura. Los cangrejos se
escabullían entre las grietas barridos por el agua. Algunos
peces pequeños, arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre
los intersticios hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los
rescatase y los devolviera al mar.
El océano comenzó a rugir, ensordecedor. Las olas, al
golpear contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en
millones de gotas que caían sobre nosotros con fuerza, como una
lluvia granizada de invierno. Estar allí, de pie, sobre las rocas,
impresiona. Asusta. Reconoce uno lo pequeño que el ser humano frente
a la fuerza devastadora del océano. De pronto apareció el
sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse.
Andrés dijo que era hora de almorzar de modo que
volvimos sobre nuestros pasos, pasamos junto a las barcas de los
pescadores donde algunos de ellos trabajaban con las redes, otros calafateaban
o ajustaban los motores. Las barcas anaranjadas, alineadas sobre la
arena, brillaban al sol recién aparecido.
A fin de llegar a un almacén donde comprábamos
comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos que atravesar por una
serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían sus trabajos
realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar. Todos los
veranos compraba algo para mí y algo para regalar. Las compras las hacía por lo
general en los últimos días antes de volver a casa.
Ese medio día pasamos por allí. Andrés se
había adelantado un poco y me detuve a curiosear en uno de los
puestos. Entre las distintas artesanías que se exhibían, me llamó la
atención un collar con siete caracoles. Eran
seis caracoles nacarados, de distintas formas pero de igual tamaño,
unidos cada uno con un arito a una cadena de plata. En medio de los seis lucía,
engarzado, un caracol negro con reflejos iridiscentes, bellísimo. El collar me
encantó. No comenté nada, pero decidí volver por él después del almuerzo
para estrenarlo, esa misma noche, en una cena especial
que teníamos programada con Andrés.
Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró,
refrescó mucho y a media tarde comenzó a llover. Decidí entonces ir
por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para quedarnos en la cabaña.
Andrés encendió la estufa y salió a comprar una botella de vino,
agregó también un postre de frutas, según dijo, para endulzar la
medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos
una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella y
allí nos quedamos el resto de la tarde y toda la noche, borrachos de vino y de
amor, festejando nuestros primeros cinco años de casados.
Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario.
Desde antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero
ese año lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y
no pude estrenar aquella noche y que cuando, al día siguiente, fui
por él, ya no estaba. Lo habían vendido.
Ese collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve,
un día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis
días.
El vínculo amoroso entre Andrés y yo comenzó cuando
éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos
casamos no bien recibió el título. Nuestra relación fue estable. Sin notorios
altibajos. Andrés demostró siempre ser un hombre mesurado,
tranquilo. Compramos la casa cuando entendió que estábamos en condiciones de
comprarla; de adquirir una deuda muy importante que pagamos en diez largos
años. Le llevó quince meses buscar la zona y elegir la casa que quería. Y otros
quince reformarla. Llevábamos seis años de casados, cuando nació nuestro primer
hijo. Porque yo decidí un día no esperar más. A los ocho años
de casados nació el segundo varón y a los diez años nació
Camila.
Nuestros amigos eran amigos de muchos años, casi todos
matrimonios. Solíamos reunirnos a comer y comentar lo que nos iba sucediendo.
Ayudarnos si era necesario. Conocíamos, como propia, la vida de cada uno
de nosotros. Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés.
Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita. Fue siempre muy
confidente conmigo. Tenía un amante, que me dijo se llamaba Atilio. Por años lo
tuvo. Se había enamorado de verdad del hombre. Pero él era casado. Ella decía
que él la amaba aunque no habló jamás de separarse de su mujer, ni tampoco de
abandonarla a ella. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba toda la historia
de su amor prohibido. Al principio la aconsejaba, era una relación que no le
servía, le decía. Pero ella estaba enamorada y no aceptaba consejos. Corrieron
los años y para mí, la situación de Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo
normal. Cómo manejó ella la realidad en su casa, no sé. No me lo imagino. De
eso no hablábamos. Ni yo le pregunté, más de lo que ella me contaba.
Cuando Camila iba a cumplir los quince años, me
encontré con Micaela en la casa de una amiga común y aproveché para comentarle
del cumpleaños y que tenía la tarjeta para enviarle. Me dijo, en un aparte, que
había dejado del todo con Atilio. Que le devolvió unas cosas que
tenía de él, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló. ¿Un collar? Le
dije. Sí, me contestó, un collar que me trajo hace años al volver de
unas vacaciones. ¡Me lo habrás visto! añadió. No me acordaba si me contó o si se
lo vi alguna vez. Micaela tenía muchas alhajas que cambiaba
constantemente. No recordaba ese collar. En fin, eso pasó; yo le dije que me
alegraba de su decisión. Que había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la
segunda de nadie. Le recordé que la esperaba a ella y a su marido
para los quince de Camila.
Esos días previos a la fiesta anduve
muy complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el
cumpleaños de una vez para poder descansar.
El mismo día de la fiesta buscando en casa una engrapadora,
entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes
de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La he visto más de
una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guarda planos y proyectos y,
semioculto, al fondo de un estante, encontré un estuche azul, que
arriba decía: Punta del Diablo. Nunca lo había visto. Hacía pocos días había
estado ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin
siquiera imaginarme lo que podría encontrar.
Encontré un puñal que me desgarró el pecho,
encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar de los siete caracoles
que un verano de amor y vino deseé tanto, y nunca tuve.
Por
malagueñas - 9
Atardece sobre el pueblo
indiano recostado al mar. El sol que agoniza, se hunde lento para morir en
rojo. En la media luz de la tarde, Manuela Velasco recorre airosa las calles
que van al puerto. La cabeza altiva, decidido el paso y en el pecho
el corazón alborotado de mariposas.
Manuela es hija de una
muchacha del pueblo y de un marino que llegó un verano en una balandra y se
quedó a vivir en la playa con los pescadores. La joven se enamoró
del muchacho, que llegó no se sabe de dónde, y con él vivió, poco
más de un año.
Antes de nacer
Manuela, un domingo luminoso de primavera, el marino juntó sus petates
y se fue en su balandra con la promesa de volver, pero no
volvió. La joven lo esperó días, meses. Durante años lo esperó. Los vecinos del
pueblo la veían pasar y detenerse en el muelle a escudriñar el
horizonte, con Manuela pequeña en brazos, con Manuela de
pocos años de la mano.
Cuentan que un día
subió a una chalana y se fue mar adentro, por
desconocido derrotero, y no la volvieron a ver. Desde
entonces, la niña vivió siempre con el abuelo quien le contó en tardes de sol,
junto a la playa, la historia de amor de sus padres. Quien le rogó
que no se enamorara nunca de un marino, porque el amor del marino, le decía,
pronto se lo lleva el mar. De todos modos, es sabido que el amor no
necesita que lo busquen ni lo persigan. Cuando es menester, él mismo
sale al encuentro de los desprevenidos y les roba el corazón. Eso
fue lo que le sucedió a la pequeña Manuela: ella no buscó su
primer amor, sucedió que lo encontró. Así fue. Ahora ya
tiene veinte años. La gente del pueblo la ve pasar, como otrora veía a su
madre, camino del puerto a esperar a Joao, un marino portugués que zarpó una tarde del puerto de Lisboa en un
barco atunero y que, ese atardecer, tendrá que tocar
puerto en la ribera del pueblo.
Manuela es hermosa, tiene
la impaciencia de su juventud y la premura de vivir la vida. Necesita amar y
ser amada no cuatro días cada seis meses sino todos los días y todas las noches
pues su cuerpo está deseoso de sensaciones que la
trasporten a territorios idílicos y perturbadores, aunque
esas sensaciones sean motivadas por una mala pasión que no colmará
nunca sus ansias de una vida plena.
De todos modos, la
joven lleva esa tarde ideas claras en su cabeza. No sabe bien por
qué, esa mañana se despertó con la precisa intención de hacer un
relevo en su vida. Esa misma tarde cuando se encuentre nuevamente con Joao, tratará
de hablar con él muy seriamente. Le dirá, entre otras cosas, que no
soporta más vivir tan sola. Que necesita un hombre de tiempo
completo. Y aún a sabiendas de lo que Joao le contestará, le
hablará de su firme deseo de tener un hijo.
Los cuatro días que el barco
atunero queda anclado en el puerto, los utiliza Joao para pasarlos
en la casa de Manuela Velasco reanudando allí los votos, escritos en el agua,
de amor y fidelidad. Se habían conocido cuando ella tenía cumplidos apenas
quince años y vivía en la playa, con su abuelo, en una casa de
pescadores.
El portugués había nacido en los aledaños de Lisboa, cinco años antes
que ella y con apenas diez años cumplidos se había hecho a la mar recorriendo,
en barcos pesqueros, las costas del viejo mundo. Tenía veinte años
cuando cruzó el Atlántico por primera vez, para venir a América. Ese
año conoció a Manuela en la playa del pueblo marinero, donde sabe que la
muchacha lo aguarda.
El abuelo, que ofició
de padre y de madre, que la crio con mucho amor, murió, dejándola
sola en el mundo, cuando ya había cumplido dieciocho años. Desde entonces ha
vivido esperando a su novio portugués que viene a verla
dos veces al año. Al novio que nunca habló de quedarse algún día
definitivamente con ella o llevársela con
él a su casa, que está en la otra vereda del Atlántico,
como le ha dicho más de una vez, y adónde necesita volver tras cada viaje.
Varias veces le ha comentado la muchacha su deseo de ser madre. Que
los años se precipitan, le ha dicho, y no quiere
envejecer sola y sin haber siquiera parido un hijo. Sin tener quien la
acaricie, ni quien la bese. Ni quien le extienda los brazos y la
llame: mamá. Pero el hombre le ha repetido hasta el hartazgo, que hijos no.
Esa tarde camina Manuela
por las calles del puerto, con una esperanza nueva que le perturba el alma y un
rasguido de guitarra siguiendo sus pasos, hacia el muelle donde
atracan los barcos pesqueros.
Hace unos años llegó
también al pueblo Juan Jiménez un andaluz que, con el sólo deseo de conocer
América, partió un invierno del puerto de Málaga y se vino a estas
tierras, recorrió la costa, se quedó en el pueblo y abrió
un bar en la calle del puerto. Juan es un hombre muy trabajador, muy sensato y
honesto, que en poco tiempo progresó surtiendo el negocio
como almacén y bar.
Más de una vez le ha pedido
Juan a Manuela que se case con él. Yo necesito una mujer a mi
lado, le ha dicho, y tú un hombre todos los días, no cada seis
meses, que un hombre cada seis meses no le sirve a ninguna mujer. Cásate
conmigo y tendrás una casa para el resto de tu vida, y un hombre en tu cama
todas las noches. Y se compró una guitarra para enamorarla.
Manuela
se ha detenido a la entrada del muelle pesquero. Ve desde allí venir
a Joao. Al llegar junto a ella el hombre la abraza y
juntos caminan las callecitas del puerto hacia la casa donde ella vive. Va
callada Manuela. A su mente ha venido la historia de amor que
vivió su madre, con aquel marino que la abandonó. La historia que,
en lejanas tardes, le contó su abuelo. Manuela no ha de revivirla. Una luz
nueva marcará su destino. Al pasar
por la puerta entreabierta del bar de Juan se detiene y
le dice a su compañero:
—Quiero tener un hijo, Joao. Y Joao le contesta como siempre:
—Ya te he dicho que hijos no, no necesitamos hijos, ¡olvídate!
Manuela se aparta entonces
del hombre entra decidida al bar y se detiene ante el mostrador donde está
Juan y, como un reto, le dice con mucha seriedad mirándolo a los
ojos:
—Quiero tener un hijo, Juan.
— ¡Seis, mujer, seis hijos te haré! ¡Diez, si quieres! ¡Diez!, le
contesta con vehemencia el andaluz. Ella, sin apartarse del
mostrador le habla a Joao que se encuentra en la puerta del bar:
—Vete, Joao, no me esperes, no vuelvas por mí nunca más.
Entra entonces,
decidida, por detrás del mostrador y con la cabeza erguida y en el pecho el
corazón alborotado de mariposas, se queda desde esa noche y para
siempre a la vera del español.
Cuenta
la gente del pueblo que ya va para dos veces que Juan agranda su casa. Que los
niños corren llenando de gritos y risas, la casa, el bar, la vereda.
Cuentan que por las
noches cuando el pueblo duerme, cuando el viento gime entre la arboleda y el
oleaje brama en la costa cercana, se oye a Juan con su guitarra, rasgueando por
malagueñas, con un cante gitano que sólo habla del amor que encontró
un día, tan lejos de España, en nuestra pródiga, generosa, tierra
americana.
Julia no ha vuelto - 10
Ese día un grupo de dieciocho
jóvenes había llegado al departamento de Treinta y Tres con la
intención de conocer la Quebrada de los cuervos que, ubicada en la
zona del arroyo Yerbal Chico, abarca unas 3.000 hectáreas con paredes
de hasta 150 metros de altura en las que se ha generado una
vegetación muy particular propia de los climas subtropicales.
A pesar de que existe señalización es conveniente llevar un guía,
pues el descenso es muy dificultoso y enmarañado.
Los jóvenes capitalinos decidieron el paseo para el
lunes de esa semana de primavera. Habían alquilado un ómnibus que salió de
Montevideo en la madrugada, para comenzar el descenso alrededor de las diez de
la mañana. El día estaba claro y la temperatura agradable por lo que
prometía un lindo día de vacaciones.
El paraje es visitado por habitantes del país y también por
extranjeros. Ese día, precisamente, habían llegado dos ómnibus desde Montevideo
con turistas europeos procedentes de un crucero cuya guía turística incluía una
visita a la Quebrada de los Cuervos.
Con uno de los jóvenes conocedor del lugar haciendo de
guía, el grupo de estudiantes comenzó el descenso. Recorrieron un trecho junto
al arroyo que corre en el fondo, filmaron, sacaron fotos y
almorzaron sentados bajo las palmeras. A media tarde comenzaron el ascenso.
Guillermo, el esposo de Julia, subía conversando con un compañero
adelantado un par de pasos de su esposa que quedó a la zaga con una amiga.
Cuando casi todo el grupo había salido a la superficie sucedió el terrible
accidente. Julia, no se sabe bien si pisó mal, si tropezó o sufrió
un vahído, lo cierto fue que cayó de casi 80 metros rodó entre la
vegetación y las piedras que recién lograron detener su cuerpo a
unos 10 metros del fondo de la Quebrada. La retiraron
desfallecida hacia el hospital de Treinta y Tres y de
allí con urgencia a Montevideo. De todos modos, pese a los esfuerzos
de los médicos, falleció en el viaje sin recobrar el conocimiento.
Ese lamentable accidente opacó la alegría
de todos los turistas que se fueron muy impresionados. Principalmente los
jóvenes estudiantes de la capital.
Desde ese día Guillermo se apartó del grupo. Por ese
año no volvió a la facultad dedicándose solo a su trabajo. Laisa, la joven que
estaba con Julia cuando el accidente, solía ir a verlo. Lo acompañaba en esas
horas interminables y tristes cuando volvía del trabajo. Permanecía
callada a su lado respetando su tristeza y su dolor. Le ordenaba la casa, le
acercaba un café. Lo escuchaba cuando él hablaba de Julia culpándose de haberla
dejado sola, de no haber estado junto a ella para ayudarla cuando subían. De
haberse distraído un momento —decía—, cuando se adelantó para hablar con el
amigo. Lo escuchó, paciente, contar una y mil veces cómo la conoció, cuánto la
amó. Que sin ella, —repetía—, no encontraba motivo
de vivir.
Laisa lo acompañó como una verdadera amiga en sus
momentos más difíciles. y él encontró en ella comprensión y
paciencia. De manera que, aunque no el olvido, el duelo
fue pasando. Comenzaron a salir juntos y él volvió a la facultad. Ya había
pasado casi un año del accidente. Para entonces los dos se habían convertido en
grandes amigos. Guillermo estaba agradecido. Laisa estaba enamorada.
Y volvió la primavera. El día que hizo fecha del
accidente le pidió a Laisa que no viniera a la casa. Quería estar
solo —le dijo.
Esa mañana se levantó al alba y vagó por la casa con
su pensamiento puesto en Julia. Sintiendo que cada día la extrañaba
más. Entró al escritorio y se sentó en el sofá junto a la estufa donde solía
sentarse Julia a leer, haciéndole compañía, mientras él trabajaba en la
computadora. De pronto sintió algo extraño. Como una presencia viva. Se puso de
pie, miró la ventana que estaba cerrada, abrió la puerta. No había nadie. No
había nada. De todos modos él sentía que no estaba solo en la habitación.
Caminó unos pasos y un libro cayó de la biblioteca a sus pies. Era un Atlas
antiguo que al caer quedó abierto en el mapa de
Suecia. Lo recogió del suelo, lo cerró y lo colocó en su estante. Se
sentó en el escritorio frente a la computadora que se encendió al instante
mientras en la pantalla aparecía la ciudad de Estocolmo. La presencia se hizo
más fuerte. Entonces la llamó: —Julia sé que estás aquí! ¡No entiendo, mi amor!
¿Qué quieres decirme? En ese momento dejó de sentir la presencia y
la computadora se apagó. Guillermo pasó el día en el escritorio a la
espera de una nueva comunicación, pero no sucedió nada más.
Era tan ilógico lo sucedido que llegó a
pensar que todo había sido producto de su mente. De manera que no comentó con
Laisa la extraña experiencia ocurrida en el escritorio, ella podía pensar que
estaba enloqueciendo y no quiso preocuparla.
En los días sucesivos la joven dejó entrever su amor,
y pese a que él seguía enamorado de Julia, aceptó de buen grado su
compañía. De modo que al cabo del tiempo se fue entregando al arrebato de la
joven.
Y de estar juntos viene el roce. Del roce viene
el fuego. Y el fuego los alcanzó. Una noche Laisa logró lo que tanto
ansiaba: se quedó a dormir con Guillermo que la amó tiernamente pero sin
pasión. De todos modos, aunque notó la apatía del
muchacho sabía que pronto cambiaría de actitud. Que ella lo haría cambiar. Por
lo pronto comenzó por quedarse primero unos días, para luego
instalarse. Como una esposa se encargó de la casa con excepción del
escritorio. No entendía por qué, pero con sólo abrir la puerta
sentía una sensación extraña de rechazo. Trató varias veces de superar esa
sensación, para acompañar a Guillermo que pasaba largas horas
trabajando allí. Pero le fue imposible, no entendía por qué nunca pudo pasar de
la puerta.
Mientras tanto Guillermo seguía comunicándose con su
esposa y registrando indicios que él no lograba
descifrar. Lo único que tras mucho pensar creyó sacar en conclusión,
era que Julia intentaba comunicarle que en Suecia, más precisamente
en Estocolmo, se encontraba algo que ella había perdido y
que le urgía recobrar. Pero ¿qué? Ni él ni ella conocían a nadie en
Estocolmo. ¿Qué deseaba rescatar de tanta importancia, que no la dejaba
descansar en paz...?
Una noche apareció en la pantalla de la computadora,
un barco enorme, un crucero navegando que, por supuesto, no le agregó mucho a
su percepción. Entonces, seguidamente, la pantalla mostró una vista de La
Quebrada de los Cuervos. Entendió que Julia trataba de comunicarle algo que
incluía la ciudad de Suecia, un crucero y La Quebrada de los Cuervos. Dedujo
que ella había perdido algo en la Quebrada y quería que
él lo encontrara. Recordó entonces que cuando la retiraron,
después del accidente, y la llevaron al hospital de Treinta y Tres él vio que
le faltaba una cadena de oro con una cruz que ella siempre llevaba al cuello.
En ese momento pensó que en la caída se habría enganchado en algún
arbusto, se había roto y perdido y no le dio importancia. Si era esa
cadena lo que deseaba recuperar iría a tratar de encontrarla, pero ¿qué
tenían que ver, Suecia y el crucero?
Habían pasado ya casi tres años del accidente.
Guillermo y Laisa tenían decidido casarse para la próxima primavera cuando, una
tarde, llegó un sobre de la ciudad de Estocolmo, para Guillermo. Dentro del
sobre había una carta y otro sobre cerrado con un CD en cuya portada se leía:
Quebrada de los Cuervos. La enviaba un señor que él no conocía. En
un español limitado el hombre trataba de contarle una historia. Sentado en su
escritorio con la presencia del alma de Julia a su lado, Guillermo comenzó a
leer la carta que decía más o menos lo siguiente:
Sr. Guillermo Cárdenas Barreiro
De mi mayor consideración:
Sr.
Guillermo, usted no me conoce ni yo tengo el gusto de conocerlo. De todos modos
he conseguido su nombre y dirección por intermedio
del Consulado de Suecia en Uruguay. Usted se preguntará a qué se
debe mi irrupción en su vida. Trataré de ser lo más breve posible.
Verá, Usted y yo coincidimos hace casi tres años en una visita, en su país, a
la Quebrada de los Cuervos. Sé que a usted esto le trae muy tristes recuerdos,
le ruego por ello me perdone. Habrá visto que le adjunto un CD. Bien, termine
de leer la carta y luego véalo. Es una filmación que hice yo ese
día. Ustedes eran un grupo de jóvenes felices, hermosos. Yo formaba parte de un
grupo de turistas europeos que habíamos llegado a Montevideo en un crucero y la
Quebrada de los Cuervos estaba en el itinerario. Éramos todas personas mayores.
Ese crucero lo hice con una mujer que no era mi esposa. Ese fue el motivo de no
enviarle la filmación inmediatamente. Mi esposa estaba enferma en aquel momento
y ello me hubiese traído impredecibles consecuencias. Reconozco que, ante
usted, esto no me justifica. Mi esposa ha fallecido. Ya nada me impide afrontar
las consecuencias que me generen haber retenido dicha filmación. Tal
vez no pueda perdonar mi actitud. Si es así, créame que lo comprendo. Quiero
agregar que yo estaba filmando cuando ustedes comenzaron a subir, y los filmé
porque me tentó ese grupo de jóvenes que subía, alegremente, con aquel fondo
exuberante de vegetación. Filmé por lo tanto la caída de su esposa y el
inmediato rescate de ustedes. Le envío todos mis datos personales. Quedo a su
disposición para lo que usted necesite al respecto. Quiero que sepa que lamento
muchísimo su pérdida y también mi proceder que, no lo dude, durante todo este
tiempo ha carcomido mi conciencia. Lo saluda atentamente...
Guillermo colocó el CD y comenzó a mirar la filmación
que un desconocido le enviara tres años después, de aquella tarde trágica. Los
dieciocho compañeros de la facultad subían, detrás del guía, por una escarpada
ladera de la Quebrada de los Cuervos, aquella tarde de primavera. Él, Julia y
Laisa eran los últimos de la fila. Julia subía detrás de él, que se había
adelantado un par de pasos conversando con Juan, detrás de Julia y última del
grupo, subía Laisa.
De pronto Laisa abandona el último lugar en la
fila, se coloca delante de Julia y la empuja de frente con
fuerza, con sus dos manos, mientras grita como asustada, aparentando
que Julia hubiese caído sola.
Julia no ha vuelto. Descansa en paz.
La cruz de la Serrana - 11
En
pagos de Maldonado, como quien va para la Sierra de las Ánimas, junto
a un arroyito que baja de los cerros, rodeada de cardos y siemprevivas,
vigila la Cruz de la Serrana. Medio escondida junto
a unos talas se yergue una cruz añosa, hecha de retorcidos troncos de coronilla
y atada con tientos no más, pues ni clavos tiene. Vieja cruz que desde los años
en que se hizo la patria, hundida en la tierra campea los vientos y
los aguaceros que no han logrado dominar su decidida entereza de permanecer.
Como un mojón rebelde que en nuestra historia quisiera vencer los años y el
olvido. Y aunque jamás un cristiano se ha acercado a visitarla y
ponerle una flor, los pájaros del monte siempre la acompañan. Las torcacitas y
las cachirlas, los benteveos y los churrinches revolotean y cantan
junto a su tristeza tan quieta y callada.
La gente del pago es mañera de pasar de
día por ese lugar. Le tiene recelo a la cruz. Tal vez porque a través de los
años muchas historias se han contado sobre quien yace o a quien recuerdan esos
palos crucificados. Historias de amores truncos, de muertos y aparecidos, de
luces malas y espíritus andariegos. Pero han de saber quiénes narran, que sólo
existe una historia verdadera. Se la contó a mi padre un descendiente de indios
charrúas, una noche después de unas pencas, mientras churrasqueaban en
descampado.
Arriba, la noche se había cerrado como
un poncho negro sobre el campo. Abajo, las brasas eran rubíes desperdigados al
calor del fueguito. Cuando el indio empezó a contar la luna, sabedora de la
historia, se fue escondiendo despacito detrás de los cerros. Las almas en pena
pararon rodeo para escuchar al indio. El viento en las cuchillas se fue
aquietando, y sólo se oía el silencio cargado de preguntas y de
porqués. Después, la luna brilló hacia el este, el viento chifló con
bronca y mi padre guardó por años la historia que hoy me contó.
Habíamos salido temprano. Andábamos a
caballo, al paso, de recorrida por el vallecito junto a la Sierra de
las Ánimas. El sol de la mañana de enero empezó a picar. El alazán
de mi padre tironeó para el arroyo, y nos detuvimos para que los animales
bebieran. A un costado del arroyo junto a unos talas, había una cruz. Papá, ¿es
ésta la cruz de la Serrana? pregunté bajándome del caballo. Sí, m´hija.
Déjela tranquila, no la moleste, me contestó. Me detuve junto a ella con
intención de limpiarla de maleza y descubrí que no había allí ninguna mala
hierba; sólo los cardos de flores azules, le habían hecho un resguardo para que
nadie se le acercara. Protegiéndola. Sobre su cimera blanqueaban los panaderos.
Nos volvimos en silencio y al llegar a las casas puso a calentar el agua para
el mate, armó un cigarro, nos sentamos en unos bancos de cuero crudo junto a la
puerta de la cocina y con la vista perdida en
las serranías, mi padre se puso a contar.
Me dijo que siendo muchacho
anduvo un tiempo de monteador por Mariscala y las costas del Aceguá, que por
allá conoció al indio Goyo Umpiérrez. Joven como él, versado y guitarrero.
Animoso para el trabajo y conocedor de rumbos, de quien se hizo amigo, saliendo
en yunta más de una vez en comparsa de esquiladores por el centro y sur del
país.
En una ocasión haciendo noche en Puntas
de Pan de Azúcar, salió a relucir la mentada Cruz de la Serrana y las
distintas historias que de ella se contaban.
Fue entonces que el Goyo le contó a mi padre la verdadera historia. Según
supo el indio de sus mayores por 1860, llegaron a nuestro país varias familias
de ricos hacendados europeos con intención de invertir en campos y ganado.
Colonos que en su mayoría se establecieron sobre el litoral. Una familia vasca
compuesta de un matrimonio y una hija de dieciséis años, enamorada del lugar,
se instaló en el valle que descansa junto a la Sierra de las Ánimas.
Parece ser que la hija del matrimonio era muy hermosa, belleza comentada entre
los lugareños que al nombrarla la apodaron: la Serrana.
Afirman que tenía la tez muy blanca, el cabello largo y oscuro y grandes
ojos grises.
La casa de los vascos era una
construcción fuerte de paredes de piedra, techos de tejas
y ventanas enrejadas. Casi a los límites del campo cruzaba un arroyito de agua
clara que bajaba de los cerros bordeado de juncos, pajas bravas y espinillos.
Con playitas de arena blanca y cuajado de cantos rodados, donde la familia en
las tardes de verano solía bajar a pescar y bañarse permaneciendo
allí hasta el atardecer.
Por aquellos días, entre las cuchillas
verdes y azules, vivía a monte una tribu de indios charrúas, ocultos como
intrusos en su propia tierra. Diezmados en Salsipuedes sólo unos pocos
recorrían los campos, aún sin alambrar, en busca de caza para su sustento. Una
tarde un joven indio que andaba de cacería, al seguir el curso del arroyito, se
acercó a la familia que se encontraba a sus orillas. Sólo la joven lo vio
acercarse. Al indio lo turbó la belleza de la Serrana. Se cruzaron
sus miradas y el indio desapareció.
La joven no comentó su presencia pues
sus padres, que eran profundamente católicos, tenían a los indígenas por
herejes, sintiendo por ellos desconfianza y temor, no permitiéndoles el más
mínimo trato. A la joven europea la impresionó el indio oriental y tal vez por
curiosidad ansiaba volver a verlo. Por eso en las tardes, sin que sus padres
supieran, se llegaba sola hasta el arroyito con la secreta esperanza de
encontrarlo otra vez. También el charrúa bajaba de las sierras sólo
para ver a la Serrana, permaneciendo oculto entre los árboles. Así una
tarde y otra y otra, llegaba la Serrana a la playita y se sentaba a
esperar.
Una tarde decidió salir en su
busca y comenzó a recorrer el arroyo. El indio, que la observaba, al verla ir
hacia él quedó sorprendido y permaneció muy quieto. El encuentro de los dos fue
natural. Ese día la niña blanca y el indio se
enamoraron. Con ese amor que no sabe de tiempo, edades ni razas. Así
cada día, en las pesadas horas de la siesta, llegaba la joven
a encontrarse con su enamorado indio, ocultando aquel amor que les
había nacido sin querer. Todo ese verano se vieron a escondidas.
Una tarde de otoño con un tibio sol
acariciando las hojas doradas, caminaban los dos enamorados a la vera del
arroyo. En la mano morena del indio oriental se cobijaba la blanca manita de la
niña vasca. Caminaban un mundo de luz y felicidad. De pronto el sol de
oscureció. En la orilla opuesta, atónito, los observaba el padre de la joven.
Vaya a saber qué sentimiento perverso nubló
su mente, cegó su raciocinio y permitió que un ramalazo de odio convirtiera en
mármol su corazón, para que sin mediar palabra, ciego de ira,
desenfundara el arma que llevaba en su cintura y de un balazo
abriera una boca en el pecho del indio, por donde, hacia las remotas praderas
indígenas, se le fue la vida.
El grito desgarrador de la
Serrana retumbó en ecos por la Sierra de las Ánimas, alertando a
la tribu, que presagiaba el final. Horrorizada la joven corrió a su casa y se
encerró en su habitación. Esa noche mientras todos dormían fue hasta los
galpones, descolgó una coyunda y llegó hasta el arroyo. Sólo en lo alto una
luna blanca la acompañaba. Buscó al indio que había caído a sus pies, sin
encontrarlo. Ya la tribu al caer la tarde se lo había llevado monte adentro. Y
allí, donde cayó herido de muerte, la Serrana se ahorcó.
Contó Goyo que al encontrarla su padre
al otro día, la enterró allí mismo y con sus manos hizo una cruz. Al poco
tiempo vendieron los animales, abandonaron la casa y se volvieron a Europa. Y
la cruz quedó y permanecerá para siempre, mientras ande el Amor de paso por la
tierra. Como símbolo quizá, de nuestras propias raíces. Mezcla de
sangre europea tenaz y emprendedora y la de nuestros indígenas, rebeldes y
libertarios. De todos modos la Serrana y el indio cumplieron su
destino y estuvieron al fin, juntos para siempre.
El cigarro se había apagado entre los
dedos de mi padre que retornó su mirada de la lejanía. Los pollos picoteaban en
el ante patio, el perro se desperezó y volvió a dormirse. Mi madre
nos llamaba para almorzar.
Esta es la historia que una noche el indio
Goyo Umpiérrez le contó a mi padre, que hoy mi padre me contara a
mí, y que yo les cuento a ustedes. Desde entonces dicen los lugareños, que por
las noches han visto a la Serrana vestida de blanco como una novia,
con su largo cabello suelto, y sus asombrados ojos grises, recorriendo la
Sierra de las Ánimas en busca de su amado indio. Llamándolo con la voz del
viento que se filtra entre los cerros como un desgarrado lamento. Vaga sola por
las noches sin que nadie conteste a su llamado; sólo el aullido lejano de un
lobo que nunca han visto acompaña a la Serrana en su vagar. Es por
eso que la gente del pago es mañera de pasar de día por la cruz
de la Serrana.
Y de noche por la Sierra de las
Ánimas, ¡ni Dios pasa...!
A veces el pasado - 12
A veces, el pasado viene a
mí y me sorprende. ¡Tantos años adormecidos en la memoria! Y de
pronto una palabra, un nombre: Celina, y el
recuerdo de una historia de Amor que se resistió a morir pese
a la separación y al intento de olvido.
— ¿Te acordás de Celina? Me preguntó, una
tarde, mi prima Aurora.
— Celina, dije yo, ¡cómo no voy a acordarme!
La conocí por los años cincuenta en la, recién
inaugurada, biblioteca Artigas-Washington en 18 de Julio y Médanos. Nos hicimos
amigas porque coincidíamos en los mismos días y en la misma hora de entregar y
retirar libros. Llegábamos, las dos, sobre la una de la tarde y salíamos juntas
por 18 de Julio, yo, hasta Río Negro donde estaba La Madrileña.
Ella caminaba tres cuadras más, hasta Convención, donde estaba Caubarrere.
Durante esas cuadras, conversando de prisa, nos contábamos la vida y los
sueños. A fines de ese año decidimos hacernos socias de la
Asociación Cristiana de Jóvenes, ubicada donde hoy está el
Juventus. Yo, para aprender a nadar, ella para perfeccionar su estilo. Habíamos
elegido el horario de siete a ocho de la mañana, pues
entrábamos a trabajar a las ocho y media.
Celina era delgada y de mediana estatura, tenía el
cabello de un rubio muy claro, los ojos oscuros y la piel dorada.
Del mismo dorado que adquieren las chicas, con tiempo para ir a la
playa y tenderse al sol, pero que en ella era genuino. Hablaba poco,
lento, jamás levantaba la voz, sin embargo, sonreía con
facilidad. Cuando se reía con ganas los ojos se le llenaban de lágrimas.
Algunas tardes, a la salida, entrábamos al cine Víctory, que estaba en la
cuadra de La Madrileña y veíamos películas americanas de amor o
nos encontrábamos en el bar Dorsa y comíamos olímpicos con cerveza,
o té con leche y masitas en La Imperial. Recuerdo que soñaba con
viajar a Grecia. Tal vez debido a nostalgias de los años liceales cuando
estudiábamos a los griegos y nos enamorábamos de su mar azul y de sus poetas.
Celina poseía un gran conocimiento de la cultura, la
geografía y la historia de los helénicos. Éramos muy distintas, de pensamiento
y vida, creo que por eso fuimos tan amigas. Yo la quería mucho, tal vez porque
la encontraba muy frágil. Muy vulnerable. Era demasiado confiada. Desconocía la
maldad, la envidia. La traición. Para ella la vida era un vergel. Creía que
si amaba al prójimo, el prójimo la amaría de la misma manera. Que
si era leal con la gente, la gente sería leal con ella. Cuando la
escuchaba decir estas cosas, me daba miedo. Miedo de que alguien le
hiciera daño, por desprevenida. Le preguntaba entonces: de qué mundo venís,
Celina. Porque, aparentemente, vivimos en distintas galaxias. Ella me decía que
yo era prejuiciosa. Que debía confiar más en la gente. Quitarme la coraza,
decía. A mí me hubiese gustado pensar como ella. Pero yo fui siempre
muy realista. Siempre supe que la vida tiene otra faz que ella no conocía. Que
tal vez no conociera nunca.
En esos años Celina se enamoró de un muchacho, muy
apuesto, que trabajaba en La Platense, una pinturería y cuadrería, que
estaba en la esquina de 18 y Julio Herrera y Obes. Así
que sin querer nos fuimos alejando. A mediados de los sesenta La
Madrileña clausuró la gran empresa, de seis pisos que
era, despidió al personal que sobraba y se redujo a una mínima tienda
de confecciones incrustada a los fondos del edificio.
Yo cambié de trabajo y no la volví a ver. Un día me
llegó una invitación para su casamiento. Se casaba con el muchacho
de La Platense que, dicho sea de paso, cerró y se
fue de esa esquina mucho antes que cerrara La Madrileña.
Celina seguía en Caubarrere que fue uno de los últimos grandes
comercios de 18 de Julio, que se vieron, un día,
obligados a cerrar sus puertas al público.
Fui a verla. Se casó en la iglesia de Los
Vascos.
¡Dios! Estaba tan linda! Traté de saludarla
allí pues no pensaba ir la fiesta. Pero había tanta gente rodeándola que
decidí dejar el saludo para otra ocasión. Entonces ella me vio, me
llamó por mi nombre, me tendió los brazos y me abrazó tan fuerte que me hizo
llorar de emoción. Que seas muy feliz Celina, le dije. Nos tenemos que ver, me
contestó. ¡Tengo cosas que contarte! Lo felicité a
él (era un actor de cine) una mezcla de Leonardo Di
Caprio y Richard Gere. Formaban una pareja perfecta. Volví a mi casa
pensando si la luna de miel sería en Atenas. No le pregunté.
Y volvimos a dejar de vernos. Los años pasaron
como una ráfaga.
Un día mi prima Aurora, que tiene mi mismo
apellido, se mudó para un apartamento en Malvín. A los pocos días me llamó por
teléfono para decirme que una vecina de su mismo piso, me mandaba
saludos. — ¿A mí? le dije. —Sí, a vos, de parte de Celina
Vásquez Ochoa, dice que vengas a verla que le encantaría
hablar contigo.
— ¡Celina! exclamé, contame de ella ¿cómo está?
—Aparentemente está bien. Creo que me dijo que tiene
dos hijos casados. Acá vive sola.
Dos días después fui a verla.
Eran las cinco de la tarde de un abril tibio de
otoño. Se sonrió al abrirme la puerta y me volvió a abrazar como me abrazó en
el atrio de la iglesia, la noche que se casó. Conservaba la misma
sonrisa de aquella muchacha de dieciocho años que conocí en la
biblioteca. Me hizo una pregunta que nunca me habían hecho. Que no
acostumbramos a hacer:
— ¿Fuiste feliz estos años? Me quedé pensando.
—He tenido buenos momentos, —le contesté—, tengo dos
hijos y tres nietos. Me han pasado cosas, nada trágico. Con mi marido me llevo
bien, hace más de cuarenta años que compartimos el pan y el vino. Creo que nos
seguimos amando. No más que antes, cuando éramos jóvenes, pero tampoco menos.
¿Y tú?
—Yo—, me dijo, yo me separé de mi marido. Le gustaban
las mujeres. Todas las mujeres. No era vida la que llevábamos juntos. Un día
tomé una decisión drástica. Decidí no hacer más el amor con él. Llevé mis cosas
para el otro dormitorio y por un tiempo vivimos como hermanos. Hasta
que se cansó de la situación, se enojó y se fue. Nunca nos divorciamos. Él
venía a ver a los hijos y siempre los mantuvo. Cuando se
casaron yo me quedé sola y un día, treinta y cinco años después de
habernos casado y treinta de habernos separado, volvió para
quedarse. Me dijo que estaba enfermo, me mostró la historia clínica
y unas radiografías. Sufría una enfermedad grave que, por lo avanzada, no tenía
cura. Entonces le arreglé el dormitorio que dejara uno de sus hijos. Y se
quedó. Yo lo cuidé, como era mi obligación, hice todo lo
que su médico ordenaba. En los últimos tiempos, para no moverlo, aprendí a
inyectarlo. Pasaba largas horas, acompañándolo, mientras él dormitaba. Cuando
estaba despierto le contaba anécdotas de nuestros hijos y le mostraba fotos de
los nietos. Hasta que una tarde, mirándome, se fue, su alma lo
abandonó.
— ¿Nunca lo perdonaste?
—Sí, el día que murió.
— ¿No te arrepentiste nunca de lo que hiciste?
—No tengo de qué arrepentirme. No hice nada malo.
Simplemente no acepté compartirlo con otras mujeres. Siempre lo respeté. Él fue
el único hombre de mi vida. Sin embargo, no pude perdonar su infidelidad. Su
traición. No pude.
— ¿No me decís que siempre lo amaste?
—Porque lo amaba no pude perdonarlo. Si no lo hubiese
amado no me hubiera importado su deslealtad. Cuando me pidió ayuda
lo ayudé de corazón. Lo cuidé durante un año, si hubiese tenido que cuidarlo
diez años, lo hubiese hecho. Ahora ya nadie me necesita. Puedo sentarme frente
a la ventana que da a la calle y dejarme morir.
Hablé mucho con ella esa tarde. Me dejó preocupada esa
última frase que dijo. Siempre pensé que era débil de carácter, que por eso iba
a sufrir en la vida. De todos modos, la mujer que estaba frente a mí no era la
jovencita que conocí hace muchos años, frágil, inocente. Esta era una mujer con
una determinación y una voluntad de hierro, que yo nunca tuve. A
partir de esa tarde que fui a verla nos comunicábamos, por teléfono, casi todas
las noches y siempre que me daba el tiempo pasaba por su casa para conversar un
ratito. Una noche la llamé y me dijo que fuera por allá, pues tenía
una novedad para contarme. A la tarde siguiente fui. Me dijo que
había decidido hacer un viaje. Me voy a Grecia, agregó. Ya había reservado el
pasaje y la estadía en un hotelito de un pueblo blanco, a orillas
del Mar Egeo, recomendado por la agencia. Le comenté que pensaba
preguntarle sobre ese viaje, con el cual soñara de jovencita. Me contestó que
antes, por distintos motivos, no pudo realizarlo. Que el momento era ahora, los
hijos estaban bien. Ella se encontraba perfecta de salud y tenía muchas ganas
de viajar. Unos días después la acompañé hasta el aeropuerto. Allí
estaba toda su familia. Los hijos, nueras y nietos. Hace cinco años,
se fue por un mes. Los hijos ya han ido a verla. Me escribe cartas
hermosas: que vive en una casa blanca cerca del mar, que tiene dos
olivos plantados en el frente, que continuamente llegan cruceros con turistas.
Que es cierto que el mar siempre es azul...que no sabe si volverá.
Las gemelas – 13
La tía Pilar vivía a unas cuadras de mi casa. En una casa oscura, antigua y romántica, con paredes muy altas y techos de bovedilla. Tenía diez habitaciones, varias salitas diseminadas entre ellas, un comedor enorme con balcones cargados de plantas con flores que daban al jardín y un sótano de gran tamaño, donde habitaban los espíritus de los familiares muertos, que olía a un sahumerio dulce y picante que revolvía el estómago, alteraba la cabeza y hacía correr por las venas voraces sensaciones prohibidas.
El sótano tenía una puerta de doble hoja
que permanecía arrimada y sin llave donde sólo, cada tanto, entraba la abuela.
Era ella la encargada de dejar en ese territorio místico algún mueble fuera de uso,
juguetes de alguien que creció, cartas viejas, documentos vencidos.
Espejos.
A pesar de que los niños teníamos la entrada
prohibida, mi hermana Ester vivía fascinada por aquella puerta entreabierta la
cual intentó mil veces cruzar arrastrándome a mí y por la cual estoy
segura, logró en aquellos días pasar más de una vez.
Como dije, era una casa antigua y romántica. Con aquel
romanticismo escondido en los patios con glicinas, hacia donde abrían sus
ventanas la mayoría de las habitaciones. Patios con aljibes, azulejos
asturianos y bebederos con cabezas de león. Rodeaban la casona viejos jardines
franceses, con canteros delineados, donde florecía la más variada selección de
rosas, aterciopeladas dalias y las pequeñas violetas escondidas siempre bajo el
verde intenso de sus hojas.
En esa casa habían vivido mis abuelos y criado a
sus hijos. Pilar era una de las hijas menores. Nunca se casó. Cuando murieron
mis abuelos a pesar de que mamá le pidió que viniese a vivir con nosotros
ella prefirió quedarse sola en aquel caserón.
También dije que la casa de los abuelos era oscura.
Varias de sus habitaciones tenían ventanas hacia los patios interiores
dónde no llegaba el sol. Además, los árboles del jardín eran muy frondosos y
sus ramas le robaban la luz del día.
Esto no alcanzó a preocupar a la tía Pilar que
nunca hizo buenas migas con la solana. Ella prefería la penumbra por eso
entornaba los postigos de las ventanas como temiendo que entrara la luz y la
cegara.
Mi hermana Ester y yo íbamos casi a diario a ver a la
tía. Mamá nos mandaba con pan casero, un bollón de dulce o pasteles
fritos. Cada vez que cocinaba algo especial le llevábamos a la tía.
Al llegar nos quedábamos junto al portón
de la vereda y la llamábamos a gritos: ¡tíaaa...! El portón tenía un candado y
cuando nos oía, venía sonriendo a recibirnos. Era bonita la tía Pilar. Tenía
breve la cintura, la piel muy blanca y el cabello oscuro. Con su
vestido de pana azul y cuellito de encaje blanco sentada en su sofá, semejaba
una tela de algún pintor barroco.
Cuando entrábamos a la casa nos sentábamos en la sala
donde ella bordaba. Usaba sobre su falda un redondo bastidor de pie y sobre él
sus delicadas manos entretejían los hilos formando preciosos dibujos.
En una de las paredes de la sala había un
espejo muy grande con el marco dorado, formado de flores y hojas en
relieve —que según mi madre nunca había visto antes, ni sabía
cuándo ni quién lo había puesto allí—, en el que veíamos a la tía
reflejada sobre su bastidor. Nosotras, sentadas frente a ella, tomábamos
guindado casero en unas copitas de cristal tallado y comíamos unas
galletitas que la tía sacaba de una caja cuadrada que estaba sobre el piano. Un
piano recto, color borra de vino, que nunca supimos si tenía teclas o no, pues
jamás lo vimos abierto.
Mi madre nos contó una vez que Pilar había tenido una
hermana gemela llamada Analí que había muerto a los diecisiete años, y que la
tía nunca logró reponerse de esa pérdida. Contaba mi madre, que las
gemelas se adoraban, que tocaban el piano a cuatro manos y que Analí escribía
versos.
En aquellos años las jóvenes comenzaban a
preparar su ajuar, aún antes de tener novio. Según decía, a Pilar le encantaba
bordar de manera que para que su hermana gemela escribiera sus poemas, ella
bordaba el ajuar de las dos.
La muerte inesperada de Analí enlutó y llenó de
congoja a toda la familia. Principalmente a Pilar que sintió que la hermana
gemela se llevaba con ella la mitad de su ser. Sin embargo, a pesar de que
desde entonces vivió recluida, sin salir más allá de los límites del
jardín, conservó siempre el carácter afable y nunca descuidó su persona.
Una tarde, con mi hermana Ester, fuimos a llevarle un
bollón de dulce de ciruelas. Mamá había estado un rato antes y parece que
al irse el candado no quedó bien cerrado y, al encontrarlo abierto, entramos
sin llamar. Atravesamos el jardín y, al acercarnos a la puerta de entrada,
oímos voces. Extrañadas miramos por el ventanal entreabierto: la tía Pilar,
sentada ante su bastidor bordaba como siempre. El espejo reflejaba su imagen.
¡No! No era su imagen. Aquella Pilar no bordaba, leía poemas de un libro que
sostenía entre sus manos. Pilar, mientras bordaba, la escuchaba sonriendo.
Nos volvimos con el bollón de dulce, desconcertadas.
Mamá no nos quiso creer cuando se lo contamos con lujo de detalles. Asumió que
éramos unas aparateras que nos imaginábamos cosas. Que vivíamos en la luna, nos
dijo medio enojada, que no servíamos ni para hacer un mandado. Que, aunque
hubiésemos encontrado el portón abierto deberíamos haber llamado igual. Y que,
en resumidas cuentas, no habíamos visto lo que creímos ver. Tanto énfasis puso
mi madre en convencernos de que estábamos equivocadas, que al pasar el tiempo
llegamos a creer que en realidad, como ella decía, no vimos lo que vimos.
Pasaron los años, nosotras crecimos y un día la
tía Pilar murió. Nosotras la acompañamos hasta el final.
Después del entierro, pasados unos días, volvimos con
mamá a la casa de los abuelos. No me gustó ir. Al abrir el portón sentí como si
un gran desamparo saliera a nuestro encuentro. Tanta soledad y silencio. No sé
por qué, sentí que entrar en aquella casa era como una profanación. Mamá entró
con gran serenidad, Ester y yo la seguimos. En la pared de la salita donde
antes había un espejo, se encontraba un cuadro con el marco dorado formado de
flores y hojas en relieve. En él, semejando una antigua postal, las dos gemelas
con sus vestidos de pana azul y cuellitos de encaje blanco. Una bordando, la
otra leyendo. Las dos sonriendo.
Mi madre no conocía la existencia de ese cuadro, jamás
lo había visto. No encontró una explicación razonable, y si la encontró evitó
comentarla. Ordenó algunas cosas, trancó puertas y ventanas y, sin mencionar el
cuadro de las gemelas, nos fuimos.
La casona permaneció cerrada mucho tiempo, de todos
modos, los vecinos comenzaron a murmurar. Decían que se oían ruidos en la vieja
casa, risas, voces y el sonido de un piano. En mi casa no le ponían atención a
esas murmuraciones, sin embargo mi hermana Ester decidió un buen día ponerse
a investigar, creo que ella sabía de qué se trataba. Mamá guardaba los
dos rosarios de cuando las gemelas hicieron su primera comunión. Dos rosarios
de cuentas blancas que mi hermana encontró revolviendo entre antiguos
recuerdos.
Todas las acciones que emprendía mi hermana
Ester, las hacía conmigo. Hacíamos los mandados, estudiábamos, íbamos a pasear
y al cine, siempre las dos juntas. A pesar de que éramos muy distintas. Ester
era muy movediza, muy curiosa, muy lanzada. Por el contrario yo, soy sumamente
tranquila, no soy curiosa, no pregunto. No me gusta arriesgar. De todos modos,
en todo lo que ella hacía me involucraba. Yo la seguía por costumbre o porque
ya estaba establecido, quizá desde antes de nacer, que fuese así. Una tarde,
con el sol todavía alto, me puso un rosario de collar, se colocó ella el otro y
me dijo muy seria: vení. Y salimos las dos, rumbo a la casa de la tía Pilar. Mi
hermana caminaba muy decidida, yo la seguía sin muchas ganas dos o tres pasos
más atrás. Llegamos a la casa, abrimos el portón —que chirrió como quejándose—,
y atravesamos el jardín. Ester abrió la puerta y entramos. Se acercó al
ventanal y, casi con violencia, abrió de un golpe los postigos. Un rayo de sol,
como un puñal, rasgó la oscuridad de la habitación clavándose, con atrevida
arrogancia, en el cuadro de las gemelas. La luz inundó el recinto. Mi hermana
frente a las gemelas con una firmeza que no le conocía más que hablar les
ordenaba: ¡Bueno, Pilar, Analí, es suficiente! Ha llegado la hora. Deben irse,
esta casa ya no les pertenece. Abandonen el mundo terreno. Asustan a los
vecinos. ¡Les ordeno en el nombre de Dios que se vayan!
Dejó los dos rosarios sobre el piano, cerró el
ventanal y nos fuimos. Yo no sé si las gemelas la escucharon, lo que sí sé es
que cuando al mes volvimos, los ruidos y los murmullos habían cesado. Todo
estaba en calma, los rosarios habían desaparecido de encima del piano y en la
pared, impasible, brillaba el antiguo espejo.
Esto
que cuento sucedió hace ya muchos años. Mis padres fallecieron y también mi
hermana Ester. Me he quedado sola. Por eso vine a vivir a la casa de los
abuelos. Hice limpiar el jardín y dejé en el sótano, muebles que ya no volverán
a usarse, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas, documentos
vencidos...
Todo
está como antes. He retomado en el bastidor los bordados que al morir dejó sin
terminar la tía Pilar. Estoy bien, soy feliz, no estoy sola. Ester, mi hermana
gemela, me acompaña desde el espejo.
Como debe
ser – 14
Dicen los que estaban que a Rudesindo Ordóñez lo mataron mal. A traición,
dicen. Por la espalda. Que esa es mala manera de matar y de morir. No se
debe. No señor. Es por eso que en las noches sin luna, cuando al campo lo
abruma la oscuridad y sólo se escuchan las lechuzas chistando al pasar, más de
uno comenta que ha visto al Rudesindo montando un tubiano con ojos de fuego,
cruzar al galope y perderse en la nada. Justo por donde uno menos quisiera
encontrarlo. También dicen, los que saben de muertos y aparecidos, que mientras
vivan los hermanos Gomensoro su pobre alma en pena andará en la huella
como una luz mala. Rondando.
Rudesindo
era un mozo indómito. Negado para el trabajo. Vivía en el trillo carneando
ajeno. Libre y solo sin marca ni lazo que lo sometiera. Hábil para el juego y
buen jinete; bailarín, payador y mujeriego hasta el tuétano. Su fama de
orejano, viviendo al filo de la ley, era reconocida por aquellos hombres
trabajadores del campo, con poco tiempo para la diversión y menos para los
sueños. Nunca ocultaron que sentían por Rudesindo cierta mezcla de envidia y
desprecio. Fama exaltada, sin embargo, por las mujeres que veían en él al
trovador de buena estampa a quien todas querrían amar. Y en esa mixtura de
odios y amores encubiertos, de amores robados y amores ofrecidos, transcurría
la vida de aquel mozo guitarrero y cantor. De todos modos, acostumbrados en el
pago a la presencia del muchacho que había quedado huérfano desde muy chico,
los vecinos toleraban su vagancia y era, junto a su guitarra, el convidado de
piedra en cuanta reunión hubiese por los alrededores.
Es
sabido que en casi todos los enfrentamientos entre hombres, las mujeres han
tenido algo que ver. Y en esta ocasión parece que también por faldas fue el
asunto. Así cuentan los que cuentan en pagos de Treinta y Tres.
Al
norte de Valentines, tirando para Cerro Chato, tenían los Gomensoro una
hacienda bastante próspera dedicada a la cría de merinos. El matrimonio tenía
cuatro hijos, tres varones y Adelina, la menor. Una muchacha muy bonita y
avispada. Ese año, para la zafra de primavera, el patrón había
contratado una comparsa de gente del lugar muy baqueana para el trabajo
de yerra y esquila. Junto a esa gente se encontraba Rudesindo Ordóñez que, al
final de la jornada, entre mate y caña, cantaba valsecitos y vidalas con
voz ronca y bien entonada. Adelina, la hija de los Gomensoro, ya había
oído ciertos comentarios sobre la vida disipada que llevaba el muchacho,
y no pudo resistir la curiosidad de conocerlo. Una mañana,
con el pretexto de cebarle unos mates al padre, se acercó a la gente que estaba
en plena faena y allí lo vio. Según dicen los que estaban Rudesindo ni se
fijó en ella. Tal vez la vio como la gurisa que era no más y ni corte que le
dio. Sin embargo ella, por el contrario, quedó con la cabeza llena de pájaros y
prendada del mozo y, mujer al fin, comenzó a maquinar el modo de atraer
al muchacho para que se fijara en ella. El asunto fue que una vez
terminada la zafra, después de una fiesta de asado con cuero, vino y empanadas,
los contratados se fueron cada cual por su lado. También se fue el cantor, que
con unos pesos en el cinto y su guitarra requintada, salió en su flete a
recorrer el pago, visitar boliches y refistolear mujeres. Entre guitarreada y
copas fueron transcurriendo las horas. Era ya pasada la media noche cuando
llegó a su rancho. Recostada en los eucaliptos una luna amarilla lo observaba
distraída. No había abierto la tranquera cuando el galope de un caballo, que se
acercaba, lo puso en guardia. Quedó a la espera junto al alambrado, hasta
que un tordillo oscuro se detuvo y de un salto desmontó Adelina con un lío de
ropas colgando del brazo. Rudesindo no la dejó llegar a la portera, la paró ahí
no más, y le preguntó asombrado:
— ¿Y
vos qué andás haciendo a estas horas?
—Me
vine —le contestó ella.
— ¿Cómo
que me vine? ¿A qué te viniste?
—A
quedarme con vos —afirmó la muchacha.
— ¿A
quedarte conmigo? ¿Estás loca vos?
—Vine
pa´ser tu mujer. Pa´quedarme en tu rancho.
Si
la situación no hubiese sido tan seria, Rudesindo habría pensado que
aquello era una broma. De todos modos, no quiso seguir escuchando y le gritó
enojado:
—
¡Caminá gurisa, andá a terminar de criarte que, en su momento, algún mozo te va
a pedir pa´casarse contigo como se debe. ¡En menudo lío me metés si tu padre y
tus hermanos te encuentran aquí! Y no te aflijas porque vivo solo. El día que
quiera mujer en mi rancho, yo mismo la voy a traer. Ahora subí a tu caballo que
te voy a llevar de vuelta, no está la noche como paquee andés sola por ahí...
¿Y ahora qué te pasa? ¿Por qué te ponés a llorar?... ¡Muchacha del diablo!... ¡Mocosa
mal criada!
Llegaron
a la hacienda de los Gomensoro entrada la madrugada. El sol empujaba un montón
de nubes, que se iban deshilachando, para darle lugar. De lejos se veía en la
estancia mucho movimiento. Rudesindo dejó a Adelina junto a la portera grande y
se fue en un trote lento. El padre y los hermanos fueron a alcanzarla. Ella
seguía llorando, a moco tendido, como si la hubiesen violado. Los cuatro
muchachos se quedaron mirando al jinete que se alejaba...
Esa
noche, en el boliche, el Rudesindo acodado en el mostrador tomaba su
caña. Conversando con el turco le había dicho que andaba con ganas de
levantar vuelo, dejar Valentines por un tiempo, subir hasta el norte, cruzar el
Olimar, llegarse hasta Tupambaé y quién sabe tal vez, largarse hasta Cerro
Largo. Y no estaba lejos, no más, de que lo hiciera en los próximos días.
Los
hermanos de Adelina llegaron antes de la medianoche, se detuvieron en la
puerta, vieron al Rudesindo fueron hacia él y lo cosieron a puñaladas. Por la
espalda fue. A traición. Sin que el hombre se pudiera defender. Lo mataron para
vengar la honra de una mujer a la que él, ni llegó a conocer.
Muchos
en el pago piensan que Adelina fue la excusa, no la causa, de la muerte de
Rudesindo Ordóñez. Que aquellos hombres atados al trabajo de la tierra y a sus
costumbres, mataron en Rudesindo lo distinto. La libertad de pájaro, su estampa
y su fama. Ahora podían dormir tranquilos. Ya no había guitarrero enamorando
mujeres, ni ganador en el juego, ni orejano viviendo al costado de la ley.
Estaba cada cosa en su debido lugar. Como siempre había sido. Como debe ser.
No es fácil - 15
Aquella tarde
estaba sola en casa, había terminado de lavar los platos y me disponía a
tomar un café cuando llegó de visita mi amiga Cristina. Suele venir
seguido a verme, por lo general cuando tiene algo que contar. No demoró
nada. Antes de sentarse a tomar su café me lo dijo como al pasar.
— ¿Qué me contás lo de
la madre de Camila?
—No sé, ¿qué le pasó a
la señora?
—Ayer me enteré que la
mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una
multinacional, un 0K que ni te cuento y es como cinco años menor que ella.
¡¿Podrás creer?!
—No te puedo
creer. ¡Con lo destrozada que quedó hace un año, cuando enviudó! ¿Y
ya se volvió a casar?
-— Bueno, destrozada,
destrozada que se diga, no quedó.
—Pero Cristina, no digas
eso, ¡pobre mujer! Me contaron que en el velorio del marido, abrazada al
cajón, ¡era la viva imagen de La Dolorosa!
—Eso era porque no podía
encontrar la póliza de un Seguro de Vida, que el marido había hecho
a su nombre, hace un par de años.
— ¿No me digas? ¿Vos
estás segura de lo que decís?
-—Estoy segura porque yo
la vi. Mientras lloraba abrazada al cajón le daba de puñetazos
y le decía: ¡desgraciado! ¿Dónde diablos dejaste la póliza del
Seguro de Vida que no puedo encontrarlo por ningún lado?
— ¡Que patético! ¿Y al
fin la encontró?
—Unos días después del
entierro la encontró y empezó a reconstruirse. Se internó en una clínica de
estética muy conocida, donde le sacaron las arrugas, treinta quilos y la plata
del seguro de vida que le dejó el marido. Una veinteañera, mirá. Al
plástico se le fue un poco la mano, te digo, parece la hermana más chica de sus
propios hijos. Fue cuando conoció al de la multi.
Yo no conocía a la
mamá de Camila, pero me la imaginé: rubia, alta, delgada. Vestida por
Susana Bernik y peinada por Julio César Camacho.
De manera que le
contesté a mi amiga:
— ¡Que suerte, la
gran siete! ¿Cómo hacen? Decime. ¿Dónde encuentran esos monumentos?
—Parece que se cruzaron
en una exposición.
—Y sí, la cosa anda por
ahí. A mí no se me cruza ni un gato negro. Pero claro, ¿vos me imaginás a
mí, en una exposición? Desde que me separé de aquel anormal, tengo que lidiar
sola con estas fieras. ¡Cómo para exposiciones estoy yo!
— Dicen que es muy buen
mozo.
—Acertó un pleno
¡que lo parió! Falta que me digas que es un morocho alto, de ojos claros, con
voz ronca y manos suaves.
—No, fijate que no, creo
que es un veterano canoso de ojos verdes.
— ¡Canoso! ¡Bendito sea
Dios! ¡Con la experiencia que dan las canas...!
—Y todavía con un
alto cargo en una multinacional. Ese no se va a quedar sin trabajo. ¡Ni al
Seguro de Paro lo van a mandar!
—Y con ojos
verdes...
—Por eso te digo,
Marisa, tenés que salir. No vas a encontrar un compañero entre las ollas y las
sartenes. Tenés que cuidar el físico, a los hombres les gustan las flacas.
Hacerte un buen corte de pelo y la tinta. La tinta es fundamental. ¡Tenés que
ser rubia! Lucir manos impecables y comprarte ropa, buena ropa.
—Tendré que
hipotecar la casa. ¿Y qué más querida?
—Y salir ir al
teatro a culturizarte un poco de repente quién te diga, no encuentres un
intelectualoide perdido. Al Mercado del Puerto, a tomar un medio y medio
en Roldós o a pasear un viernes por Bacacay. Caer por Fun Fun, una noche
que haya pique, a tomar una uvita y a escuchar tangos.
—Como quién dice a tirar
el anzuelo para que, con suerte, pique un soltero empedernido que
busca una mujer “que tenga lugar” para hacerle perder el tiempo, porque
él prefiere el amor libre y sin ataduras pues sabe que el matrimonio es
la tumba del amor, que los hijos son un problema y que una sola mujer y para
siempre es muy aburrido. Y escuchando esas sandeces tragás el café con
edulcorante, mientras descubrís que el tipo es un tránfuga declarado que anda
en busca de una mina en declive dando los últimos manotazos, a fin de
conseguir un pinta para meter en su cama antes que talle la parca.
—No, quién sabe, tal
vez...
—Permitime, mina
que debe tener, si no no cuaja, una casa o departamento con todos los chiches
donde pueda conchabarse, porque la vida, según dice, lo ha golpeado tanto que
no tiene prácticamente donde caerse muerto. Aunque él te ofrece en cambio, en
propiedad, su cuerpo de varón algo maltrecho, su experiencia de macho redivivo
y su amor y su ternura decadente. Como verás me sé todas las letras.
—Bueno, pero hay que ser
un poco más optimista. Podríamos empezar a salir las dos, quien te dice
no tengamos suerte y oigamos alguna letra nueva.
— ¿Cómo salir las dos?
¿Vos no tenés pareja?
— Sí, pero ando en plan
de recambio.
— ¿Qué pasó? ¿No se
llevaban tan bien?
—Nos llevamos bien
cuando nos vemos, pero él es ambulante. Cuando lo necesito, nunca está.
—Y vos querés un hombre,
como el termofón en el baño: amurado en el dormitorio.
—Algo así, por eso creo
que un casado con otra, no me sirve, en cambio, tal vez un divorciado...
—Un divorciado...Sí,
claro que podés tener más suerte y enganchar un divorciado. Un divorciado
con hijos, que no sabe qué hacer con su vida, que no tiene donde ir ni
donde estar, porque los amigos ya no lo bancan y la madre se murió; y que le
venís como anillo al dedo, para, mientras toman un café, contarte su vida, su
fracaso, decirte llorando que a su mujer ya no la ama, pero que extraña a sus
hijos. Que está muy solo, que necesita una compañera que lo comprenda en quien
pueda refugiarse, y de paso, cancheriando, te ruega que pagues el café,
porque justo hoy le llevó la pensión a su ex y anda limpio y sin cambio
chico. Si te sirve andá llevando.
— No sé si reírme de tus
deducciones o aprobarlas. Aunque creo que son un poco exageradas. Yo
tengo una vecina que se casó con un viudo y se llevan de maravillas, el hombre
es...
— ¡Un viudo!... ¿por qué
no? Puede picar un viudo, sí, un viudo sin compromisos porque sus hijos
están casados. Que vive solo en una casita modesta pero propia y que es dueño
de un Studebaker de los años cincuenta, que todavía anda, y en el cual
podrían dar la vuelta a la manzana a la luz de la luna, cada muerte de un
obispo negro. Viudo él, que nunca antes había pensado en volver a casarse (mirá
vos), pero que la soledad no es buena, que necesita una compañera (léase
enfermera) con quien compartir sus últimos años.
— Pero vos sabés que hay
romances otoñales que valen la pena porque...
—Claro que le dejaría en
compensación cuando se muera (son los que tenés que matar de un
hachazo si caés en la trampa) la casita, el Studebaker y la pensión.
Casita de la que los hijos te van a sacar a patadas si llegás a enviudar,
porque después de cuidarle al padre, mientras ellos la pasaban bomba, se dieron
cuenta de que sos una viva y una aprovechada y que te casaste con “pobre
papito” por interés.
— ¡Marisa!
-—Mientras, el
Studebaker de los cincuenta, ni vendiéndolo como chatarra, ni pagando, te lo
lleva un carrito de la puerta de tu casa. Pero eso sí, te quedaría la pensión,
que como el viudo era patrón asciende a la suma de $2,50 y un cuarto de yerba.
Y mientras el viudo te paga el café te comenta que es operado de próstata y que
como su mujer “no habrá ninguna igual, no habrá ninguna”.
—Marisa,
Marisa, sos tan sarcástica, que me amedrentás, te juro. Mirá que yo soy
optimista, ¡pero vos me dejás contra el piso!
—Yo veo la realidad. Si
pese a todo lo que digo, vos insistís en salir con la caña,
salimos, pero sin muchas expectativas.
Todavía no hemos salido
de pesca con mi amiga, pero hace unos días conocí a la mamá de Camila.
Estábamos con mi amiga Cristina en la puerta del colegio esperando la salida de
los chicos.
—Marisa, esa es la mamá
de Camila.
— ¿Esa?
—Sí.
— ¿La que se casó con
el...?
—Sí.
Recostada a una
columna conversaba animadamente una gordita retacona de mocasines,
vestido floreado y el pelo a la que te criaste. Me desconcertó. ¿Cómo el canoso
de ojos verdes se pudo casar con ésta mujer? Muy digna, no lo pongo en dudas.
Pero, ¿cómo la gorda logró seducir al alto empleado de la multi?
—Mirá, ahí viene el
marido a buscarla.
—¡Qué cochazo! Era un Cero plateado con una
marca ileible.
Y bajó el susodicho: un
gordito petiso y calvo, con una prominente barriga, un diente de oro y anteojos
montados al aire. Besó feliz a la gorda y se fueron con los tres niños en el
Cero K.
Ahora bien, tengo que
reconocer que lo que me contó Cristina aquella tarde, era verdad: la mamá de
Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un
Cero K y es menor que ella. Y se conocieron en una exposición de la Rural del
Prado, un día que la señora llevó a sus hijos a ver los perros de raza.
Lo demás: una mala
jugada de mi imaginación. Créanme que los petisos, los gordos y los feos,
podemos, si buscamos con cuidado, encontrar la felicidad.
¡Hay que ponerse!
Pasional – 16
La casa de Parque del Plata la alquilamos, el primer año de
casados, para pasar las vacaciones de verano. Era una casa de bajos,
sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su desembocadura.
Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los árboles. Durante dos o
tres años pasamos allí, con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual.
Después, cuando nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de
alquilar por un mes, hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos
disfrutaran por más tiempo de la playa y del sol. Ya había comprado el auto y
viajaba todos los días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en
los escritorios que unos estancieros, concesionarios de lana,
tenían en Agraciada y Buschental.
Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el año. Hablamos
con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos terminado
de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una vida
feliz. Y creí que eso era todo.
¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.
Recuerdo que acababa de cumplir los cuarenta y dos años
cuando en la oficina decidieron tomar tres empleados más para agilizar un
poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso en el diario y se presentaron más
de treinta jóvenes de ambos sexos. Seleccionaron a tres de ellos: Aníbal,
Elena y Noel. Noel quedó en mi sector. Tenía dieciocho años y la belleza
y el desparpajo de la propia juventud. Su entrada a la oficina me
inquietó. Traté, por lo tanto, de enfrascarme en mi trabajo e ignorar su
presencia. Fue inútil.
Durante todo el tiempo que pude intenté negar el sentimiento que
crecía y me ahogaba cada día más. Me lo negué a mí y lo oculté a los demás.
Noel revoloteaba todo el día alrededor mío. Preguntaba mil cosas
del trabajo que decía no entender. Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su
mamá. De la película que había visto el sábado y de la comida que comió el
domingo.
Su hostigamiento no conocía la piedad.
Yo no quería que me contara nada. No quería que me hablara. Que
me mirara, entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos
sobre su escritorio. Que bebiera coca por el pico de la botella con sus
ojos fijos en mí. No quería. Que pasara la punta de la lengua sobre sus
labios o jugara con la lapicera en la boca, haciéndola rodar sobre sus dientes.
Que siguiera mirándome. No quería. Que me sostuviera la mirada
desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.
Yo era feliz en mi casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi
perro.
Empecé a ponerme irascible, nervioso. Discutía con Sonia por
cualquier tontería, culpándola siempre a ella de nuestras continuas disputas. A
no soportar a mis propios hijos a quienes amaba. No poder, por las noches,
conciliar el sueño. Esperar que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama
y de la casa que me asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la
playa. Caminar, caminar, aturdirme...caminar...
Muchas veces íbamos solos para Parque del Plata. Mis hijos ya
estaban grandes, tenían sus compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en
Montevideo. Yo me quería ir de cualquier manera. Necesitaba pasar todo el
tiempo posible junto al mar que siempre ha calmado mis nervios. Alejarme
de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi conciencia. Sonia,
ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo fuera. Ella fue
siempre incondicional mía. Me amaba.
Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir conmigo hasta
Las Toscas, pues iba a la casa de una amiga a pasar el fin de semana.
Traté de inventar una excusa creíble y oí su voz que me urgía: ¿me llevás?
Desconocí mi propia voz cuando le contesté: sí, te llevo. Subió conmigo en el
auto. Llevaba su cabello largo atado con una gomita sobre la espalda. Un
vaquero desflecado, una remera descolorida y una mochila negra enganchada al
hombro. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar
una palabra. Noel tampoco hablaba. De todos modos, no necesitaba mirar su
rostro para imaginar la expresión de triunfo que reflejaba. La tardecita estaba
fresca, pero no como para que se acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar.
Miré sus manos de uñas recortadas, casi rentes, jugar con los botones de la
radio.
Antes de llegar a Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí
con impudicia. Había oscurecido. Entré por una de las calles deshabitadas del
balneario y detuve el auto. Noel se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una
sonrisa de dientes blancos. Perfectos.
Su boca hambrienta.
Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló mis
sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un
abismo como única opción. En el que caí. Vencido. Sin oponer resistencia.
Que en un lapso que no puedo en este momento discernir, me
llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un
apartamento para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a
faltar noches enteras de mi casa, algo que nunca había hecho antes.
Inventé salidas al interior por asuntos de trabajo. Horas extras,
balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar,
para pasar unas horas en compañía de Noel.
Mi mujer, que creía en mí a pie juntillas, jamás dudó con
respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas
deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar.
Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron
hasta el apartamento. Como demoraba en salir del edificio
subieron y tocaron timbre. Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo
solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies
descalzos. Detrás estaba yo. Los muchachos de una sola mirada entendieron
todo. Recuerdo que intenté hablar con ellos, pero no quisieron
escucharme. Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros
demudados, sus ojos empañados fijos en los míos.
Aún siento el cimbronazo de su dolor.
Le contaron todo a la madre. Volví a mi casa, después de varios
días, a buscar mi ropa. Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación muy
penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui consciente
del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho tiempo no
supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó en un pozo
depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años se fue del
país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en cuanto pudo
alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más supe de
ellos.
Reconozco que para muchos es ésta una historia amarga, de la que
soy único responsable, pero es la vida que elegí llevar. Tal vez usted
piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala persona.
Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo pude
evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados muchas
veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo. Pero
nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con estar
juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.
Una mañana despertó y se abrazó a mí. Voy a morir pronto,
me dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar
juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices?
¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel se apartó y comenzó a reír con
aquella entrañable risa suya que calmaba mis enojos, mis dudas, mis
miedos. ¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te
dejaré! Seis meses después moría en el hospital víctima de un virus, una
enfermedad extraña que los médicos desconocían. Tenía treinta y ocho años.
Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano entre mis
manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.
No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro. Estaba más
muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme para volver
con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi vida sin
permiso y se quedó para siempre. Por quien no me importó perder a mi
mujer, mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado
a comenzar una nueva vida.
Afrontando
a la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a Dios.
Jaque Mate - 17
Serían poco más de las diez, aquella noche
de mediados de agosto. Había en el aire un anticipo de primavera.
Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para
corregir, bajaba las escaleras de la Universidad y vos subías
apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el
bar donde solíamos reunirnos, pues tenías que hablar conmigo.
Esa noche yo había programado no acostarme
hasta terminar de corregir las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré
una mesa libre junto a la ventana que da a la avenida me senté y
pedí un cortado. Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo
urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte. No habían pasado diez
minutos cuando entraste al bar. Te sentaste frente a mí y el mozo te
alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el
problema que, sin dudas, te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu
seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras.
De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.
—Manuel —dijiste sin preámbulo—, voy a
dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste.
—Es una situación difícil, pero no me queda otra
salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra
persona.
Comenzaste a
beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas
circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
— ¿Lo pensaste bien?
—Sí Manuel —me contestaste—, Estela me gusta, me
siento bien con ella y no quiero perderla ¿entendés? Me sentí confundido
y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste
vos. Aproveché el silencio y te pregunté por tu mujer.
—Pero decime ¿Yanina no está esperando su primer hijo
en estos días?
—Sí —afirmaste.
— ¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te
necesita?
—Manuel —te apresuraste a contestar—, mi
relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a
tener un hijo. No te pido que me comprendas, pero las cosas se dieron
así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen
explicación.
Me di
cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera
opinar.
—Pero decime, Juan, ¿vos la
querés a Yanina?
---La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a
explicar...
—No, no me expliques, yo sé la diferencia
que existe entre querer y amar. Espero que vos también la sepas y no te
equivoques. De todos modos si ya decidiste cómo resolver la situación
yo, como amigo ¿qué te puedo decir? —No digas nada. Ya renuncié a mi
puesto en la facultad y mañana nos vamos del país.
— ¿Te vas del país? ¿Para dónde se van
Juan?
—No me preguntes —me contestaste—, después
te escribiré.
—Pero ¿y tu hijo? —Insistí — ¿no te
importa lo que pueda ser de él?
—Yanina tiene pasta de madraza —
afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.
En ese momento hubiese querido
decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiera hablado. De hombría. Pero
entendí que sólo deseabas informarme, no pedirme una opinión. Te miré a
los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y
mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando
una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te
pusiste de pie y nos estrechamos las manos. Chau Manuel. Hasta siempre Juan.
Te fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde,
un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina.
Estrenábamos nuestros títulos de
profesores de la Universidad de la República.
Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres.
Yanina apareció una tarde con una amiga. Eran estudiantes de la
Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve
oportunidad vos ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de
estudiar y se fueron a vivir juntos. A veces la amistad no nos da tregua.
No sólo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir
del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a
ver.
Hoy llamaste a la puerta de mi casa
y a mi hija menor le preguntaste por mí. Te invité a pasar. Ni siquiera
me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros
caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo, pero al
verte se nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te
pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron
como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos.
La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido
bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay pero ya te
volvés. Encontrás hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañás. Querés saber de
mí. ---Me casé —te digo—, tengo tres hijos. Quedate a almorzar así
conocés a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en
el país está muy complicada. Sigo de profesor en la universidad y doy
clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la
facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi
riqueza. ---Vamos —te digo—, pasemos al comedor, mi familia ya está
reunida.
— ¿Ves,
Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! Vení amor, acercate, tal vez te
acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años.
Hoy va a almorzar con nosotros.
María Eugenia – 18
María
Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las
aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre
ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran
adolescentes. Y ella llegó una tarde como obsequio del buen Dios.
María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la
antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir.
Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su
marido y por ende a sus hijos. Todos los deberes le habían
enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestidito a
media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusitas de
manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa.
Respetuosa.
Siempre supo que menstruar era un estigma. Una
afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una
manzana del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se
debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se
paren con dolor y para llegar a parirlos, primero hay que casarse ante
Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena
de que el marido la repudie y quede, por ello, sola y cubierta de
vergüenza para el resto de su vida.
Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María
Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual.
Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene
por qué verla sin ropas, pues sólo se desnudan para hacer el amor las mujeres
de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas
era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.
De todo estaba enterada así que cuando a los
dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él,
aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el
terror hizo presa de su pobre alma.
El futuro pretendiente de María Eugenia se
llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por
mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo
de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su
padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo
vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron
o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que
se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella
le servía a él.
La madre del novio opinó que los recién casados
deberían vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven
trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su casa
una chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que
también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada
desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba
pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había
trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo
de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros,
para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban. Los jóvenes se
casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia
con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que
Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado
de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita. Celebrada
la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se
fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo camión en que llevaba los
pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su
vestido de novia por un camisón de manga larga y cuello con festón; se
acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuestas a soportar lo
que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y,
aunque no sabía muy bien por dónde empezar, se portó como todo un hombre. Esa
noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que
él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios
apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que
no era tan bravo el león como se lo habían pintado.
A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella
nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos
colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales
de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando
pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el
amor con una mujer. Su propia mujer.
María
Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al
trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse
enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo
que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor. Y
en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue
pasando, y aunque ambos los anhelaban los hijos no venían. Un día la mamá de
María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven
juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su
madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios
y conversaban mientras ella cocinaba.
Cansado
de la situación el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo
una casa para alquilar. Encontró una a su gusto. Con un dormitorio y
fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles del dormitorio, las jaulas de
los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. Compró algunos
enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De
delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa
donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la
ocurrencia de su marido.
Él
le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La
condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera
vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin
nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para
no perderse nada. Y a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo
su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y que por
nombre me puso Germán. Igual que mi padre.
Cuando
terminó de contarme esta historia, mi madre me dijo sonriendo que el
dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se
olvida.
Vacaciones de enero – 19
Parecía inevitable. Todos los años en los primeros días de diciembre, antes de
terminar las clases de la escuela, mi madre y mi padre empezaban la misma
discusión: dónde íbamos a pasar las vacaciones. Mamá comenzaba la polémica en
cuanto mi padre dejaba sobre la mesa del comedor todo su equipo de pesca
y se concentraba en revisarlo. Era el pie. Arremetía cautelosa pero
tenaz.
—El verano pasado me prometiste que este año iríamos a Piriápolis.
—Mirá, Laurita, vos sabés que en Piriápolis se gasta mucho. Mejor vamos a
Valizas. Es más barato para nosotros y más sano para los chiquilines. El agua
tiene más yodo y el aire es más puro.
—Yo me aburro en Valizas. Sólo hay arena y agua. ¡Y ese viento!
—Podés ir al Chuy y comprar todo lo que necesites.
—Yo no necesito nada del Chuy. Tenemos suficientes sábanas y toallas y en la
despensa todavía guardamos aceite y ticholos de hace dos años.
Imposible.
No se ponían de acuerdo. Mi madre insistía en ir a Piriápolis porque allí
pasaron su luna de miel y el balneario le encantó. Pero por una u otra
causa nunca habían vuelto.
—Yo quiero volver a aquel hotelito y pasear con los chiquilines por donde
paseábamos nosotros. ¡Vos me lo prometiste!
Mi
padre, entusiasmado con las cañas y los anzuelos, no le prestaba mucha
atención. De todos modos, cuando mi madre arreciaba con su deseo de revivir
aquellos días de luna de miel, abandonaba por un momento su tarea y con sus
brazos le rodeaba la cintura.
—Mi amor, no necesitamos ir a Piriápolis para rememorar nuestra luna de miel.
La luna de Valizas es también muy romántica y se refleja como una moneda de
plata sobre el negro manto del océano.
Poeta
y pico mi padre. Cuando había que serlo. Entonces la besaba y, creyendo que
ponía fin al debate, seguía ordenando los anzuelos. Su pasión era veranear en
un lugar solitario. Con todo el mar sólo para él; enfrentando el oleaje que lo
golpeaba con furia como si quisiera echarlo de sus dominios.
Mi
madre, en cambio, prefería hacer sociabilidad. Variar sus conjuntos de ropa y
por las noches salir juntos a cenar y a bailar. Eran los dos polos. Por lo
menos para elegir donde pasar las vacaciones que siempre las determinó mi
padre, pues, aunque todos los años le prometía que las próximas serían en
Piriápolis, esas vacaciones no llegaron nunca. De todos modos, ella insistía:
—Los chiquilines pasarían mejor en Piriápolis. Hay muchos lugares para visitar,
andarían en bicicleta y la playa no es tan peligrosa.
Y
papá hacía cintura:
—Yo no
quiero salir de una ciudad y meterme en otra. Quiero unos días de paz y
tranquilidad. Necesito descansar, Laura. Entendeme.
— ¡Pero aquello es más que tranquilo! ¡Es un desierto de arena agreste y
salvaje! ¡Si hasta da la impresión de que en cualquier momento vamos a estar
rodeados de charrúas!
Total,
perdido por perdido, un poco de sarcasmo no venía mal. De más está decir que
ese año, como los anteriores, terminamos los cuatro en Valizas. Pero fue el
último. El último verano que pasamos juntos.
Valizas, es una de las playas más hermosas al este de nuestro país.
Agreste, sí, pero con enormes arenales de arena blanca y fina salpicados de
palmeras Butiá, a cuyas orillas ruge el Océano Atlántico.
En aquellos años había en el paraje un pequeño pueblito de pescadores con
ranchitos de techo y paredes de paja y tres o cuatro casitas modestas de techo
quinchado, distribuidas aquí y allá entre las dunas. Una de ellas la había
hecho mi padre con unos amigos para, justamente, ir en vacaciones a pasar
unos días. Tenía en aquel entonces un Ford no muy nuevo que cargaba con algunas
cosas personales, sus cañas y sus anzuelos y en las vacaciones de enero
enderezaba rumbo al balneario.
En los primeros años de casados mamá se quedaba con nosotros, que recién
empezamos a ir cuando cumplimos tres y cuatro años. Creo que fue durante
nuestro primer veraneo cuando supe que Fede y yo éramos un casal. Eso le oí
decir a un compañero de papá, la tarde que nos conoció. Aquellos fueron
buenos tiempos.
Un año las discusiones comenzaron mucho antes. Como a principios de octubre. La
discusión sonaba distinta. Como siempre la que se quejaba era mi madre.
—Vos sos un
sinvergüenza. ¡Con esa mosquita muerta!
—Estás loca, ¿qué
decís? ¿Qué te contaron?
—No me contaron
nada. ¡Yo los vi!
—Vos tenés que
estar mal de la cabeza. ¿Qué viste?
—No te hagas el
inocente, yo te vi con esa mosquita muerta, ¡no soy ciega ni estúpida! Tampoco
esa vez lograron ponerse de acuerdo. Hasta que un buen día dejaron de discutir.
No se hablaron más. Y una tarde, ya casi al final de la primavera, mi padre
cargó sus cosas en el viejo Ford y se fue con esa “mosquita muerta”.
Nos
quedamos sin padre, sin auto y sin vacaciones.
En los años que siguieron veíamos regularmente a papá que un día, sin más
trámite, nos comunicó que se casaba. No le dijimos nada a mamá: que igual se
enteró. Nunca pisamos la casa de papá. Mientras fuimos chicos él venía a
vernos, cuando fuimos más grandes íbamos nosotros para su cumpleaños y para
Navidad, a verlo al Banco donde trabajaba. También algunas veces fue a
esperarnos al liceo, nos llevaba a comer algo, dábamos una vuelta en el auto y
nos dejaba en la puerta de casa. Después, no recuerdo cuando, ni en qué
momento, poco a poco nos dejamos de ver.
Un verano mamá nos anunció que había reservado alojamiento en un hotelito de
Piriápolis, para pasar juntos las vacaciones de enero. Con nosotros iba también
una amiga de ella. El hotel quedaba a dos cuadras de la rambla. Fueron unas vacaciones
inolvidables. Subimos al Cerro del Toro, al de San Antonio, comimos los famosos
mejillones de Don Pepe, y nos bañamos en las verdes aguas de Piriápolis.
Una tarde salimos con Fede a pasear en bicicleta junto con unos amigos y en el
jardín de una casa, un poco retirada de la rambla, vimos a papá conversando con
su esposa. Ella no parecía “una mosquita muerta”, era una señora como cualquier
señora, con el físico parecido al de mamá y un rostro agradable. Fede y yo lo
comentamos hasta que estuvimos solos, preocupados porque mamá también los viera
alguna de esas tardes en que salía a pasear con su amiga. Así que desde ese
momento las empezamos a cuidar. Averiguábamos a dónde iban y por qué camino.
Hasta que una tarde, del modo más inesperado, nos cruzamos los cinco por la
rambla. La amiga de mamá estaba en la peluquería y habíamos salido los
tres a tomar un helado.
Yo iba del brazo de mamá y Fede, que ya la pasaba casi una cabeza de altura, le
apoyaba su brazo sobre los hombros. Mamá hizo una broma y Fede le dio un beso.
Justo en ese momento nos cruzamos con papá y su esposa. Ella, sin advertir
nuestra presencia, siguió caminando. Él se entre paró, abrió la boca para
saludar o decirnos algo, pero no dijo nada. Me miró a mí, a Fede, a mamá. Se le
llenaron los ojos con nuestra imagen. A mí me hubiese gustado saludarlo y
hablar con él. Hasta extendí una mano para tocarlo. Pero al verlo titubear, no
me animé. Sólo le dije: chau. Y seguí caminando. Nunca pude descifrar lo que
pasó en aquel momento por el semblante de mi padre: ¿dolor, asombro, ansiedad,
alegría? Nunca pude descifrarlo, pero me dolió su reacción. Aún me parece verlo
en la rambla con todo aquel mar a su espalda, mirando sorprendido el paso de
aquella familia que un día formó, luego abandonó y veía pasar a su lado
como ante un extraño.
Para
mamá el impacto no fue tan grande. Si bien nunca había dejado de imaginar su
regreso, estaba empezando a convencerse de que él nunca volvería con nosotros.
Nos sonrió, quedó un momento pensativa y luego dijo:
—Al fin papá vino de
vacaciones a Piriápolis.
Mientras la tarde moría en un cielo celeste y
rosa de enero, y nos alejábamos caminando por la rambla, yo pensé en Valizas.
En Fede y en mí corriendo por los arenales. En mamá, con el cabello al viento
parada en la orilla mirando el mar. En papá colocando dos, tres cuatro cañas en
hilera, revisando las tanzas, curtido de sol y arena. Feliz. Siempre los
recuerdo bañándose juntos en el mar, abrazados, o besándose bajo la redonda
luna de Valizas, que según mi padre es muy romántica.
Mamá nunca volvió a casarse. Estuvo siempre alrededor nuestro. En este momento
me mira distraída, ajena por completo a lo que escribo, sentada frente a la
tele. En sus brazos, cansado de corretear, de ha dormido Darío, mi hijo menor.
En fin, ya llega enero, es tiempo de empezar los preparativos. En pocos días
Fede, su esposa y sus hijos, yo, mi esposo, mis hijos y mamá, con los autos
abarrotados de cañas, riles y cajas con anzuelos, nos vamos de vacaciones.
¿Qué
adónde vamos? ¡A Valizas!... Dónde, si no
Presagio - 20
Como esos últimos días de invierno se venían
presentando cálidos y soleados, con mi esposo decidimos ir ese fin de
semana hasta la cabaña que teníamos en Cuchilla Alta. Era una cabaña de
madera y techo quinchado emplazada sobre la barranca, junto a la arena de
la playa.
A pesar de
que la usábamos solamente en los meses de verano, cuando nos instalábamos allá,
durante el resto del año solíamos darnos una vuelta para comprobar si
necesitaba pintura, reparar la madera o hacerle algún arreglo, a fin de dejarla
en condiciones para la próxima temporada.
En
aquella oportunidad teníamos pensado viajar el próximo sábado, de mañana
temprano, para volver en las últimas horas de la tarde del domingo
siguiente. Nuestro hijo Carlitos, que tenía entonces ocho años, iba con
nosotros. Era, aquel, un paseo de rutina que, como dije, hacíamos todos
los años un par de veces durante los meses fríos.
Pues bien el viernes de esa semana,
no sé por qué, decidí por mi cuenta que ese sábado no iríamos a
Cuchilla Alta. Desayunábamos los tres en
la cocina:
— ¿Cómo que no vamos? dijo Lautaro. ¿Por qué?
— No tengo ganas de ir este fin de
semana, contesté yo.
—
¿Pasa algo? ¿Te sentís mal?, quiso saber mi marido.
—No, no. Sólo que preferiría
que lo dejáramos para el próximo fin de semana, contesté yo con firmeza. Mi
esposo me miraba esperando otro tipo de explicación. Algo más sustentable.
Teníamos todo pronto para realizar el viaje y no entendía el real
motivo por el cual a mí se me había ocurrido cancelarlo. Yo, debo
aclarar, tampoco tenía una razón valedera en la cual apoyar mi decisión.
Sin embargo, cuanto más hablábamos más firme y decidida me sentía de
renunciar al paseo previsto.
Lautaro, al principio, dijo que me dejara
de caprichos. Que hacía días habíamos decidido pasar el fin de semana en la
cabaña y que de pronto, sobre la fecha, sin ningún motivo, a mí se me ocurría
que no debíamos ir. Porque sí, de caprichosa no más, dijo enojado.
Hablamos. Subimos el tono. Discutimos.
Discutimos. Y al final mi marido, para dar por terminada la polémica, dijo:
está bien. Si no querés ir, no vayas. Yo me voy con Carlitos y en lugar
de volver el domingo de tarde, como habíamos dicho, volvemos el domingo al
mediodía.
Tuve que aceptar, pues, aunque no era
exactamente lo que yo pretendía encontré, en el acuerdo que proponía mi marido,
cierta conformidad. En realidad, yo pretendía suspender la salida para los
tres. No me atraía la idea de quedarme en casa y que ellos se fueran
solos, pero el fin de semana estaba anunciado muy buen tiempo, ellos
estaban acostumbrados a salir juntos en el auto y yo realmente no quería
viajar.
Al principio, no muy convencida,
acepté la propuesta de Lautaro. Después, le volví a insistir
para que se quedaran. Pero ya mi marido no quiso discutir más. El sábado
temprano, como estaba resuelto, se fueron los dos. Yo aproveché
entonces para ordenar un poco los placares, preparé algo rápido para
almorzar y me dediqué esa tarde a hornear, para esperarlos el domingo, una
torta de frutillas que a ellos les encantaba.
Habíamos acordado, anteriormente, que en
cuanto llegaran me llamarían por teléfono. Y así lo hicieron al llegar, esa
noche y también en la mañana del domingo antes de salir para Montevideo.
El domingo amaneció soleado y limpio de
nubes. Me levanté temprano y compré un asado para hacerlo al horno,
por si llegaban para la hora del almuerzo. Pasó el medio día y no
llegaron como prometieron. Pensé que al volver se habrían bajado a comer en
alguna parte. De tarde llegó a casa un policía.
Me habló de un accidente protagonizado en la ruta.
Con un camión, le oí decir. Yo miraba al uniformado sin entender de qué
hablaba. Al chofer se le rompió la dirección. Las palabras del agente danzaban
ante mí. Los chocaron de frente. En una danza macabra. No logré oír todo lo que
me decía. Las palabras iban y venían. Aturdiéndome a veces. Sin sonido otras.
Antes de retirarse me entregó un cedulón: debía presentarme, a la brevedad, en
la morgue.
No sé cuánto tiempo permanecí estática estrujando
en mis manos aquel comunicado. Mi mente había dejado de funcionar. Un grito desgarrante,
brotado de mis entrañas, me trajo nuevamente a la realidad.
Recién comprendí mi rechazo a realizar aquel
viaje. Había sido una premonición. Un presagio. Y no me di cuenta. Algo o
alguien intentaba avisarme sobre un eminente peligro si ese sábado
salíamos hacia la ruta. Yo no entendí, no alcancé a comprender el augurio y
permití que se fueran. Los había dejado solos ante la muerte. Si no había
logrado convencerlos de renunciar al viaje, tendría que haberlos
acompañado. Y no lo hice. Tendría que haber estado con ellos. Y no estuve.
A la mañana siguiente fuimos todos al
cementerio.
Al volver les pedí a mis amigos y a mis vecinos que
se fueran y me dejaran sola. Por favor. Recorrí las habitaciones. Cerré las
ventanas. Corrí las cortinas. Apagué las luces. Y esa misma tarde me fui. Dejé
atrás todos mis sueños y mis fracasos acumulados. Los rencores que alguna vez
tuve y el sufrimiento que no pude resistir.
Abandoné mi casa y caminé sola, vacía de
sentimientos, hacia un sol que en el horizonte comenzaba a morir,
imperturbable.
Caminé por viejas veredas ensombrecidas. Y al
atardecer llegué al río que me observaba, sin creer aún, desde su pasividad.
Atravesé la arena, me interné en sus aguas y no
volví nunca, nunca más.
Me estiré en la cama, con los ojos aún cerrados oí
la respiración pausada y tranquila de Lautaro, que dormía a mi lado. Una
angustia atroz me oprimía el pecho. Y lloré, lloré sobre mi almohada hasta que
el llanto calmó mi congoja, calmó el dolor de aquel sueño, de aquella pesadilla
horrenda. Y di gracias a Dios, porque sólo había sido un sueño. Solamente
un mal sueño.
Era domingo de mañana. Un domingo soleado de fines
de invierno. Miré el reloj y comencé a levantarme. Llamé a mi marido:
- ¡Vamos Lautaro, levántate! Ayúdame en la cocina
mientras voy haciendo el tuco para los tallarines. ¡Vamos, que hoy es
domingo y sabes que viene Carlitos con su mujer y los niños! Dale,
vamos, levántate que el día está lindísimo.
Nunca le comenté a mi esposo el sueño que tuve. La
cabaña la vendimos hace muchos años. De todos modos, aquel viernes que, en
realidad, discutimos tanto por el viaje a Cuchilla Alta, Lautaro decidió
al fin complacerme y ese fin de semana los tres nos quedamos en casa.
Me pregunto qué habría pasado si hubiésemos ido.
Con las manos sobre el Evangelio
– 21
Su verdadero nombre era María de los Milagros Reboledo Gamarra. De los Reboledo del norte y los Gamarra el sur. Sus familiares, por lo tanto, se encontraban diseminados por toda la república. Ambos abuelos pelearon en las guerras intestinas de 1870. Antes y después. Y murieron de viejos uno al norte del Río Negro, y en la capital el otro. Los heredaron los hijos, los hijos de los hijos y los biznietos. Sin embargo nadie conocía a María de los Milagros Reboledo Gamarra que fue, por su libertina conducta, desheredada. Detalle del que nunca tuvo conocimiento, ni le importó. Pues a ella se la conoció en veinte cuadras a la redonda, como María la del río, por algo natural y lógico: vivía junto al río. Por lo tanto, fue hasta su muerte octogenaria María del Río. Que así quiso que se la conociera y se la llamara.
Nadie sabe con certeza, ni recuerda, cuando vino a vivir María a su casita de la costa. Según ella misma contaba, había nacido en 1901 y tenía escasos trece años cuando se escapó de su casa siguiendo a un cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero. Lo conoció en la fiesta de cumpleaños de su hermana mayor donde, abrazado a una guitarra, lo escuchó cantar y decidió, que ese sería su hombre para toda la vida.
Y fue el cantor su primer hombre. Al que amó con locura y desesperada desesperación su vida entera y a quien juró, con las manos sobre el evangelio, que amaría hasta el día de su muerte. Y así fue, lo amó hasta el mismísimo día de su muerte: pero lo engañó a la semana. Que una cosa nada tiene que ver con la otra, según su propio decir y entender. Que el amor es inasible y sublime, decía, y lo bendice Dios. Y el cuerpo es terreno, se pudre en la tierra y Dios no tiene en él, el más mínimo interés.
También es cierto que su cantor, bohemio y fachero, vivía la noche de juerga y de día dormía igual que un lirón. Aunque, la verdad sea dicha, no fue ese el real motivo de que María lo engañara, pues si el muchacho hubiese sido un santo de altar, bendito y milagrero, lo hubiera engañado igual. Que María había nacido para enamorarse por un rato de todos los hombres, fuesen buenos, fuesen malos o rebeldes o malvados.
Al igual que muchos hombres que les gustan todas las mujeres, solteras o casadas, lindas o no tanto, de vez en cuando aparece una mujer con los mismos vicios. A los hombres se los llama con transigencia: mujeriegos. A las mujeres: putas.
Sin embargo, no se debe tomar a la ligera el modo en que María vivía la vida, pues ella proclamaba con orgullo, que nunca se prostituyó, puesto que hacía el amor por placer, que no por dinero. Que si a ella le gustaban los hombres, también es cierto que los hombres morían por ella. Porque María era bonita a rabiar. Que no hace falta que se diga, pues todo el mundo lo supo siempre, que fue la mujer más hermosa, sensual y mejor plantada de los tres o cuatro barrios que crecieron junto al río. Que la mata de su pelo negro, decían, le llegaba a la cintura. Que sus ojazos, de mirada pecadora, enardecía a los hombres cuando pasaba insinuante. Que su cintura fina, y su quiebre al caminar. Que su boca, a media risa, maliciosa y subyugante. Eso decían, y era cierto. No hubo mujer más amada por los hombres y más odiada por las mujeres. Y esto último sin razón. Que ella no engañaba a nadie, decía y con propiedad. Que nunca le quitó el novio, ni el marido, a ninguna mujer. Pues los hombres para ella eran todos pasajeros. Pétalos de una flor que se los llevaba el viento. Sólo fuegos de artificio nacidos para morir. Que ninguno despertó en su pecho el más mínimo sentimiento de amor, ni de codicia. Pues ella tenía su hombre, su cantor, a quien había jurado amar hasta el fin de su vida.
María la del río, era prolija y muy limpia. Su casa brillaba por dentro y por fuera. Ella misma pintaba las puertas y las paredes cuando era necesidad. Plantaba y cultivaba su huerto. Cosía su ropa. Amasaba su pan y hacía su vino con uvas morenas.
Un invierno, su amante cantor le dejó la casa y se fue de torero a recorrer, cantando, los barrios, los puertos. Cada tanto volvía, borracho y enfermo, harto de mujeres y piringundines. Colgaba la guitarra en el ropero y le entregaba su cuerpo a María para que con él hiciera lo que quisiera. María lo único que podía hacer con aquel deterioro de cuerpo, era darle cristiana sepultura. Pero aquella mujer era una santa. Lo cuidaba y lo alimentaba. De entrada, nomás, lo metía en la tina con agua caliente, lo dejaba un rato en remojo y después lo refregaba con fuerza, con jabón de olor, de la cabeza a los pies. Se untaba las manos con grasa de pella y se la pasaba por todo el cuerpo para curarle heridas y mataduras.
Con santa paciencia le cortaba las uñas y el pelo. Luego lo afeitaba, lo metía en la cama y lo dejaba dormir días enteros mientras ella le velaba el sueño.
Al cabo de un tiempo, con tantos cuidados, el mozo cantor se recuperaba. Quedaba lustroso, con la ropa limpia, gordo y oliendo a lavanda. Después, pasado unos días, una noche cualquiera después de cenar, descolgaba la guitarra, abrazaba y besaba a María como un hijo besa y abraza a su madre y se iba, silbando bajito, perdido en la noche. Siempre se llevaron bien. Nunca discutieron. Nunca una palabra de más. Nunca un improperio. Todo sabían el uno del otro. Y se respetaban. De todos modos, si bien es cierto que él siempre se iba y la abandonaba, María sabía que era volvedor.
Un día, cuando el año cuarenta moría y hacía seis o siete que el cantor no daba señales de vida, le avisaron que en un boliche en un barrio del norte, en una trifulca, alguien lo había matado. Ella se vistió de negro, llamó a un carrero vecino y con él fue a buscarlo. De regreso, con el hombre muerto, lo bañó, le cambió la ropa, lo peinó con jopo y gomina y lo veló toda la noche. Al otro día fue sola a enterrarlo. No quiso que nadie la acompañara. Que el muerto era sólo suyo, dijo. Después, de vuelta a su casa, siguió con su vida. Enamorándose de los hombres y dejando que los hombres se enamoraran de ella. Que no fueron pocos los hombres de paso que quisieron quedarse con ella del todo, sufriendo tras su negativa. Porque María nunca necesitó un hombre para vivir, pues se mantuvo siempre sola. Sola hasta el fin.
María la del Río murió el invierno del 83. La casa se llenó de ancianos. La velaron día y medio y al final la enterraron porque no podían seguir esperando que llegaran todos los que la amaron. Pues algunos no pudieron venir porque ya no caminaban o tenían la mente perdida. Los más porque estaban muertos. Y otros porque sus mujeres, hasta muerta la celaron. Esto último sin razón. Que ella nunca le sacó el novio ni el marido a ninguna mujer. Que el amor que ella daba era sólo por un rato. Que jamás quiso hombre alguno plantado en su casa. Porque María del Río, como ella quería que la llamaran, amó solamente a un hombre, aquel cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero, a quien le juró, a los trece años, con las manos sobre el evangelio, que lo amaría hasta el día de su muerte. Y fue verdad.
El resto que le quede por vivir – 22
¿En qué pensaba Magela, tan llorosa, aquella noche de verano tendida en la cama
junto a su marido, mientras lo miraba dormir con la placidez de un
santo? Cuántas noches de cuantos años habían pasado desde aquella
primera, sublime, inolvidable noche de bodas de sus veinte años. Quién
era ese hombre que dormía boca arriba, medio desnudo, un
brazo doblado sobre el pecho y las piernas ligeramente abiertas y
estiradas. Con una cara de yo no fui, vistiendo apenas un
calzoncillo de lino azul tan breve, que apenas lograba contener al
pájaro de la lujuria causante de su desasosiego. Pájaro altanero, engañoso y
cruel que, conociendo su desconsuelo, trataba de atisbarla, siempre
curioso, desde la puerta apenas entreabierta de su escondrijo.
Y
ella no merecía ese oprobio.
.
¿Quién
era ese hombre con quién hizo el amor hasta ayer? Con quién engendró sus
hijos y compartió su vida, hacía más de veinte años. A quien amó
con vehemencia, cada día y cada minuto de esos años. Y a quien
estaba dispuesta a arrancar de su vida al enterarse que ese hombre, que
siempre creyó suyo, la engañaba con otra mujer.
Lloraba, Magela, en silencio y sin consuelo abrazada a la almohada.
Al
verlo dormir con tanta beatitud pensó cuantas veces la habría engañado y
ella, en el limbo, ignorándolo como una tonta. Se sentía humillada.
Burlada. No pudo dominar el ramalazo que la dominó. Su pecho se
llenó de odio. Lo odiaría por el resto de su vida. Lo arrancaría de su
corazón. Ya no existía para ella.
Volvió
la cara llorosa hacia ese hombre que dormía a su lado semidesnudo. ¡Por
Dios! Y que guapo era. Qué bien se conservaba el desgraciado, ¡mal
rayo lo parta! No representaba los años que cargaba encima. Conservaba el
vientre plano y el cuerpo recio de cuando era un muchacho. Sólo las canas
recordaban los años que llevaba vividos. Pero las canas les sientan a
todos los hombres y él no iba a ser la excepción, por cierto. Sintió el
impulso de matarlo. Clavarle un puñal en el pecho. Pegarle un par de tiros.
Ponerle los cuernos con el vecino de la otra cuadra que, según él,
siempre la miraba.
Había
dejado de llorar y seguía pensando en distintos tipos de venganzas con los ojos
fijos en el cuerpo de su marido que dormía, ahora, con la boca abierta y
despatarrado sobre la sábana de flores celestes. Le agradaba el cuerpo de su
marido. Siempre le agradó. Era hermoso y deseable, maldito sea. Ese
cuerpo que besara mil veces, apasionada, de la cabeza a los pies. Ese cuerpo
que no tenía misterios para ella. Su pecho fuerte donde adoraba, después del
amor, recostar la cabeza. Sus piernas firmes enredadas en las suyas en
las noches de invierno. Sus manos que eran pájaros curiosos recorriéndola
entera y su boca, su boca húmeda sobre su piel.
¡Santo
Dios! ¿Por qué tenía ella que apartarlo de su vida? ¿Por qué tenía que dejar de
amarlo y convertir su amor en odio, si fue él quien la ofendió?
Si
ella era inocente de toda inocencia. Si jamás le había faltado ni con el
pensamiento. ¡No era justo!
Ya
esa noche ambos habían tratado el tema. Magela, atando cabos, había llegado a
la conclusión de que su marido tenía una amante. Hilando fino, juntando datos,
aparentemente sin importancia, como llegadas tarde a la vuelta del
trabajo. Desganos u olvidos para el amor, en noches febriles en que ella estuvo
impaciente y urgida de él. Pequeños detalles. Simples, tal vez. Que
hubieran pasado desapercibidos en otra mujer que no fuese Magela: cuida
estricta de su hogar y conocedora de su compañero hasta en sus pensamientos.
Detalles que la fueron llevando hacia una realidad no
esperada.
Eso
le sucedió a Magela. Descubrió que su marido tenía una amante y se lo
dijo.
—Oscar,
vos tenés otra mujer, le había dicho esa noche cuando terminaron de
cenar.
— ¿Qué decís? —le contestó él. —Lo que oíste, y no me lo
niegues que lo sé bien.
— ¡Estás
loca de remate! —trató de cortar él.
Empezaron
un ping pon de preguntas sin mucho asidero y respuestas esquivas. Él le
juró que no tenía, ni nunca había tenido una amante.
—Esta
semana vos te acostaste con otra mujer —le insistió Magela.
—
Eso no es tener una amante —le contestó Oscar, seguro de lo que decía.
—
¡Que no tengo ninguna amante!
— ¡Pero
te acostaste con otra!
—
¿Y qué tiene eso?
— ¿Cómo
que tiene? ¡Me engañaste, te burlaste de mí!
— ¡Por
favor Magela, no dramatices! vos sos mi mujer, yo te quiero a vos, vos sos la
única mujer que tuve siempre. ¡Lo demás no tiene nada que ver! Son cosas
que pasan. ¡Nada que ver!
Quiso
tomarla por la cintura y besarla como la besaba siempre, pero ella estaba muy
enojada, recogió los platos y se fue a la cocina. Y él se fue al dormitorio.
Ahora
Magela lo mira dormir con la beatitud y la inocencia de un ángel bueno. Y no
sabe qué hacer. Si pedirle que se vaya de la casa e iniciar el divorcio,
irse ella a pasar mil penurias, con sus hijos, vaya a saber
dónde, o aceptar que su marido la siguiera engañando cada dos
por tres.
Entrada
la madrugada la venció el sueño se cubrió con la sábana de flores celestes
mientras su marido, dormido profundamente, roncaba con entusiasmo como roncan
los hombres justos, felices y satisfechos.
A
la mañana siguiente Oscar se levantó como siempre para ir al trabajo,
tomó el café de pie en la cocina y antes de irse pasó por el dormitorio y le
dijo a Magela: mamá, no te olvides que hoy Charito tiene hora para el dentista
y que tenés que pagar el recibo de la luz porque hoy es el último día. Se
inclinó le dio un beso en la mejilla y le dijo: me voy que se me hace tarde,
chau. Portate bien.
Para
Oscar, la conversación de la noche anterior no había dejado ni rastro. Pero
Magela estuvo días y días con la mente aturdida buscando una solución a su
problema. Hasta que una tarde llegó de visita su madre: la abuela Ernestina.
Mujer cabal, si las hay. De una sensatez y un dominio de las más difíciles
situaciones, que pocas personas pueden esgrimir. Magela contó a su madre el
momento que estaba viviendo y las posibles situaciones que estaba
procesando a fin de separarse de su marido. Hasta de matarlo habló. Doña
Ernestina la escuchó atentamente sin pronunciar palabra. Cuando su hija terminó
de contar su peripecia le dijo muy calma: —Si yo hubiese matado a tu padre
cuando, como vos, me enteré que me engañaba ustedes serían huérfanos y se
hubiesen criado en un orfanato. Y hoy yo no tendría a tu padre a mi lado que
fue mi contención, mi compañero, quien sin dejar nunca de trabajar me ayudó a
criarlos, a educarlos y mandarlos a estudiar, en años largos y
difíciles.
Si
yo, en lugar de matarlo, me hubiese ido abandonando la casa. Pregunto: ¿dónde
hubiese ido con tres niños chicos, sola, sin trabajo y sin dinero? ¿Qué
familiar, qué amiga me hubiese ofrecido su casa para mí y mis hijos por tiempo
indeterminado? ¿Crees que hubiese sido justa con ustedes al dejarlos sin
padre y sin casa? Yo también entonces pensé muchas cosas. Yo también, como vos
ahora, me sentí humillada, dolorida. Y no tuve a nadie que me aconsejara para
bien ni para mal. Sin embargo, de lo que hice no me arrepentí nunca. Sabés,
Magela, vos ahora no te das cuenta, tal vez pase mucho tiempo para que
comprendas que lo que dice tu marido es cierto: lo que hizo no tiene
importancia. Entendeme, no tiene para los hombres, la importancia que le damos
las mujeres. No importa lo que oigas por ahí, no importa lo que te digan,
vos no podés poner en riesgo tu casa y tu familia. Tus hijos necesitan al padre
y a la madre, y vos sabés bien que tu marido es un buen padre. Tu caso no es
para una separación. Haceme caso, olvidate y seguí como si no hubiera
pasado nada.
—Mamá,
¿vos me estás diciendo que lo perdone?
—
Sí, sí olvidar es perdonar, te digo que lo perdones.
¿En
qué pensaba Magela tendida en la cama después de hacer el amor, apoyada la
cabeza en el pecho de su esposo, aquella noche de verano?
Mientras
su esposo dormía con la beatitud de un santo en la paz de un monasterio.
Desnudo como Dios lo trajo al mundo. Ángel de pecado. Con la cabeza
ladeada, las piernas apenas entreabiertas y estiradas, con un brazo a lo
largo del cuerpo y el otro rodeando su espalda.
¿Cuántas
noches de cuántos años habían pasado desde aquella primera, sublime,
inolvidable noche de bodas de sus veinte años?
No sabe, Magela, cuantas
noches de amor han pasado ni cuantas restan por venir, sólo sabe
que junto a su hombre, el padre de sus hijos, seguirá compartiendo lo bueno y
lo malo que la vida le depare, solamente por amor, el resto que le quede por
vivir.
La intrusa – 23
Nos conocimos un verano de
sol y arena. Éramos muy jóvenes y jugamos a amarnos. En el juego el Amor nos
desbordó. Fue tan grande y tan pleno que no supimos qué hacer con él y se quedó
confundiéndonos. Entendimos entonces que ya nunca otro, que eran sin final su
rostro y mis manos. Su piel y mi piel.
Nos casamos casi niños en un juzgado de barrio.
El juez, con la bandera de la patria atravesada en el pecho y los lentes apenas
apoyados en su nariz, nos miraba muy serio sin entender nuestra risa, nuestra
radiante felicidad, nuestro irresponsable amor. Rodeados de familiares y amigos
juramos que sí. Recibimos besos, estrechamos manos, lanzamos al aire el blanco
ramo de flores y huimos juntos bajo la nube de arroz que nos auguraba
felicidad. En los primeros años de casados vivíamos en un hotelito céntrico
cerca de nuestros empleos. Yo trabajaba en una tienda en la
Avenida 18 de Julio. Y él en una sastrería de la calle San José. Nos
íbamos juntos por la mañana, casi corriendo. Él tironeándome de la mano, yo
medio dormida siempre más atrás. Volaba la mañana y apenas sonaba el
timbre que anunciaba el final de la media jornada, salíamos apresurados para
encontrarnos en un barcito de la calle Convención. Almorzábamos mirándonos a
los ojos, tocándonos a cada instante para comprobar que estábamos. Que éramos
de verdad el uno del otro. Era una fiesta esperarlo a las siete de la tarde,
cuando pasaba a buscarme. Nos íbamos abrazados por aquellas veredas
angostas, llenas a esa hora de empleados de todos los comercios del
Centro, de aquel perdido, inocente Montevideo. Llegábamos a nuestra
pequeña pieza del hotel donde hacíamos el amor descubriéndonos cada día.
Afirmando aquel amor con la absoluta seguridad de que jamás, nada ni nadie
lograría separarnos. Soñando después con la casa que algún día tendríamos y con
los hijos que vendrían. Dos años nos llevó la espera. Un día alquilamos un
departamento en Andes y Colonia. Fuimos construyendo nuestro hogar paso a paso.
Despreocupados y felices.
No sé bien qué pasó entonces. Tal vez lo
nuestro era demasiado hermoso, demasiado perfecto. Los dioses nos envidiaron y
apareció la intrusa. Surgió de la nada. De las sombras. Calladamente. Fijó en
mi hombre sus ojos seductores y abriendo una brecha entre los dos trató en vano
de minar mi amor. Lo conquistó con astucia y comenzó a llevárselo lentamente.
Siempre supe que él no quería irse y
dejarme sola. Que intentó resistirse. Pero ella es muy hábil. Desplegó ante
él todo el poderío de su atracción. Lo envolvió quebrando su resistencia.
Doblegándolo. Adueñándose de su vida que era mía. Cuando reconocí su existencia
ya estaba instalada entre los dos. Intenté sacarla de mi terreno enfrentándola
en una lucha desigual. Ella se ocultaba, no se dejaba ver. Siempre supo que
triunfaría, que podía más. Yo no lo sabía y en una jugada desesperada
puse sobre la mesa todo lo que tenía para alejarla. Para que lo olvidara.
Le ofrecí mi vida a cambio. Mi presente, mi futuro. Pero no alcanzó. Más de una
vez me dio esperanzas y me engañó. No me dio chance. Me cerró los caminos. Lo
fui perdiendo sin saber, casi sin darme cuenta. Tampoco él se dio cuenta de que
estaba dejándome hasta el día que se fue para no volver. Me miró desde lo
más profundo de sus ojos cansados y tristes. Intentó hablarme, despedirse, y no
pudo. Ella ya estaba allí. Esperando.
Impotente lo vi partir. Me quedé con los
brazos extendidos queriendo retenerlo. Se quebró en mi garganta su nombre mil
veces repetido. Quise partir también más, no era mi momento. Desafiante
la intrusa me hizo a un lado, condenándome a vivir sin él. Perdimos
el futuro y nuestros hijos dibujados en el viento.
Caía la tarde cuando lo acompañé por el
camino de los altos pinos. Junto a su nombre, dejé una flor.
La glorieta de los Magri Piñeyrúa - 24
La
noche es fría y lluviosa. Bajo el ulular de la sirena, la ambulancia devora
calles solitarias. Sentada junto a mi compañero, que maneja atento al tránsito,
leo la ficha que me acaban de alcanzar. Miro el nombre del paciente y
recuerdo.
Fue un diciembre, unos días
antes de Navidad, cuando la familia Magri Piñeyrúa se mudó a una casa de
dos plantas rodeada de un bonito jardín. Jugaba con mis amigas, en la vereda,
cuando vimos llegar aquellos enormes camiones y bajar bultos, baúles y
muebles. Le dimos la importancia del momento y seguimos jugando. Los camiones
se fueron y quedaron un par de hombres para ayudar a ordenar la casa. La tarde
se cerraba cuando comenzaron a armar algo en el jardín que llamó mi
atención y comencé a caminar hacia la casa para ver mejor. Me detuve al
llegar a la verja de hierro, de varillas altas y finas, de la que quedé
aferrada con mis dos manos extasiada ante aquella casita que armaban los
obreros.
Era
blanca, de forma hexagonal. Las paredes caladas formaban arabescos y flores.
Tenía la abertura del marco de una puerta y el techo repujado en cuyo centro,
como una banderita al viento, un gallito blanco giraba sin cesar. Los hombres
terminaron de armarla, le colocaron dentro una mesita y cuatro silloncitos
también blancos y se fueron a seguir con la mudanza. Deslumbrada, me quedé
mirando la casita. Nunca había visto nada tan lindo. Sólo volví a la realidad
cuando mi hermano me puso una mano en el hombro y me dijo:
-—Anita,
¿qué estás haciendo, qué mirás?
—La
casita —le dije, ¡mirá la casita que trajeron!
—Vamos
para casa Anita, eso no es una casita. Eso se llama glorieta.
— ¿Glorieta?
¿Y vos como sabés?
—Porque
en el Prado mucha gente tiene una en el jardín. ¿Viste esos botijas rubios que
viven frente a la casa de la abuela? Bueno, ellos tienen una en el jardín del
fondo, las paredes forman cuadraditos y está pintada de gris.
— ¿Y
vos como sabés lo que hay en el fondo de esa casa?
—Bueno,
bueno, menos pregunta Dios y a veces nos perdona.
—
¿A veces? ¿No nos perdona siempre?
Mi
hermano no me contestó y nos fuimos de la mano para casa.
La familia de los Magri Piñeyrúa estaba formada por el matrimonio y dos hijos.
El señor Magri era un ingeniero que había venido a trabajar en ANCAP
contratado y el Ente le cedió la casa de la esquina para que viviese allí, con
su familia, mientras durara el contrato. Era un hombre alto, medio calvo,
fumaba en pipa y andaba siempre de traje y corbata. Su esposa era delgada y
rubia, usaba el cabello recogido y vestía faldas y preciosas blusas
de manga larga. Pasaba el día tejiendo como Penélope, aunque creo que no
deshacía de noche lo que adelantaba de día. Usaba sobre la falda un delantal
con un bolsillo muy grande donde, si en alguna oportunidad tenía que usar
las manos, guardaba agujas, lana y tejido. El matrimonio tenía dos hijos.
Marcia, una niña mayor que yo, rubia, de rulos largos, que lucía hermosos
vestidos con volados y cintas. Era bonita y dulce. Y Martín, menor que la
hermana, pero mayor que yo. Era un pelirrojo flaco y pecoso, que usaba
unos pantalones ni cortos ni largos, digamos que a media asta, y chupaba
siempre unos enormes chupetines de color rojo, azul y verde. Usaba lentes,
tenía un ojo torcido y, cada vez que nos miraba a mí y a mis amigas, nos sacaba
la lengua en tres colores. En la casa vivía también una señora que gobernaba y
hacía de niñera y una morena gorda y sonriente vestida de negro con cuello
blanco, que cocinaba.
No
pegaban en el barrio.
Para
mí, que había nacido y vivía en La Teja donde más o menos éramos todos
económicamente iguales, esa familia me desequilibró. Estaba llena de preguntas.
-Mamá
¿por qué los Magri Piñeyrúa tienen dos apellidos?
-Vos
también tenés dos apellidos, el de papá que es el que usamos y el mío que no
usamos.
-Pero
mami ¿por qué no lo usamos? Seríamos Fulanez Fulanoz.
-No
lo usamos porque no es necesario. A nosotros con un solo apellido nos alcanza.
-¿Y
a ellos?
-A
ellos no les alcanza.
-Mami,
¿por qué teje y teje, la señora de los Magri Piñeyrúa?
-Porque
no tiene nada que hacer.
-¿Y
usted por qué no teje como ella?
Mi
mamá no me contestó, pero parece que le causó mucha gracia lo que dije, pues
suspendió un momento su trabajo en la máquina de coser, para reírse.
-Andá
a jugar – me dijo entre risas.
Me
llevó mucho tiempo entender por qué los Magri Piñeyrúa necesitaban una
persona para limpiar y ordenar la casa, más una niñera y una cocinera, más un
jardinero y una señora que iba dos veces por semana a lavar y planchar la ropa.
Mi mamá regentaba la casa, a nosotros, lavaba, planchaba y cocinaba. Sabía
podar las rosas, en el fondo de casa tenía plantado perejil, lechugas y
cebollines y matizaba sus ratos de ocio cosiendo para todo el barrio en su
vieja máquina a pedal.
Los Magri Piñeyrúa se quedaron en el barrio unos seis años. Lo recuerdo porque
cuando fueron a vivir yo no había empezado la escuela y cuando se fueron
entraba al liceo. Ya para entonces me había dejado de interesar la glorieta que
seguía blanca y cuidada como el primer día, sólo que al final se había cubierto
de una enredadera de campanillas azules.
Cuando se fueron del barrio los hermanos todavía estudiaban. Andaban siempre
cargados de libros. Martín ya no nos sacaba la lengua tricolor pero se había
convertido en un joven arrogante que nos ignoraba por completo. Usaba unos
gruesos anteojos y seguía con su ojo torcido. A Marcia la recuerdo con cariño.
Nunca hablé con ella pero me sonreía y me saludaba.
Una vez, que como siempre, yo esta aferrada a la reja de su casa mirando su
jardín, ella, que tomaba el té con su mamá y su hermano, se acercó a mí y me
ofreció una masita. Yo no la quise y le dije que no con la cabeza. Lo que yo
miraba era la glorieta. La chica, al verme observándolos, habrá pensado
que yo deseaba su comida. No, a mí no me interesaban ni su comida ni ellos.
¡Yo
sólo soñaba con entrar a la glorieta y sentarme a jugar...!
No se cumplió mi sueño. Nunca me invitaron los Magri Piñeyrúa a entrar a su
casa ni a su jardín. Y un día, así como vinieron, se fueron de mi barrio y se
llevaron la glorieta. A esa casa vino a vivir un matrimonio con muchos hijos y
varios perros. Nos hicimos todos amigos, niños y perros y me olvidé de los
Magri Piñeyrúa...hasta hoy...
-Doctora,
doctora, llegamos.
-¿Eh?...ah,
sí, ¡vamos Néstor, vamos!
Hermoso
barrio. Hermosa casa.
Entramos.
Al cabo de un rato el paciente ha reaccionado. Se encuentra estable, con el
medicamento suministrado pasará la noche sin complicación. Mañana deberá ver a
su médico tratante. El enfermo abre los ojos lentamente. Me observa con su ojo
torcido. Sonríe y me ofrece su mano agradeciéndome. Yo la estrecho con firmeza
y, refrenando el impulso de sacarle la lengua, acepto su agradecimiento. Nos volvemos a la ambulancia. Llueve la nostalgia
sobre la ciudad.
Blanquita por siempre - 25
Blanquita era una morena gorda, de manos chiquitas y risa contagiosa. Blanquita
era el guiso canario y el arroz con leche, el mate con tortas fritas y el dulce
de boniatos. Blanquita era el sol. La inquieta llamita que calentaba los
inviernos, cuando el viento golpeaba las ventanas de mi casa, junto a un arroyo
Miguelete todavía no contaminado y la calle Islas Canarias se llamaba
Ganaderos.
Blanquita
era la ternura habitando mi casa. La que nos bañaba cantando, nos limpiaba los
mocos, nos amenazaba con una alpargata y nos contaba cuentos de negros
guerreros; nos hacía merengues al horno y buñuelos de manzana.
Blanquita
era nuestra infancia y nuestra adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez
de nuestras disputas de hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos
alguna penitencia o pérdida de postre. Blanquita con olor a canela. Blanquita
nuestra. Única. Blanquita por siempre, así en la tierra como en el cielo.
Blanquita era mamama. Así le decía Andrés
el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese mamama lo que la hizo quedarse
para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del
mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida.
Por aquellos años vivíamos en el Prado
Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín
enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra
infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y
atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en
una de las piezas del frente.
Había comprado esa casa con el dinero de
la venta de un campito que su padre le dejara como herencia. Allí nacimos
y crecimos mis hermanos y yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se
entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas, envueltas en
el perfume de la dama de noche, el canto de los grillos y el titilar de los
bichitos de luz.
Blanquita vino de Florida mandada por mis
abuelos, los padres de mamá para que le diera una mano con mi hermana Elenita
recién nacida. Y mamá, que aún no había cumplido los dieciocho años, le pasó el
mando del hogar. Blanquita gobernaba con equidad salvaguardando siempre el
lugar de mi madre, obligándola muchas veces a ocupar su sitio de señora de la
casa que ella descuidaba.
Para no pagar una enfermera, mamá
había hecho un curso de enfermería en la Cruz Roja y trabajaba mucho con mi
padre. Además, no le interesaban los compromisos sociales con el fin de
figurar. Fue así que Blanquita nos adoptó a todos. Formó parte de nuestra
familia y pasando por alto que mi padre se reconociera ateo, nos enseñó a
rezar, nos leía la Historia Sagrada y en su momento, opinó que deberíamos
concurrir a un colegio católico.
Y así fue. De modo que alrededor de
los siete años fuimos cada uno tomando la Comunión. Mis hermanos con sus
trajecitos azules, moña blanca en el brazo y guantes. Mis hermanas y yo, con
largos y muy trabajados vestidos blancos y velos como de novias.
Los preparativos eran todo un
acontecimiento. Principalmente para Blanquita que acompañaba a mi madre al
London – Paris a elegir y comprar nuestros vestidos y trajes. Pero fue cuando
nació Andrés que Blanquita se hizo imprescindible. Mamá tuvo un parto
prematuro muy complicado que la hizo quedarse en cama casi tres meses. Por lo
tanto, mi padre puso a Andrés en los brazos de Blanquita. Brazos que se
hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación mágica.
Sus corazones y sus mentes se
fundieron. Se entendían con sólo mirarse. Blanquita sabía de antemano todo lo
que le iba a suceder a mi hermano. Y Andrés, que fue un niño muy travieso, era
protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía
cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que cuando
empezó a hablar, la llamó mamama y ella, a su vez, le decía: mi niño.
Recuerdo
una tarde en que estábamos jugando en el fondo de casa. Andrés, que se había
subido a un árbol, se le quebró la rama donde estaba a caballo y se cayó.
Un instante antes de quebrarse la rama Blanquita salió de la cocina corriendo y
gritando: ¡Andrés! Yo era muy chica pero noté algo extraño. La oí gritar y la
miré, antes de que se quebrara la rama y mi hermano se cayera.
Andrés
no se lastimó pero aprovechó la oportunidad para mimosear, dejar que Blanquita
lo llevara en brazos y lo consolara en la cocina con algún dulce. Esas cosas,
incomprensibles para nosotros, pasaban muy seguido y naturalmente entre ellos.
Un día, siendo todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en
la mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le dijo: padre Andrés.
Todos la miramos. Él no la oyó o no entendió y nadie le dio importancia al
hecho. Años después, cuando casi al finalizar sus estudios secundarios anunció
su deseo de ser sacerdote, mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos
mucho y Blanquita se sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes
de despertarse, en él, el llamado de Cristo.
Andrés
se ordenó sacerdote y estuvo dos años en Neuquén en la República Argentina.
Cuando volvió nos dijo que lo habían designado para un pueblito en Italia por
unos cinco años. La tarde que vino a despedirse Blanquita le dijo que volverían
a verse antes de que ella muriera. Andrés la abrazó y le dijo: mamama, me
voy por cinco años, no para siempre. Ella le contestó que lo esperaría.
Mi
hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años que se había marchado
cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad larga y sin esperanza. Todas
las noches ella y mamá rezaban el Rosario. En los últimos días mamá
rezaba sola y en voz alta, pues Blanquita ya casi no hablaba. Una noche, en
medio de un Ave María, llamaron a la puerta. Blanquita abrió los ojos y le dijo
a mamá: Andrés. Mamá fue corriendo a abrir y allí estaba él. Como obedeciendo a
un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia sólo para despedir
a su mamama.
Mi
hermano entró al dormitorio de Blanquita. Se arrodilló junto a la cama, besó la
cara mojada de lágrimas de la morena que guardó el último suspiro
para esperarlo y, en un susurro decirle:
—Bendición
mi niño.
—Mamama,
mamama —le dijo mi hermano, apretando entre las suyas las manitas chiquitas de
aquella negra que tantas veces lo acariciaron, aquellas manitas que lo
recibieron cuando nació, las manitas que se despedían para siempre de su niño
Andrés.
—Ego te absolvo, de los
pecados que nunca cometiste y te bendigo, en el nombre del Padre,
vas a conocer la gloria de Dios primero que yo, y del Hijo, espérame
en el cielo, mamama, y del Espíritu Santo, como me
esperaste en la tierra. Amén.
La llave - 26
Volvió una tarde
como si nada. Como volvía antes después del trabajo. La llave crujió en
la cerradura y se trancó un poco al abrir. Recordó que cuando recién casados
alquilaron esa casa, ya la cerradura andaba mal. Había pensado entonces en
llamar un cerrajero para que la cambiara, antes de que el mecanismo dejara de
funcionar y se quedaran un día sin poder salir, o sin poder entrar.
Después, decidió meterle mano y tratar de repararla él mismo. Sin
embargo, por un motivo u otro, lo fue postergando. Ahora tal vez no tenga
arreglo. Un día de estos habrá que quitarla y colocar una nueva. Va a ser lo
más seguro.
El living se
encontraba en penumbras. La cortina del ventanal que daba a la calle dejaba
entrar un poco de sol. La media luz reinante lo envolvió como un mal
augurio. Por la puerta entreabierta de la cocina, que comunicaba
con el fondo de la casa, se oían la conversación y las risas de los
niños. Mientras se dirigía hacia allí sintió que una sensación extraña lo
invadía. Un dolor. Una mezcla de rebeldía. Un impulso de querer recuperar lo
que fue suyo. Había entrado como un ladrón a esa casa que había
sido suya. Alerta ladró el perro y las voces callaron. Inés dejó un momento a
los niños y entró apresuradamente. Se sobresaltó al encontrar al hombre de pie
a la entrada de la cocina
—Álvaro, ¿qué hacés
acá? —le preguntó.
—Vine a ver a
los nenes —le contestó el hombre.
—Pero, escuchame un poco, vos no podés entrar así a mi casa. No podés
conservar mi llave. Dámela, hacé el favor. Él le entregó la llave mientras le
decía:
—Vas a tener que cambiar esa cerradura que anda mal.
Ella le contestó de mal talante:
—Sí, por
lo que veo, tengo que cambiarla. Mañana es lo primero que voy a hacer.
— ¿Te
molesta que venga a ver a los nenes?
— ¡Claro
que me molesta! No podés venir cuando se te antoje. Vos podés
llevarlos cada quince días. Eso fue lo que autorizó el juez. No podés estar
entrando y saliendo de mi casa, como si siguieras viviendo acá.
—Pero María, ¿a
vos te parece que a un padre le alcanza con ver a sus hijos cada quince
días?
— ¿Qué decís,
Álvaro? ¿Qué te pasa? El que abandonó el hogar fuiste vos, ¿o se te olvidó?
El hombre
sintió que un frío le recorría la espalda. Hubiera querido decirle que estaba
arrepentido de haberlos abandonado. Arrepentido de haberse involucrado con
otras mujeres que no llegaron siquiera a conmoverlo. Mujeres anónimas que
pasaron por su vida y que él, de puro machista, se creyó obligado a conquistar
poniendo en peligro su matrimonio. Decirle que después que se fue se dio cuenta
del error que había cometido. Que la necesitaba a ella para seguir viviendo. Su
ternura, su fortaleza. Hubiera querido decirle que la amaba todavía. Que nunca
dejó de amarla con un amor que le dolía y que no podía ya resistir.
En ese
momento sintió deseos de tomarla por la cintura como antes, cuando peleaban por
zonceras y la abrazaba prepotente y ella se resistía como una gata
furiosa, mientras él la besaba en la boca, en el cuello, hasta sentir que
la furia se deshacía entre sus brazos y la sentía entregarse rendida. Apasionada.
Porque nadie conocía a esa mujer como él la conocía. Y era consciente de lo
mucho que se habían amado. Hubiera querido abrazarla, saber si aún tenía aquel
poder sobre ella. Pero la frialdad que encontró en la mujer fue
tal, que puso un freno a su impulso y sólo habló de los niños:
—Si supieras
cómo los extraño —le dijo.
—Por favor,
Álvaro, ¿ahora los extrañás? Sabés bien que desde que tus continuos
engaños irrumpieron en nuestra pareja, yo traté de todos los modos de salvar
nuestro matrimonio. Primero por mí, porque te amaba, después invocando a los
nenes que te necesitaban. ¡Te llamé tantas veces! Pero vos no querías oírme.
¿Te acordás? No querías saber nada con nosotros. Venías a comer y a veces a
dormir. Al final me había acostumbrado a dormir sola y los nenes a no verte. A
mí también me costó. No sabés cuánto. De todos modos también sabés que
yo, por sobre todo, soy práctica. No puedo sentarme a llorar. No tengo tiempo.
Así que un día decidí olvidarte. Hacé lo mismo. Si extrañás a los nenes,
engendrá otros hijos por ahí.
— ¡No seas mala!
Sabés que no es lo mismo.
— ¡Seguro que no es lo mismo! Por eso están conmigo, yo nunca los
abandonaría.
— ¿Tanto me
odiás?
— ¿Odiarte?
Se quedó mirando
a ese hombre que estaba frente a ella. Ese hombre que había sido su marido y el
padre de sus hijos. El único hombre que había amado desde su adolescencia y que
se conservaba tan apuesto como entonces. Y sintió pena por haber perdido todo
aquel mundo que vivieron juntos.
Se habían
conocido en la calle una tarde de abril. Ella iba de uniforme liceal y los
libros bajo el brazo. Él venía por la misma acera, muy apurado, hacia su
trabajo. Al cruzarse se miraron a los ojos. Caminaron cinco pasos y los dos, al
mismo tiempo, volvieron la cabeza para mirarse otra vez. Él llegó tarde
al empleo, volvió sobre sus pasos y la siguió una cuadra. Antes de
alcanzarla ella volvió a mirarlo, le sonrió y entró al liceo.
Inés
siempre reconoció que el día que vio a Álvaro por primera vez, se enamoró con
un amor visceral que la quemaba por dentro y la dejaba sin aliento. Que la
atormentaba de celos y la mantenía en vilo, desesperada siempre por saber dónde
estaba el muchacho, cómo y con quién. El amor de ellos fue increíble.
Arrebatado. Demencial. Se amaron y se odiaron en la misma medida. No quiso
recordar el pasado. Le hacía daño. Había hecho un esfuerzo enorme, desde la
separación de ambos, para no pensar en esos días. Ahora su cometido era
trabajar para criar y educar a sus hijos.
Después de
ver a los niños el hombre se fue. Ella lo acompañó hasta la salida, cerró
la puerta detrás de él. Miró la llave en la palma de su mano. Tiene razón
Álvaro, se dijo, la cerradura anda mal. Mañana la cambiaré. Sí, va a ser
lo mejor.
Mujer
irónica y mal pensada- 27
Desde que la
conoció Aníbal le había dicho a Clemencia que era irónica y mal pensada; y que
esos eran atributos que él no soportaba en una mujer. Que la mujer usaba la
ironía para sentirse inteligente y superior, le decía, y eso de que una mujer
se creyera inteligente y superior a un hombre, era algo que en la vida no se
podía soportar. Y menos él. Igual se hicieron novios porque él pensó que un día
se tendría que casar con alguien, y que la casa de ella quedaba de paso para ir
al trabajo y para el boliche donde noche a noche se reunía con amigos a jugar a
las cartas. De modo que un día, después de pasar varios inviernos aburriéndose
en el bar con los pocos amigos que iban quedando solteros, decidió comprar una
televisión a color y casarse con Clemencia. Y Clemencia, que ya había pasado
los treinta, aceptó casarse con Aníbal, aún sabiendo que el muchacho no era lo
que se dice un buen partido, ni la sacaría jamás de pobre, pero que, sin
embargo, le permitiría al fin ser dueña de casa y manejar su vida como le
viniera en ganas. La pareja llevaba largos años de novios, el ajuar comenzaba a
ponerse amarillento, de manera que dejando a un lado el formulismo, se casaron
un sábado de Semana Santa con el altar de la iglesia en penumbras y los santos
tapados con trapos negros.
—Arrancamos mal, dijo ella, cuando se enteró lo de los santos y que las arañas de caireles no se encenderían por ser Sábado de Gloria, el día elegido para la boda. Pará con la ironía, le dijo Aníbal.
—Arrancamos mal, dijo ella, cuando se enteró lo de los santos y que las arañas de caireles no se encenderían por ser Sábado de Gloria, el día elegido para la boda. Pará con la ironía, le dijo Aníbal.
—Ironía es
casarnos vos y yo, le contestó ella, y para colmo: un sábado de gloria. Se
casaron, al fin, con la bendición de Dios, consientes que se aceptaban pero no
se amaban como deberían; y se fueron a vivir a una casa de bajos que alquilaron
en el mismo barrio donde ambos habían crecido.
La televisión la colocó Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama. Al volver del trabajo venía derechito a acostarse y encender el aparato. Ella cocinaba, hacía las compras, ordenaba la casa. No miraba televisión. Se acostumbraron a vivir él en el dormitorio y ella en el resto de la casa. Por la noche dormían entrelazados después de hacer el amor. En ese tiempo no tuvieron hijos porque los hijos no estaban en el propósito de ninguno de los dos. Como a Clemencia le empezó a sobrar el tiempo, pues fue siempre una mujer muy dinámica y laboriosa decidió, por su cuenta, abrir un negocio que pudiera atender ella sola. Por lo tanto desocupó una pieza del frente, hizo colocar unos estantes, un mostrador con cajonera y organizó una pequeña mercería para vender botones, hilos, puntillas y esas cosas. Aníbal no opinó ni a favor ni en contra. Confiaba plenamente en Clemencia y lo que ella decidiera hacer con su tiempo contaba, desde el vamos, con su aprobación. La joven ya había demostrado que era voluntariosa y emprendedora. Así que la dejó hacer. Y el negocio poquito a poco comenzó a rendir.
No obstante su nueva actividad, Clemencia no dejó de atender su casa y su marido. Mientras, él seguía con su trabajo en el Ministerio y su televisión a color. Cuando se encontraban de noche en la cama matrimonial ella le contaba los progresos de su negocio, y los proyectos. Él la escuchaba durante las tandas y la apoyaba en todo. Después, apagaban la televisión, se entregaban a alimentar el amor y se dormían entrelazados. Aníbal nunca hacía preguntas. Ella dedujo entonces que a él no le interesaba lo que hacía ella con su vida. Por lo tanto dejó de contarle lo que hacía y le sucedía. Y él, entusiasmado con la programación de los ochenta canales, ni cuenta se dio.
Un día Clemencia decidió mudar la mercería para un lugar más grande y más céntrico. Encontró sobre la avenida principal un: “local con pequeña vivienda”. Contrató a una persona para que la ayudara a organizarse y una radiante mañana de enero inauguró la nueva: Mercería del Centro.
Se empezaron a ver menos con Aníbal. Al principio, al mediodía salía corriendo de la mercería para cocinarle algo de apuro. Después, le traía directamente comida hecha. Al final la pedía por teléfono y del restaurante de la esquina se la alcanzaban. Fue cuando empezaron a verse solamente por la noche cuando ella venía a dormir. Entonces Clemencia, como tenía lugar en el local de la mercería, y para no perder tiempo en idas y venidas, comenzó a llevarse la ropa, sus cosas personales y algunos enseres como para cocinarse algo rápido mientras atendía el negocio.
Y un día se fue del todo. Se separaron sin pelear. Sin discutir. Sin motivo. Ella dejó de venir a la casa a encontrarse por las noches con su marido. Él comenzó a extrañarla pero, justo, en esos días, los canales de la tele anunciaron en la nueva programación el Campeonato Mundial de Fútbol. Clemencia dejó de ir a su casa casi sin darse cuenta. Terminaba las horas de trabajo cansada, tenía que cocinar algo para ella, aprontar cosas para el día siguiente. Decidió tomar una empleada para que la ayudara en la mercería. De todos modos, lamentó que su marido no hubiese venido nunca a acompañarla, o a buscarla para regresar juntos al hogar. Una noche se encontraron en el mismo restaurante comprando comida.
La televisión la colocó Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama. Al volver del trabajo venía derechito a acostarse y encender el aparato. Ella cocinaba, hacía las compras, ordenaba la casa. No miraba televisión. Se acostumbraron a vivir él en el dormitorio y ella en el resto de la casa. Por la noche dormían entrelazados después de hacer el amor. En ese tiempo no tuvieron hijos porque los hijos no estaban en el propósito de ninguno de los dos. Como a Clemencia le empezó a sobrar el tiempo, pues fue siempre una mujer muy dinámica y laboriosa decidió, por su cuenta, abrir un negocio que pudiera atender ella sola. Por lo tanto desocupó una pieza del frente, hizo colocar unos estantes, un mostrador con cajonera y organizó una pequeña mercería para vender botones, hilos, puntillas y esas cosas. Aníbal no opinó ni a favor ni en contra. Confiaba plenamente en Clemencia y lo que ella decidiera hacer con su tiempo contaba, desde el vamos, con su aprobación. La joven ya había demostrado que era voluntariosa y emprendedora. Así que la dejó hacer. Y el negocio poquito a poco comenzó a rendir.
No obstante su nueva actividad, Clemencia no dejó de atender su casa y su marido. Mientras, él seguía con su trabajo en el Ministerio y su televisión a color. Cuando se encontraban de noche en la cama matrimonial ella le contaba los progresos de su negocio, y los proyectos. Él la escuchaba durante las tandas y la apoyaba en todo. Después, apagaban la televisión, se entregaban a alimentar el amor y se dormían entrelazados. Aníbal nunca hacía preguntas. Ella dedujo entonces que a él no le interesaba lo que hacía ella con su vida. Por lo tanto dejó de contarle lo que hacía y le sucedía. Y él, entusiasmado con la programación de los ochenta canales, ni cuenta se dio.
Un día Clemencia decidió mudar la mercería para un lugar más grande y más céntrico. Encontró sobre la avenida principal un: “local con pequeña vivienda”. Contrató a una persona para que la ayudara a organizarse y una radiante mañana de enero inauguró la nueva: Mercería del Centro.
Se empezaron a ver menos con Aníbal. Al principio, al mediodía salía corriendo de la mercería para cocinarle algo de apuro. Después, le traía directamente comida hecha. Al final la pedía por teléfono y del restaurante de la esquina se la alcanzaban. Fue cuando empezaron a verse solamente por la noche cuando ella venía a dormir. Entonces Clemencia, como tenía lugar en el local de la mercería, y para no perder tiempo en idas y venidas, comenzó a llevarse la ropa, sus cosas personales y algunos enseres como para cocinarse algo rápido mientras atendía el negocio.
Y un día se fue del todo. Se separaron sin pelear. Sin discutir. Sin motivo. Ella dejó de venir a la casa a encontrarse por las noches con su marido. Él comenzó a extrañarla pero, justo, en esos días, los canales de la tele anunciaron en la nueva programación el Campeonato Mundial de Fútbol. Clemencia dejó de ir a su casa casi sin darse cuenta. Terminaba las horas de trabajo cansada, tenía que cocinar algo para ella, aprontar cosas para el día siguiente. Decidió tomar una empleada para que la ayudara en la mercería. De todos modos, lamentó que su marido no hubiese venido nunca a acompañarla, o a buscarla para regresar juntos al hogar. Una noche se encontraron en el mismo restaurante comprando comida.
— ¿Cómo
hiciste para levantarte de la cama y dejar sola la televisión? —le preguntó
Clemencia.
—Sabés que no me gustan las mujeres
irónicas —le contestó Aníbal
—Sos un
delirante —afirmó ella.
—Nunca me lo
dijiste cuando de noche venías a dormir conmigo —respondió él.
— ¿Me extrañás?
—quiso saber ella.
—No —le
contestó él—, y al mozo: —Milanesas con fritas para llevar.
—Para dos —
agregó Clemencia—, con ensalada mixta y una botella de vino.
Siguieron
viviendo separados, Aníbal en la casa de ambos y Clemencia en la mercería.
Volvieron, sin embargo, a dormir por las noches juntos y entrelazados hasta
pasados los ocho meses, cuando ella dejó de trabajar y se quedó en la casa para
esperar el nacimiento de su primer hijo.
Luego, pasaron quince años. En el ínterin tuvieron tres hijos. Clemencia aún
mantiene la mercería sobre la avenida. La ayuda una empleada. No volvió por las
noches a quedarse en su negocio. Aníbal y los chicos la necesitan más que nunca
en la casa. Los tiempos cambiaron. Son otros tiempos. Tampoco conserva
Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama, aquella televisión a color de
los primeros años de casados. Ahora, allí, al firme y encendido, se encuentra un Televisor con retroiluminación LED, 98”, HD, pantalla de alta definición, 980 canales activos y sonido stéreo SRS WOW. Con resolución Full HD, Wi-Fi Integrado, control por voz y movimiento, conexión USB. SRS WOW.
Mi vecina de enfrente - 28
Estimada vecina
de enfrente:
Yo soy la Lita la vecina suya que vive enfrente a su casa en la casa
que tiene el limonero en el jardín vio ese que tiene siempre los limones verdes
porque en cuanto quieren empezar a ponerse pintones ya los gurises del
barrio me los empiezan a arrancar y al final yo que soy propiamente la
dueña cuando preciso limones los tengo que comprar en el puestito
de la esquina ¡me da una rabia le garanto! Soy la madre del Richard y del
Anthony los mellizos. Se da cuenta quién soy ¿no? Bueno resulta que yo tendría
que hablar con usted pero como no la veo nunca porque usted se la pasa metida
adentro de su casa que no sale ni a tirar la basura que ahora habrá visto que
tenemos en el barrio unos contenedores muy vistosos en cada esquina que ya por
suerte están las veredas y las calles más limpias por lo que ir a tirar la
basura es más bien un paseo que a usted le vendría muy bien porque así
tomaría un poco de aire y estiraría un poco las piernas que buena falta le
estará haciendo. Porque eso de vivir sola y encerrada como una presa debe ser
bastante fulero en una casa tan grande llena de ventanas y habitaciones y
escaleras para arriba y escaleras para abajo. Está bien que viene todas las
mañanas la muchacha que limpia y barre la vereda y los sábados llega su
hija en el auto con bolsos del super. Pero no es lo mismo estar sola a vivir
con gente. Yo la pura verdad no sé cómo usted aguanta. Yo no podría y eso que
yo hay veces que a mi familia la mandaría al carajo le juro porque le
puedo asegurar que los componentes de mi familia son una manga de rompe bolas
de primera categoría. Empezando por mi marido que llega todos los
días del trabajo con un problema nuevo: que el capataz sólo le da
viáticos a los de la comandita de él que entre esos reparte siempre las
extras que les permite llegar tarde o los manda en comisión para cualquier lado
para beneficiar siempre a los mismos mientras que a los que
trabajan en la sección no los deja hacer extras ni los manda en
comisión ni les da beneficio alguno. El asunto es que se calienta al santo
botón y vuelve siempre a casa con bronca y se la agarra conmigo que yo como
usted verá no tengo vela en ese entierro que con los problemas que estoy
obligada a resolver cada día para poder cocinar con los precios por las
nubes como están lo que menos me preocupa son los acomodos en el trabajo de mi
marido imagínese. Y no se le puede decir ni ¡ay!, porque se pone como un
ogro y le da de patadas a la puerta y se va para el boliche y vuelve peor. Y para
colmo los mellizos que aunque consiguieron trabajo los dos los tenemos que
bancar igual, porque con el sueldo de hambre que tienen, si se pagan el
boleto todo el mes y se comen un refuerzo al mediodía no les sobran
ni cien pesos para vestirse y salir a algún lado, así que al padre y a
mí, sinceramente, nos saldría más barato que no trabajaran pero si no
trabajaran se pasarían en casa escuchando cumbias a todo lo que da que a mí me
tienen la cabeza loca. Yo algunas veces querría desaparecer por un tiempo le juro
que la tierra me tragase aunque más no sea por un tiempo y después volver otra
vez porque ¿qué van a hacer ellos sin mí si no saben hacer nada? Ellos me
necesitan y yo los requiero por eso sola como vive usted no podría
vivir. No. Yo pienso que usted tendría que tener un perro. Un perro no es
un hijo pero es una compañía. Por lo menos no escucha cumbias ni pega portazos
y se va al boliche. Si usted quiere yo le puedo conseguir uno. Un perro, digo
no un boliche. Dígame no más que perros es lo único que hay de sobra en
el barrio. Si me va a hacer caso y se decide ir a tirar la basura
al contenedor de la esquina tenga cuidado no sea que encuentre
algún hurgador adentro y se asuste porque yo el otro día fui con una bolsa de
basura y cuando me acerco salen de adentro del contenedor tres gurisitos
con unas bolsas con sobras y se sientan a comer en el cordón de la vereda. Eran
dos varoncitos y una nena tapados de mugre. Yo quedé paralizada créame. Sentí
una impotencia y una rabia. Porque sabe yo no supe qué hacer me los hubiese
llevado para mi casa los hubiera bañado y les hubiera dado comida pero si en mi
casa andamos a los tirones con la plata este mes no pudimos pagar la luz no
puedo comprar fruta ni carne así que me fui y ellos quedaron allí comiendo las
sobras que tira la gente. Y por días he tenido esa imagen de los
chiquilines saliendo del contenedor de la basura y no me la puedo sacar. No sé
para qué le cuento esto vio es que esa imagen me viene continuamente a la
cabeza. De todos modos como ya le dije yo tendría que hablar con usted pero
como también ya le dije que no la puedo ver nunca le escribo esta carta.
Resulta que vino una señora a mi casa el martes pasado con unos papeles
diciéndome que era no me acuerdo bien si del B. P. S., de la Caja Notarial o
no sé de dónde. El asunto era que la señora quería saber si yo
conocía a Evangelina Gadea o sea si la conocía a usted y
quería que le diera unos datos suyos. Yo le dije la verdad que yo en mi
vida la habré visto cuatro veces subiendo o bajando del auto de su hija así que
yo datos no podía dar. O sea que yo a usted no la conozco. Le quería
hacer saber esto que pasó por si es de su interés y para que esté enterada de
que en el barrio anduvieron preguntando sobre su persona. Aprovecho
para decirle que como usted vive sola y puede caerse y lastimarse o se le puede
romper la cisterna o quemársele un fusible o cualquier cosa que le pase estamos
mi esposo mis hijos y yo a sus órdenes. No le ofrezco limones porque están
verdes pero mi teléfono es el 777 –77 -77, no dude en llamarme si
necesita algo. Empiece a cerrar las ventanas que está anunciada una tormenta
que mientras las cierra todas tiene para rato. Que pase buen día y si en otra
oportunidad quiere que yo dé informes sobre usted porque se quiere
jubilar o algo avíseme y dígame lo que tengo que decir para no meter la
pata. Atte. Su vecina de enfrente
Lita Pérez de Rodríguez
Montevideo, 15
de marzo de 2004
Sra. Lita Pérez
de Rodríguez
De mi mayor consideración:
Hace un par de días recibí su carta. Le confieso que la he leído varias veces,
más aún, la tengo aquí sobre el escritorio haciéndome compañía. Es una
carta hermosa y muy tierna que ha removido en mí el deseo de volver
a escribir. Hace muchos años que no recibo ni escribo cartas. Ha sido mi
decisión. Lo mismo que vivir sola, en esta, que ha sido mi casa desde siempre.
Hecho que he notado le llama la atención. Pero sabe, Lita, yo soy una persona
muy mayor. He vivido mucho, he sido feliz y también he sufrido. Toda mi vida ha
transcurrido aquí entre las paredes de este caserón. Esta casa perteneció a mis
abuelos, los padres de mi madre. Cuando mi abuelo la hizo construir toda
esta zona era campo, sólo había unas pocas calles delineadas. Mi madre fue la
última de seis hijos, y la última en casarse, por ese motivo mis padres
quedaron viviendo aquí para acompañar a mis abuelos. Y aquí me crie junto a mis
hermanos. Los recuerdos más lejanos de mi niñez me muestran un barrio muy
distinto al que es ahora. Recuerdo que la manzana donde está su casa y varias
manzanas más pertenecían a un señor italiano que criaba ovejas. Era un campo
muy grande con montes de eucaliptos y una aguada. Yo estaba en la escuela
cuando el italiano murió, los herederos vendieron y se fue armando el barrio
poco a poco. Mis hermanos se casaron y abandonaron la casa, y yo que fui la
última en casarme, al igual que mi madre, me quedé aquí para acompañar a mis
padres. Cuando mis hijos se casaron yo no acepté que ninguno de ellos se
quedara con mi esposo y conmigo. Preferí que hicieran su vida y vivieran
donde eligieran. Mi esposo falleció ya hace unos años y yo decidí seguir
sola mientras pudiera valerme por mí misma. Nunca me arrepentí. Soy una persona
muy sana y estoy muy cuidada y protegida, créame. Como bien dice usted, salgo
en contadas excepciones. Mi vida transcurre plácida entre estas paredes y
los muros del jardín. Los espíritus de mis seres queridos me rodean, me
acompañan. Me esperan. Querida vecina de enfrente, aunque vivo recluida, estoy
al tanto de lo que sucede afuera. Miro televisión y manejo la computadora y el
Internet. No salgo afuera, no porque no pueda caminar, estoy perfectamente
bien, no salgo a la calle porque no quiero salir, ese es el único motivo. Con
respecto a la señora que anduvo preguntando por mí, debe de haber sido una
empleada de la oficina de Catastro, creo yo, desconozco los datos que andaría
recabando, de todos modos le di debida cuenta del hecho a mi hija que es quien
maneja mis intereses. Con respecto a su familia, creo querida, que tiene
usted una familia hermosa. Que están muy unidos y se aman, lo demás amiga mía,
no tiene importancia. El dinero va y viene. Son otros los valores que nos dan
felicidad. Y ustedes van por buen camino. Los problemas del país se van a ir
solucionando. Ya verá. Los que tienen muchos años como yo, recordarán momentos,
no solamente difíciles sino trágicos, vividos otrora en nuestra patria, y en
cada ocasión fuimos saliendo hacia años de bonanza. De todos modos,
lo que me cuenta de los pequeños hurgadores en el contenedor de la
basura, es terrible y comprendo su rabia y su impotencia. Nunca, ni en
situaciones límites, se había visto algo así en nuestro Uruguay. Tengo la esperanza
de que se encuentre pronto una solución para toda esa gente que está sufriendo
hambre y desprotección. Creo que todos debemos cooperar para que así
sea. Querida, me gustaría que volviera a escribirme
contándome cosas, como lo hizo en esta carta que guardo con afecto. Sabe que
con ella se ha abierto un universo nuevo para mí. Tal vez podamos inaugurar una
cadena epistolar de afecto. La invito a lograrlo. Le deseo toda la
felicidad que se merece junto a su familia. Cariños
Evangelina Gadea
Montevideo, 26 de marzo de 2004
Sra. Evangelina
Gadea
De mi mayor
consideración:
Hace unos días cuando salí afuera a barrer la vereda encontré una carta en el
buzón. Cuando vi que era para mí entré y me senté a leerla en un banquito de la
cocina descubrí que era suya. No le voy a negar que me llamara la
atención el que usted se moleste en contestarme una carta a mí. Y cuanto
más la leía más me asombraba por lo lindo que escribe y las palabras tan
finas que usa. Yo sé que soy medio atravesada para hablar así que escribiendo
reconozco que brillante no soy por cierto. Para mejor que escribir no escribo
nunca. No tengo a quién escribir. Pero ahora la tengo a usted que quiere que yo
le escriba. Yo le dije al Cholo que usted me había contestado la carta y no me
podía creer y cuando se la di para que la leyera se quedó asombrado como yo
pero él no entendía mucho de qué me habla usted porque él no leyó la carta que
yo le mandé. Así que más o menos se la expliqué. Mi marido sabe es más
inteligente que yo él fue al liceo y todo y aunque de eso hace muchos años
siempre un poco de cultura le queda a uno. Digo yo que le queda porque yo no
fui al liceo. Yo terminé la escuela y tuve que trabajar. Primero acompañé a una
señora que vivía en mi barrio que le hacía mandados y la acompañaba a la caja a
cobrar y a veces al doctor. Ella era una maestra jubilada y vivía sola porque
era solterona nunca se había casado pobre. Conmigo era buenísima ella sabía que
a mí me gustaba la escuela y quería que yo fuera al liceo pero en mi casa no me
podían mandar porque ya dos hermanos míos más grandes estaban estudiando
y después estaban los más chicos que iban a la escuela y el único que trabajaba
era mi papá que trabajaba en el ferrocarril. Entonces la maestra me daba
libros para que yo leyera y como a mí las matemáticas no me entran ella
me hacía hacer copias para que tuviera buena letra y no tuviera faltas de
ortografía. Todos los días me hacía hacer una carilla de copia de los libros
que estaba leyendo. También ella me leía cosas de la historia del Uruguay
y de los ríos y los arroyos. Me leía poemas de Juana de Ibarbouroú
y el Tabaré de Zorrilla. Yo aprendí mucho con ella. Estuve casi tres años pero después
se enfermó y se murió. A mí me dio mucha pena cuando se murió. Bueno ese mismo
año entré en la fábrica y trabajé muchos años. Como diez o más no sé bien.
Después conocí al Cholo que era el hermano de una compañera de la fábrica y nos
hicimos novios y a los cuatro años nos casamos. Cuando nacieron los
mellizos tuve que dejar de trabajar para cuidarlos y no trabajé más. Aunque sí
trabajo en mi casa desde la mañana a la noche pero sin sueldo, claro. Que no es
lo mismo porque siempre es mejor trabajar y cobrar un sueldo a fin de mes. A mí
ahora que los mellizos son grandes me gustaría trabajar en algo si hubiera
aunque el Cholo me dice que me deje de embromar que con la casa ya tengo
bastante. Y no crea el Cholo un poco de razón tiene. Aunque a mí en la
tarde me sobran unas horas en las que podría agarrar algo para hacer. Nosotros
al Richard y al Anthony los mandamos al liceo. Ellos hicieron los seis
años en el liceo Zorrilla. Y en el comunal hicieron un curso de computación. A
mí me gustaría que aprendieran inglés porque lo van a precisar pero es
muy caro y no lo podemos pagar. Sabe que dice el Cholo que él se acuerda
cuando en el barrio había puros campitos. Porque el Cholo es de este
barrio, nació como a cinco cuadras de acá pasando Bulevar vio. Yo no yo
nací en el barrio Sur, por el Gas. Dice que cuando era chico jugaba al fútbol
en las canchas que había en los campitos de por acá. A mí me sorprendió
que usted manejara la computadora y el Internet porque vio que no es muy común
que una persona mayor sepa manejar una computadora. Las señoras mayores que yo
conozco tejen o hacen crochet no tienen interés en aprender computación. Yo voy
al Centro Comunal de acá del barrio a clases de cocina porque me encanta
cocinar. En el Comunal enseñan cantidad de cosas y los salones están llenos
porque va mucha gente a aprender y no hay que pagar nada. El año pasado en el
curso de cocina hicimos solamente tortas y postres nos enseñaron algunos dulces
de frutas y distintos baños para las tortas. Y también trufas y bombones.
Siempre que puedo hago algo rico para nosotros pero lo que pasa es que aunque
lo haga una igual sale caro. Este año nos toca pastas caseras y carnes. Son
unos cursos muy interesantes. Para el año que viene tengo ganas de ir a clases
de tejido. Yo sé tejer pero allá enseñan a dar la forma de lo que una
quiere hacer que es lo que a mí me cuesta y también puntos nuevos. También
enseñan inglés y portugués pero es justo a la hora en que los mellizos
están trabajando. Bueno ya le conté muchas cosas y le hice una
carta larga ahora más tarde se la paso por debajo de la puerta así la muchacha
cuando viene la ve y se la alcanza. Espero que pase bien, cuídese
del frío que este invierno viene cruel.
Cariños de
Lita
Montevideo, 10
de abril de 2004
Sra. Lita Pérez
de Rodríguez
De mi mayor
consideración:
Querida amiga, parece que este año el invierno se ha adelantado. Y yo soy muy
friolenta. Le diré que tengo por costumbre levantarme temprano y desayunar
antes que llegue Natalia. Pero hoy estuve muy remolona y me quedé un rato
más. Cuando ella llegó, aún me encontraba en la cama, así que me subió el
desayuno al dormitorio. Un lujo que no suelo permitirme, prefiero levantarme
temprano y prepararme yo misma algo para comer. De todos modos, hoy me gustó
quedarme calentita un rato más. Natalia hace mucho tiempo que está
conmigo, es muy trabajadora y buena persona. Ella es nuera de una amiga de Mabel,
mi hija menor, la que viene los sábados en el auto y me trae el pedido del
supermercado. Natalia es casada y tiene una hija adolescente que concurre al
liceo. Hace unos años se compraron con el marido una casa que están pagando y
trabaja para poder cumplir con la cuota, porque el sueldo del marido no
les alcanza y se estaban atrasando en los pagos. A ellos la suba del
dólar los perjudicó muchísimo, pues, lo que les iba quedando para terminar de
pagar la casa se les triplicó y también la cuota. De manera que tuvo que salir
a trabajar para, más o menos, paliar los gastos de la casa. Ya ve, Lita, que en
todos lados existen los problemas. Unos, tal vez, más acuciantes
que otros, pero nadie se ha salvado. Me dice en su carta, fechada el 26 de marzo,
que su esposo es más inteligente que usted y no lo creo. Usted es muy
inteligente. Piense que sólo una persona inteligente puede administrar una
casa. Darle prioridad a lo que tiene realmente prioridad y con pocos recursos
sacar la familia a flote. No se subestime. Sabe, Lita, me alegró mucho saber
que hizo un curso de cocina, que está haciendo otro y que piensa seguir el año
próximo. Me parece realmente elogiable, que pese a todo el quehacer de su casa
tenga tiempo y ganas de aprender cosas nuevas. Realmente la felicito. Lo
que usted hace es encomiable. Creo que la maestra con la que trabajó
cuando dejó la escuela, ha tenido una gran influencia sobre su personalidad.
Tal vez no se dé cuenta, pero lo que ella le enseñó permanece en su
subconsciente y aflora, en distintos momentos de su vida. Todo lo que usted
logre superarse va a redundar, no sólo en su persona, sino también en su
familia y en el círculo de sus amigos con quienes va a compartir, sin duda,
toda la riqueza de sus nuevos conocimientos. Y es así como uno crece como
persona, como ser humano. En especial las mujeres, amas de casa, esposas y
madres. Tenemos, yo casi diría, la obligación de ser valientes, emprendedoras,
saber discernir con inteligencia cuando la vida lo demande. Querida Lita, si me
permito hablarle de esta manera es porque a través de sus cartas la he llegado
a conocer más de lo que usted pueda creer y la aprecio de verdad. Créame
que le hablo a usted, como si fuese una hija. A propósito, no le he hablado de
ellos, pero tengo tres hijos. Dos varones y una mujer. Los dos varones
viven en Europa. El mayor, Gerardo, vive en Sevilla, una de las
provincias de Andalucía, al sur de España. Mi esposo era andaluz, nacido
en Sevilla y antes de nacer los chicos fuimos a pasear. Le aseguro que es un lugar
hermosísimo. Años después Gerardo tuvo oportunidad de ir a España, cuando
se recibió de arquitecto y decidió vivir allá. Así que cuando se casó se fue
con su mujer. Tiene dos hijas andaluzas preciosas. Miguel, el segundo, vive en
Roma. Se fue soltero y se casó allá con una chica italiana, trabaja en
una empresa metalúrgica muy grande, tiene dos varoncitos y la esposa está
esperando el tercero. Y Mabel, la menor, que también está casada, vive en
Parque del Plata, es odontóloga y tiene una hija de dieciséis años y un
varón de doce años. Es la que siempre anda en la vuelta conmigo. Todo esto que
le cuento, es para comunicarle que a Gerardo se le casa la hija
mayor, y me ha escrito pidiéndome que vaya a España para el
casamiento. Mabel no puede acompañarme, debido a sus ocupaciones, así que voy a
viajar acompañada por Natalia. Nos embarcamos el martes de la semana próxima.
Pienso estar allá unos veinte días más o menos. Cuando vuelva le contaré
todo lo relativo al viaje y al casamiento. Le diré que no tengo muchas
ganas de viajar, pero me ilusiona el sólo pensar que voy a reencontrarme con
mis hijos. Querida, en cuanto vuelva, continuaremos con nuestra
comunicación por carta que a mí me ha hecho tanto bien. Me despido con un
fuerte abrazo. Cariños para usted y los suyos y hasta la vuelta
Evangelina
Gadea
Sevilla, 29 de
abril de 2004
Sra. Lita
Pérez de Rodríguez
De mi mayor
consideración:
Querida Lita, creo que ya es tiempo de que empiece a tutearte ¿no crees? No
sabes los deseos que tengo de reiniciar nuestra correspondencia. Te aseguro que
extraño tus cartas afectuosas. Les he hablado mucho a mis hijos de nuestra
amistad epistolar. Ellos se alegran por mí y te envían sus cariños. Te diré que
el viaje ha sido muy tranquilo y sin inconvenientes. Gerardo y su esposa Lola,
nos estaban esperando a nuestra llegada, como prometieron. El casamiento ha
sido hermoso y muy emotivo. Se realizó en la Catedral de
Sevilla, donde estuvo por los años 1190 una mezquita árabe y que
conserva, aún, su minarete o torre llamada la Giralda, remozada al
estilo renacimiento en 1568. Me gustaría mucho que la conocieras. Sabes que
los árabes ocuparon España durante ocho siglos, dejando aquí su cultura y
sus conocimientos en el campo de la arquitectura, de la filosofía y la
medicina. Te diré que Sevilla es una fiesta. De permanente alegría de música y
de flores. Es la cuna del flamenco y del arte taurino. Querida, más que
contarte, querría que pudieras ver todo esto. Tengo la esperanza de que así
sea. La novia estaba preciosa, tenía un traje de raso blanco y una mantilla
valenciana. Se fueron de Luna de Miel a Paris. Hacía casi cinco años que no
veía a mis nietas. Me dio una gran emoción volver a verlas. Miguel vino desde
Roma con su esposa Sofía y sus hijos. Mi nuera está muy pesada, ya llegando a
los últimos días de su embarazo. A Sofía la conocí cuando se casó con Miguel,
pues, para la ceremonia, fuimos a Roma con mi marido. A los niños,
en cambio, los conocí en Montevideo, hace dos veranos, cuando fueron a
pasar unos días. Te diré que estoy feliz de haber venido y comprobar que toda
mi familia se encuentra bien. Lita, tengo muchísimas cosas para contarte, pero
antes necesito pedirte un favor encarecidamente. Mis hijos me piden que me
quede unos días más con ellos. Pero Natalia no puede quedarse conmigo para
acompañarme de regreso a nuestro país. Yo te pido que vengas tú a buscarme.
No te asustes. Vendrías como mi dama de compañía. Es un empleo que te ofrezco.
Yo te mandaría los pasajes y aquí te esperaríamos a tu llegada. Mabel va a ir a
verte para hablar sobre más detalles. Mis hijos no pueden
acompañarme en estos momentos y no quieren que viaje sola. A mí me
gustaría quedarme unos días más, pues, quién sabe si volveré a reunirme
con ellos otra vez. Miguel quiere que pase unos días en su casa de
Italia, y de allí me volvería a Uruguay. Para todo eso te necesito acá.
Consulta con tu esposo y tus hijos. Faltarías de tu casa unos veinte días. No
te sientas obligada, si no puedes venir yo me vuelvo con Natalia. Les he dicho
a mis hijos que al no venir Mabel, sólo quiero viajar contigo. Querida,
piénsalo mucho y lo que decidas estará bien para mí. En los próximos días
irá Mabel por tu casa. Como siempre, el deseo de que te encuentres bien
con tu familia. Un cariño grande, grande de una amiga que te quiere como a una
hija. Ya te lo he dicho.
Evangelina
Montevideo, 10
de mayo de 2004
Sra. Evangelina
Gadea
De mi mayor
consideración:
No se imagina la alegría que me dio recibir su carta desde España. Es la
primera vez que recibo correspondencia del extranjero. Me alegro que esté
pasando bien junto a sus hijos y sus nietos. Con respecto a lo que me
pide sobre viajar a Sevilla para acompañarla a su regreso lo lamento
mucho no sé cómo decírselo, pero no me animo. Yo señora Evangelina nunca he
salido de Montevideo. Imagínese viajar a Europa y sola. Es imposible
créame. Nunca subí a un avión. Me da miedo. Yo como usted me pide lo comenté en
casa con mi esposo y mis hijos. Ellos me dicen que debo ir. Mi esposo no
obstante me dice que es una oportunidad de viajar que es imposible
se me vuelva a repetir. Que debo aprovecharla. Mis hijos igual. Me
reiteran que no me preocupe por la casa que ellos se van a arreglar bien esos
días que yo falte. Pero no yo le juro que lo siento mucho pero no me atrevo a
viajar tan lejos. Le agradezco la confianza que deposita en mí,
y no crea que no me sienta frustrada al reconocer que no soy
valiente y emprendedora como usted me dice debe ser un ama de casa esposa y
madre para ser un ejemplo de vida para sus hijos. No se enoje conmigo yo
aquí en Montevideo la acompaño a dónde usted quiera le hago mandados o lo que
usted necesite pero de sólo pensar en tener que ir al aeropuerto y despedirme
de mi esposo y mis hijos para tomar un avión, me aterra. Yo voy a hablar con su
hija si viene y le voy a explicar bien mi situación. Perdóneme. Disfrute estos
días con sus hijos y nietos y… espere un poco que está llamando el
cartero
Montevideo, 9 de mayo de 2004
Sra. Lita Pérez
de Rodríguez
De mi mayor
consideración:
Acabo de recibir una carta de mi madre que me escribe desde España. En
ella me pide que trate de comunicarme contigo a fin de
ultimar detalles sobre tu posible viaje a Sevilla. Yo, a más tardar
mañana alrededor de las 18 hrs. estaría por tu casa. Mientras, te
adelanto que mis hermanos y yo te agradeceríamos muchísimo que nos
hicieras el favor de realizar ese viaje. En estos momentos, a mí, me es
imposible dejar mi casa pues tengo a mi esposo con problemas serios de salud.
Como sabrás, mamá es una persona muy mayor y queremos que viaje acompañada. Te
diré que me ha hablado mucho de la linda amistad que ha nacido entre
ustedes. A mí, particularmente, y me consta que también a mis hermanos, nos alegra
mucho ese correo de afecto que las dos han sabido crear. No te puedes
imaginar, Lita, lo bien que le ha hecho a mi madre recibir tus cartas y
contestarlas. A pesar de que nunca me las ha dado a leer, ni las suyas al
contestarte, desde la primera vez que le escribiste noté en ella una
disposición ante la vida, que hacía tiempo había abandonado. Un interés
nuevo ante las cosas, una curiosidad, un querer seguir estando. Yo
les he contado a mis hermanos cuando hablo por teléfono y puedes creerme
que si mamá te ha adoptado como una nueva hija, nosotros te adoptamos como una
nueva hermana. El sólo hecho de que mamá haya dejado su casa para viajar
a España es casi un milagro. Mamá hace años que no iba a ninguna parte.
Desde que murió papá decidió quedarse sola en esa casa tan grande
pudiendo vivir aquí conmigo o en Europa con cualquiera de mis hermanos que
siempre la han querido llevar. Te diré que mamá fue siempre muy activa y
alegre, sin embargo, veíamos que cada día se iba apagando y perdiendo
interés en todo lo que la rodeaba. A nosotros nos preocupaba y nos dolía
ese rechazo, porque en cierto modo, su manera de vivir, era un rechazo hacia
nosotros. Pero de pronto un día comenzó a cambiar. Yo noté que tu primera carta
la sacudió. Ella me comentó algo. Y me sorprendió su deseo de contestarte
enseguida. Después su cambio fue evidente y el aceptar viajar
para el casamiento de mi sobrina, lo máximo. Mamá siempre me habla de ti y
según me comentan mis hermanos, a ellos también les habla. Con respecto
al viaje, te diré que te ha mandado un cheque para que te compres lo que
necesites para viajar. Mañana te lo alcanzaré. Me dice que no lleves mucha ropa
pues en España es verano. Que lo que necesites lo comprarás allá. El viaje es
sencillo. Sales por Pluna, del Aeropuerto de Montevideo, en
un vuelo directo hasta el Aeropuerto Internacional de Barajas, en Madrid,
que te llevará unas doce horas de vuelo. De allí harás un trasbordo en un
avión de línea, hasta el Aeropuerto de Sevilla, que te llevará una
hora aproximadamente. No tienes de qué preocuparte, la compañía se
encargará de todo y te indicará lo que debes hacer. En el Aeropuerto de
Sevilla te estarán esperando. De ahí en más, estoy segura que vas a pasar unos
días espléndidos. Si mañana concertamos todo, pasado pides el pasaporte
de trámite urgente, y en cuanto esté pronto ya retiro los pasajes. Espero que
te animes a realizar el viaje. Verás que no te vas a arrepentir.
Con mucho
afecto
Mabel
Montevideo, 10
de mayo de 2004
Sra. Evangelina
Gadea
De mi mayor
consideración:
No sabe la alegría que me dio recibir su carta desde España. Es la primera vez
que recibo correspondencia desde el extranjero, imagínese. Me alegra que esté
pasando bien con sus hijos y sus nietos. Y me gustan las cosas que me cuenta
del casamiento y de la Catedral de Sevilla. Con respecto a su pedido
de viajar para acompañarla a su regreso le diré la verdad: me llené de
miedos y de dudas. Usted sabe que yo nunca salí de Montevideo. Mi mundo es muy
chiquito nunca me imaginé que algún día podría subir a un avión y cruzar
el océano. Estoy nerviosa y tengo miedo. De todos modos quiero que sepa
que sí, voy a ir a buscarla. Necesito conocerla. Porque usted me ha dado alas,
me ha ayudado a crecer y yo quiero demostrarle que soy valiente y
emprendedora, como usted bien dice debe ser una ama de casa, esposa
y madre, para dar ejemplo a sus hijos. Y si para conocerla personalmente tengo
que ir hasta el viejo mundo, allá voy. A conocer la
Giralda y acompañarla a Roma. Quiero que sepa que mis hijos,
que están entusiasmados con mi viaje, me han traído folletos y me han leído en
libros que hablan de España, y sobre la Provincia de Andalucía.
De la Sierra Nevada, La Alambra de Granada, La
Mezquita de Córdoba y también de Jaén “la malquerida”. Han desplegado
mapas ante mis ojos para que vaya sabiendo, por lo menos, a dónde voy. Mi
esposo también me anima, y me repite que es una oportunidad que no debo dejar
pasar. Mañana voy con él por el pasaporte, lo voy a pedir urgente. Recibí carta
de su hija Mabel en la que me dice que viene mañana de tarde. En cuanto tenga
más noticias le escribo otra vez. Quédese tranquila y disfrute junto a los
suyos, que se va a poder quedar un tiempo más junto a ellos y, si Dios
quiere, (en el nombre del padre del hijo y del espíritu santo) no tendrá que
volver sola. Espero verla pronto, mientras tanto reciba un fuerte abrazo de su
vecina de enfrente que la aprecia de verdad. (Amén.)
La Lita, su vecina de enfrente.
P.D. El limonero del frente está cargado de limones pintones
Encadenada – 29
Eunice y Jaime crecieron juntos
en Montevideo en una calle hermosa que baja hacia el mar entre el Cementerio
del Buceo y la Plaza de los Olímpicos. Una calle que lleva el nombre
del Mariscal paraguayo que en 1870 murió peleando contra Brasil,
Uruguay y Argentina , en la llamada Guerra de la Triple Alianza.
Vivían en la
misma cuadra, en un barrio por entonces más despoblado, de casas
arboladas y grandes jardines. Las familias de ambos eran numerosas y amigas, y
los niños acostumbraban a jugar juntos todo el día. Desde
que Jaime aprendió a caminar vivió prendido a las faldas de Eunice. Y
para la niña no comenzaba el día, hasta no verlo atravesar el portón de la
entrada de su casa.
Cuando nació Eunice cada una de las abuelas le regaló una cadena de plata con
una medalla. Una de ellas con la imagen de Jesús mostrando su Sagrado Corazón,
y la otra con la imagen de la Inmaculada flotando
sobre una nube en su Asunción a los cielos en cuerpo y alma.
Nunca, mientras
se amaron, las quitó Eunice de su cuello.
La infancia la pasaron juntos correteando con los perros,
trepando a los árboles, bajando a la playa. Fueron juntos a la
escuela y en la adolescencia, perdieron juntos la virginidad. Se amaron desde
entonces bajo el sol y bajo la luna y no existió para ellos otro universo que
el de sus miradas ávidas. El amor los había unido el mismo día en que nacieron.
Estaban, por lo tanto, destinados el uno al otro. Así lo aceptaron
siempre los amigos y las familias de los dos.
Sin embargo un día Jaime se compró una moto, se adosó una mochila
y se fue a recorrer el mundo. Y Eunice, deshecha en lágrimas, se
compró una botella de un vino rojo y dulce, muy rojo y muy dulce, y se
emborrachó decidida a dejarse morir ese mismo día, si fuese posible.
Entre tanto Jaime cruzaba a la Argentina, de la
Argentina al Paraguay, del Paraguay a Bolivia, y en Bolivia se
internó en Brasil y en el Mato Groso estuvo perdido cinco años. Reapareció en
Venezuela, cruzó a Colombia y de allí a Panamá y a la América
Central. Le costó dejar al gran México a su espalda, pero llegando a
Matamoros, sobre el Golfo de México, cruzó el Río Grande y entró en los Estados
Unidos. Atravesarlos para entrar a Canadá le llevó cinco años
más. Vivió dos años en Montreal y después de visitar Toronto decidió volver al
Uruguay.
Entre la ida y la venida habían pasado algo más de
veinte años, desde el día que se fue a recorrer el mundo, cuando una
noche estacionó una en una cuatro, al frente de una mansión en José
Ignacio, donde unos amigos brasileños ofrecían una recepción.
Mientras tanto Eunice, después de emborracharse con aquel vino dulce y
rojo y llorar amargamente durante días y días, decidió seguir viviendo porque
al fin entendió que tras la tormenta siempre el sol vuelve a salir. Terminó sus
estudios y un día conoció a un joven contador que vivía por la playa de los
Ingleses, que se enamoró de ella y le propuso matrimonio.
Jaime hacía diez años que se había ido. No escribió, ni
nadie supo nunca de su vida. No tenía por qué seguir esperando. Lo más seguro
era pensar que se habría casado mientras andaba de turista por esos caminos de
Dios. De manera que, pese a no poder olvidar aquel amor juvenil,
aceptó al contador que resultó un hombre de fortuna y un verano se casó
dispuesta a ser feliz.
Eunice conservaba en su cuello las dos cadenas con las medallas
que le regalaran las abuelas el día que nació. Nunca se las quitó, porque
a Jaime le excitaba el roce de las medallas sobre su rostro y sobre su pecho
cada vez que se amaban. Se las quitó, sin embargo, la misma noche de su boda
pues a su marido, según le dijo, el roce de las medallas y su tintineo lo
desconcentraban.
La noche que Jaime llegó a la fiesta de José Ignacio se
encontraba Eunice, que había concurrido con su marido, conversando con
una amiga en uno de los salones. Jaime la vio en cuanto entró. Se dirigió a
ella y sin preámbulo le preguntó:
—Qué pasó con las cadenas y las medallas de plata.
Al reconocerlo, Eunice quedó pensando que aquel hombre que la
interpelaba no era el Jaime de su niñez, ni el de su amor primero, ni el que un
día la abandonó. Aquel hombre era un extraño. De todos modos, sintió que su
corazón se regocijaba.
—A mi esposo lo desconcentran —le
contestó.
Esa noche no tuvieron oportunidad de reanudar la conversación. Sólo
supo Jaime que ella estaba casada, tenía dos hijos y era feliz.
Ella supo de él que continuaba soltero y sin hijos. Cuando volvió,
Eunice puso la casa patas arriba buscando las benditas cadenas, hasta que al
fin dio con ellas. A la mañana siguiente su marido la encontró preparando el
desayuno con las cadenas al cuello.
—Y esas cadenas —le preguntó. —Son mías —le dijo ella. — ¡Pero son
viejas! —se quejó el hombre. —Sí, pero volvieron a estar de moda —contestó y
cambió de tema. Los dos volvieron a encontrarse, un medio día, en una comida
campestre. Jaime, como la vez del reencuentro, la vio al entrar. Eunice
lucía sobre su pecho las cadenas de plata. Fue hacia ella la tomó de una mano y
la llevó a un aparte.
—Necesito hablar contigo —le dijo. Caminaron hasta la cuatro por
cuatro, subieron y desaparecieron por la ruta. En el cuarto de un hotel
reiniciaron aquel amor de la niñez, la pasión de adolescentes. El amor
interrumpido de los veinte años. Jaime volvió sentir sobre su cara y sobre su
pecho el roce de las cadenas de plata, el tintinear de las medallas que siempre
lo excitaron. Él había vuelto y ella estaba allí. Todo volvería a ser como fue
desde un principio. Eunice había sido solamente suya. Ahora volvería a serlo.
Siempre supieron ambos que habían nacido el uno para el otro.
Eunice vuelve feliz a la fiesta. Se ha quitado las cadenas del cuello y
las a arrojado por la ventanilla de la cuatro por cuatro. Ha borrado, por fin,
de su mente y de su corazón el recuerdo de aquel amor primero. Este Jaime con
quien estuvo no es aquel Jaime de los veinte años que un día la dejó para
ir a recorrer el mundo. Lo que acaba de vivir es un mal dibujo de un
pasado que ya no existe y que, equivocada, guardaba todavía en un rincón del
corazón. La vida en su trascurrir todo lo altera. Y la memoria no es tan fiel
como creemos.
Sentado al extremo del salón, de charla con amigos está su
esposo. Eunice se acerca y sienta a su lado. El hombre le pasa un brazo
por los hombros y mientras la atrae hacia sí, le pregunta:
—No tenías
puestas las cadenas cuando vinimos.
—Sí —le
contesta ella—, pero me las quité porque ya pasaron de moda.
—Estás segura
de que pasaron de moda. ¿Nunca más te veré encadenada?
—Muy
segura —afirma ella. — ¡Nunca más!
Al final del otoño - 30
Era extraño que aquel rosal trepador, se
cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y más
extraño ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Lo había
recogido de entre las ramas de una poda, que un vecino dejara en la calle para
que el camión de la Intendencia se las llevara. Pese a la apariencia de ser
aquel un árbol débil tenía una raíz fuerte y sana. De manera que lo trasplantó
contra el muro, sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Tardó en
desarrollarse. De todos modos, un otoño de tibios soles, comenzó a crecer
abrazado a la pared. Sus ramas se alargaron firmes sobre las guías de hilos,
cubiertas de brillantes y dentadas hojas verdes.
Sin embargo, a pesar de que
fue creciendo firme y arrogante no acababa nunca de mostrar el más mínimo
atisbo de florecer. Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus
hijas, no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y
aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la certeza de que una
primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de
pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió en el mes de junio, cuando
ya nadie esperaba que florecieran los rosales.
Allí estaba el caprichoso rosal,
dejando entrever los racimos de pequeños pimpollos matizados. Aquella mañana de
fines de junio mientras podaba y retiraba maleza de los canteros, Leonidas
escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar
hacia el patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Marcela, la
directora de Casablanca, le había comentado que ese día ingresaba a la
residencial una nueva compañera. Observó un momento al grupo que conversaba y
alcanzó a divisar el rostro de la nueva. Por un instante se sintió
desconcertado. No podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo.
Su
vida había dejado muy atrás los años primeros y ese rostro que acababa de
vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo lejano. A un recuerdo triste, que
guardaba dormido, del tiempo aquel de los verdes años. Regresó a una época casi
olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia.
Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos. Y se vio él, entonces
estudiante, en la ardiente primavera de su vida.
La casa de Leonidas se
encontraba en un barrio fabril en los suburbios de la ciudad. Casas bajas con
chimeneas, calles adoquinadas y faroles en las esquinas de ochavas. Barrio con
olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas.
A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en la calle, pidiendo o robando.
A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en la calle, pidiendo o robando.
Cuando los padres lograban
reunir algunos pesos compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se
castigaban entre ellos y castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los
mandaban a pedir, a robar y no volver sin dinero. Una de las niñas se llamaba
Caterina. Era rubia, triste y sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando
por la calle. Caterina le dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una
vez para protegerla.
A veces se encontraban a la vuelta del puesto de verduras
y él le decía que la quería. Que no llorara. Que cuando fuera más grande y
consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces ella lloraba con más ganas. En
aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque lo intentó no llegó
nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a
la muchacha. De lo que en cambio estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo
de protegerla.
Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la
asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de
alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor
compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche
de lluvia. Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin
deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación.
Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando.
No pudo aceptar la explicación que
dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la
cual no podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo
sabía. ¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era
solamente lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha?
¡No, no vuelvas ni a mencionarlo! Ya te vas a olvidar. Sacátela de la cabeza.
Sos muy chico todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya vas a
encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica de familia bien, como
nosotros, de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te olvides de ese asunto!
Sos muy chico para entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para
casarse. ¿Entendés? Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas.
¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto, ¿no?
Y Leonidas no supo qué contestar.
Caterina no tuvo tiempo de terminar la
escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros pasos,
a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña, subía y
bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los cinco años. Al principio
pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la calle aprendió a
robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o tres juntos,
ellos entorpecían a los que estaban comprando y ella, que era la más ágil,
manoteaba lo que podía y salía corriendo.
Tenía diez años cuando una noche,
borrachos, los padres la vendieron a un fulano por cincuenta pesos. Después,
cuando se les pasó la borrachera, lloraron los padres por lo que habían hecho. Al
otro día la volvieron a vender.
Caterina, por primera vez, siente un poquito de
felicidad. Les cuenta a sus padres que el joven Leonidas le prometió que cuando
trabaje van a vivir juntos. La madre gritó desaforada:
— ¡¿Qué te dijo ese
atorrante?! ¡¿Qué te va a llevar con él?! Insultó el padre como un demente:
—
¡La puta madre que lo parió! ¡Decile a ese guacho que no se meta con nosotros
si no quiere que le parta la cabeza de un fierrazo! Decile que digo yo, no más.
¡Guacho de mierda! Mal parido ¡V´ia tener que hablar con el padre pa´que lo
ponga en vereda, al hijo de puta! ¿Te fijaste vos como se mete la gente en lo
que no le importa? ¿No se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que
mantener? Y nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos
te empiezan a pagar bien, te quiere llevar. Mirá, ¡si me dan ganas de salir
ahora y cagarlo a patadas! Desgraciado. Guacho hijo de mil putas. Lo v´ia
matar, mirá. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo
mato!
Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña
Caterina del barrio olvidado. La Caterina con doce años llorando por la calle.
Su primer amor. Amor delirante al que ella misma lo obligó una noche a
renunciar. Leonidas la miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo.
¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el viejo que era ahora, a
aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que un día se irían a
vivir juntos. Y él, por tercera vez, permaneció callado.
Las matas de
cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos
trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo
floreciendo en el jardín de Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue
haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para
desarrollarse pueden las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de
umbría. Que si se multiplican por semillas, injertos o bulbos, requerirán más o
menos riego. Que es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los
insectos que las dañan y podar algunas de ellas.
Leonidas hace ya varios años
que es jardinero de la Residencial Casablanca para el Adulto Mayor. Comenzó
después de haberse jubilado, por el deseo de hacer algo con su vida, pues
entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de las plantas fue algo que
siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en su casa un muy cuidado
jardín. Cuando se enteró que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció
sin pretensiones. Presentó referencias sobre su persona y fue aceptado de
inmediato. Un par de años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de
la soledad que lo esperaba cada tarde al volver a su hogar. De manera que un
día decidió quedarse a vivir en la residencial, donde se sintió realmente
acompañado, entrando a formar parte de aquella familia.
La vida para Leonidas
no ha tenido demasiados altibajos. A veces, en las tardecitas, se sienta bajo
los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden. Examina, sopesa
los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos no puede, no pudo
nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo
hiere todavía.
Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo camina unas cuadras más, para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó:
— ¡Hijo de puta! ¿Qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te
v´ia matar! Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién preguntarle.
Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto por el Centro.
Trabajando. Él no lo podía creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo
sabía bien. Tendría que verlo con sus propios ojos. La gente a veces se ensaña,
inventa cosas.
Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La
encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en seguirla.
Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con otras
mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y se fue
con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir su presencia. Con la cabeza apenas
inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá, poco a
poco, perdiendo para siempre y hasta nunca en ese submundo aberrante del que no
puede, no podrá ya salir. Evadirse.
Donde deberá seguir, sin salvación posible,
arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que, aunque logre un día
apartarse de esa vida, será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la
calle. Recién entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que
Caterina no podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera
trabajo; terminara de criarse y se hiciera un hombre. Ella ya era una mujer.
Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa.
Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más
remedio que saltar.
Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por mucho tiempo se
culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos
dos, tenía marcados caminos opuestos. Y decidió no volver a verla.
Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al IPA. Era entonces un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior, que había venido a estudiar a la capital. Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella que él, formalizaron el noviazgo.
Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al IPA. Era entonces un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior, que había venido a estudiar a la capital. Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella que él, formalizaron el noviazgo.
Marlene vivía en Montevideo en una casa para
estudiantes con la idea de que, una vez recibido el título, volvería a su
ciudad. Por lo tanto, a partir del noviazgo, la joven le propuso a Leonidas,
irse a vivir con ella a su departamento. Él aceptó, pues era una forma de
desprenderse del recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Pues en
su pensamiento la veía niña, llorando por las calles del barrio, y otras veces
hecha una mujer pintados los ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del
Centro su belleza fugaz.
En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más volverían a encontrarse. Una noche pasó por la esquina donde sabía que podía encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la calle.
Entraron a un boliche
esquinero alumbrado por una magra lamparilla que regaba su luz moribunda sobre
el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba con las palabras cruzadas de El
Diario, el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la
media noche.
En la radio: Magaldi el sentimental. Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió.
En la radio: Magaldi el sentimental. Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió.
—Bueno, Leonidas, hablá. ¿Qué querés decirme? Conseguiste trabajo. Me vas a llevar a vivir con vos. Cuanto
ganás. Podrás bancarme. Sabés la guita que hago yo por noche. Vas a trabajar
vos para mí. ¿O voy a trabajar yo para vos? ¡Hablá! ¿Qué querías decirme?
Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de aquella hermosa muchacha que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina que un día amó y que todavía le dolía. La buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura.
Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de aquella hermosa muchacha que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina que un día amó y que todavía le dolía. La buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura.
En las
preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a buscar. Se sintió
torpe. Fuera de lugar. Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya
había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba,
tan solo, intentando sobrevivir. Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con
preeminencia:
—Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. No
quiero volver a verte... gracias por el café. Le palmeó el hombro y lo miró con
unos ojos que hablaban de un tiempo pasado.
—Chau, pibe —le susurró casi con ternura
maternal al despedirse. Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata
de su cabello cayó sobre la espalda, como el telón de un trágico final. Se fue
haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado
corta y un escote demasiado largo.
Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez, no pudo hablar. No se animó. La joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber existido entre los dos. Y Leonidas supo esa noche que Caterina lo había marcado a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera.
Habían pasado ya varios
días desde la llegada de la nueva a Casa del Parque. No dejó de llamar la
atención de todos los residentes, lo pronto que se adaptó a la vida en la
residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta un poco
acostumbrarse a la convivencia con personas ajenas a su entorno familiar.
Extrañan y es comprensible, dejan su casa, sus muebles, recuerdos, afectos que
las han acompañado durante toda su vida. A los señores también les cuesta
integrarse. Por lo menos al principio. Deben hacer un esfuerzo, hasta que se
conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora que desde el
primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente
la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiera vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida.
Con Leonidas conversan asiduamente. Ella baja al jardín y se sienta en un banco
a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su
vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos.
En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida. Nací,
dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese
barrio? Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño
íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce
el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa y a pasear por la rambla.
Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi papá eran muy buenos y nos
querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy trabajador. Le compró una casa
preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque Rodó. A los dos hermanos nos
mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al liceo. Nos cuidaban mucho, sabe.
Yo nunca trabajé porque a mi padre no le gustaba que anduviese por la calle. Él
decía que no tenía ninguna necesidad de salir a trabajar. Yo salí de mi casa
para casarme. Me casé de vestido blanco...con un velo largo, muy largo. Y
flores. Llevaba flores en las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas
chiquitas. Las del muro. Como las rositas del muro. Sí, iguales a las rositas
del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda.
— ¿Con quién se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda ?
—Si,
como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no?
Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo. No me
acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido
blanco...y un velo largo, muy largo... Después nos fuimos del barrio.
— ¿Se mudaron del Parque
Rodó?
— ¿Del Parque Rodó?
—¿No me dijo que vivía por
el Parque Rodó?
— Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien.
— Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien.
— ¿Y tuvieron hijos?
— ¿Hijos? Sí, creo que sí.
Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos tuvimos. De
algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me
olvido. Creo.
Mientras cuenta, Leonidas
comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No sabe, la
anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura habitando un
mundo de personajes irreales que la hacen engañosamente feliz.
Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien.
Que ha perdido la memoria y que confunde las cosas y las personas. También le
ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se hizo
cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la había sacado de la
calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había
cobijado en su portal.
Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho que volvieran a
encontrarse cuando las vidas de ambos, están ya al final del otoño. No sabe,
aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el
uno del otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la vida que le
hubiese gustado vivir. Y la cuenta como si realmente la hubiera vivido. Ha
conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha
inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo
el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante
toda su vida le fue negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a
este viejo jardinero, que escucha con atención sus relatos, sobre su niñez en
una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le contará de
Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su juventud
dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto a un marido que
la amó y fue su apoyo. Le contará una historia fantástica donde ella será la
única protagonista. Un hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin,
inmensamente feliz
—Estuve en España y en
Francia. Estuve en París. En el Sena...
— ¿Con su esposo, estuvo?
— ¿Con su esposo, estuvo?
— ¿Mi esposo...?
— ¿No fue a París con su
esposo?
—No sé... creo que sí...
— ¿Y cómo es París?
— París... no sé.... no sé
cómo es París...nunca fui a París...
Ada Vega - edición 2008. https://adavega1936.blogspot.com/
ADA VEGA - Montevideo
1936. Escritora uruguaya. Narradora. Comenzó a escribir a los 50 años.
Cuatro libros editados en Uruguay: "GARÚA"; "MALENA";
"DETRÁS DE LOS OJOS DE LA MAMA VIEJA" y "EL EMBRUJO DE MARACANÁ.
Uno en Bucarest, Rumania: "PASIONAL" en rumano y en español. Dos
libros inéditos:"DE CRUCES Y MALFICIOS " y "LAS CAMPANAS DE LA
CATEDRAL". Vive en Montevideo - Uruguay.
Sigue en "Entradas antiguas" Clic:
No hay comentarios:
Publicar un comentario