Fue en las puntas del Queguay, en campos de un inglés dueño de una
estancia cimarrona. Allí, a la hora de la siesta a orillas del arroyo, solían
encontrarse dos jóvenes enamorados. Marcos, hijo del estanciero y Yasí, una
joven indígena de la nación charrúa.
Marcos estudiaba en
la capital y pensaba, una vez terminado sus estudios, formalizar una familia
con Yasí. Y una tarde bajo la sombra del monte nativo se juraron un amor para
siempre.
Marcos soñaba el futuro. Yasí vivía feliz el presente. Adoraba al dios
blanco, pero sentía desde el fondo de su pecho, que los dioses no se casan con
las jóvenes de su raza.
Los amantes ven perderse el sol rumbo al Valle Edén. Volverán a encontrarse, al
otro día, cuando el sol despunte sobre la cuchilla.
La noche se hace larga para Marcos que apura el sueño deseando
despertar y correr al encuentro de Yasí.
Yasí no sueña. No puede soñar, ni vivir el presente. Ya no.
Antes del amanecer, Rivera y su tropa rodearon el tolderío.
Ada Vega, edición 2016 -
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