El 30 de junio de 1934 quedó para siempre impreso en mi
memoria. Aquel día de invierno de cielo translúcido, sin nubes, ni el
viento que suele azotar la ciudad de Montevideo, vi al Graf Zeppelín al regreso
de Buenos Aires, sobrevolar mi casa en la Villa del Cerro. Entonces la Villa
era apenas un cerro agreste con algunas viviendas y comercios sobre la calle
Grecia, y edificaciones ocupadas por saladeros, frigoríficos e industrias del
ramo cárnico. Mi casa se encontraba en lo alto del Cerro. Sólo el faro cuya
construcción en la cumbre había sido dispuesta por la corona española, cien
años atrás, y la fortaleza, la superaban en
altura. En 1834 el gobierno de la época otorgó el permiso para crear una
población con el nombre de Villa Cosmópolis, para recibir y dar lugar a los
miles de inmigrantes que llegaban de Europa, adoptando luego el nombre de Villa
del Cerro. Mi padre, que había sido peón en una estancia cimarrona del interior
del país, se radicó en Montevideo cuando la estancia fue vendida a una familia
de Estados Unidos con capitales en el Frigorífico Swift, quienes a su vez le
dieron trabajo en dicha empresa. Se estableció por lo tanto en un alto de la
Villa y se casó con una joven vecina descendiente de lituanos, quién luego
sería mi madre.
2
En el año del Zeppelín comencé la escuela. Crecí
recorriendo el cerro. Fui un adolescente curioso, andariego y medio brujo.
Puntual visitante de la fortaleza y testigo natural del crecimiento vertiginoso
de la ciudad- puerto, que se extendía a los pies del monte. Desde mi atalaya
observaba la entrada y salida de los barcos y lanchones al puerto de
Montevideo; la llegada de los troperos desde el interior del país arreando
ganado para los frigoríficos; observaba el movimiento de camiones en La Teja en
los comienzos de la instalación de ANCAP y las chimeneas humeantes de las
distintas fábricas de toda aquella zona industrial.
Solitario y hosco me crie entre los pájaros de los montes, la pasión de
recorrer las playas y la costumbre de rezarle al sol. Incansable caminador
bajaba hasta la costa y recorría la cadena de playas que se extendía
interminable hacia el oeste, juntando tesoros que guardaba ocultos bajo un
árbol centenario: puntas de flechas, casquillos de balas, cuchillos
herrumbrados, la quijada de un puma, y un crucifijo de madera carcomida, con un
cristo claveteado, de plata de ley.
Recogía objetos que las olas dejaban sobre la arena, de barcos naufragados del
tiempo del coloniaje: monedas antiguas; enseres de metal; pedazos de tazas y
platos de loza pintados con flores de colores; palos y restos de velamen.
Me cautivaba en los atardeceres, observar la entrada del astro rey en el mar, y
contemplar en las noches, de espalda sobre la gramilla, el paso de la luna y su
séquito de estrellas.
Criado en aquel otero cerril de animales montaraces y montes silvestres,
conversaba con los animales del monte y también con los que se criaban en las
chacras. Revolucionario y justiciero de alma, conocedor del destino de las aves
de corral, solía reunir a las gallinas para disertar sobre el tema de ir a
parar a la olla en cualquier momento, por lo que las alentaba a no pasarse el
día picoteando el suelo, tragando todo lo que encontraban, sino tratar de
perder peso e intentar vuelos cortos, a fin de volar un día como las garzas y
las cigüeñas que cada primavera llegaban por miles a empollar en las riberas
del Río de La Plata. Pero las gallinas fueron desde siempre muy haraganas, de
modo que me escuchaban sin interés y se iban una tras otra pues se venía el
atardecer y había que ir acomodándose en el palo del gallinero. Un día, Pedro,
un gallo viejo de la familia D’Amore que tenían una quinta detrás del Cerro,
cerca del Campo de Golf, me dijo que no gastara pólvora en chimango y dejara a
las gallinas vivir su vida. Que las pobres no habían nacido para volar
—puntualizó—, que ellas estaban conformes con su destino. No necesitaban
emigrar pues todo lo que necesitaban lo encontraban en el gallinero: dormían
bajo techo, recibían comida diaria sin necesidad de andar buscando por ahí, se
acostaban temprano y nadie las obligaba a madrugar. Por lo tanto, dejé la
cátedra revolucionaria de lado y seguí haciendo nada, mientras recorría la
costa y me bañaba en las aguas del río, entre las lisas plateadas que alegres y
confiadas saltaban a mí alrededor.
3
Aquel día de junio, al descubrir en el cielo el dirigible alemán, lo primero
que se me ocurrió fue manotear la honda para bajarlo de una pedrada. Fue mi
padre, que había salido de la casa para ver el pasaje de la nave, quien gritó a
tiempo que me detuviera, pues podía dar en el blanco — dijo—, y hacerle un
boquete que lo desinflaría forzándolo a aterrizar sobre el almácigo de
cebollines, obligándolo de ese modo a permanecer allí hasta que lo emparcharan,
mientras los extraños que llevaba en la barriga, quién sabe por cuánto tiempo
deambularían por el Cerro y la fortaleza molestando a los vecinos. De todos modos,
yo estaba empecinado, quería bajarlo a tierra para ver qué había dentro del
globo, no podía creer que, como decía mi padre, dentro de la nave hubiese gente
de paseo por el mundo. Por lo tanto, quedé refunfuñando mientras el Zeppelín
sobrevolaba la bahía y el puerto, para perderse más allá del Centro de
Montevideo sin haber pisado suelo uruguayo, ni a su ida ni a su vuelta de
Buenos Aires. Me quedó una ojeriza que nunca pude ocultar. Esperé por años
volver a ver el dirigible pues, si había venido una vez —le decía a mi padre—
lo lógico sería que volviera como volvían los hidroaviones de Causa, que
atravesaban el cielo dos veces por día, para acuatizar en el aeropuerto junto
al Nacional de Regatas. Estaba convencido de que el globo con forma de cañón,
volvería un día brillando al sol como aquel 30 de junio. Mi espera fue en vano.
El Graf Zeppelín, orgullo de la Alemania nazi, nunca volvió. Según se dijo
entonces, seis años después de su paso por Montevideo, fue desguazado por los
alemanes para utilizar su metal en la construcción de armas bélicas.
El avistamiento del dirigible pautó en mí el principio de una vida plagada de
aventuras sin salir de ese Cerro de Montevideo, que fue creciendo para
convertirse en una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad cosmopolita, con
una enorme riqueza de costumbres, idiomas y religiones.
El pasaje del Zeppelín, me dio a conocer la existencia de otro mundo más allá
del Río de la Plata, más allá del horizonte donde cada atardecer veía ocultarse
el sol.
En mis correrías de niño, la curiosidad me llevó a visitar las casas de los
vecinos que poco apoco iban poblando las laderas de la villa. Familias recién
llegadas que no hablaban como nosotros, y se comunicaban con señas. Personas
venidas de Dios sabe dónde que, chapuceando y a los golpes, comenzaron hablar
español y comunicarse con bastante soltura. En ese intercambio de idiomas y
costumbres fui conociendo historias y relatos de otras tierras, que
enriquecieron mi mente y le abrieron caminos a mi imaginación.
4
Un verano a la villa se mudó una familia árabe, el señor Farid con su esposa y
tres niñas. El hombre usaba babuchas y zapatos con las puntas hacia arriba. Las
niñas andaban de vestidos largos y pañoletas que les cubrían la cabeza. Al
principio tuvieron problemas porque las más pequeñas debían ir a la escuela,
pero no con la cabeza cubierta sino de túnica y moña. De manera que por la
mañana se vestían con túnica y al regreso de la escuela volvían a sus vestidos
largos y sus pañoletas. Cuando llegaron al barrio hice amistad con la familia y
así me enteré que la hermana mayor había dejado un novio en Tabuk, que prometió
venir a buscarla para formalizar el matrimonio. Los padres de la joven no
estaban de acuerdo y esperaban que los dos olvidarán aquel amor. Pasó el
tiempo, y una de esas noches en que recostado a la fortaleza observaba el flujo
y reflujo de las olas, observé que volando sobre el mar se acercaba algo
semejante a un pájaro enorme con las alas extendidas. No era un pájaro, al aproximarse
comprobé que era una alfombra apenas iluminada. La alfombra aterrizó junto a la
casa de Farid de donde descendió un joven de turbante y capa con pedrerías,
ayudó a la hermana de las niñas árabes subir y ambos, abrazados, desaparecieron
bajo el cielo y sobre el mar sin dejar rastro. Aunque me pareció extraño no me
llamó la atención, ya sabía que, desde el cielo a parte de la lluvia, se podía
ver flotar, caer o pasar cualquier artefacto por extraño que pareciera. Al otro
día, pese a que los padres estaban desesperados buscando a la joven, no di
información sobre lo que había visto. Un tiempo después, ya casada, la joven
volvió a su casa del Cerro a ver a sus padres y contó cómo su prometido había
venido a buscarla una noche sobre una alfombra. Algo que a los vecinos les
costó creer, pues si bien las alfombras mágicas eran conocidas surcando los
cielos de Arabia, nunca supo nadie de que en Uruguay se usara esa modalidad
habiendo en ese tiempo trenes, automóviles y aviones donde se podía viajar
sentado, sin que a uno lo despeinara el viento.
5
La cadena de playas que se extienden más allá del Cerro se encontraba en
aquellos días cerrada de montes enmarañados. En esos montes a orillas de la
playa, de la caza y de la pesca, vivía Athan un viejo asceta que según él mismo
contaba, llevaba tantos años vividos que había perdido la cuenta. Habitaba esos
montes —decía—, desde antes de la llegada de los españoles y antes de que los
charrúas bajaran hasta el Río de la Plata. En mis caminatas por la costa me
había hecho amigo del viejo que entre idas y venidas me contaba historias
sorprendentes.
Cierto atardecer, sentados en la arena, mientras preparaba las redes que tiraba
al anochecer, me contó que, en la época de las colonias, muchos barcos cargados
de monedas y oro del Perú, quedaron atascados en los arrecifes y se hundieron,
llevándose con ellos sus tripulaciones. Me contó también que, durante años, en
las noches de tormenta entre truenos y relámpagos, más de una vez había visto
los espíritus de viejos marinos que, cargando picos y palas, surgían del mar,
atravesaban la arena y se internaban en los montes en busca de los tesoros que
alguna vez enterraron. Llegaban en noches sin luna y regresaban al mar, antes
de que el sol despuntara.
6
Un diciembre, cinco años después del pasaje del Graf Zeppelín, volví a ver la
esvástica desde mi puesto en la fortaleza del Cerro, entrando al puerto de
Montevideo.
Fue en los inicios de la segunda Guerra Mundial, cuando el acorazado alemán
Graf Spee, se enfrentó a tres cruceros ingleses en la llamada Batalla del Río
de la Plata,
El Graf Spee, que había zarpado de Alemania en agosto de 1939, llevaba hundidos
nueve barcos mercantes cuando se dirigió a las cercanías del Río de la Plata
para atacar a los barcos británicos que se abastecían en esta costa. Los tres
barcos ingleses lo persiguieron, lo encañonaron y le lanzaron torpedos antes de
alejarse. De modo que el Graf Spee abandonó el combate y se dirigió al puerto
de Montevideo a fin de reparar los daños. El gobierno uruguayo le dio un plazo
de 72 horas. Mientras el Graf Spee era reparado. Su capitán enterró a sus
muertos en el Cementerio del Norte, los heridos fueron llevados al hospital
Británico y los más embarcaron en el Tacoma, con destino a Buenos Aires, barco
mercante alemán, que se encontraba en el puerto de Montevideo, quien escoltó al
"acorazado de bolsillo" hasta apenas pasado el límite internacional.
Allí, el Admiral Graf Spee viró al oeste y echó anclas entre el Cerro de
Montevideo y Punta Yeguas donde se inmoló mediante la detonación de explosivos.
Durante 3 días, desde la fortaleza del Cerro, vi arder a quien fuera
considerado el más moderno buque pesado de la Alemania Nazi.
7
Poco tiempo después de la batalla del Río de la Plata, la familia D’Amore
vendió la quinta y se fueron del Cerro. No volví a ver aquel gallo viejo y
sabio que me enseñó tantas cosas de la vida. Era un gallo con una cresta grande
y roja, un manto de plumas doradas sobre su plumaje colorado, y una cola de
plumas grandes y arqueadas, azules, verdes y púrpuras, que brillaban
tornasoladas al sol. Cuando lo dejé de ver tendría 9 años, no viven mucho más.
Emitía un canto puro y potente. Cantaba al amanecer, al mediodía, al atardecer y
a media noche. Él iniciaba el canto en el Cerro al amanecer y al atardecer, los
gallos de los alrededores le contestaban uno a uno, pero ninguno cantaba con su
potencia y musicalidad. El gallinero de la quinta de los D’amore, tenía un
techo de chapas acanaladas con un alero más elevado, allí se subía a cantar.
Cuando yo andaba por allí, de recorrida, él abandonaba el gallinero y
conversábamos bajo los árboles del monte. Siempre supe, que mucho de lo que me
contaba no era cierto, que era un gallo muy fantasioso y de inventar historias,
de todos modos, era agradable escucharlo. Cuando empecé el liceo, mis
compañeros se burlaban de mí porque no creían que yo hablaba con los animales y
además no sabía fumar. Esto me daba bronca y vergüenza. Un día se lo conté a Pedro
y me dijo que llevara hojillas y tabaco que él me iba a enseñar. Así que un día
llevé tres cigarros armados y se los mostré, me dijo cómo tenía que aspirar y
tragar el humo, le expliqué que no sabía tragar el humo, opinó que tenía que
aprender porque si no parecería una chimenea y eso no era fumar, dijo.
Me llevó un tiempo aprender a tragar el humo,, mientras tanto le pregunté un
día por qué él no fumaba, me confesó que había fumado cuando joven, pero que
había dejado el vicio porque le afectaba la garganta y le enronquecía el canto.
8
Cuando en el 45 terminó la guerra en Europa, todo el Cerro festejó. Los árabes,
los sirios, los lituanos, los armenios, los griegos, los italianos y los
gallegos. Durante varios días el Cerro se vistió de fiesta. En esos días me
enteré que la familia D’Amore, había vendido la chacra y se había mudado para
Lezica. Fui corriendo a ver a Pedro, pero en el lugar no había gallinero, ni
gallinas ni vi a Pedro nunca más.
Por mucho tiempo desde mi casa escuché su canto cuatro veces al día, aunque mi
padre decía que el que cantaba sería otro gallo. Que era imposible que, en el
Cerro, se pudiera escuchar a un gallo cantando en Lezica. De modo que llegué a
pensar que tal vez estuviera en los montes junto a la playa. Varias veces salí
a buscarlo y a pesar de que nunca lo encontré, por mucho tiempo su canto llegó
a mis oídos.
9
Años después de avistamiento del Zeppelín, por las calles del Cerro conocí al
Dios Verde, un solitario predicador vestido de túnica como Jesús, que descalzo
y apoyado en un cayado recorrió por años todo el Uruguay predicando por la
salvación del alma. Una tarde ascendiendo por la calle Viacaba me encontré con
el místico que disertaba con una Biblia en la mano. Después, ya anochecido,
subimos juntos hasta la fortaleza donde, recostado a un antiguo cañón, que
apunta hacia la ciudad, me habló de Dios, de la salvación del alma, de los
pecados de los hombres, de que, previo arrepentimiento, Dios perdona. Y me
aseguró también, que el Cerro de Montevideo, es un volcán dormido.
10
En los tiempos del Zeppelín, al norte del Cerro,
donde en aquellos años existían grandes extensiones de campos y montes
silvestres, se fueron construyendo chacras y casas de campo. En el año 1948, la
hija de una de esas familias se casó en la Parroquia Santa María del Cerro, con
un marino del Graf Spee. El día aquél de la batalla, cuando el capitán bajó a tierra
a los heridos, varios marinos se ocultaron y lograron perderse entre las calles
de la Villa.
Algunos estaban heridos, de modo que varios vecinos
les prestaron ayuda, los albergaron hasta que se recuperaron y les consiguieron
alojamiento con familias que tenían chacras al norte de Cerro.
Allí se quedaron, trabajaron y formaron sus familias
y nunca se fueron de Uruguay. Por las laderas de la Villa del Cerro, en estos
días, aún viven sus descendientes.
Ochenta años después del pasaje del Graf Zeppelín
sobre Montevideo, pienso que somos hijos de un país cosmopolita, bajo cuya
bandera no todos nacimos, pero donde sobre el mismo suelo, somos todos
hermanos.
Ochenta años después, recostado a la Fortaleza, de espaldas a la Bahía y a la
Ciudad de Montevideo, veo hundirse el sol en el horizonte.
Solo, en la cima del Cerro, mientras mi memoria arrea los recuerdos,
pienso en mi padre y, por si acaso, sigo escudriñando el cielo.
Ada Vega, edición 2014 -
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