Como la estadía llevaría algunos meses, la tripulación se fue en otro buque y él quedó en representación de la empresa naviera. De modo que el ente le ofreció una casa para que viviera allí, mientras estuviese en tierra. Fue así como Yony ingresó a la gran familia, que éramos entonces, todos los vecinos del barrio obrero.
Oriundo de los Países Bajos, Yony hablaba un español elemental medio gangoso mixturando cada tanto en su conversación palabras en holandés. Adicto a su barco, se iba con los obreros muy temprano, por la mañana, y allí pasaba el día. Al caer la tarde lo veíamos volver. Se sentaba solo en el jardín, fumando su pipa, entrecerrados sus ojos verdes fijos en la bahía. Soñando tal vez con su tierra de tulipanes y añorados cantos de sirenas. Al cabo de un tiempo dejó de sonreír, las paredes de su casa comenzaron a oprimirlo, perdió la alegría y la soledad y la tristeza lo quebraron.
Un día vino con una muchacha de cabello negro muy largo, recogido en una trenza que dejaba caer sobre su espalda. Usaba vestidos de colores llamativos y muchos collares. Tenía hermosos ojos negros y la boca pintada. Era alegre y bonita, se llamaba María. Las vecinas del barrio no la querían, comentaban que “hacía la vida”, por eso no le hablaban y cerraban las celosías cuando ella pasaba.
La mamá de Dorita fue la que se sintió más molesta, siempre insistió en que la joven debía irse del barrio. Nunca entendimos por qué tanta aversión y rechazo.
De todos modos ella era feliz con su Yony, y nadie puede negar que su llegada puso un tinte de color y movimiento en la paz pueblerina de aquel barrio blanco que dormitaba junto a la bahía. Se levantaba por la mañana con los labios pintados, luciendo vestidos de estampados audaces y calzando sus pies en sandalias con plataformas y tacos altos. Así barría la vereda y hacía los mandados, tarareando canciones de moda, ajena a todo lo que la rodeaba como si viviera sola en un barrio desierto.
Pasaron varios meses, cuando al fin, el petrolero estuvo reparado. A su regreso, el capitán y la tripulación lo hicieron a la mar, y una tarde en medio de la algarabía de los marineros oímos su sirena de despedida. Yony pudo levar el ancla y partir, pero la bruma de los negros ojos de María lo envolvieron, y perdió para siempre la ruta del mar.
En los tiempos que siguieron muchas veces los vimos reír, caminar abrazados y hasta besarse. Los vecinos no lo veían muy bien; besarse en la calle por aquellos años era no tener decoro y se sentían ofendidos ante la actitud tan descarada de la joven que tenía el atrevimiento de reírse a carcajadas o estamparle un beso al muchacho como si tal cosa. Y fueron felices. María, que había dejado su antiguo oficio, fue con el tiempo una señora más y aunque al principio fue resistida, el título se lo ganó.
No conocí otra persona más desinteresada y servicial: hizo de enfermera, de asistente de partos, de acompañante en los velorios. Sabía curar empacho y culebrilla. Conocía de yuyos y santiguados. Ante cualquier emergencia llamaban a María, ella siempre sabía qué hacer, por eso las vecinas olvidaron su pasado, del que nunca más se habló.
Lenta, muy lentamente fueron pasando los años, en los brazos de Yony los tatuajes palidecieron, su recia espalda se doblegó, sus ojos verdes se volvieron grises. Nunca volvió a su tierra de molinos y tulipanes, ni volvieron las sirenas a enamorarlo navegando los mares antiguos. María envejeció a su lado rodeándolo de amor hasta que una tarde, cansado tal vez de añorar el mar, soltó amarras y se fue al cielo de los justos. María se quedó y está allí, con todos nosotros que la queremos bien. Ya no usa los zapatos de tacos altos ni sus vestidos de colores, solo la trenza, que se ha tornado gris, cae sobre su espalda pequeña y encorvada.
María es una anciana que conserva el brillo de sus ojos negros y una pícara sonrisa; continúa viviendo en aquella casa de tejas adonde un día la trajo el amor de un marino solitario, que vencido ante su embrujo, una tarde lejana se olvidó de zarpar. Y allí estaba, en su jardín, cuando la mamá de Dorita, que sufre a término una enfermedad que no perdona, la mandó llamar. María fue. Entró en esa casa por primera vez. Se enfrentó con aquella mujer que no la quiso nunca en el barrio.
Las dos mujeres se miraron largamente. Se comprendieron sin hablar. Y la vida pasó ante ellas. La vida que vivieron juntas, hace muchos años, allá, en el bajo. La enferma levantó apenas una mano blanca y fría. María la sostuvo entre las suyas; y asintiendo con la cabeza le sonrió, mientras en los ojos de la enferma se paralizaba la última lágrima.
Ada Vega, edición 2001
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