Aquella tarde estaba sola en casa, había terminado de lavar los platos y me disponía a tomar un café, cuando llegó de visita mi amiga Cristina. Suele venir seguido a verme, por lo general cuando tiene algo que contar. No demoró nada. Antes de sentarse a tomar su café me lo dijo como al pasar.
—¿Qué me contás lo de la madre de Camila?
—No sé. ¿Qué le pasó a la señora?
—Ayer me enteré que la mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un Ok que ni te cuento y es como cinco años menor que ella. ¡¿Podrás creer?!
—No te puedo creer. ¡Con lo destrozada que quedó hace un año, cuando enviudó! ¿Y ya se volvió a casar?
-— Bueno, destrozada, destrozada, que se diga, no quedó.
—Pero Cristina, no digas eso, ¡pobre mujer! Me contaron que en el velorio del marido, abrazada al cajón, ¡era la viva imagen de La Dolorosa!
—Eso era porque no podía encontrar la póliza de un Seguro de Vida, que el marido había hecho a su nombre, hace un par de años.
—¿No me digas? ¿Vos estás segura de lo que decís?
-—Estoy segura porque yo la vi. Mientras lloraba abrazada al cajón le daba de puñetazos y le decía: ¡Desgraciado! ¿Dónde diablos dejaste la póliza del Seguro de Vida, que no puedo encontrarlo por ningún lado?
— ¡Que patético! ¿Y al fin la encontró?
—Unos días después del entierro la encontró y empezó a reconstruirse. Se internó en una clínica de estética muy conocida, donde le sacaron las arrugas, treinta quilos y la plata del seguro de vida que le dejó el marido. Una veinteañera, mirá. Al plástico se le fue un poco la mano, te digo, parece la hermana más chica de sus propios hijos. Fue cuando conoció al de la multi.
Yo no conocía a la mamá de Camila, pero me la imaginé: rubia, alta, delgada. Vestida por Susana Bernik y peinada por Julio César Camacho.
De manera que le contesté a mi amiga:
— ¡Que suerte, la gran siete! ¿Cómo hacen? Decime. ¿Dónde encuentran esos monumentos?
—Parece que se cruzaron en una exposición.
—Y sí, la cosa anda por ahí. A mí no se me cruza ni un gato negro. Pero claro.
—No sé. ¿Qué le pasó a la señora?
—Ayer me enteré que la mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un Ok que ni te cuento y es como cinco años menor que ella. ¡¿Podrás creer?!
—No te puedo creer. ¡Con lo destrozada que quedó hace un año, cuando enviudó! ¿Y ya se volvió a casar?
-— Bueno, destrozada, destrozada, que se diga, no quedó.
—Pero Cristina, no digas eso, ¡pobre mujer! Me contaron que en el velorio del marido, abrazada al cajón, ¡era la viva imagen de La Dolorosa!
—Eso era porque no podía encontrar la póliza de un Seguro de Vida, que el marido había hecho a su nombre, hace un par de años.
—¿No me digas? ¿Vos estás segura de lo que decís?
-—Estoy segura porque yo la vi. Mientras lloraba abrazada al cajón le daba de puñetazos y le decía: ¡Desgraciado! ¿Dónde diablos dejaste la póliza del Seguro de Vida, que no puedo encontrarlo por ningún lado?
— ¡Que patético! ¿Y al fin la encontró?
—Unos días después del entierro la encontró y empezó a reconstruirse. Se internó en una clínica de estética muy conocida, donde le sacaron las arrugas, treinta quilos y la plata del seguro de vida que le dejó el marido. Una veinteañera, mirá. Al plástico se le fue un poco la mano, te digo, parece la hermana más chica de sus propios hijos. Fue cuando conoció al de la multi.
Yo no conocía a la mamá de Camila, pero me la imaginé: rubia, alta, delgada. Vestida por Susana Bernik y peinada por Julio César Camacho.
De manera que le contesté a mi amiga:
— ¡Que suerte, la gran siete! ¿Cómo hacen? Decime. ¿Dónde encuentran esos monumentos?
—Parece que se cruzaron en una exposición.
—Y sí, la cosa anda por ahí. A mí no se me cruza ni un gato negro. Pero claro.
¿Vos me imaginás a mí, en una exposición? Desde que me separé de aquel anormal, tengo que lidiar sola con estas fieras. ¡Cómo para exposiciones estoy yo!
— Dicen que es muy buen mozo.
—Acertó un pleno ¡que lo parió! Falta que me digas que es un morocho alto, de ojos claros, con voz ronca y manos suaves.
—No, fijate que no, creo que es un veterano canoso de ojos verdes.
—¡Canoso! ¡Bendito sea Dios! ¡Con la experiencia que dan las canas...!
—Y todavía con un alto cargo en una multinacional. Ese no se va a quedar sin trabajo. ¡Ni al Seguro de Paro lo van a mandar!
—Y con ojos verdes...
—Por eso te digo, Marisa, tenés que salir. No vas a encontrar un compañero entre las ollas y las sartenes. Tenés que cuidar el físico, a los hombres les gustan las flacas. Hacerte un buen corte de pelo y la tinta. La tinta es fundamental.
— Dicen que es muy buen mozo.
—Acertó un pleno ¡que lo parió! Falta que me digas que es un morocho alto, de ojos claros, con voz ronca y manos suaves.
—No, fijate que no, creo que es un veterano canoso de ojos verdes.
—¡Canoso! ¡Bendito sea Dios! ¡Con la experiencia que dan las canas...!
—Y todavía con un alto cargo en una multinacional. Ese no se va a quedar sin trabajo. ¡Ni al Seguro de Paro lo van a mandar!
—Y con ojos verdes...
—Por eso te digo, Marisa, tenés que salir. No vas a encontrar un compañero entre las ollas y las sartenes. Tenés que cuidar el físico, a los hombres les gustan las flacas. Hacerte un buen corte de pelo y la tinta. La tinta es fundamental.
¡Tenés que ser rubia! Lucir manos impecables y comprarte ropa, buena ropa.
—Tendré que hipotecar la casa. ¿Y qué más querida?
—Y salir ir al teatro a culturizarte un poco, de repente quién te diga, no encuentres un intelectualoide perdido. Al Mercado del Puerto, a tomar un medio y medio en Roldós o a pasear un viernes por Bacacay. Caer por Fun Fun, una noche que haya pique, a tomar una uvita y a escuchar tangos.
—Como quién dice a tirar el anzuelo para que, con suerte, pique un soltero empedernido que busca una mujer “que tenga lugar” para hacerle perder el tiempo, porque él prefiere el amor libre y sin ataduras, pues sabe que el matrimonio es la tumba del amor, que los hijos son un problema y que una sola mujer y para siempre es muy aburrido. Y escuchando esas sandeces, tragás el café con edulcorante, mientras descubrís que el tipo es un tránsfuga declarado, que anda en busca de una mina en declive, dando los últimos manotazos, a fin de conseguir un pinta para meter en su cama antes que talle la parca.
—No, quién sabe, tal vez...
—Permitime, mina que debe tener, si no no cuaja, una casa o departamento con todos los chiches donde pueda conchabarse, porque la vida, según dice, lo ha golpeado tanto que no tiene prácticamente donde caerse muerto. Aunque él te ofrece en cambio, en propiedad, su cuerpo de varón algo maltrecho, su experiencia de macho redivivo y su amor y su ternura decadente. Como verás me sé todas las letras.
—Bueno, pero hay que ser un poco más optimista. Podríamos empezar a salir las dos, quien te dice no tengamos suerte y oigamos alguna letra nueva.
—¿Cómo salir las dos? ¿ vos no tenés pareja?
— Sí, pero ando en plan de recambio.
— ¿Qué pasó? ¿No se llevaban tan bien?
—Nos llevamos bien cuando nos vemos, pero él es ambulante. Cuando lo necesito, nunca está.
—Y vos querés un hombre, como el termofón en el baño: amurado en el dormitorio.
—Algo así, por eso creo que un casado con otra, no me sirve, en cambio, tal vez un divorciado...
—Un divorciado...Sí, claro que podés tener más suerte y enganchar un divorciado, un divorciado con hijos, que no sabe qué hacer con su vida, que no tiene donde ir ni donde estar, porque los amigos ya no lo bancan y la madre se murió; y que le venís como anillo al dedo, para, mientras toman un café, contarte su vida, su fracaso, decirte llorando que a su mujer ya no la ama, pero que extraña a sus hijos. Que está muy solo, que necesita una compañera que lo comprenda en quien pueda refugiarse, y de paso, cancheriando, te ruega que vos pagues el café, porque justo hoy le llevó la pensión a su ex y anda limpio y sin cambio chico. Si te sirve andá llevando.
— No sé si reírme de tus deducciones o aprobarlas. Aunque creo que son un poco exageradas. Yo tengo una vecina que se casó con un viudo y se llevan de maravillas, el hombre es...
—¡Un viudo!... ¿por qué no? Puede picar un viudo, sí, un viudo sin compromisos porque sus hijos están casados. Que vive solo en una casita modesta pero propia y que es dueño de un Studebaker de los años cincuenta, que todavía anda, y en el cual podrían dar la vuelta a la manzana a la luz de la luna, cada muerte de un obispo negro. Viudo él, que nunca antes había pensado en volver a casarse (mirá vos), pero que la soledad no es buena, que necesita una compañera (léase enfermera) con quien compartir sus últimos años.
— Pero vos sabés que hay romances otoñales que valen la pena porque...
—Claro que le dejaría en compensación cuando se muera ( son los que tenés que matar de un hachazo si caés en la trampa) la casita, el Studebaker y la pensión. Casita de la que los hijos te van a sacar a patadas si llegás a enviudar, porque después de cuidarle al padre, mientras ellos la pasaban bomba, se dieron cuenta de que sos una viva y una aprovechada y que te casaste con “pobre papito” por interés.
— ¡Marisa!
-—Mientras, el Studebaker de los cincuenta, ni vendiéndolo como chatarra, ni pagando, te lo lleva un carrito de la puerta de tu casa. Pero eso sí, te quedaría la pensión, que, como el viudo era patrón asciende a la suma de $2,50 y un cuarto de yerba. Y mientras el viudo te paga el café, te comenta que es operado de próstata y que como su mujer “no habrá ninguna igual, no habrá ninguna”.
—Marisa, Marisa, sos tan sarcástica, que me amedrentás, te juro. Mirá que yo soy optimista, ¡pero vos me dejás contra el piso!
—Yo veo la realidad. Si pese a todo lo que digo, vos insistís en salir con la caña, salimos, pero sin muchas expectativas.
Todavía no hemos salido de pesca con mi amiga, pero hace unos días conocí a la mamá de Camila. Estábamos con mi amiga Cristina en la puerta del colegio esperando la salida de los chicos.
—Marisa, esa es la mamá de Camila.
—¿Esa?
—Sí.
—¿La que se casó con el...?
—Sí.
Recostada a una columna conversaba animadamente una gordita retacona de mocasines, vestido floreado y el pelo a la que te criaste. Me desconcertó. ¿Cómo el canoso de ojos verdes se pudo casar con ésta mujer? Muy digna, no lo pongo en dudas. Pero, ¿cómo la gorda logró seducir al alto empleado de la multi?
—Mirá, ahí viene el marido a buscarla.
—¡Qué cochazo! Era un Cero plateado con una marca ilegible.
Y bajó el susodicho: un gordito petiso y calvo, con una prominente barriga, un diente de oro y anteojos montados al aire. Besó feliz a la gorda y se fueron con los tres niños en el OK.
Ahora bien, tengo que reconocer que lo que me contó Cristina aquella tarde, era verdad: la mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un OK y es menor que ella. Y se conocieron en una exposición... de la Rural del Prado, un día que la señora llevó a sus hijos a ver los perros de raza.
Lo demás: una mala jugada de mi imaginación. Créanme que los petisos, los gordos y los feos, podemos, si buscamos con cuidado, encontrar la felicidad. ¡Hay que ponerse!
Ada Vega, año edición 2005
—Tendré que hipotecar la casa. ¿Y qué más querida?
—Y salir ir al teatro a culturizarte un poco, de repente quién te diga, no encuentres un intelectualoide perdido. Al Mercado del Puerto, a tomar un medio y medio en Roldós o a pasear un viernes por Bacacay. Caer por Fun Fun, una noche que haya pique, a tomar una uvita y a escuchar tangos.
—Como quién dice a tirar el anzuelo para que, con suerte, pique un soltero empedernido que busca una mujer “que tenga lugar” para hacerle perder el tiempo, porque él prefiere el amor libre y sin ataduras, pues sabe que el matrimonio es la tumba del amor, que los hijos son un problema y que una sola mujer y para siempre es muy aburrido. Y escuchando esas sandeces, tragás el café con edulcorante, mientras descubrís que el tipo es un tránsfuga declarado, que anda en busca de una mina en declive, dando los últimos manotazos, a fin de conseguir un pinta para meter en su cama antes que talle la parca.
—No, quién sabe, tal vez...
—Permitime, mina que debe tener, si no no cuaja, una casa o departamento con todos los chiches donde pueda conchabarse, porque la vida, según dice, lo ha golpeado tanto que no tiene prácticamente donde caerse muerto. Aunque él te ofrece en cambio, en propiedad, su cuerpo de varón algo maltrecho, su experiencia de macho redivivo y su amor y su ternura decadente. Como verás me sé todas las letras.
—Bueno, pero hay que ser un poco más optimista. Podríamos empezar a salir las dos, quien te dice no tengamos suerte y oigamos alguna letra nueva.
—¿Cómo salir las dos? ¿ vos no tenés pareja?
— Sí, pero ando en plan de recambio.
— ¿Qué pasó? ¿No se llevaban tan bien?
—Nos llevamos bien cuando nos vemos, pero él es ambulante. Cuando lo necesito, nunca está.
—Y vos querés un hombre, como el termofón en el baño: amurado en el dormitorio.
—Algo así, por eso creo que un casado con otra, no me sirve, en cambio, tal vez un divorciado...
—Un divorciado...Sí, claro que podés tener más suerte y enganchar un divorciado, un divorciado con hijos, que no sabe qué hacer con su vida, que no tiene donde ir ni donde estar, porque los amigos ya no lo bancan y la madre se murió; y que le venís como anillo al dedo, para, mientras toman un café, contarte su vida, su fracaso, decirte llorando que a su mujer ya no la ama, pero que extraña a sus hijos. Que está muy solo, que necesita una compañera que lo comprenda en quien pueda refugiarse, y de paso, cancheriando, te ruega que vos pagues el café, porque justo hoy le llevó la pensión a su ex y anda limpio y sin cambio chico. Si te sirve andá llevando.
— No sé si reírme de tus deducciones o aprobarlas. Aunque creo que son un poco exageradas. Yo tengo una vecina que se casó con un viudo y se llevan de maravillas, el hombre es...
—¡Un viudo!... ¿por qué no? Puede picar un viudo, sí, un viudo sin compromisos porque sus hijos están casados. Que vive solo en una casita modesta pero propia y que es dueño de un Studebaker de los años cincuenta, que todavía anda, y en el cual podrían dar la vuelta a la manzana a la luz de la luna, cada muerte de un obispo negro. Viudo él, que nunca antes había pensado en volver a casarse (mirá vos), pero que la soledad no es buena, que necesita una compañera (léase enfermera) con quien compartir sus últimos años.
— Pero vos sabés que hay romances otoñales que valen la pena porque...
—Claro que le dejaría en compensación cuando se muera ( son los que tenés que matar de un hachazo si caés en la trampa) la casita, el Studebaker y la pensión. Casita de la que los hijos te van a sacar a patadas si llegás a enviudar, porque después de cuidarle al padre, mientras ellos la pasaban bomba, se dieron cuenta de que sos una viva y una aprovechada y que te casaste con “pobre papito” por interés.
— ¡Marisa!
-—Mientras, el Studebaker de los cincuenta, ni vendiéndolo como chatarra, ni pagando, te lo lleva un carrito de la puerta de tu casa. Pero eso sí, te quedaría la pensión, que, como el viudo era patrón asciende a la suma de $2,50 y un cuarto de yerba. Y mientras el viudo te paga el café, te comenta que es operado de próstata y que como su mujer “no habrá ninguna igual, no habrá ninguna”.
—Marisa, Marisa, sos tan sarcástica, que me amedrentás, te juro. Mirá que yo soy optimista, ¡pero vos me dejás contra el piso!
—Yo veo la realidad. Si pese a todo lo que digo, vos insistís en salir con la caña, salimos, pero sin muchas expectativas.
Todavía no hemos salido de pesca con mi amiga, pero hace unos días conocí a la mamá de Camila. Estábamos con mi amiga Cristina en la puerta del colegio esperando la salida de los chicos.
—Marisa, esa es la mamá de Camila.
—¿Esa?
—Sí.
—¿La que se casó con el...?
—Sí.
Recostada a una columna conversaba animadamente una gordita retacona de mocasines, vestido floreado y el pelo a la que te criaste. Me desconcertó. ¿Cómo el canoso de ojos verdes se pudo casar con ésta mujer? Muy digna, no lo pongo en dudas. Pero, ¿cómo la gorda logró seducir al alto empleado de la multi?
—Mirá, ahí viene el marido a buscarla.
—¡Qué cochazo! Era un Cero plateado con una marca ilegible.
Y bajó el susodicho: un gordito petiso y calvo, con una prominente barriga, un diente de oro y anteojos montados al aire. Besó feliz a la gorda y se fueron con los tres niños en el OK.
Ahora bien, tengo que reconocer que lo que me contó Cristina aquella tarde, era verdad: la mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un OK y es menor que ella. Y se conocieron en una exposición... de la Rural del Prado, un día que la señora llevó a sus hijos a ver los perros de raza.
Lo demás: una mala jugada de mi imaginación. Créanme que los petisos, los gordos y los feos, podemos, si buscamos con cuidado, encontrar la felicidad. ¡Hay que ponerse!
Ada Vega, año edición 2005
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