El viento que esa noche soplaba desde la rambla silbó una funesta melodía entre los altos muros del presidio. Era invierno y amenazaba lluvia. Se apagaron las luces y el silencio cubrió los pabellones. Un sueño pesado y profundo mitigaba apenas tanta soledad y sufrimiento, encerrados en el alma de aquellos hombres confinados. Dentro de la institución, los guardias dormitaban. Afuera, los guardias vigilaban. En la penumbra de la celda se animaron sombras que nadie vio, se arrastraron. Treparon. Hacia la calle García Cortinas saltaron tres hombres. El primero, tras el revolcón, corrió hacia la rambla y se perdió en la oscuridad. Detrás, el segundo se enredó al caer y al no lograr ponerse de pie, quedó inerte sobre la vereda. Saltó el tercero, vio a su compañero caído, lo cargó sobre su hombro, cruzó García Cortinas y entró en Ariosto.
Las luces del penal se encendieron. El penado que corría cargando a su compañero tuvo que decidir entre abandonarlo o ser apresados los dos. Mientras una lluvia inoportuna se descolgaba entorpeciendo la huida, se detuvo frente a una casa de techo a dos aguas con jardín al frente y abrió el portón. Recostado a la verja junto a unos arbustos, dejó a su compañero, no sin antes advertirle que permaneciera oculto hasta que él viniera a buscarlo. Luego corrió por Parva Domus, hacia Bulevar.
Los silbatos y sirenas se multiplicaron. Los guardias empuñando sus armas corrían rastrillando el barrio. En la noche somnolienta de Punta Brava, los ecos de los disparos retumbaban como truenos. En medio de la calle, con los ojos fijos bajo la lluvia, quedó el penado que huía alcanzado por la balacera. Mientras confiado, el herido seguía esperando al amigo que prometió volver. Nunca volvió. Sin embargo, el que sí volvió a aquella casa de la calle Ariosto fue Felisberto Hernández, quien en aquellos días vivía en el barrio.
Cuentan que el músico, escritor y bohemio hombre de la noche, al volver a su casa esa madrugada, se encontró con el convicto y al comprobar que se encontraba herido, le brindó su ayuda. Compartió con él su cena y le dio una cama. Al otro día consiguió que un médico amigo atendiera la pierna fracturada. Casi tres meses estuvo el penado compartiendo la casa de Felisberto, sin que nadie advirtiera su presencia. Hasta que una noche, ya completamente restablecido, vistiendo ropas del escritor, y después de abrazarlo, continuó la fuga que iniciara tres meses antes con dos compañeros de cautiverio.
Por aquellos años Punta Carretas tenía otra fisonomía. El propio penal le infundía al barrio un rasgo peculiar. Era entonces una zona muy tranquila, habitada en su mayoría por emigrantes y sus descendientes. Emigrantes que llegaban a nuestro país trayendo en las manos la diversidad de sus oficios que aquí desarrollaron como medio de vida. Entre ellos se encontraban sastres, peluqueros, carpinteros, zapateros y albañiles. Y también músicos, pintores y poetas. Pero fue el penal, aquel bloque austero y gris, quien le dio al barrio y a sus lugareños una vivencia especial.
Precisamente en esos días, cuando la fuga de los tres convictos, los vecinos de la calle Ariosto comenzaron a murmurar. Primero una vecina dijo haber visto el fantasma de un penado en la misma puerta de la casa de Felisberto. Con su traje a rayas - aseguró. Aunque en ese momento no se le dio demasiada importancia a lo dicho por la buena mujer, pues, se adujo que, como era una señora de avanzada edad, podrían quizá ser solo divagues. De todos modos, un tiempo después, cuando otro vecino del barrio afirmó que había visto un fantasma, en más de una oportunidad, recorrer la calle Ariosto, tuvieron que reconocer que la señora estaba en lo cierto.
Después de esta aseveración, varios vecinos reconocieron que ellos también lo habían visto y afirmaron que dicho fantasma visitaba la cuadra y aunque nunca supieron quién era ni por qué venía, se acostumbraron a verlo. Durante mucho tiempo el espíritu del penado apareció frente a la casa de Felisberto. Algunos vecinos que lograron verlo de cerca comentaron que tenía un rictus de amargura en la boca y una mirada extraña.
En 21 de setiembre y Ellauri, donde hoy se encuentra Mc Donald´s, estaba entonces el Bar de Añón. Allí Felisberto Hernández solía reunirse con amigos, en las escasas noches que sus múltiples ocupaciones se lo permitían. Una noche, al pasar junto al reloj de La Curva, se encontró de improviso con el prófugo que una noche cobijó en su casa y ambos se reconocieron. Entraron juntos al bar y al calor de una copa amiga recordaron viejos tiempos. El recién llegado quería saber qué había sido de sus dos compañeros de fuga. Felisberto le contó que al primero nunca lo encontraron y que el amigo que lo dejó en la entrada de su casa, no volvió a buscarlo porque le habían dado muerte, apenas lo dejó. Que aunque él lo supo esa misma noche, prefirió no comentarlo.
El epílogo de aquella aventura desconcertó al ex presidiario. Se sintió culpable del trágico fin de su amigo. Dedujo que el tiempo que perdió en ayudarlo le faltó para escapar y salvarse. Fue entonces que el músico — escritor le contó del fantasma, que desde aquellos días visitaba la cuadra. Le contó que aquel espíritu vestido como un penado, era, sin dudas, el de su amigo que venía a cumplir la promesa que le hiciera cuando lo dejó. Y que posiblemente ahora — le dijo, que se enteraba de la verdad, podría al fin descansar en paz.
Dicen que esa noche, en el bar de Añón, se despidieron por última vez y no volvieron a verse. El ex presidiario salió atribulado del bar. Tomó por Ellauri y pasó por la puerta del penal de Punta Carretas, dobló por García Cortinas, se demoró un momento en el lugar donde cayera años atrás, cruzó la calle y entró en Ariosto. Era noche cerrada y hacía frío. Al llegar a la casa donde su amigo lo dejara aquella noche, se detuvo, sintió en ese momento una presencia a su espalda y se volvió. Frente a él, su viejo compañero de fuga, con su traje de presidiario, le sonreía. Intentó abrazarlo, pero el fantasma con los brazos extendidos hacia él se fue alejando hasta perderse en las sombras.
Nunca más vieron los vecinos, el espíritu del presidiario, recorrer u calle. Nunca más su rictus de dolor y sufrimiento. Aquella noche, al fin, el fantasma de la calle Ariosto, se fue en paz, para no volver.
Ada Vega, edición 2003
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