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viernes, 23 de agosto de 2024

Mis perros y yo

 



 I


En el año 1919 Thomas Mann escribió una novela que tituló “Amo y Perro”. La novela consta de cinco capítulos donde, en una prosa romántica, el escritor se dedica casi con exclusividad a hablar de su perro. Yo era una joven estudiante cuando leí este relato y recuerdo que no dejó de llamarme la atención que alguien pudiese escribir más de dos páginas hablando de un perro. Pues, aparte de comentar cómo era su tamaño, el color de su pelo, la raza, su condición de cachorro o adulto, si era obediente o no. ¿Qué otra cosa —pensaba entonces— se puede decir de un perro? Tal vez que es una grata compañía, que nos provoca ternura. Exaltar su nobleza y lealtad. De todos modos, para todo este relato, solo nos bastaría una carilla. Sin embargo, Mann dejó impresas en dicha narración más de cien páginas. Muchas lluvias han caído desde aquellos días en que fui estudiante. Los años agazapados, se fueron dejando huellas. Se acaba de morir una perra que fue mi amiga y compañera durante doce años. La he llorado, no por ella que ya no sufre su reuma ni su ceguera. La he llorado por mí. Porque no la tengo y la extraño. Porque he quedado sola y no sé qué voy a hacer sin ella echada a mis pies, mientras escribo, o estirada junto a mi cama. Tendré que aprender a vivir en completa soledad, pues no deseo más compañía de perros ni gatos. Estoy harta de llorar y enterrar mascotas y no sé cuánto más me quedará por vivir, ni qué pueda ser de ellos si me voy y los dejo solos. Por ese motivo, al recordar a Thomas Mann en aquella novela que escribió hace casi un siglo, he decidido contar cómo llegaron a mí y cómo me abandonaron los perros que amé y me amaron, en estos porfiados años que llevo vividos.

II

Cuando abrí los ojos por primera vez ya en mi casa había un perro. Un cachorro Fox Terrier que Antonia y Casio, unos amigos de mis padres, les obsequiaran en esos días de mi nacimiento. Mi madre le puso Terry y crecimos juntos. Terry fue mi primer juguete, mi primer amigo. Mi recuerdo más lejano. Era un perro pequeño, de pelo corto, manchado en blanco y negro. Rabón. Con los ojos marrones, brillantes e inquietos. Un perro fuerte, veloz, inteligente. Ratonero de oficio. Lo recuerdo, a partir de mis tres años, apretado junto a mi pecho, mientras mi madre me decía que no lo fastidiara tanto que podía morderme. Nunca me mordió, a pesar de haber sido un perro genioso y obstinado. No le gustaban las caricias ni que lo tuvieran en brazos. Él era “muy perro”: no soportaba las zalamerías de la gente. En aquellos días vivíamos en el barrio del Prado, sobre la calle Lucas Obes, en una casa quinta de paredes de piedra y techo de tejas azules que había sido de mis abuelos maternos. Mi madre era una mujer muy hermosa, dueña de un carácter afable y conciliador. Era quien realizaba los quehaceres de la casa ayudada por Benigna, una señora, encargada de la cocina que vivía con nosotros. En los últimos años, más que hija y madre, fuimos amigas, a pesar de no haber sido todo lo sinceras que debimos la una con la otra. Nos quedaron muchos detalles sin aclarar y aunque éramos conscientes de ello, nunca permitimos que los mismos llegaran a perturbarnos. A mi padre lo recuerdo como un hombre apuesto, dinámico y benévolo que a pesar de trabajar mucho y estar poco en casa, fue siempre un buen esposo y un padre protector. Durante cinco años fui única hija. Después nacieron Bernarda y Carolina con quienes, a pesar de la diferencia de edad, tuvimos siempre una buena relación. Mientras crecieron y estudiaron vivieron rodeadas de amigas y amigos que iban y venían por la casa entre voces y risas que perdimos cuando se casaron y se fueron. Durante mi niñez, todas las tardes, mi madre me llevaba a pasear por el Prado. Allí nos encontrábamos con Antonia y Casio. Los tres paseaban por la rosaleda, mientras yo jugaba con Terry. Mantenían extensas y animadas conversaciones, pues tenían mucho en común: Casio era escultor y mi madre, que había sido modelo de una escuela de pintores, fue también, en una oportunidad, modelo suya. Sus charlas, por lo tanto, giraban sobre exposiciones y pinturas. Mi padre estaba exento de esas conversaciones. Era en aquellos días un fuerte comerciante de plaza y no tranzaba mucho con el arte, opinando que este era una vacuidad, algo que no merecía su atención ocupada en pagos, transacciones y recaudos. Una tarde, cuando volvíamos del Prado tuve la impresión de que Casio, al despedirse, retenía demasiado tiempo la mano de mi madre entre las suyas.

III

El tiempo siguió su curso. En ese andar, también llegaron los años de túnica blanca y moña azul. Había cumplido los seis años y esperaba llena de ansiedad el primer día de clase. No lo supe entonces. No me di cuenta. Pero en esos días comencé a separarme de mi amigo Terry. Entusiasmada con mi cartera nueva, los lápices de colores, la cartuchera con dibujos, lo fui apartando sin querer de mi lado. Él, que me seguía a todas partes, que dormía a los pies de mi cama, no me acompañó en mi primer día de escuela. Nunca me acompañó a la escuela. Se quedaba solo toda la tarde, sentado a la entrada del jardín, aguardando mi regreso. Cuando llegaba saltaba a mi alrededor, daba pequeñas corridas, ladraba, como hablándome. Quería jugar conmigo, pero yo venía cansada, no tenía deseos de jugar. Terry comenzó a ponerse triste. Mi madre se dio cuenta y me decía que jugara un poco con él. Que el pobre me extrañaba. Yo nunca lo rechacé, pero los libros y los cuadernos me fueron apartando de Terry, que dejó de esperarme, al volver de la escuela, sentado a la entrada del jardín. Había terminado sexto grado cuando ese verano mi perro Terry, el amigo leal que me acompañara desde mi nacimiento, murió mientras dormía a los pies de mi cama. Aquel Fox Terrier de mi infancia no pudo acompañarme en mi adolescencia. Cuando lo llamé y no se movió ni levantó la cabeza, comprendí que se había ido. Lo levanté del suelo, donde yacía, y lo mantuve en mis brazos mientras él me miraba con sus ojitos turbios. Él me había entregado su fidelidad y yo, en cierto modo, lo había traicionado. Lo había dejado a un lado de mi vida. Lloré tanto con él en mis brazos que sentía oprimido el pecho y apretada la garganta. Mi padre me lo quitó y lo llevó a la quinta para enterrarlo y yo me abracé a mi madre que lloró conmigo, la pérdida del primer perro que me acompañó en la vida. Atravesé mi luto con un arraigado sentimiento de culpa. Desde entonces, cada vez que me acuerdo de Terry, siento el dolor de no haber sido más buena con él. Con aquel pequeño amigo que me enseñó que el amor no debe ser egoísta. Que debemos cuidar, proteger, no abandonar al ser que amamos. A partir de su muerte comencé a comprender muchas cosas que hasta ese momento habían permanecido veladas para mí. Con Terry se fue mi infancia y me enfrenté recelosa con la adolescencia. Un atardecer de ese mismo verano, antes de empezar el liceo, vi a mi madre besarse con Casio en el claroscuro del comedor.

IV

Entrar al liceo significó una experiencia asombrosa que me abrió caminos interiores. Siempre me gustó estudiar y las distintas y nuevas materias despertaron en mí una gran expectativa. No fue así con mi actividad social: no hacía amistades. No me interesaba hacerlas. Fui poco a poco convirtiéndome en una joven retraída. Encerrada en mí misma. Una tarde, al volver a casa, encontré un perro callejero. Al pasar junto a él movió la cola, yo lo miré, golpeé mi pierna con la palma de mi mano y me siguió. Era un perro de raza indefinida, de cruzas perdidas en el tiempo. Mediano de tamaño, de pelo negro, tenía los ojos tristes y las orejas caídas. Estaba sucio y con hambre. Lo entré a mi casa y en el fondo le acerqué un balde con agua. Le llevé de la cocina un plato con restos sobrantes del mediodía y fui a buscar alguna ropa en desuso para hacerle una cucha donde pudiera echarse a dormir, pero cuando volví, él ya estaba durmiendo, hecho un ovillo, junto a la casilla que fuera de Terry. Entonces entendí que, a ese perro de la calle, sin dueño, que comía de la basura y dormía en cualquier parte, Terry lo había puesto en mi camino para que fuese mi compañero, para que me cuidara y yo lo cuidara, porque los dos estábamos solos y ambos nos necesitábamos. Le conté a mi madre de mi nueva adopción. Ella lo aceptó, de nombre le puse Arapey y comenzó a acompañarme al liceo. Cuando yo entraba, él se volvía a casa. A la salida andaba siempre merodeando mientras me esperaba para acompañarme en el trayecto de vuelta. Sin embargo, no dejó nunca de ser un perro solitario, independiente y callejero. Pese a tener casa y comida, pasaba largas horas vagando por las calles. Regresaba cuando le parecía, entonces se dirigía hacia donde yo estaba estudiando y se echaba a mi lado. Con él conocí otras facetas del amor. Arapey era reacio a las demostraciones exageradas de afecto. Él daba y recibía amor sin ostentación. Me enseñó a amar a la distancia. A confiar en lo que amamos. A no avasallar al ser amado. Los años del liceo no cambiaron mi vida ni mi carácter. Tuve muchos compañeros, pero no hice amigos.

V

Aún no había decidido qué carrera seguir en la universidad, cuando se desató en el país un conjuro cívico que dio a los militares la oportunidad de implantar una nueva dictadura. En mi casa no sufrimos los atropellos y violaciones que sufrieron muchas familias, que como nosotros, no estuvieron implicadas. Pocas veces oí a mis padres hablar de política. A pesar de que ambos tenían ideas claras sobre la situación que vivía el país, nunca los oí explayarse sobre ellas. Sin embargo, un día mi madre gritó y lloró como nunca la había visto hacerlo. Mi padre, enojado, trataba de calmarla. El motivo era que la noche anterior los militares se habían llevado a Casio de su casa y nadie sabía donde se encontraba. Mi padre no entendía por qué ese hecho la ponía tan fuera de sí. Sin embargo, yo, aunque un poco confundida, creí intuir el porqué. Fue entonces que le oímos aquel comentario que destruyó a mi padre, que deshizo la familia y terminó de moldear mi vida de eremita. ¡Casio es el padre de Verónica! Dijo. Yo llamé a gritos a mi perro y fui corriendo a encerrarme en mi cuarto. Y allí hubiese querido quedarme para siempre; sin comer, sin oír, sin saber. Morirme, hubiese querido. Pero la vida es un río caudaloso que, a nuestro pesar, nos arrastra y nos lleva en sus remolinos. Decidí seguir respirando. Casio desapareció y la familia no volvió a saber de él. Mi padre, o el que creí mi padre por muchos años, se fue de casa esa misma noche. No obstante, siempre estuvo cuando lo necesitamos. Siempre nos apoyó y nos ayudó y a pesar de que nunca dejó de venir a vernos, a vivir con nosotras nunca volvió. Yo no quise, en aquel momento, que mi madre me explicara nada. La concepción que tenía yo de mi vida, dio esa noche un giro de campana. El que creí mi padre desde que tuve conciencia no era mi padre, mis hermanas eran medio hermanas y mi verdadero padre era un amigo de mi madre. Después, de a pedazos, fui yo misma reconstruyendo la historia: ellos se habían amado cuando mi madre era modelo y él un hombre casado. Nunca supe por qué no se separó de su mujer y se fue a vivir con ella, si es que de verdad la amaba. Lo que sí supe es que para mi madre él fue su gran amor. Después conoció a mi padre que se enamoró de ella y le ofreció matrimonio. Dejó de modelar y se casó. Pero Dios o el destino quiso que, un verano, viniera Casio a vivir al barrio con su familia y se volvieron a encontrar. Lo demás: el epílogo de una historia de amor prohibido y yo su lógica consecuencia.

VI

Cuando terminé el liceo fui a la universidad, allí conocí a Leandro, un joven del interior del país que había venido a estudiar a Montevideo. Fuimos primero, amigos compañeros de clase. Después, novios. Él alquilaba un departamento cerca de la facultad. Allí nos encontrábamos para estudiar y hacer el amor. Leandro se enamoró de mí y a mí me gustaba estar con él. No sé si realmente lo amé o si solo apreciaba su compañía. Siempre fui muy introvertida, ni yo misma he llegado a conocer a fondo mis propios sentimientos. Lo cierto fue que, pasado un tiempo, se aburrió de mi ostracismo y una tarde decidió poner fin a nuestra relación ambivalente. No sentí pena, Leandro dejó en mí solo el recuerdo de haber sido mi primer hombre.


Habían pasado dos meses y estaba todo pronto para hacer la mudanza. Como nos estábamos enamorando de los cachorros, decidimos comenzar a regalarlos. También decidimos, de común acuerdo, quedarnos con uno. De modo que nos acercamos a donde Tarita dormía con su cría y mi madre se inclinó para retirar un cachorro. Mamá y yo andábamos siempre con los perritos en los brazos, porque eran preciosos y parecían de juguete. Sin embargo, parece que Tarita hubiese adivinado que le íbamos a quitar uno, pues se puso a llorar con hipos y todo, de tal manera, que no podíamos calmarla. Se había incorporado y parada en las patitas de atrás, se apoyó en mi madre que tenía el perrito en los brazos. Lloraba como una desaforada. Las lágrimas le caían por la cara hasta el piso. Así que le dije: ¡Por favor, devuélvele el hijo a esta escandalosa! Ella se apresuró a dejarle el cachorro junto a los otros, Tarita se echó con ellos y siguió llorando. Aunque más tranquila, de todos modos, siguió llorando. En una oportunidad le comenté al veterinario de “la lágrima siempre pronta”, en los ojos de Tarita. El facultativo me contó que los pequineses suelen contraer una enfermedad que les deja los ojos lacrimosos, por lo que aparentan que lloran. Eso dijo el veterinario. Pero yo puedo asegurar que Tarita lloraba, y lloraba de verdad. Dos días después nos mudamos al departamento frente a la Plaza de los Treinta y Tres Orientales, con los cuatro cachorros bastardos y la pequinesa de lujo venerada en el imperio chino, metidos todos en un cajón de cebollas que el domingo anterior mi madre le había comprado a un puestero de la feria.

VII

El apartamento estaba en el octavo piso, tenía una terraza amplia al frente y otra al fondo, hacia donde se abría la puerta de la cocina. En esa terraza le hicimos a Tarita y sus vástagos una cucha amplia donde pudiesen pasar el mayor tiempo posible. Los cachorros se aquerenciaron en seguida a su nueva vivienda y recorrían olfateando y ensuciando toda la terraza: trabajo extra para mi madre. En esos días contratamos a Onilda, una señora que ya conocíamos, que vino a vivir con nosotras, pues, el apartamento tenía habitación y baño de servicio. Los cachorros pasaban bien en la terraza. Jugaban y comían todo el día y de noche dormían y soñaban felices como niños. Pero Tarita descubrió la puerta de la cocina el mismo día de la mudanza y cada tanto abandonaba la camada y se colaba al interior del departamento. Lo recorría, estaba un poco con nosotras y se volvía con sus hijos. Después, el tiempo pasó, los chicos crecieron y ella un día no los toleró más. En realidad estaban grandes, comían solos, andaban por todos lados, pero seguían chupando teta. Había llegado el momento de regalarlos. Tenían casi cuatro meses y se habían convertido en unos perritos preciosos. Entre los diez pisos del edificio quedaron los cuatro. Algunos vecinos que nos habían visto llegar con ellos, sabían que cuando crecieran los íbamos a regalar. No tardaron en venir a verlos y dejarlos encargados. En una tarde se llevaron a los cuatro. Tarita ni se despidió de ellos. Tanto que lloró cuando le quisimos sacar uno y, sin embargo, al ver que se los llevaban a todos, ni parpadeó. Ella quedó con nosotras. Eligió el mejor sofá dond apoltronarse y así recuperar su antigua jerarquía china. Verla allí, recostada en los almohadones, daba la impresión de tener en casa una diminuta y peluda emperatriz.

VIII

Nos acostumbramos a vivir en el Centro antes de lo que creímos. El apartamento era muy cómodo, tenía una hermosa vista hacia la plaza y sabemos que en el centro de la ciudad todo queda cerca. Teníamos los cines, los teatros, las grandes tiendas, los restaurantes, todo a mano. Nunca fuimos tanto al cine y al teatro como en los primeros años de vivir en el apartamento. Mi madre estaba contenta. Todas las mañanas bajaba con Tarita a la plaza, se sentaba en un banco y en seguida entablaba conversación con alguien, que como ella, no tuviese nada que hacer. De tarde bajaba a hacer compras o a mirar vidrieras. Mamá fue siempre muy sociable, le encantaba la gente. Conversaba con todo el mundo. Es indudable que no heredé su histrionismo. Yo salgo de mi casa para ir a un lugar determinado y regresar. Salir porque sí, a caminar o a sentarme en la plaza, nunca se me ocurriría. Hacía tres años que vivíamos en el apartamento cuando me retiré del escritorio que compartía con Guillermo. A partir de entonces quedarme en casa: levantarme más tarde, terminar con las corridas a los juzgados, los juicios, las sentencias, el papeleo, fue, para mí, un placer enorme. De todos modos, nada en esta vida es perfecto ni gratuito. Mamá empezó con arritmias y problemas en el corazón. Yo la cuidaba mucho y ella también se cuidaba. Le habían diagnosticado insuficiencia cardiaca, dolencia que llevó varios años. Hasta que sucedió un hecho que trastocó mi vida y aceleró el final de la suya. Habían pasado ya seis años desde nuestra mudanza al Centro. Tarita estaba preciosa. La habíamos hecho socia de una veterinaria de la zona donde, aparte de darle las vacunas y alguna medicina que necesitara, la bañaban, tenía peluquería y corte de uñas. Mamá, frente a mi pedido de que no bajara todos los días, había dejado de llevarla a la plaza. Ese trabajo lo hacía Onilda. Un atardecer que Onilda no se encontraba bajé y crucé al quiosco que estaba en la esquina de la plaza, para comprar una revista. Mamá quedó arriba con Tarita que se puso a llorar y a ladrar, porque yo había bajado. Como no la pudo calmar, mamá la tomó en los brazos y bajó con ella a esperarme. Cuando bajaron yo estaba en la acera de enfrente esperando que pasaran unos autos, para cruzar. Mamá me vio, dejó a Tarita en el suelo y se quedó en la vereda a esperarme. Tarita también me vio y cruzó la calle corriendo. En ese momento un auto que venía le pasó por arriba. Yo grité, mi madre se puso una mano en el corazón, el auto siguió y Tarita salió corriendo de entre las ruedas de atrás hacia donde yo estaba y cayó muerta a mis pies.

IX

Fue tan cruel, tan injusta esa muerte que aun al recordarla siento dolor. Al principio no me di cuenta de que estaba muerta. Mientras, algunas personas que vieron lo que sucedió se acercaron. Entonces yo me agaché junto a ella y la llamé. A mi alrededor nadie hablaba. Un señor se acercó y me dijo:

—El perrito está muerto, señora. Me acuerdo que le dije:

—No, si el auto no le hizo nada, ¿no vio que salió por la parte de atrás y vino corriendo?

— Sí, señora —me contestó—, pero el auto lo golpeó, debe haberle golpeado la cabeza. Yo no podía conformarme, la tomé en los brazos y crucé con ella hasta donde mi madre se encontraba llorando. Cuando llegamos al apartamento la dejé sobre los almohadones donde ella dormía. Tenía los ojos llorosos y abiertos. No tenía sangre ni marca de golpe alguno. Llamamos a la veterinaria que estaba de turno y vino un doctor que comprobó su fallecimiento y dijo lo mismo que me dijera el señor en la esquina de la plaza: el auto la había golpeado, ella salió y corrió ya sin vida, porque el sistema nervioso aún estaba activo o, tal vez, debido a que el corazón aún le latía.

—Pero si el golpe que recibió en la cabeza la mató y corrió solamente por la acción del sistema nervioso o del corazón que aún le latía, ¿por qué no corrió para otro lado? ¿Por qué corrió hacia mí? —le pregunté.

—La ciencia aún no tiene explicación para esos casos extraños —dijo el veterinario. Nos llevó meses empezar a conformarnos de la pérdida de Tarita. A mí, aquello de verla caer a mis pies, me trajo infinidad de conflictos emocionales. Hasta hoy sigo buscando una explicación. A veces creo encontrarla. La explicación sería muy simple. Bastaría con pensar en la existencia de Dios. Ese día mamá empeoró de su deficiencia cardíaca. A la mañana siguiente le dio un infarto, se recuperó, pero ya no fue la misma. Se levantaba de la cama y se sentaba en un sillón, junto al escritorio donde escribo y miraba para afuera. Pasaba horas en silencio, mientras yo escribía. A las cinco Onilda nos servía el té, yo dejaba de escribir o de leer, conversábamos un rato, hablábamos de mis hermanas, de los nietos que tenía en Córdoba, mirábamos juntas alguna película o alguna novela y cuando ella quería irse para su dormitorio y se acostaba, yo volvía a mi trabajo. Una tarde estábamos tomando el té y tocaron timbre. Nos llamó la atención, puesto que si es alguien que llama de afuera lo hace por el portero eléctrico. Onilda fue a abrir:

—Es Guida, la nena del apartamento de arriba, anunció.

—Que pase —le contesté. Entró Guida con una perra Dóberman preciosa, con las orejas y el rabo cortado. Cuando entró, la niña le quitó la correa y la dejó solo con el collar. Mi madre y yo no atinamos a decir una palabra. La perra entró y ni siquiera nos miró, dio unas vueltas por el living donde estábamos y se echó sobre la alfombra entre mi madre y yo, con el hocico apoyado en mi pie. Guida se había instalado en un sofá frente a nosotras. La perra, en lugar de quedarse junto a la niña, se acomodó con nosotras, como si ella también fuese la dueña de casa y su dueña la visita. Muchas veces las personas cuentan lo que hacen sus mascotas y la gente no cree. Es necesario convivir, principalmente, con los perros para saber a qué grado de inteligencia han llegado esos animales, desde que conocieron al Hombre y se convirtieron en su sombra.

X

Guida comenzó hablando de su próximo viaje a la ciudad de Hamburgo. Allí se iba en los próximos días con sus padres y hermanos en un plan de dos años, y perspectivas de quedarse del todo. El padre de Guida era un ingeniero que había venido contratado al Uruguay, a dirigir una empresa naviera. En el transcurso de ese contrato conoció en Montevideo a la madre de Guida, descendiente de alemanes, se casó con ella y se estableció en Uruguay. En esos días volvía a su país a interiorizarse sobre ciertos trabajos realizados, en áreas del operativo portuario, en el puerto de Hamburgo. El ingeniero se iba con toda su familia: esposa, hijos y perros.

—Nos vamos dentro de dos días —dijo Guida—, y nos llevamos las dos perras, a Dagma, la madre, y Érika, la hija. Tuvimos que sacarles pasaportes a las dos. Pero hoy mi padre nos dijo que trajéramos a Érika para ustedes. Tiene seis meses, es muy dócil y muy buena. Será una buena compañía para ustedes que son mujeres solas. Que se queden con ella, que no se van a arrepentir — dijo. Ni yo ni mi madre sabíamos qué decir. Era una perra demasiado grande para un departamento. ¿Cómo íbamos a manejarla? ¿Y un perro Dóberman ? Yo pensaba en aquella boca con semejantes colmillos cruzados y le dije la verdad a la chica:

—Muchas gracias, querida, pero no, no podemos aceptar. Yo no me animo a tenerla en casa. Ella no nos conoce. Y tú sabes que esta es una raza con muy mala fama.

—Si —dijo ella—, tienen mala fama, pero los perros son como uno los cría. Nosotros siempre tuvimos perros Dóberman y nunca nos causaron problemas. Son vigilantes y muy compañeros De acuerdo, le contesté, pero no creo que ella… Y miro a la perra que, echada entre mi madre y yo... Se había dormido.

—¡Érika! —la llamé—, abrió un ojo y me miró. Ni levantó la cabeza. Se quedó un momento con el ojo abierto y como no dije nada más, lo volvió a cerrar. Confundida miré a mi madre y la vi reír. Cubrió su boca con una mano y siguió riéndose.

—¡Mamá! —dije emocionada, ¡hacía tanto que no la veía reír!

—¿Estás riéndote?

—¡Sí! Me contestó. Guida se puso de pie:

—¿Se animan a quedarse con ella hasta mañana? Mañana de mañana vengo, si no se quedan con ella, me la llevo. Miré a mamá y me dijo que sí, con la cabeza. Me puse de pie para acompañarla mientras pensaba en qué haría la perra cuando viera que su dueña la dejaba y se iba sola. Comenzamos a caminar las tres hacia la puerta de entrada. Abrí la puerta, Guida se adelantó y salió al pasillo. Se despidió hasta el otro día y dejó la correa de Érika en mi mano. Yo seguía expectante esperando la reacción de la perra. Guida comenzó a caminar hacia el ascensor. Yo continuaba con la puerta abierta. Érika no esperó más, dio media vuelta y fue a echarse a los pies de mi madre… Y volvió a dormirse. Con los ojos húmedos mi madre me sonreía. ¿Qué podía hacer yo? Antes de irse al aeropuerto pasaron por casa todos los miembros de la familia de Guida. Menos la madre de Érika, a Dagma, ya la habían embarcado. Nos dejaron la documentación de nuestra hija adoptiva: la partida de nacimiento con su ascendencia y nombre verdadero y su inscripción al Kennel Club del Uruguay. Se despidieron de la joven Dóberman, que les movió un poco el rabo y se fueron.

XI

Doce años vivió Érika conmigo. Nunca la oí ladrar. Fue la perra más limpia, más prolija y más educada de cuantos perros tuve. Se adaptó con tanta facilidad a nosotras como nosotras a ella. A mí me había adoptado como madre. Donde yo iba, iba ella. Si entraba al baño se sentaba junto a la puerta a esperarme. Cuando me sentaba a escribir en mi escritorio se echaba a mis pies y allí permanecía las horas perdidas. La llegada de Érika reavivó un poco el espíritu de mamá, pero siguió muy delicada de salud. En los días en que ya no se levantaba, la Dóberman me abandonó para acompañarla. Se quedaba, echada de perfil, al costado de la cama día y noche. Cuando falleció, fue Érika la que anunció su deceso. Se puso a lloriquear y a dar vueltas, con la cabeza gacha, entre el dormitorio y el living. Cuando llegué junto a la cama de mamá, ella se fue a la cucha en la terraza, y por dos días no volví a verla. Mamá murió una noche de invierno de hace cuatro años. Después, la soledad solo fue mi compañía. Qué hacer de mi vida sin mi madre, sin ella, mi compañera de todas las horas. Mi amiga. Todo lo que realmente me importaba. Todo lo que tenía, que tuve siempre. Me quedé sola. Entonces redescubrí a Érika. Mi sombra. Mi otro yo caminando a mi lado. El refugio de mi soledad y mi tristeza. Érika y yo, juntas en el apartamento frente a la plaza, comunicándonos, cada día más, en una simbiosis perfecta. Donde yo estaba, estaba ella. Sentada con su cabeza sobre mi pierna; acostada con el hocico sobre mi pie. De pie las dos, tan pegada a mí que me empujaba casi. Sus ojos renegridos, mirándome, mirándome siempre. Tan tristes al final. Tan tristes. ¿Sabía ella, como yo sabía, que se estaba yendo, que estaba abandonándome? Me quedé sin su mirada mansa, su hocico húmedo, sin su sombra junto a mi sombra. Y sigo, porque la vida es eso. Un continuo caminar. Hoy he dado vuelta la hoja y cerrado el libro de los recuerdos. Comienzo a acostumbrarme al silencio. Algunas veces, al caer la tarde, me detengo a observar la plaza desde el ventanal como lo hacía mi madre. Estos días he visto que, entre los jardines, anda un perro perdido. Debe tener hambre.

Ada Vega, año edición 2005

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