Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba mis treinta, enredada entre los turnos de un marido tachero y el infierno de tres hijos varones.
Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea , chica, modesta.
La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho
temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión
como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco.
Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo
recuerdo entrando a La
Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y
un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una
pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto.
Un día, sin embargo, comencé a
fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno solía sentarse mañana y tarde en la
vereda de su pensión, armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado.
Puse atención en él, pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas.
Una mañana cruzó.
—Buen día doña.
—Buen día.
—No se mate tanto m’hija. Vive la
vida disparando pues. Pare un poco. ¿Pa’ qué corre tanto?
Yo barría la vereda.
Detuve la escoba para contestarle lo que me pareció un atrevimiento, y me
encontré con su mirada sincera, su mano callosa sosteniendo el mate y le
contesté:
—Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo.
—¿Y pa’que
quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana.
Desde ese día
fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos quedábamos en la
cocina, él traía el amargo, yo tomaba un café y conversábamos. Se sentaba
junto a la ventana apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera fumando lento y me
contaba historias.
Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del
siglo diecinueve. Hijo de la cocinera, nunca supo si su padre fue el estanciero
o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce
años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo. Peleando en
guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la
guerra civil de 1904. Fue su última patriada. Enfermo y debilitado, consumido
por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando éste se
dirigía hacia Melo.
No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta
restablecer su quebrantada salud. Allí vivió cerca de la casa que en los
tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodada
La Guaireña ,
que según se dice fue amante de Rivera.
Me contó del dolor que lo aguijoneó
cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a Montevideo, el tren
expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me
contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que
creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos me confesó
que sólo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto.
Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con
un portugués viudo y con hijos.
Una primavera antes de terminar la zafra,
ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela
con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él
necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de
pago en pago llevando la luna de compañera. No fue hombre de quedarse en
ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del
país, solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por
eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Sólo anécdotas, historias
de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto
andar y de tanto vivir.
Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando
siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas
avanzadas que muchos siguen soñando. En aquellas tardes de café y amargo
descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración,
simple y sabio. Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi
tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo.
Se hizo amigo de mi esposo con
quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero
él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y
cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia.
Y los años se fueron
sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías. Había pasado largamente los
ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el
deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de
convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una
tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Sólo doña Amparo lo
acompañó hasta la puerta de la pensión.
Sentados en mi cocina y teniendo tanto
de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio. La tarde empezó a
escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarro, lo aspiró despacio.
Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo
abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se
fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de
haberlo conocido. Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo.
Murió como vivió: andando.
.Ada Vega -
http://adavega1936.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario