María Eugenia nació en primavera. Cuando los
rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya
había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes.
Y ella llegó una tarde como obsequio del buen
Dios.
María Eugenia
era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de
una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se
cuadraba, algún día, servir a su marido
y por ende a sus hijos. Todos los
deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con
su vestidito a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente,
con blusas de media manga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su
casa. Respetuosa.
Siempre supo que menstruar era un estigma. Una
afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una manzana del árbol prohibido, en los tiempos del
Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el
mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos,
primero hay que casarse ante Dios y ante
los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el
marido la repudie y quede, por ello,
sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida.
Todo eso le
habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás una mujer
decente debe gozar el acto sexual. Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho
el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues sólo se
desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que
perder la virginidad la noche de bodas
era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.
De todo estaba enterada así que cuando a los
dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él, aunque no le pareció mal,
desde que la decisión le fue comunicada el
terror hizo presa de su pobre alma.
El futuro pretendiente de María Eugenia se
llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por
mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo
de un matrimonio chacarero amigo de la familia, trabajaba la tierra con su
padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo
vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron o no, no tenía la mayor
importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y
ella le servía a él.
La madre del novio opinó que los recién
casados deberían vivir con ellos en la
chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura
suegra—, prefería tener en su casa una
chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba
para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la
mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como
un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la
vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo
que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca,
por si alguna vez la necesitaban.
Los jóvenes se casaron al fin, en una boda
sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco,
mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él
mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia
y camisa blanca con cuello palomita.
Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y
amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo
camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva
señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de
manga larga y cuello con festón; se
acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que
viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque
no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche
perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le
hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios
apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que no era tan bravo el león como se lo habían pintado.
A la mañana
siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para
todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de
mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo
seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho.
María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer
día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido
nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella
luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer,
los prejuicios y el amor. Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron
sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban los
hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara.. La joven
juntó un poco de ropa, dejó la chacra y
volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego.
Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Al tiempo y cansado de la situación el muchacho
decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo
una casa para alquilar. Encontró una a
su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles
del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y
el perro. Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como
estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina.
La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de
asombro ante la ocurrencia de su marido.
Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El
perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó
por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de
la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y
los ojos abiertos para no perderse nada.
Y a los nueve meses exactos, María
Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos, y de
nombre me puso Germán.
Cuando terminó de contarme esta historia mi madre me dijo sonriendo que el dolor de
parto es el dolor más grande, pero es también... el que primero se olvida.
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/
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Lika Corbal Cardozo ·
ResponderEliminarCUENTOS HERMOSOS, CON UNA CARGA HISTÓRICA, SENTIMENTAL Y MUY IDENTIFICABLE CON NUESTRAS VIDAS. ES MUY AGRADABLE SU LECTURA. FELICITACIONES PARA ADA.
Ada Norma, como me acorde de mi madre y de mis abuelas con esta historia, que de cierto hay en esa epoca oscura de prejuicios y doble moral. Afortunadamante los tiempos han cambiado, ahora hombres y mujeres compartimos por igual dichas y dolor, ademas de resposabilidades!.
ResponderEliminarPrecioso tu cuento Ada, te felicito has plasmado una historia que lo mantiene a uno entretenido como lector. Muy bien amiga!!
ResponderEliminarGracias, Rosamelia. Cariños
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