Conocí a Jorge en la boda de una compañera de trabajo. La invitación fue
para toda la oficina, de manera que estuvimos todo un mes preparándonos para el acontecimiento. Por
lo que contaba la novia la fiesta prometía ser maravillosa. Y realmente lo fue. Se realizó en un salón espléndido con buena música, linda
gente y mucha alegría.
En esa época yo estaba viviendo una juventud
frenética. Tenía veintitrés años, era hermosa, tenía un buen empleo y muchos
amigos. Recuerdo que la fiesta de esa
noche había despertado en mí una gran expectativa. Para la ocasión me había hecho un vestido
largo de raso negro con un escote más
que generoso y un tajo en la falda, sobre la pierna izquierda, más arriba del
medio muslo.
Los compañeros de la oficina nos
habíamos reunido alrededor de cuatro mesas. Los novios bailaron toda la noche y
recorrieron, compartiendo, las mesas de todos los invitados. La noche se estaba
yendo y yo lo estaba pasando fantástico. Me sentía admirada y feliz.
Jorge llegó casi al final de la fiesta.
Lo vi entrar al salón tan serio y distante que casi desentonaba ante tanta
algarabía. Me impactó su presencia. Y quise conocerlo. Entró sin mirar a
nadie y
se sentó con unos conocidos, de espaldas a nuestra mesa. Tenía
que obrar con rapidez, si pretendía que
se fijara en mí, pues la noche tenía prisa. Dejé el grupo de amigos y me acerqué a la puerta por donde acababa de entrar. Allí me detuve, a un par de metros de su mesa. Comencé a
mirarlo fijamente como si quisiera hipnotizarlo. Y debo de haberlo hecho pues de pronto dio vuelta la cabeza, me miró un
instante y volvió a su conversación. Yo seguí porfiada con mis ojos fijos en su
perfil. Él volvió a mirarme, se puso de pie, y me invitó a bailar.
Esa noche hablamos de la fiesta, la
noche hermosa. Me preguntó como me llamaba si era amiga de la novia y por dónde
vivía. Se quedó conmigo hasta el final de la fiesta. Me acompañó hasta mi casa, me dio un beso en
la mejilla —aunque yo esperaba otro tipo de beso,— y se fue. Al día siguiente,
cuando salí de mi empleo, estaba esperándome.
Cruzamos a un barcito a media luz que
había frente a la agencia. Mientras tomábamos un café me dijo que tenía veintiocho años, una
inmobiliaria con un socio, y vivía con los padres y un hermano menor. Hablaba
pausado, sin dejar de mirarme a los ojos. Aunque parezca extraño su serenidad y
su aplomo lograron ponerme nerviosa. Yo le dije que vivía con mis padres, mis
abuelos y una hermana mayor. En las semanas
siguientes fue a esperarme varias veces a mi trabajo. Me acompañaba
hasta mi casa y se despedía con un beso en la mejilla.
Empezamos una relación seria. Una noche, en el
barcito, me dijo que quería ir a mi casa y conocer a mi familia. También me
dijo que quería saber más de mí. Que quisiera conocer a mis padres
me dio cierta tranquilidad sobre lo que
él pensaba acerca de nuestra relación. Sin embargo, no dejó de inquietarme su interés en saber más de mí. ¿Qué querría saber de mí? Tendría acaso
que rendir un examen aprobatorio. Le interesaría saber
que a los cinco años tuve sarampión y varicela. Qué nunca aprendí a andar en
bicicleta. Que en la escuela no fui buena alumna y en el liceo tampoco.
Qué prefiero los tallarines a la carne
asada, y
el mate lo tomo dulce.
Siempre me pareció una lata el hecho de que los hombres en aquellos
años, al relacionarse con una mujer con
intenciones de continuidad, comenzaran a indagar sobre su vida pasada. No le
preguntaban si habían asesinado a alguien. Si tenía la graciosa costumbre de robar en los comercios. O, simplemente, si practicaba el hobby
de asaltar a los viejitos cuando
iban a cobrar la jubilación. Esos
detalles no llegaban a molestarlos. Lo
que necesitaban saber, antes de hablar
de matrimonio, era si en algún descuido habías perdido la virginidad. Saber con seguridad si con la llegada
de ellos a tu vida, por lo menos, ibas a parar de fichar. Debemos reconocer que
los hombres de entonces, aunque se enamoraran de mujeres hechas, para
presentarla a la madre o llevar al altar
preferían vírgenes. Éstas no necesariamente debían ser santas, conque
fuesen vírgenes alcanzaba.
Y si fuese posible pisando una víbora.
Hoy ya no es así. Hoy el varón entiende
que la vida pasada de la mujer que acaba de conocer, le pertenece solamente a
ella. En este punto por lo menos, respecto a la mujer, debemos aceptar que el
hombre ha evolucionado.
De todos modos a esas alturas me encontraba
profundamente enamorada de Jorge y no
estaba dispuesta a perderlo, nada más ni nada menos, que por una simple
declaración de honor. De manera que me jugué y,
a partir del segundo parto de mi madre, le conté mi vida hasta donde le
podía contar. Y él me creyó hasta donde prejuzgó que debía creerme. Y punto.
Desde ese día, dos por tres, me pregunta si alguna vez lo engañé. No sé si tiene dudas o si necesita que le
reafirme mi lealtad. La verdad es que nunca lo engañé. No porque no haya tenido
oportunidad. Si no porque nunca quise arriesgar, por temor a perderlo. Esta
aclaración se la debo. Como compensación
siempre le juro que nunca le mentí. Y es cierto, nunca le mentí.
También es cierto que nunca le cuento todo.
Esto, sí, lo sabe y no le importa.
Siempre me ha subestimado. Está convencido de que por el sólo hecho de ser
mujer, soy algo tonta. Sé que me ama, pero no me conoce como tendría. No sabe,
morirá sin saber, que soy mucho más inteligente que él. Más perspicaz, más intuitiva.
Muchos dolores de cabeza se hubiese ahorrado, si más de una vez me hubiera hecho
caso. Pero yo, según él: no sé nada, no
entiendo nada.
De todos modos, al
cabo de tantos años de convivencia, suele descubrir rasgos de mi personalidad
que lo descolocan. Sé que nunca, aunque vivamos mil años juntos, terminará de
conocerme. Pero mientras le sea fiel, lo que le pueda ocultar, no le interesa.
Debe pensar que lo que no le cuento no
tiene importancia. ¿Qué puede haber de importancia en la vida de “su” mujer? Es parte de su machismo. Y es más fuerte que él.
Me casé a los veinticinco años, muy enamorada, en la iglesia de los Carmelitas en el barrio del Prado. Vestida de novia, para no levantar sospechas, con traje blanco de cola y una mantilla de Valencia que mis abuelos me trajeron de regalo en uno de sus viajes a España. Hicimos una reunión para amigos y familiares en el Club Español y nos fuimos de luna de miel a San Pablo, pero no me pregunten como es porque nunca volví.
Me casé a los veinticinco años, muy enamorada, en la iglesia de los Carmelitas en el barrio del Prado. Vestida de novia, para no levantar sospechas, con traje blanco de cola y una mantilla de Valencia que mis abuelos me trajeron de regalo en uno de sus viajes a España. Hicimos una reunión para amigos y familiares en el Club Español y nos fuimos de luna de miel a San Pablo, pero no me pregunten como es porque nunca volví.
Me parece, que es mucho más intelegente tu postura, ya que realmente no le mientes, que sacar todo a colación porque sí, los hombres como bien dices, prefieren sentirse un tanto machistas, ya uanque podriamos ahorrarles unas vueltas, siendo hombres o mujeres, hay cosas que debemos vivir, la experiencia no entra por pellejo ajeno, es más sano dejerle como es y se siente cómodo, y seguir viviendo la eterna luna de miel, que medir espacios sin sentidos. Un fuerte abrazo y feliz fin de semana
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