Filarmónica de Viena
Era un niño cuando asistí a la lenta agonía de nuestra amada Playa
Capurro. Pude ver, con amargura, como
cada día su arena blanca desaparecía bajo la resaca que, poco a poco, la fue
sepultando. Sus aguas se fueron tornando sucias y revueltas, debido, en parte,
a los buques que llegaban a nuestro puerto principal y vertían los desperdicios en sus aguas. Se
sumaron las vertientes contaminadas de los arroyos Miguelete y Pantanoso y el ultimátum del
crudo, en el trasiego de los barcos petroleros anclados en el puerto de
Ancap, y los deshechos que la propia refinería volcaba en la bahía. Yo,
como muchos capurrences, presencié su ejecución. Y un día la playa quedó sola y
olvidada. De todos modos, en el verano me gustaba recorrerla. Con mis
zapatillas bajo el brazo caminaba descalzo entre las piedras cuando había
bajante, pisando aquí y allá hasta alcanzar la roca más grande junto al viejo
lavadero, y allí me sentaba rodeado de gaviotas a escuchar el susurro del mar,
a veces suave y aletargado y otras veces furioso creciendo con rapidez.
Una tarde, en medio de mi
contemplación, me sorprendió un viento repentino y traté de salir lo más rápido
posible, pisando las rocas que desaparecían bajo las olas que avanzaban
agitadas. Cerca de la orilla, vi a un botija de más o menos mi edad que, con
mucha dificultad, trataba de salir de entre las grandes piedras. Al pasar junto
a él le ofrecí mi mano y salimos juntos. No
lo conocía. Nos calzamos y cruzamos al parque. Sentados en la verja de
ladrillos, que entonces lo rodeaba, me contó que era nuevo en el barrio.
Hacía unos días se había mudado con sus
padres a una casita en Húsares a la altura de Flangini. En ese entonces vivía
por Coraceros así que éramos vecinos. Como ya
lo habían apuntado en la Escuela Capurro, seríamos también compañeros:
esa tarde, sin más datos, sellamos una amistad para toda la vida.
Mi flamante amigo se llamaba Sergei Radov pero para mí y los botijas
del barrio fue siempre el Rusito. Empezó a ir con nosotros a las matinés del
Cine Capurro. También lo hicimos hincha
del glorioso Fénix, por aquel año con: Pessina, González Plada, Saccone,
Montuori y Herol, aunque abajo llevó siempre la camiseta de Nacional. Como a
todos nosotros al Rusito le gustaba jugar al fútbol. Pero jugar con él era
difícil. En el cuadro de la escuela nunca lo ponían y cuando jugábamos en la
calle o en el parque, ninguno lo quería de compañero. Pero él insistía. Lo que
pasaba era que el Rusito era rengo. Una parálisis infantil que lo atacó en su niñez lo dejó con una pierna más corta que la otra. No era muy evidente,
pero rengueaba. La cuestión era que al cuadro donde él jugara lo llenaban de
goles.
Don Igor, el padre, lo hacía estudiar violín. Algunas veces
lo oíamos tocar desde el living de su casa: era como oír mil gatos maullando.
Por eso los botijas del barrio cuando él jugaba en la calle le gritaban: ¡dejá
la globa Rusito, chapá el violín. Con el violín disimulás la pata corta! Cuando
terminamos la escuela fuimos juntos al Bauzá. Para entonces el Rusito tenía una
novia. Marianela. Siempre la quiso, desde la escuela, y ella también. Marianela
era una chiquilina de trenzas y ojos oscuros que vivía por Francisco Gómez y la
vía. Ya en sexto se sentaban juntos y juntos hacían los deberes. En el primer
año del liceo él pasaba a buscarla y la acompañaba al regreso.
Fue en las vacaciones
de julio, cuando estábamos en segundo, que Marianela se enfermó. Cuando
veníamos del liceo él entraba en su casa y se
quedaba con ella. Le leía cuentos y le escribía versos. Leyéndole a Machado, una tarde, ni se dio cuenta que
Marianela... ya no lo oía.
Fue su primer gran dolor y aunque él trataba de disimularlo
yo sabía de su sufrimiento. Íbamos y veníamos del Bauzá sin hablar. Yo hubiese
querido decirle algo que lo animara, pero nunca encontré las palabras. Sin
embargo, en esa época fuimos más amigos que nunca, y aunque la tristeza lo
hacía aislarse de todos yo siempre lo acompañé. Él volcó entonces en el violín
toda la pena que le dejara la pérdida de su amor adolescente. Salimos del Bauzá
y fuimos al I.A.V.A. Entramos juntos a
la Facultad de Medicina. El Rusito tenía una gran vocación de médico. Pensaba
hacer Pediatría y dedicarse a los niños
con Poliomelitis. Entonces los problemas políticos del país se fueron
agudizando. Los estudiantes empezaron a ser acosados. Comenzaron las grandes
huelgas. El Rusito no les daba importancia, pero el padre le pidió un día que fuese a sacar el pasaporte y
consiguió unas direcciones en Europa por
las dudas. No se equivocó don Igor, al Rusito comenzaron a molestarlo. No sabía
nada de política pero era hijo de ruso, ergo, era comunista. Se lo
llevaron dos o tres veces. Un día vino
muy lastimado. Don Igor no esperó más, le sacó los pasajes, le dio las
direcciones, todos sus ahorros y el violín.
Nos abrazamos muy fuerte en el Aeropuerto la noche que se fue
—Adiós, Rusito.
—Voy a volver.
Y el avión se perdió en el cielo. Adiós.
No volvió. Vivió
en Austria con unos tíos orfebres. Abandonó la carrera de medicina, aprendió el
oficio de sus tíos y trabajó con ellos. Siguió con el violín.
Ayer don Igor me
llamó para mostrarme el recorte de un diario que le enviara el Rusito desde el
Viejo Continente. Bajo su foto leyó el siguiente texto: “Invitado por el
gobierno de su país, el laureado Primer Violín de la Filarmónica de Viena, Sergei
Radov, viajará en breve a la República Oriental del Uruguay, donde ofrecerá
varios conciertos, iniciando allí una gira por las tres Américas.”
Hoy, desde el costado de la Ruta 1, he vuelto
a pisar las rocas junto al viejo lavadero. Bajo la moderna vía de hierro y
hormigón que atraviesa el viejo parque,
amurallada por grandes piedras como enorme mausoleo, descansa para
siempre mi vieja Playa Capurro.
Gritan las gaviotas molestas con mi presencia.
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