Al principio fui feminista. Cursaba la secundaria y Sartre había
revolucionado a la juventud con su ponencia del existencialismo y del marxismo
humanista, sus frases célebres y el
sumun que representó en el 64 su rechazo al codiciado Premio Nobel de
Literatura.
Los jóvenes se embanderaban con la
declaración de Jean Paul de que “Dios no existe, por lo tanto la vida carece de
valor”. La corriente filosófica de Sartre se había puesto de moda, pues lo más
importante en el movimiento existencialista
era la declaración de que “el hombre nace libre, responsable y sin
excusas”. Que, en traducción libre,
quiere decir que cada quién viva como se le dé la gana.
Parte de la juventud de aquellos años asimiló con entusiasmo todo lo proclamado por
el famoso pensador hasta que dichos conceptos caducaron, ante la imposibilidad
de mantenerlos vigentes, bajo el peso de
la realidad.
Pero antes, el mundo se sorprendió con la aparición de la joven Simone de Beauvoire.
Novelista francesa, existencialista y compañera de Sartre, que al entrar en
escena se declaró feminista, filósofa y libre pensadora.
Feminista.
Para muchas de las jóvenes de aquellos años la palabra Feminista, era ante
todo romántica y audaz. Pese a que en Uruguay, dichos movimientos, comenzaron
hacia 1900 logrando hasta la fecha importantísimos logros,
en aquel momento la aparición de la Beauvoire produjo entre las jóvenes universitarias una
especie de deslumbramiento. La gran mayoría de las estudiantes querían ser feministas y muchas lo fueron. Otras quedaron por el
camino al comprender que Feminismo no es sólo una palabra tendenciosa sino un
camino duro de lucha, sacrificio y renunciamientos.
Pues bien, yo quedé a la zaga en el segundo grupo. Porque hay cosas en la vida que se hacen bien o no se hacen. Y
las luchas por la igualdad de los géneros y las oportunidades, como a los
derechos reproductivos y el derecho a denunciar la violencia familiar, ha
llevado a los grupos feministas a una
lucha sin cuartel durante más de un siglo. Y continúa. Además, las mujeres
que conforman estos grupos son mujeres de lucha, de trabajo duro, de enfrentamientos. Saben
bien que ser Feminista no tiene nada de romántico.
Como dije antes, al principio fui
feminista, concurrí a actos y
reuniones, leí libros referentes.
Siempre reunida con mujeres comprobé que es absorbente trabajar para una causa
determinada con miras de éxito. Por lo tanto fui apartándome de la relación con
el “sexo fuerte”.
Comenzó a pasar el tiempo y mis compañeras de estudio y mis amigas del
barrio comenzaron a casarse, a tener hijos y yo ni novio, ni amigo, ni
simpatizante, ni nada. Hasta que un día un posible candidato que rechacé, me
preguntó si me gustaban las mujeres. Le
dije que no. Me preguntó: y entonces qué pensás hacer con el sexo, porque a un
convento de monjas, si no crees en Dios, no creo que ingreses.
De modo que me puse a pensar
seriamente y me dije: no, ni tanto, ni tan poco. Yo quiero tener una familia.
Voy a hacer un poco de lugar en mi vida para dar cabida a un hombre que me
lleve al altar. No fue nada fácil: casi me quedo de a pie. En aquellos años si no te casabas antes
de los veinte, te quedabas para vestir
santos. Y a mí los veinte se me estaban yendo. No podía tampoco salir de
cacería y dejar mi lugar en el grupo feminista así como así, que todo lleva su
tiempo. Por lo tanto comencé a mirar para los costados por si pasaba algo que
me interesara. Y pasaban, pero yo no les interesaba. A los hombres no les caían
bien las mujeres declaradas feministas,
por lo menos para llegar al matrimonio. Entendían
que una mujer que se dedicaba a explorar los dilemas del existencialismo sobre la
libertad y la responsabilidad del individuo, en lugar de preocuparse por aprender
a cocinar y a zurcir la ropa, no pintaba justamente como un modelo de esposa y madre.
Así estaban las cosas cuando una tarde al salir de la facultad me encontré
con Aldo, un ex compañero del liceo que siempre me había gustado. Había
hecho arquitectura y se encontraba trabajando en un proyecto auspicioso. Se
interesó por mí y nos quedamos de ver ese fin de semana para ir al cine.
Fuimos al Cine Censa y vimos “Nunca en domingo”, una película griega con
Melina Mercuori sobre una prostituta y un intelectual americano que intenta
retirarla de la prostitución. Salimos del cine casi abrazados y fuimos
caminando y comentando la película, hasta el Walford, aquel bar que estaba en
18 y Ejido donde, hasta hace unos días,
estaba La Pasiva que tenía un luminoso enorme en la ochava, sobre la puerta de
entrada. Cuando nos sentamos a fumar y tomar un café, éramos casi novios.
Allí me enteré que vivía solo en un apartamento propio, se estaba construyendo una casa en
Pinamar y que su economía era estable.
Y él se enteró que yo era Feminista.
No tenía nada nuevo que contarle de mi vida. Seguía viviendo con mis padres
en la misma casa, trabajando como programadora de IBM en una empresa comercial y continuaba soltera y sin
compromiso. ¿Que sos, qué? preguntó con un tono desconfiado como si le hubiera
dicho que me había convertido en astronauta. Feminista, le repetí. Sentí como
si se desmoronara. Y lo comprendí. Él estaba viviendo bien, en calma, con
trabajo y sin complicaciones. Lo menos que necesitaba a su lado era una mujer
peleando sus derechos.
Esa noche hablamos muchos temas,
pero no llegamos a nada. Me di cuenta que mi posición de feminista ante
el mundo no le había caído muy bien. No quiso saber detalles. No preguntó y
cuando intenté exponer los motivos de mi incorporación a la causa, no me dejó
hablar. Dijo que no le interesaba dicho movimiento, que era mi vida y yo sabría
lo que hacía. Confieso que me había ilusionado con aquella cita, pero al salir
del bar ya no éramos casi novios, ni casi nada. Me acompañó a tomar el ómnibus
para mi casa, me dio la mano y no lo volví a ver.
Entonces me di cuenta que no sabía
nada de los hombres. Que no sabía como piensan, cuando piensan; de qué hablan,
cuando hablan; cómo reaccionan, cuando reaccionan. Y aunque en mi interior
reafirmé mi feminismo, entendí que si persistía en la idea de dormir con un
hombre para el resto de mi vida, debía aceptar su juego. Que es muy sencillo. Basta
con regirse de dos puntos:
1ª A los hombre hay que decirles lo que ellos
quieren oír.
2ª No contarles todo.
De la desilusión que sufrí en aquella cita con Aldo, me costó recuperarme.
Por mucho tiempo, guardé la esperanza de que un día volviera a encontrarlo. En
fin, el tiempo pasa y aquella cita quedó en el recuerdo. Ocho años después me
casé. Tengo dos hijos preciosos y vivo feliz en Pinamar. ¡Ah! Creo que no lo
dije: me casé con Aldo. Volvió a los ocho años. Me dijo que había cometido un
error conmigo. Que la vida le enseñó a respetar, aunque no se compartan, las
ideas del prójimo. Que nunca dejó de pensar en mí y que si no era demasiado
tarde, aceptara casarme con él. En el Registro Civil nos dieron fecha para
quince días después. Nos casamos a los quince días de haber vuelto por mí.
Si no hubiese sido sincera y no le hubiese contado mi militancia, me hubiese casado ocho años antes.
Le dije, cuando me preguntó, que
había dejado el grupo feminista hacía muuucho tiempo.
Hola mi querida Ada, me da mucho gusto encontrar una compatriota en este sitio.
ResponderEliminarPrecioso tu blog mostrando tantas estampas de nuestra ciudad y dejando hermosas letras.
Estamos en contacto, llegaré para leerte y e dejo mi enlace por si gustas pasar por mi blog.
Abrazos gigantes desde el mismo sur.
http://perfumederosas-cristina.blogspot.com/
Me encanto leerte. Un abrazo.
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