Su verdadero nombre era María de los
Milagros Reboledo Gamarra. De los Reboledo del norte y los Gamarra el sur. Sus familiares, por lo tanto, se
encontraban diseminados por toda la república. Ambos abuelos pelearon en las
guerras intestinas de 1870. Antes y
después. Y murieron de viejos uno al norte del Río Negro, y el otro en la capital. Los heredaron los hijos,
los hijos de los hijos y los biznietos. Sin embargo nadie conocía a María de
los Milagros Reboledo Gamarra que fue, por su libertina conducta, desheredada.
Detalle del que nunca tuvo conocimiento, ni le importó. Pues a ella se la
conoció en veinte cuadras a la redonda, como María la del río, por algo natural
y lógico: vivía junto al río. Por lo tanto, fue hasta su muerte octogenaria
María del Río. que así quiso que se la conociera y se la llamara.
Nadie sabe con certeza, ni recuerda,
cuando vino a vivir María a su casita de la costa. Según ella misma contaba, había
nacido en 1901 y tenía escasos trece años cuando se escapó de su casa siguiendo
a un cantor de tangos y valsecitos, bohemio y fachero. Lo conoció en la fiesta
de cumpleaños de su hermana mayor donde, abrazado a una guitarra, lo escuchó
cantar y decidió, que ese sería su hombre para toda la vida.
Y fue el cantor su primer hombre. Al
que amó con locura y desesperada desesperación su vida entera y a quien juró,
con las manos sobre el evangelio, que
amaría hasta el día de su muerte. Y así fue, lo amó hasta el mismísimo día de
su muerte: pero lo engañó a la semana. Que una cosa nada tiene que ver con la
otra, según su propio decir y entender. Que el amor es inasible y sublime, decía, y lo bendice Dios. Y el cuerpo es terreno, se pudre en la tierra
y Dios no tiene en él, el más mínimo
interés.
También es cierto que su cantor, bohemio y
fachero, vivía la noche de juerga y de
día dormía igual que un lirón. Aunque, la verdad sea dicha, no fue ese el real
motivo de que María lo engañara, pues si
el muchacho hubiese sido un santo
de altar, bendito y milagrero, lo hubiera engañado igual. Que María había
nacido para enamorarse por un rato de
todos los hombres, fuesen buenos, fuesen malos o rebeldes o malvados.
Al igual que muchos hombres que les
gustan todas las mujeres, solteras o casadas, lindas o no tanto, de vez en
cuando aparece una mujer con los mismos vicios. A los hombres se los llama
con transigencia: mujeriegos. A las
mujeres: putas.
Sin embargo, no se debe tomar a la
ligera el modo en que María vivía la vida, pues ella proclamaba con orgullo,
que nunca se prostituyó, puesto que hacía el amor por placer, que no por
dinero. Que si a ella le gustaban los
hombres, también es cierto que los hombres morían por ella. Porque María era
bonita a rabiar. Que no hace falta que se diga, pues todo el mundo lo supo
siempre, que fue la mujer más hermosa, sensual y mejor plantada de los tres o
cuatro barrios que crecieron junto al río. Que la mata de su pelo negro,
decían, le llegaba a la cintura. Que sus
ojazos, de mirada pecadora, enardecía a los hombres cuando pasaba insinuante.
Que su cintura fina, y su quiebre al caminar. Que su boca, a media risa,
maliciosa y subyugante. Eso decían, y
era cierto. No hubo mujer más amada por los hombres y más odiada por las
mujeres. Y esto último sin razón. Que ella no engañaba a nadie, decía y con
propiedad. Que nunca le quitó el novio, ni el marido, a ninguna mujer. Pues los
hombres para ella eran todos pasajeros. Pétalos de una flor que se los llevaba
el viento. Sólo fuegos de artificio nacidos para morir. Que ninguno despertó en
su pecho el más mínimo sentimiento de amor, ni de codicia. Pues ella tenía su
hombre, su cantor, a quien había jurado amar hasta el fin de su vida.
María la del río, era prolija y muy limpia. Su
casa brillaba por dentro y por fuera. Ella misma pintaba las puertas y las
paredes cuando era necesidad. Plantaba y cultivaba su huerto. Cosía su ropa.
Amasaba su pan y hacía su vino con uvas morenas.
Un invierno, su amante cantor le dejó la casa
y se fue de torero a recorrer,
cantando, los barrios, los puertos. Cada
tanto volvía, borracho y enfermo, harto de mujeres y piringundines. Colgaba la
guitarra en el ropero y le entregaba su cuerpo a María para que con él hiciera
lo que quisiera. María lo único que podía hacer con aquel deterioro de cuerpo,
era darle cristiana sepultura. Pero aquella mujer era una santa. Lo cuidaba y
lo alimentaba. De entrada, nomás, lo
metía en la tina con agua caliente, lo dejaba un rato en remojo y después lo refregaba con fuerza, con jabón de olor,
de la cabeza a los pies. Se untaba las manos con grasa de pella y se la pasaba
por todo el cuerpo para curarle heridas
y mataduras.
Con santa paciencia le cortaba las
uñas y el pelo. Luego lo afeitaba, lo metía en la cama y lo dejaba dormir días
enteros mientras ella le velaba el
sueño.
Al cabo de un tiempo, con tantos
cuidados, el mozo cantor se recuperaba.
Quedaba lustroso, con la ropa limpia, gordo y oliendo a lavanda. Después,
pasado unos días, una noche cualquiera después de cenar, descolgaba la
guitarra, abrazaba y besaba a María como
un hijo besa y abraza a su madre y se
iba, silbando bajito, perdido en la noche. Siempre se llevaron bien. Nunca
discutieron. Nunca una palabra de más. Nunca un improperio. Todo sabían el uno
del otro. Y se respetaban. De todos
modos, si bien es cierto que él siempre
se iba y la abandonaba, María sabía que
era volvedor.
Un día, cuando el año cuarenta moría
y hacía seis o siete que el cantor
no daba señales de vida, le avisaron
que en un boliche en un barrio del norte, en una trifulca, alguien lo
había matado. Ella se vistió de negro, llamó a un carrero vecino y con él fue a buscarlo. De regreso, con el hombre
muerto, lo bañó, le cambió la ropa, lo peinó con jopo y gomina y lo veló toda la noche. Al otro día fue sola a
enterrarlo. No quiso que nadie la acompañara. Que el muerto era sólo suyo,
dijo. Después, de vuelta a su casa, siguió con su vida. Enamorándose de los
hombres y dejando que los hombres se enamoraran de ella. Que no fueron pocos
los hombres de paso, que quisieron
quedarse a vivir con ella sufriendo
tras su negativa. Porque María nunca necesitó un hombre para vivir, pues se
mantuvo siempre sola. Sola hasta el fin.
María la del Río murió el
invierno del 83. La casa se llenó
de ancianos. La velaron día y medio y al
final la enterraron porque no podían seguir esperando que llegaran todos los
que la amaron. Pues algunos no pudieron venir porque ya no caminaban o tenían la mente perdida. Los más porque estaban
muertos. Y otros porque sus mujeres, hasta muerta la celaron. Esto último sin
razón. Que ella nunca le sacó el novio ni el marido a ninguna mujer. Que el
amor que ella daba era sólo por un rato.
Que jamás quiso hombre alguno plantado en su casa. Porque María del Río,
como ella quería que la llamaran, amó solamente a un hombre, aquel cantor de
tangos y valsecitos, bohemio y fachero, a quien le juró, a los trece años, con
las manos sobre el evangelio, que lo amaría hasta el día de su muerte. Y fue verdad.
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