Cuando sonó el despertador hacía rato que Antonio estaba despierto. Corrían los años noventa y la preocupación de perder
el empleo, que se cernía sobre los trabajadores, había logrado que perdiera el sueño y pasara las noches en
vela.
María, a su lado, aún dormía. Se levantó tratando
de no despertarla. Un frío intenso
acosaba. Ante los primeros intentos del sol la noche se resistía. Puso a hervir
el agua para el mate y se sentó junto a la mesa con los ojos fijos en
la llama celeste del gas que lamía los costados
de la caldera.
Hacía un par de días que el
jefe de su sección les había comunicado,
a él y a varios compañeros, que dejarían
de hacer horas extras. Las extras, para Antonio eran esenciales, significaban otro sueldo que así, sin más ni más, le quitaban
de un día para el otro. Este recorte en su salario se venía a sumar a la controvertida
Ley de Puertos que, un tiempo atrás, lo
dejara sin un ascenso importante en su carrera. Ahora, ante el cierre
sistemático de las secciones de operativa portuaria que, una a una, iban dando paso
a la temida privatización con su
consabida pérdida de puestos de trabajo, la preocupación pasaba a ser un
problema grave. Antonio, con más de cincuenta años de edad sabía con certeza que
si perdía su empleo, no conseguiría otro.
Dejó el mate, se afeitó y
terminó de vestirse. Cruzó la bufanda bajo la campera y subió el cierre. Apagó
la luz, cerró con dos vueltas de llave y salió. Comenzaba a amanecer. Un viento
helado soplaba desde el río. Mientras la
Villa del Cerro dormía bajo el faro vigilante de la Fortaleza, caminó por
Grecia hacia la salida del 125 frente a la playa. Tomó asiento junto a la ventanilla
aferrado a sus pensamientos. Llegaron el
chofer y el guarda a ocupar sus puestos. El ómnibus se puso en movimiento.
Un hombre viejo pidió permiso y se
sentó a su lado.
—Buen día, saludó. Antonio lo miró con fastidio. Interrumpía su intimidad.
La cabeza blanca enfundada en un gorro de lana. Dibujado en la cara un
mapa de arrugas. De cuerpo enjuto. Se restregaba las manos para calentarlas.
—Buen día, masculló. Subió el cuello de la campera y se arrellanó en el asiento, pegado a la ventanilla.
—Cuando levante la helada va hacer más frío, pienso. Antonio no se dignó
contestar. El viejo siguió hablando. Antonio no quería escuchar, ni hablar con
nadie. Necesitaba sufrir, torturarse, enojarse con todo el mundo porque tenía
problemas económicos. Intentó no oírlo volviendo a su problema: (los portuarios
estamos liquidados, hasta que no nos refundan no van a parar…)
—... y nos vinimos del norte con los gurises chicos pa´ver si en la capital
repuntábamos un poco. Los del interior del país venimos todos con la misma ilusión,
sabe. En la campaña cada día hay menos trabajo. Acá es más fácil. Siempre
alguna changa sale. Aunque sea pa´la comida ¿no?...yo me vine hace muchos años.
Con la patrona, me vine. Con la patrona y los gurises. Trabajé en el
frigorífico. En el Nacional. Más de veinte años trabajé. Sí, más de veinte años.
Nos habíamos comprado una casita con un campito atrás del Cerro y lo
trabajábamos lindo no más. Pero la capital nos empezó a cobrar. ¡Demasiado se
sabe que nada viene de regalo! Fue cuando se nos murió el más chico. Andaba
gateando y se nos cayó en un pozo que estábamos haciendo para el agua. Una
infamia, mire. Sí, una infamia (y Antonio, vencido, se puso a escuchar), al final
criamos tres, dos machitos y una niña. La mujercita en cuanto cumplió
quince años entró en amores con un mocito que yo le dije a mi patrona que no me gustaba.
Usaba el sombrero requintado, golilla blanca, siempre fumando andaba. De mirada
huidiza el mozo. No me gustaba no. Un día la gurisa se fue con él. Después
supimos, se dio a la mala vida. Nunca dejó de venir a vernos, pero del todo no
volvió más. Hizo plata. Sí. Mucha plata. Se compró una casa por el Hipódromo
con un terreno grande. Yo vivo allá, sabe. Lo tengo plantado, buena tierra, lo
que usted plante viene, fíjese. Buena
tierra. Tuvo un hijo, se lo criamos con la patrona hasta que terminó la
escuela. Después ella lo puso en los Talleres Don Bosco para que aprendiera un oficio. Salió como a
los dieciocho años, con oficio y con trabajo. Buenísimo el gurí. De ley. ¡Sí
señor! Lindo muchacho, alto y fuerte. Toca la guitarra, sabe. ¡Si lo viera...!
Vive conmigo, es lo que me queda. Gana buena plata, muy trabajador, en eso de
la electrónica, sabe, en eso trabaja. La
madre murió, se agarró una peste y se fue en menos de un mes. Él casi no la
conoció, mire usted. Tengo un hijo que se fue para la Argentina hace años.
Cuando la dictadura, sabe. No supimos más de él. Pero no se fue por la
política, no, era demasiado vago para que le interesara la política. Él se
desapareció solito, no más. Se fue de mochilero con otros dos. Cosa de
muchachos.
El tercero sí, una desgracia,
las malas juntas, terminó en la
cárcel; vendimos la casita y el campito
del Cerro para pagar un abogado. Al poco tiempo en un
ajuste de cuentas, lo mataron. Sí, así fue. No tuvimos suerte con los gurises.
Mi patrona decía que la capital nos había castigado por dejar el campo solo.
Pobrecita. Ella también me dejó hace dos años. Las vueltas de la vida,
¿no? mire usted. Ahora vengo del Cerro.
Fui a visitar a un hermano. Fui ayer, querían que me quedara, pero ya me voy
para casa. Le prometí al nieto que llegaba temprano. Siempre almorzamos juntos.
Me espera con el amargo. ¡Abuelo!, me dice cuando me abraza. Es muy pegado
conmigo. Se me tenía que dar una buena ¿no le parece?... ¡mi nieto, carajo! Es
lo que me queda.
Entrecerró los ojos para mirar
hacia fuera, por la
Estación Central se puso de pie. Me bajo en ésta, dijo. Se quitó
la gorra, le tendió una mano. —Adiós, que le vaya bien. Antonio también se puso
de pie, estrechó con fuerza, con sus dos manos de hombre joven, fuerte, vital,
la callosa mano de aquel viejo desconocido que en menos de una hora le contara
su vida.
—¡Suerte, don!
—Gracias, m´hijo.
—¡Y gracias! —le gritó Antonio, y el viejo quedó mirándolo desde la
vereda...
Se bajó del 125 en el Neptuno, cruzó el empedrado de la rambla y entró al
Puerto por Yacaré. Se dirigió a su puesto de trabajo por la senda. Se puso a
silbar.
—¿Te sacaste el Cinco de Oro, flaco?
—Casi... (Al lado de este viejo yo soy Gardel). ¡Dale, que va...!
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/
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