El hábito de Juanjo de pelearse con su sombra, había dejado de ser un hábito para convertirse en una manía. Una manía obsesiva. Desde la primera vez que su cuerpo se proyectó en la pared Juanjo comenzó a comunicarse con su sombra. De manera que, al cabo del tiempo, solía mantener con ella animadas pláticas que terminaban casi siempre en discusiones. Y no por culpa de Juanjo, que fue siempre un muchacho tranquilo, seguro de sí, a quien no le agradaba entrar en controversias con la gente manifestando su opinión sobre éste o aquel asunto. Las discusiones las originaba siempre la sombra que no disimulaba su agresividad y su resentimiento ante el mundo, vengándose en su transitorio dueño por el papel que en esta vida debía desempeñar de andar arrastrándose por calles y paredes. Sin poder huir. Unida irremediablemente a Juanjo, mientras el muchacho anduviese caminando por la vida.
Según
parece así se habría
decidido allá arriba, pues aquí se
comentó que en alguna vida anterior la sombra había sido un ser humano que, por
no darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, había caído
en desgracia y el Creador, como castigo, lo mandó de vuelta al mundo a ser una
sombra de lo que ayer fue.
Cumplir
esta sentencia de Dios hacía que a la sombra la llevara el diablo, poniéndola de muy mal humor, y
que Juanjo cada día la soportara menos. Por lo tanto comenzaban la jornada
discutiendo para luego irse a las manos y
terminar revolcándose por el suelo a trompada limpia.
En
esos combates pugilísticos el que perdía siempre era Juanjo. Y no por
puntos precisamente. La
sombra era una luchadora inteligente, de gran movilidad. Bailaba con los pies
de Juanjo deslizándose hacia un costado y hacia el otro, haciendo fintas,
corriéndose hacia atrás; superando dos y tres veces la altura de su adversario o desapareciendo por
completo bajo sus pies.
Juanjo,
tratando de alcanzarla con un gancho de Cross, se deshacía los nudillos contra
la pared mientras la sombra se estiraba adelantándose, para esperarlo
recostada en la vereda como sobrándolo. Mientras se desarrollaba la lucha se insultaban con palabras de grueso
calibre, imposibles de reproducir. Eran peleas desparejas: Juanjo era peso Welter
y la sombra menos que Mosca.
Las
noches para Juanjo eran un verdadero suplicio. Su sombra se metía en todo lo
que no le importaba vertiendo a su oído opiniones que nadie le pedía.
Discutiendo de imprudente las decisiones que él tomaba. Y
claro: ¡lo sacaba de quicio!
Un día Juanjo llegó a la conclusión de
que debía deshacerse de su sombra. Sólo
mediaba un recurso: asesinarla. Y lo decidió con gran firmeza y resignación.
Borraría para siempre su vida noctámbula. Complicado. Pero no imposible.
Comenzó por ir a Los Yuyos de tardecita, y cuando el boliche comenzaba a
encender las luces se iba para su casa cantando bajo. Prolijo. Cenaba temprano
con los viejos se acostaba y escuchaba la radio a oscuras. La sombra permanecía
quietecita bajo la cama. Pasó así un invierno y una primavera. A mediados de
ese verano estaba un mediodía tomando sol en la playa, cuando la sombra se
estiró sobre la arena bajo un sol a plomo y con voz estrangulada le dijo: Juan,
tenemos que hablar. Él no le contestó y ella le suplicó: Juanjo, este sol me
está matando ¡hablemos por favor! Él le dio cita para esa noche y la sombra desapareció debajo de la sombrilla.
Esa
noche hicieron las paces. Ella le dijo que no podía seguir enterrada bajo su
cama, pues la habían mandado a este mundo para ser sombras nada más y no podía
seguir oculta, pues corría el riesgo de ser sancionada y enviada a quién sabe
dónde a cumplir su penitencia. Quedaron en que no se dirigirían la palabra y
que ella se comportaría como todas las sombras: sin voz ni voto y sin inmiscuirse en su vida. Puestos
de acuerdo cerraron el trato y por un tiempo marchó todo como una seda.
De
todos modos, como todo lo que comienza termina en esta vida, llegó el día en que Juanjo se enamoró. Conoció a una chica que le
voló la cabeza. Se veían todas las tardecitas. En una ocasión la noche los
sorprendió abrazados en la vereda. La sombra de la joven quedó encima de la
sombra de Juanjo. ¡Se armó un lío! Y él no tuvo más remedio que intervenir. La
joven se asustó, quedó pensando que Juanjo era un brujo, poco menos que el mismo diablo. No
quiso verlo nunca más. Mientras la sombra, arrodillada, le pedía perdón y le
juraba que nunca más. Y mi amigo le volvió a creer y otra vez hicieron las
paces. Juanjo volvió por las noche
al boliche y ella andaba enloquecida haciendo todo lo que él hacía. Tomando copas, jugando
al billar, y hasta yendo
con él a bailar. A la sombra le fascinaba la noche.
No
pelearon nunca más. Ni discutieron. Juanjo tiró la esponja. Empezó por
tolerarla, por acostumbrarse a ella y pasó el resto de su vida arrastrando su
sombra por el mundo, como una culpa. Y a pesar de que un día se casó y tuvo
hijos, nadie se enteró jamás de las pláticas entre ellos dos. Terminaron siendo amigos. Juanjo
le contaba sus sueños, sus dudas, sus fracasos y ella con la experiencia de
otras vidas lo aconsejaba bien. Hoy Juanjo se fue. Lo llamaron de allá arriba. Y ante su partida irremediable quiero agregar a esta historia que al final, y pese a todo, Juanjo fue un tipo feliz.
Mientras tanto yo estoy aquí,
acompañándolo por última vez. Bajo los cirios encendidos me alargo sobre el
piso y me detengo en la pared.
Con él para mí, también
terminó otra vida.
Ada Vega , edición 2004
Ada Vega , edición 2004
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