No había cumplido los 18 años, cuando la Rocío saltó de La Teja al bajo. Nacida en cuna
de avería empezó a caminar de chica y, caminando, llegó a Juan Carlos Gómez y
Piedras. Y se quedó.
Era hija de Floreal Antúnez, apodado el
Manso, un cafiolo fracasado, chorro de poca monta que una noche, en una batida,
terminó en gayola y con un balazo en la canilla debido a que el
botón que lo corría tropezó con una baldosa floja y se le escapó un
tiro. Quedó rengo de por vida y sin posibilidad de escalar muros, ni de salir
rajando ante el grito de: ¡araca, la cana! Sin laburo y maltrecho recién logró
subir un escalón entre el malandrinaje que empezó a tenerle un poco de respeto,
cuando se casó con la lunga Aurora
Cortés. Una mechera de abolengo. ¡Ligera como
ninguna! Se daba el lujo de entrar a las tiendas del Centro vestida de
sierva y salir como la esposa de un doctor. Nunca la pescaron in fraganti, ni
visitaba dos veces el mismo comercio. ¡Sabía su oficio la flaca Aurora!
Enemistada con las fábricas donde laburaban
sus hermanas, odiaba los telares y las ollas populares. Siempre creyó que
su intelecto estaba para algo más
redituable que las ocho horas, hacia donde
nunca se dejó arrastrar. Rechazó de plano el yiro, que no iba con su decencia,
despreciando a los macrós verseros que viven del cuerpo de una mujer. No tuvo
sin embargo la suerte de encontrar en su camino a un guapo yugador que le
arrastrara el ala, con quien vivir sin sobresaltos. De modo
que, sin mucho espamento, se dedicó a perfeccionar el arte del afano hasta
llegar a dominarlo. Y hubiese podido llegar lejos y hacer mucho vento si
hubiera seguido sola. Pero un día conoció
al Manso que le chamuyó de ternura
—único hombre de su vida a quien amó de verdad—, y se perdió.
Juntaron sus desventuras, se casaron, y se
dedicaron a criar hijos con la esperanza de verse reflejados en ellos. Y así
les nacieron cinco, cuatro varones y la Rocío. Para entonces el Manso no pasaba de robar
morrones en la feria y a la
Aurora las alarmas de los supermercados, le truncaron la
carrera. Fue así que, sin abandonar por
completo el choreo, pasó el resto de su
vida al servicio de su marido y de los varones que trajo al mundo, muchachos
pintunes, bien empilchados: asiduos visitantes a la seccional del barrio.
Tres de ellos eran carteristas
cualunques. Lanzas. Rateros. Hacían la diaria. Pero el más chico, gran
visionario, se interesó por la importación y la exportación. Su familia afanaba
para no trabajar. Él trabajaba para afanar. Consiguió entrar a la estiva del Puerto y en poco tiempo se
hizo tan hábil, que en el barrio llegamos a pensar que se estaba trayendo el Puerto
de a poco y que un día veríamos un par de buques anclados en el frente de su
casa.
Y en ese ambiente nació la Rocío , que para sacar a
flote su existencia hizo lo que mejor sabía hacer. Gurisa muy bonita, supo
desde muy chica que la plata está en la calle y que sólo hay que salir a
buscarla. Y ella salió. Y la encontró. Paraba los relojes cuando llegaba al
barrio vestida de vampiresa, con zapatos altos de pulserita, cartera plateada
colgada al hombro a lo guarda y la boca pintada en forma de corazón. Se bajaba
de un Citroen negro en la puerta de su casa, revoleando la cartera y acompañada de un facha
encadenado, que lucía semejante sarzo en el anular derecho y reloj con cadena,
del cinto al bolsillo del pantalón. Rufián de medio pelo, pulido y aceitado
gracias a la Rocío.
El fiolo arrugaba trajes de alpaca y camisas
de seda, desprendidas hasta la mitad del pecho, para poder lucir su terrible
cadenaje de oro, que en el barrio dejaron boquiabiertos a más de un pinta.
Usaba botas de punta fina y taquito, patillas, y en el índice de la zurda
tintineaba un llavero con tres llaves: la del Citroen, la del bulín y la de una
celda del primer piso de la cana de Miguelete, donde alternaba sus estadías por
hurto y rapiña con la de trata de blancas y afines.
El camba, que tenía cierto cartel entre el
ambiente del escolazo, copó la banca el día que empezó a administrarle los
bienes a la Rocío. Pasó
del conventillo a vivir en telo de superlujo por 18 y Cuareim. A fumar extra
largos L. y M. y a desayunar Ballantines on the rocks. Un día la Rocío se dio cuenta que su
administrador la estaba timando. Que la que yugaba era ella y que el fiolo
vivía encurdelado y encima la engañaba con otras minas. Ni corta ni perezosa le
tocó la polca del espiante y se quedó
solari. Dueña y administradora de su propio negocio. Y pelechó. Cambió el
Citroen por un Cadillac descapotable y ante la envidia de todos nosotros,
llegaba al barrio manejando y acompañada de un perro peludo de Afganistán.
Llena de brillos y pedrerías.
Las vecinas que criaban a sus niñas en el
más puro recato, la ponían como ejemplo del mal. A la espera de que una vuelta de tuerca la
volviese a dejar en la vía. Para que las niñas aprendieran que: en la vida lo
que vale es la decencia; que quien mal anda mal acaba; que quien vive en pecado
termina mal. O sea: que el crimen no paga.
Los hombres no opinaban. Se babeaban disimulando
y la miraban con ojos lascivos, sin poder ocultar que la deseaban, concientes, sin
embargo, de que sus haberes no les permitían ni acercarse a la naifa. No pasaba
lo mismo con los muchachos de su edad, de quienes fue compañera de escuela.
Ellos la aceptaban como era y la trataban como a una más.
Por años la Rocío bancó a sus padres a quienes jamás dejó a
la deriva. Que yo recuerde nunca perdió su belleza ni su posición. Cuando los
viejos murieron dejó de venir al barrio y no la volvimos a ver. Se empezaron
entonces a correr mil rumores que se daban por ciertos y que todos creímos: que
una noche en el bajo un chino la asesinó; que en un accidente quedó con la cara
desfigurada; que vivía en Italia, vieja y en la ruina; que la habían visto pidiendo
limosna en la Catedral ;
que...
Por eso me alegré y me reí a
carcajadas cuando anoche vi en la tele recibir con todos los honores, a un ministro que
llegaba al país acompañado de su esposa: la Señora Rocío Antúnez Cortés.
Ada Vega, 1996 - http://adavega1936.blogspot.com/
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