La
abuela Gaby está completamente sorda. Más sorda que una tapia.
Me da pena, a veces. La veo a diario recorrer la casa diligente, tratando siempre
de ayudar a mi madre en los quehaceres. Activa, sigilosa. Su paso breve por las
habitaciones trasunta paz. Seguridad. Desde que está sorda ha dejado de hablar.
Se ha acostumbrado a permanecer callada y nosotros respetamos su decisión.
Algunos vecinos creen que también ha perdido la voz. Pero no está muda.
Cuando quiere, y tiene ganas, nos
endilga algún discurso. Cada vez que le dirigimos la palabra nos colocamos
frente a ella pronunciando lentamente y exagerando el movimiento de los labios,
para que lea en ellos lo que queremos
decirle. Entonces ella, si lo considera necesario, nos contesta con gran
solvencia y soltura pues su mente,
gracias a Dios, se conserva nítida y fresca como un amanecer de estío. De lo
contrario, si cree que no vale la pena contestar, apoya apenas una mano en su
cabeza y con la otra hace señas de que no oye, de que no entiende, da media vuelta y se va.
Es hermosa la abuela Gaby. Es
delgada y menuda. Tiene blanca la cabeza. Los ojos celestes y la risa pronta.
Las manos pequeñas y un conocimiento de la vida como pocas personas tienen. Un
conocimiento adquirido por percepción
más que por vivencia propia. Pues la abuela –—es de justicia decirlo— no
ha salido de esta casa desde que la entró en los brazos, al año de estar casados, Heriberto Villafañe,
un mocetón alto y fuerte que fue su amante, su compañero y su marido por más de cincuenta años. También
el padre de sus cinco hijos y el gran amor de su vida.
Los pormenores de la vida romántica
de la abuela no los conozco por mi madre, quien se ha resistido siempre a
hablar del tema por considerarlo demasiado escandaloso. Ha sido la propia abuela quien, desde que era niña, en las largas
siestas de verano, sentadas bajo los árboles del jardín, me ha contado su
historia de amor y cómo y por qué se casó con el abuelo Heriberto.
La abuela Gabriela —que así se llama— nació un día de setiembre de 1924, en una
casa quinta, cerca del Parque Hotel. Su madre fue una francesa nacida en el
valle del Ródano, que había venido con sus padres a radicarse en Uruguay hacia 1910.
Su padre fue un criollo nacido en
pleno Centro, empleado administrativo del Banco de Seguros, quien conoció a la
francesita, una tarde de domingo de 1920, en el Rosedal del Prado, casándose
con ella dos años más tarde en la
Catedral de Montevideo.
Según me ha contado tuvo una linda niñez, hizo
sus estudios en un colegio privado, y a los veinte años estaba pronta para
casarse con Antoine Prévert, un pariente lejano por parte de la madre, muy
elegante, muy correcto y muy francés,
dueño de una gran fortuna, residente en París, con quien supo desde siempre que
se casaría.
Conociendo, pues, a su futuro esposo llevó con él un noviazgo de poco más de un año hasta la fecha elegida
para la boda. Un noviazgo serio, respetuoso, tal como correspondía a un
caballero del linaje de Antoine Prévert.
Gabriela estaba feliz con la idea
del próximo matrimonio. Su prometido era
apuesto, cordial. La trataba con gentileza y amabilidad. Con dicha unión
se abría ante ella un mundo de lujo y bienestar.
Faltando poco más de un mes para la
boda, mientras se realizaban los últimos preparativos conoció, en la casa de
unos amigos, a Heriberto Villafañe. un
joven de veintidós años que trabajaba
como operador en un cine de la ciudad. Nacido en un barrio pobre hijo de un mecánico y una costurera, sin más fortuna que su
juventud y sus dos manos para trabajar, era Heriberto la antítesis de su novio francés. Sin
embargo, desde que se vieron por primera
vez, ambos, se sintieron atraídos.
El muchacho, más apasionado,
comenzó a perseguirla. A hostigarla, casi. Ella sorprendida, profana en el
juego del amor, haciendo alarde de mujer fatal, peligrosamente, le seguía el
juego. Nunca pensó que, en ese juego, podría peligrar su ya anunciado matrimonio.
Mientras se probaba el traje de novia una y
otra vez, con su velo blanco,
comenzaron a encontrarse a escondidas, algunas veces en el parque, otras
en el cine y las más vaya a saber dónde.
Lo cierto es que Gabriela una o dos tardes por semana desaparecía de su
casa para volver al atardecer feliz y
contenta, sin aclarar demasiado el motivo de sus reiteradas deserciones. En esos días cercanos
a la boda ayudaba a su madre a escribir las tarjetas, opinaba sobre las
exquisiteces que se servirían en el bufete, y festejaba entusiasmada cada
regalo recibido.
La relación con Heriberto pensó
ella que sería algo pasajero, apenas una travesura como para despedirse de la soltería. No creyó
que llegaría a incidir sobre la realización de su próxima boda. Ni le pasó
jamás por la mente, que pudiese
existir algún motivo por el cual suspenderla. De todos modos, unos días antes
de casarse los continuos mareos, las
náuseas que le provocaban ciertos alimentos y los
antojos que de pronto le atacaban, comenzaron a preocuparla. Preocupación que
llegó al paroxismo al comprobar que su regla mensual se había suspendido.
Estaba embarazada y no de Antoine
precisamente, con quien nunca
había tenido relaciones íntimas.
El caso era grave y no se vislumbraba solución. Pudo quizá haberse casado, como estaba decidido, y el
niño pasaría por ser hijo del francés. Pudo practicarse un aborto.
Calladamente. Sin que la sociedad pacata de entonces llegara a enterarse. Pudo, pero no quiso.
La abuela Gaby
renunció al casamiento programado con años de anticipación, despreció
la fortuna en francos
franceses, que la esperaba, y se fugó con el operador de cine a vivir en
un apartamento, con claraboya, en el
barrio de La Aguada.
La familia jamás la perdonó. Mi madre tampoco.
El abuelo Heriberto abandonó su
trabajo de operador de cine y subsidiado por
la empresa argentina Glucgsman, abrió en el centro una sala
cinematográfica.
Antes de nacer el niño se casaron sin
ostentación por el civil, dejaron el apartamento con claraboya y se mudaron
para una casa preciosa en La Blanqueada. Mientras el abuelo, ya diestro
empresario, inauguraba la segunda sala
en el barrio de Pocitos. Para entonces la abuela ya había dado a luz los dos
primeros varones de los cuatro que tuvo, más mi madre que fue la última en
nacer y la única mujer.
Antes de inaugurar la tercera y última sala de
cine, el abuelo le compró a la abuela la casa de La Blanqueada que es ésta donde vivimos mi madre, mi padre,
la abuela y yo. El abuelo Heriberto falleció hace ya algunos años, pero la
abuela sigue recordándolo y hablándome
de él. Le he preguntado, últimamente, que fue del novio francés. Cree que volvió a Francia y allá se quedó.
En aquellos días de la vergonzosa
fuga, la madre y el padre se enojaron mucho con ella, pero cuando dio a luz al
segundo varón vinieron los dos a verla y
a conocer a los nietos. Y aunque nunca le perdonaron el papelón que, por su
culpa, hicieron ante los demás parientes, llevaron una moderada
relación. Lo cierto es que la abuela nunca se arrepintió de la elección que
hizo.
Pocas veces he hablado de este tema
con mi madre. De todos modos sé como
piensa al respecto. Para mamá la abuela fue una inconsciente al rechazar a Antoine y
su boato. Pudo, le ha dicho más de una vez, haber sido una mujer rica. Mamá ciertas cosas
no las entiende. Por eso soy más amiga
de la abuela que de ella. Amo a la
abuela Gaby, a su lado he aprendido muchas cosas de la vida. Mamá se preocupa cuando nos ve
conversar a las dos y le dice que no me
llene la cabeza de pajaritos. La abuela la mira, frunce el entrecejo, le hace señas de que no oye, de que no
entiende, da media vuelta y se va refunfuñando.
Creo que mamá desconfía de la
sordera de la abuela.
A veces... yo también.
Ada Vega, edición 2012
ResponderEliminarPrecioso Ada!!
Gracias , Gianella. Cariños
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